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Eran las dos de la madrugada -en España- cuando Elena se desplomó sobre la cama del hotel de Ciudad de México, agotada tras el largo viaje. Su cuerpo le pedía ir directamente a la ducha y dormir, pero su cabeza le aconsejaba aguantar un poco más. En aquel país eran las siete de la tarde, y si se abandonaba al sueño podría despertar a las tres de la madrugada y mantenerse en vela hasta el amanecer, así que decidió salir y explorar los alrededores. La luz imprimía una atmósfera agradable, teñida de un color anaranjado provocado por la extraña fusión entre la polución existente en una de las ciudades más contaminadas del mundo y la caída del sol, que seguía invitándola a pasear por la amplia avenida del paseo de la Reforma. Elena admiró a lo largo de ella las estatuas sobre pedestales situadas en ambas aceras, en las que se homenajeaba a personajes relevantes a lo largo de la historia del país; se detuvo también a contemplar las diferentes exposiciones al aire libre que se exhibían en las zonas ajardinadas. Caminó en línea recta hasta llegar al monumento dedicado a Cristóbal Colón, rodeado de cuidados jardines y situado en una de las glorietas de la amplia avenida. En su base había cuatro figuras sentadas, dedicadas a los primeros misioneros llegados al continente americano, y en la parte más alta del pedestal estaba la escultura de Cristóbal Colón, en pie, con su mano derecha tendida hacia delante. Decidió entonces regresar; la tarde había caído y la oscuridad amenazaba peligro para una mujer sola en aquella extensa ciudad. Tras una frugal cena en el hotel, cayó al fin rendida; su reloj marcaba las cinco de la madrugada y resolvió cambiarlo al horario local, siete horas menos.
Tras reponerse al día siguiente con un suculento desayuno y haciendo un esfuerzo por adaptarse al cambio horario, determinó investigar la ubicación de la hacienda Santa Isabel, donde su familia residía y trabajaba. Contrató un taxi de confianza recomendado por el recepcionista del hotel a cambio de una generosa propina y negoció previamente el precio del traslado. Durante más de una hora de trayecto, en el que atravesó la ciudad desde el centro norte hacia la salida sur, el locuaz y amable conductor fue ofreciéndole una interesante información sobre la finca hacia donde se dirigían. Los propietarios eran una de las familias más ricas de México, los Cifuentes, y en sus tierras trabajaban la mayoría de los habitantes de los pueblos de los alrededores. Le habló también de un reciente crimen cometido en ella que había conmocionado a todo el país y del que aún se hablaba en las noticias, pues su autor no había sido capturado. La muerte de uno de los más grandes potentados de México había tenido una amplia repercusión y la policía seguía investigando a cualquier persona relacionada con el asesino, realizando redadas por toda la ciudad y efectuando arbitrarias detenciones incluso de familias completas. Todos los trabajadores habían sido interrogados por las fuerzas de seguridad, y se ofrecía una suculenta recompensa por su captura, vivo o muerto; la cantidad era doble si le cazaban con vida.
Los Cifuentes eran gente poderosa. La hacienda fue adquirida por un rico antepasado a mediados del siglo XIX tras la desamortización eclesiástica emprendida por el gobierno liberal de 1856, con el fin de despojar a la Iglesia de gran parte del territorio del país, del que era dueña, para posteriormente venderla a los arrendatarios. Pero los compradores adoptaron un modo de vida aristocrático y se asimilaron a la clase social propietaria ya existente, consolidando así la anterior estructura social y causando el efecto contrario al que pretendían los gobernantes: la distribución de la tierra a los peones y jornaleros; estos no disponían de los fondos necesarios para comprar las grandes superficies expropiadas, así que fueron las clases más pudientes las que se hicieron con ellas.
A partir de aquella inversión, las propiedades de esta singular familia fueron ampliándose durante décadas. A finales del siglo XIX existía una gran desigualdad en las zonas rurales, el latifundismo había llegado a su máxima expresión, basado en el dominio social ejercido a través del monopolio de la tierra; mientras tanto, los campesinos sufrían la servidumbre sometidos a un régimen de peonaje, hundiéndose día tras día en la mayor miseria mientras los terratenientes aumentaban el tamaño de las propiedades y sus beneficios.
