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Capítulo35

En los días posteriores Elena captó un movimiento inusual en la hacienda: los camiones entraban y salían dejando mercancía y numerosos operarios se afanaban en instalar una gigantesca carpa junto a la plaza de toros, colocando guirnaldas de vivos colores por los exteriores; en las cuadras, los caballos más buenos estaban siendo preparados con sus mejores galas.

Supo por Lucía que el 20 de noviembre era fiesta en todo el país. Era el día en que se conmemoraba el aniversario de la Revolución Mexicana, y era costumbre en la hacienda Santa Isabel celebrar una charreada, un evento festivo tradicional en México con exhibiciones a caballo, música de mariachis y platillos típicos. La charrería encontró su cuna en las prácticas ecuestres y ganaderas de México en el siglo XVI como resultado de la conquista española, y fue al principio del siglo XIX cuando en las haciendas se comenzaron a organizar celebraciones en las que los charros demostraban su pericia y competían entre ellos.

Desde muy temprano, en aquel soleado domingo se comenzó a escuchar el ruido de coches y jinetes, y antes del mediodía los músicos inundaron el ambiente con sus rancheras. Elena observaba desde la ventana el murmullo de la gente que se dirigía a la plaza de toros; algunas mujeres vestían los trajes típicos mexicanos: largas faldas de vuelo y profusamente coloreadas, el típico vestido de Adelita, ceñido en el talle y con un volante en la parte baja. Remataban el atuendo con el sombrero típico mexicano de fieltro o de palma con chapetas de cuero o de gamuza. También los hombres vestían trajes de charros, con chaquetas de fieltro, camisa blanca, pantalón estrecho con mancuernas plateadas o doradas a los lados, a juego con las chapetas del sombrero y la botonadura, incluso un cinturón en piel con cartuchos y funda de revólver.

Estaba ensimismada contemplando el exterior y no oyó la puerta tras ella. Solo al oír su nombre se volvió. Antonio estaba en la puerta principal. Vestía un pantalón oscuro y una camisa de manga larga de color liso con los puños doblados por encima de las muñecas.

– Hola -la saludó en tono amable-. ¿Estás lista? Pronto comenzará el espectáculo.

– No, prefiero quedarme aquí. Es tu fiesta. Yo no pertenezco a esto.

– Te espero abajo, no tardes -respondió Antonio ignorando sus palabras.

Elena se vistió para la ocasión con una falda larga y estrecha de piel marrón terminada en flecos y un jersey ajustado de color hueso con cuello de barco que dejaba libre parte de los hombros, rematando su atuendo con el típico rebozo mexicano.

Bajó al patio para tropezar con la impaciente mirada de Antonio, quien la esperaba junto al pozo conversando con un grupo de invitados. Elena se acercó tímidamente y apenas pudo ocultar el desconcierto cuando él la presentó como su prometida, recibiendo ambos una calurosa felicitación por parte de todos los presentes.

– Vamos a la plaza, Elena; va a comenzar el espectáculo -le dijo iniciando el camino a su lado.

La plaza rebosaba de gente. La música de fondo y el murmullo de los numerosos invitados ofrecían un aire festivo y alegre. Elena y Antonio se sentaron en la tribuna principal, donde les esperaban el pequeño Ramiro y algunos invitados. Se inició la fiesta con un desfile de participantes ataviados con trajes de charros de gala. Los corceles lucían monturas bordadas en cuero con adornos de oro y plata; el herraje también constituía un complemento muy elaborado, con espuelas profusamente decoradas y labradas en plata. Elena pensó que quizá muchas de aquellas monturas habían sido elaboradas por José Peralta, su abuelo, y una dolorosa nostalgia la invadió mientras el espectáculo daba comienzo.

En primer lugar se ejecutó la suerte cala del caballo, en la que se valora el control que tiene el jinete sobre el animal; siguieron la suerte de piales en el lienzo, en la que tres charros intentan enlazar las patas traseras del corcel. La suerte de jineteo de toro era la más conocida para Elena: en ella el charro debe mantenerse sobre el toro hasta que este deje de reparar. Las mujeres también participaban activamente, y el desfile rebosaba colorido con las faldas de lentejuelas de vivos colores y amplios sombreros bordados a juego; ellas desempeñaban un papel esencial en la llamada «escaramuza», una espectacular demostración de precisión en la que realizan ejercicios a caballo en sincronía con el acompañamiento musical. Fue realmente hermosa aquella exhibición.

– ¿Qué te ha parecido? -preguntó Antonio con amabilidad al finalizar el espectáculo.

– Ha sido impresionante, de una gran belleza -dijo Elena sonriendo-. Aunque tengo la sensación de haber visto antes este espectáculo. ¿Hace mucho que se celebra en la hacienda?

– Desde siempre. Es una costumbre muy antigua.

