38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 39

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Capítulo37

– El señor la espera en el despacho. -La sirvienta le transmitió las órdenes de bajar a su encuentro.

Elena se maquilló y se puso un precioso vestido verde, como sus ojos. Bajó la escalinata con inquietud pues desconocía el motivo de aquella inesperada llamada, ya que era mediodía y él no solía regresar tan pronto de la ciudad. Presintió alguna novedad sobre el juicio de Agustín y su pulso se aceleró al atravesar la puerta del despacho.

Antonio estaba de espaldas a la puerta, mirando por la ventana. Vestía un traje azul oscuro hecho a medida.

– Hola -saludó con una tímida sonrisa.

Antonio se volvió al oír su voz y la encañonó con una gélida mirada.

– Siéntate -ordenó mientras se dirigía hacia ella y se quedaba de pie a su espalda.

Un incómodo silencio les acompañó durante eternos minutos; Elena sospechó que algo iba mal.

– ¿Cuándo conociste a Sergio Alcántara? -preguntó detrás de ella.

Elena sintió una brusca sacudida y su corazón comenzó a latir a velocidad de vértigo; todas las alarmas comenzaron a sonar, un ligero temblor le sobrevino desde las piernas y le subió hacia las manos.

– Le conocí el día que se acercó a nuestra mesa para saludarte, en aquel restaurante del centro.

– ¿Estás segura? -le preguntó al oído. Elena se volvió para mirarle, pero él se había erguido, alejándose.

– Sí -respondió tímidamente con la cabeza.

– ¿Estás… segura de que no le conociste el año pasado? -Su voz sonaba intimidante mientras se paseaba tras ella-. ¿Estás… segura de que no planeaste con él tu inocente llegada a esta casa?

– ¡No! ¿Cómo puedes concebir tal monstruosidad? -protestó levantándose para mirarle con espanto.

– ¡Siéntate! -ordenó. La espesa tensión podía palparse en aquel silencio-. Vas a detallarme punto por punto todos los planes que habías fraguado. ¿Fue él quien organizó tu cita con Agustín?

– ¡No…! Yo no conocía a ese hombre hasta el día que te saludó en la zona Rosa… Después me abordó cuando visité el Museo de Antropología, él se acercó a mí…

– Entonces confiesas que le has visto más veces -interrumpió con energía.

– Sí. Solo aquella vez cuando visité el museo.

– ¡Deja de mentir! Tu escolta jamás te ha visto en su compañía.

– No estoy mintiendo. Él se acercó y me citó en una de las salas para hablarme a solas. El asistente se quedó en el patio esperando mi salida.

– ¿Y accediste a verle? -preguntó indignado.

– Sí. Sentí curiosidad… pero me arrepentí enseguida. Ese hombre me llenó la cabeza de mentiras, solo quería perjudicarte…

– ¿Por qué nunca me hablaste de esa entrevista?

– Aquella misma tarde tuvimos una fuerte discusión y al día siguiente te marchaste a Nueva York. Desde entonces solo nos hemos dedicado a discutir y a hacernos reproches.

– ¿De qué hablaste con ese miserable?

– Él estaba al corriente de todo: conocía mi origen español y mi parentesco con Agustín… y me aseguró que jamás le vería con vida porque tú habías contratado mercenarios para matarle.

– Y tú te lo creíste, me acusaste de ordenar asesinarle -reprochó dolido-. ¿Qué más te contó?

– Mentiras… Insinuó que tanto Agustín como yo éramos hijos ilegítimos de tu padre y que tú lo sabías, y aun así estabas conmigo para… -Enmudeció de repente.

– ¿Para qué? Continúa -ordenó irritado.

– Para… no compartir tu herencia.

– Y también lo aceptaste -exclamó con un rictus de decepción.

Antonio recordó su discusión el día anterior a su partida a Nueva York: ella le había abordado con aquellas dudas. Había admitido las mentiras de Sergio Alcántara y había creído realmente que su padre era Andrés Cifuentes.

– Yo no sabía qué pensar… Tenía muchas dudas… Estaba angustiada por averiguar mi pasado y tú me mentías continuamente dirigiéndome por una dirección que no era la verdadera -censuró resentida.