Sobrevivió la hacienda Santa Isabel incluso a la reforma agraria auspiciada y defendida hasta la muerte por Emiliano Zapata durante la revolución, en las primeras décadas del siglo XX. El gobierno expropió las tierras a los latifundistas y se dividieron en ejidos (comunidades fundadas sobre el usufructo prehispánico), pero los agudos propietarios negociaron con los nuevos gobernantes el paso del ferrocarril por las propiedades a cambio de no sustraer ni una hectárea de sus terrenos. La llegada del tren por aquellas tierras incentivó la economía de la hacienda, que hasta aquel momento debía transportar sus productos agrarios en caravanas tiradas por mulas; de esta forma, el incremento de la producción de cereales y la rápida distribución de las mercancías multiplicaron el patrimonio familiar, lo que les proporcionó un control absoluto no solo en la economía de la región sino también en la política.
El abuelo del actual propietario introdujo en los años treinta la cría de ganado de lidia en sus terrenos, y su heredero construyó dos décadas después una magnífica plaza de toros; año tras año la ganadería fue aumentando en calidad y cantidad, adquiriendo gran prestigio dentro y fuera del país. Tras el gran terremoto de 1985 se realizaron importantes reformas e inversiones en la hacienda con el fin de adaptarla a los nuevos tiempos y dotarla de comodidades dignas de un palacio, con más de treinta habitaciones, salones, piscinas y espaciosos jardines. Actualmente se dedicaban también a la cría de caballos de pura raza, para los cuales habían construido unas modernas instalaciones que provocarían la envidia de cualquier ganadero inglés, pues sus ejemplares conseguían numerosos premios en las más prestigiosas carreras hípicas de Europa y Estados Unidos.
El coche se detuvo delante de la enorme puerta de acceso a la finca, rodeada de altos muros y con amplitud suficiente para el paso de dos coches en paralelo. Elena se despidió del conductor, emplazándole para que regresara a la caída de la tarde. Con paso firme atravesó la verja de entrada, que estaba abierta, y se dirigió hacia un operario con vaqueros y sombrero de cuero que acudía veloz al percatarse de su presencia. Elena percibió cierto asombro en aquel hombre al ser preguntado por la familia González y, tras unos instantes de dudas, la invitó a entrar, conduciéndola hacia una cerca de madera donde varios mozos limpiaban y domaban magníficos caballos. El vaquero se separó de ella y ordenó llamar a otro empleado, y este a otro, y a otro más, hasta que formaron un corro; después llegó el que parecía ostentar más autoridad y, tras una corta deliberación con el improvisado grupo de pensadores, se dirigió hacia Elena. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y moreno, con un negro mostacho que descendía por la comisura de los labios hasta el inicio de la barbilla. Iba vestido con pantalones vaqueros y camisa a cuadros.
– ¿A quién dice que desea ver, señorita? -preguntó mientras se despojaba de su sombrero en señal de respetuoso saludo.
– A Trinidad González y a su hijo, Agustín González -repitió la joven dando muestras de impaciencia.
– Ah… Entiendo… -murmuró bajando los ojos y dando vueltas al sombrero-. ¿Tenía usted una cita con ellos…? Quiero decir… ¿sabían que iba usted a venir?
– No -dijo tratando de sonreír con amabilidad-. He decidido darles una sorpresa. Sé que no me esperan…
– De eso estoy seguro. ¿Cuál es el motivo de su visita, señorita? -preguntó entornando su mirada para observarla mejor.
– Es un asunto familiar. Soy hija de Trinidad González y hermana de Agustín.
– ¿Usted? -preguntó abriendo los ojos con cara de sorpresa-. ¿Está bromeando?
– No, señor. No bromeo. -Elena comenzaba a irritarse-. Le ruego que les informe de mi llegada -pidió con frialdad.
Durante unos instantes tuvo que soportar la impertinente mirada de aquel hombre que parecía no tomar en serio su petición. Después este hizo un gesto con la cabeza y la conminó a seguirle. Caminaron en silencio durante un buen rato, rodeando los establos y continuando en línea recta por la parte trasera. El silencioso acompañante se detuvo ante una pequeña cabaña de madera desvencijada, sucia y con signos de abandono, invitándola a entrar para esperar a su familia mientras él iba a anunciarles la visita.