– Quizá yo he estado en alguna ocasión cuando era una niña…

– ¡Antonio! Al fin te encontré -gritó una mujer frente a ellos. Se abrazó a su cuello y lo besó en la mejilla, ignorando a Elena. Era alta y hermosa, exhibía un generoso escote y una falda de cuero con aberturas a los lados que dejaban ver unas piernas espectaculares. Su cabello largo y sus labios sensuales hacían volver la vista a todo aquel que se cruzaba con ella-. Me tienes abandonada. ¿Dónde te escondes últimamente?

– Estoy aquí y allí -dijo intentando desasirse de sus garras y observando que Elena no se había detenido a su lado ante la irrupción de aquel torbellino.

– ¿Y por qué no me llamas? -seguía reprochándole sin hacer ademán de soltarle-. ¿Ya no quieres nada de mí?

– Amanda, estoy muy ocupado. Ya nos veremos, ¿de acuerdo?

– Tus palabras me suenan a despedida -repuso con un gracioso mohín.

– Déjalo estar y disfruta de la fiesta -dijo deshaciéndose de ella con una incómoda sonrisa.

Antonio aligeró el paso y alcanzó a Elena cuando ascendía la escalera de la mansión.

– La fiesta no ha terminado todavía -dijo tirando de su brazo-. Vamos a almorzar.

– No tengo apetito. Prefiero quedarme aquí.

– Lamento este incidente -dijo caminando a su lado mirando al frente.

– No tienes nada que explicar. Nunca me ha interesado tu pasado sentimental. Era el presente lo único importante a tu lado, pero ya no tenemos futuro, así que puedes hacer lo que te plazca -dijo con frialdad.

– Vamos -replicó tratando de disimular su enojo.

La condujo hacia la gran carpa y la presentó a los acompañantes en la mesa: dos senadores del estado con sus esposas, el arzobispo de la ciudad de México y el presidente del Banco Nacional. Fue una comida distendida y cordial, y Elena deslumbró a los invitados comentando con soltura todos los temas que allí se trataron, tanto de economía como de política, incluso sobre la historia y las costumbres del país.

– Dígame, Elena, ya que ha decidido definitivamente quedarse en México, ¿le agrada su nueva vida aquí? -preguntó uno de los invitados.

– Sí, estoy encantada en este país. La gente es muy acogedora, y Antonio es un gran anfitrión -dijo sin mirarle.

– Por cierto, Antonio, enhorabuena, por fin atraparon al asesino de tu padre, el gran Andrés Cifuentes. Era un hombre realmente admirable, fue una gran pérdida… -comentó un senador.

– Sí, el asesino ya está entre rejas -contestó con frialdad.

– ¡Deberían condenarle a muerte! Hay que eliminar a esa gentuza, no merecen vivir ni un solo día más -dijo otro de los comensales.

Antonio cambió radicalmente de conversación al observar la seriedad del rostro de Elena y temiendo una reacción inesperada; pero ella guardó prudente silencio.

Después de la comida siguieron los bailes y la música. Antonio fue requerido por los numerosos invitados y Elena fue presentada a varias personas, entre ellas a un joven de su misma edad, hijo de un empresario amigo de Antonio. Charlaron animadamente sobre caballos y de España, donde él había cursado estudios. Antonio les observaba desde lejos, pero en un corto lapso de tiempo les perdió de vista: se habían dirigido a los establos para examinar los magníficos purasangres que se criaban en la hacienda.

De repente apareció ante ellos con el rostro serio e irritado; el joven acompañante decidió dejarles, amedrentado por la áspera mirada que el dueño de la finca le dirigió.

– ¿A qué viene esto? -preguntó Elena sin poder contener su enojo.

– Eso mismo me preguntaba yo -contestó con dureza-. ¿De qué hablabas con él?

– De nada importante, puedes estar tranquilo. Tu integridad como gran hombre sigue intacta. No acostumbro comentar con nadie los secretos de familia -dijo cruzándose de brazos y mirándole con insolencia.

– Veo que disfrutas mortificándome.

– ¿Mortificarte yo? Eres un cínico -le reprochó con vehemencia-. ¡Mírate en el espejo y reflexiona sobre tu comportamiento! Comprobarás que te llevas la palma entre chantajes y mentiras.

– Regresemos a la fiesta.

– Esta no es mi fiesta -repuso dándole la espalda y tomando el camino hacia la casa.

Elena era incapaz de mostrar su debilidad ante él. A pesar de sus mentiras, albergaba la esperanza de remontar la caída libre en la que se hallaba su relación; aunque para perdonarle imponía como condición indispensable el hecho de que él iniciara un acercamiento y reconociera su culpa. Sin embargo, Antonio no había mostrado signos de arrepentimiento, ni siquiera había asumido ninguna responsabilidad en aquel distanciamiento, limitándose a lanzarle duras acusaciones cada vez que ella emitía algún reproche. No obstante, el anuncio de su compromiso ante los invitados la había sumido en un total desconcierto, forzándola a corroborar una relación que no existía en realidad. Y a ella le molestaba aquella decisión que él había adoptado sin su consentimiento.

Regresó a su habitación y esperó hasta la madrugada una rectificación de él que nunca llegó, y se quedó dormida en la más amarga de las soledades.