– ¿Realmente creíste que necesitaba cometer incesto para conservar mi patrimonio? -dijo en voz baja, girando el sillón para inclinarse hacia ella; colocó sus manos en la parte superior, por encima de sus hombros y acercó el rostro al suyo con arrogancia. Estaba sobre ella, analizando su reacción, sus gestos, su mirada-. Para deshacerme de ti habría bastado una simple llamada y habrías ingresado en la cárcel para el resto de tu vida -masculló entre dientes-. Y tu hermano amanecería muerto en su celda mañana mismo si yo diera la orden. Jamás habrías tocado un solo peso. -Volvió a su postura erguida, despreciándola con su mirada.

– ¿Acaso crees que yo aspiraba a conseguir tu herencia? ¡Yo nunca he conspirado contra ti…! -exclamó con vehemencia, ofendida por aquella insinuación.

– Sí, lo has hecho, acabas de confesarlo -repuso con desdén.

– Solo he admitido que hablé con él, eso es todo. Ese hombre quería hacernos daño y lo ha conseguido. Me mintió. Yo estaba desorientada, pero no encontré ningún apoyo en ti… Aquella tarde te supliqué la verdad y me trataste como a una enferma desquiciada…

– Ya no sé si eres sincera o una excelente actriz -dijo moviendo la cabeza con incredulidad y volviéndose hacia la ventana-. Me cuesta trabajo aceptar tus explicaciones…

– Pues no lo hagas, quédate con mis mentiras si eso te hace sentir mejor, así estaremos en paz -sentenció, dirigiéndose hacia la puerta-. ¿Sabes?, al final lo has conseguido…

– ¿Qué he conseguido? -preguntó volviéndose hacia ella para hallar en su mirada un rictus de decepción.

– Lo has destrozado todo; has vuelto a decepcionarme. Primero fueron tus mentiras y ahora estas insinuaciones. Yo no podría vivir al lado de alguien que me exigiera cada día explicaciones sobre mis actos y me acusara sin pruebas. Eres incapaz de amar y confiar al mismo tiempo. Pero te aseguro que esta vez no voy a perdonarte, ya no habrá vuelta atrás… -dijo saliendo de la estancia sin esperar respuesta.

Todo estaba perdido. Habían llegado al final. Su relación acababa de naufragar en un mar de rencores y suspicacias. Elena sintió que el invierno penetraba de golpe, recorriendo sus venas como una gélida ola que robaba el color de sus mejillas y congelaba los latidos de su corazón.

Aquella decepción la hizo reaccionar para tomar una definitiva e irrevocable resolución. Esa vez tomó abiertamente partido por Agustín. Iba a conspirar contra Antonio, aun sabiendo lo que aquello significaba. Pero ya nada importaba. El futuro junto a él y la posibilidad de un final feliz se habían desvanecido para siempre.

Se propuso ofrecer a su hermano una digna defensa. Esperó a que Antonio regresara a la capital y bajó a su despacho de madrugada. Contactó con Jean Marc y recibió, como siempre, su ayuda incondicional. Su amigo se encargaría de contratar los servicios de un bufete de abogados de Ciudad de México para la asistencia en el juicio de Agustín, quien iba a enfrentarse a una jauría de sabuesos contratados por su enemigo y a la vez hermano. El juicio se celebraría pronto y los abogados informarían a Antonio del prestigioso bufete que ella iba a financiar. En cuestión de días él descubriría quién se lo había proporcionado y Elena ya se preparaba con determinación para hacer frente a la nueva tormenta que se avecinaba. Pero se había liberado de todos los prejuicios. Su conciencia estaba en paz y la pesada carga se había aliviado. Finiquitados sus bienes y remordimientos, solo le restaba esperar el resultado.

La desmotivación se adueñó de su voluntad en los días posteriores al comprobar que Antonio ni siquiera regresó a visitarla el fin de semana, como lo hacía habitualmente. Nadie la esperaba, y el hombre de sus sueños la había decepcionado, abandonándola en aquella solitaria casa rodeada de hostilidad. Las pesadillas eran las únicas compañeras de viaje en aquellas siniestras noches en las que comprobó que el alcohol liberaba su tormento y le permitía dormir más tiempo que las infusiones de Lucía. Lentamente fue despeñándose por una oscura pendiente, y noche tras noche bajó al salón para verter en un vaso el elixir del sueño y el respeto a sí misma, mientras su voluntad se precipitaba por un abismo de oscuridad. Vivía enclaustrada, aquejada de fuertes jaquecas provocadas por las resacas de sus pecados nocturnos y observando cómo el mundo comenzaba a girar en otra dirección.