La joven accedió con desconfianza. El interior estaba oscuro y cubierto de polvo; los escasos haces de luz penetraban a través de las rendijas de las tablas que el tiempo y la dejadez habían realizado en las débiles paredes, y un olor a tierra húmeda y madera añeja inundaba aquel espacio. De repente sintió un gran golpe tras ella: la puerta por la que había accedido se había cerrado bruscamente, dejándola atrapada en el interior. Elena se volvió y forcejeó, tirando de esta hacia dentro para tratar de abrirla; durante unos instantes creyó que había cedido unos centímetros, pero el hombre que la había llevado hasta allí empujó enérgicamente hacia dentro para después tirar con fuerza hacia fuera, cerrándola de un violento portazo. Esta maniobra hizo que el quicio de la puerta la golpeara en la frente, provocándole una fuerte contusión y haciendo que cayera hacia atrás sin sentido sobre las polvorientas tablas. Tras unos minutos, abrió los ojos y fue recuperando poco a poco la consciencia, incorporándose con dificultad y sintiendo que el techo y el suelo se movían a su alrededor. Con gran esfuerzo consiguió alcanzar un sucio catre y se tendió en él; la cabeza le estallaba de dolor y su frente había sangrado abundantemente, aunque por fortuna la hemorragia se había detenido. Miró el reloj y comprobó que había pasado más de una hora desde su llegada a aquel lugar. El vértigo causado por el impacto le impedía incorporarse para tratar de salir de aquella trampa, y desde la improvisada camilla escuchó voces y pasos masculinos, gritos que daban órdenes y golpes en la puerta. Esperó con ansiedad que alguien le ofreciera alguna explicación de lo que estaba ocurriendo, pero la puerta no se abrió; al contrario, parecía estar siendo apuntalada desde el exterior para impedir su salida.
Las horas comenzaron a pasar muy lentamente y el silencio regresó a aquella oscura y tenebrosa estancia, donde los rayos de luz que atravesaban las rendijas de la madera habían ido cambiando de dirección hasta desaparecer. El cansancio provocado por el cambio de horario y las escasas fuerzas de que disponía contribuyeron a sumir a la joven en un profundo sueño.
Antonio Cifuentes llegó a su propiedad conduciendo él mismo. Había interrumpido una comida de negocios en la capital al ser alertado por el capataz de una extraña visita que se había producido en la finca, y se dirigió a la cabaña para retirar la tranca de la puerta que sus hombres habían colocado para imposibilitar la apertura desde dentro. Ya nadie vivía en aquellos viejos barracones, los trabajadores se habían trasladado a las nuevas construcciones de ladrillo en el lado sur de la finca. Era ya noche cerrada y la oscuridad en aquel minúsculo receptáculo le impedía apreciar con claridad el interior. Se introdujo solo, encendió una linterna y comenzó a inspeccionar dirigiendo la luz hacia todos lados hasta que divisó en un rincón el cuerpo de una mujer inmóvil sobre un catre y se encaminó hacia ella para observarla con precaución. Parecía desvanecida y presentaba una brecha en el lado izquierdo de la frente que le había provocado una gran mancha de sangre en la mejilla y sobre la ropa; paseó despacio la linterna a lo largo de su cuerpo, contrariado y convencido de que aquello debía de ser una confusión: allí yacía una mujer joven, de piel blanca, cabello rubio y finas manos; lucía pendientes de perlas y de su cuello colgaba una pequeña cruz plateada. Costaba creer que aquella exquisita joven fuese la hermana del mozo de cuadras. Sus hombres debieron de confundirse; ella no podía ser familia de Agustín y Trinidad González… pero su desconcierto aumentaba al comprobar que su rostro le era familiar. ¿Dónde había visto antes a aquella mujer?
Elena abrió los ojos y se estremeció al descubrir una silueta sobre ella tras un potente foco de luz que la observaba con curiosidad. Pertenecían a un hombre maduro, de cabello moreno peinado hacia atrás marcando el inicio en el centro de la frente. No vestía como los demás vaqueros que la recibieron por la mañana: llevaba una elegante camisa y corbata a rayas bajo una chaqueta de color oscuro. Su impertinente mirada a través de las sombras que provocaba la linterna le hizo temer por su integridad.
– ¡Por favor, no me haga daño! -suplicó con terror.
Trató de levantarse e ir hacia el otro extremo del camastro, pero él se inclinó sobre ella inmovilizando sus delgadas muñecas por encima de la cabeza con una de sus manos, mientras que con la otra seguía enfocando su rostro. Al colocar su cuerpo sobre ella descubrió unos ojos rasgados que le miraban llenos de miedo. En aquellos instantes recordó dónde la había visto por primera vez:
¡Era la joven del aeropuerto!
Enfocó su delgada muñeca para reconocer el brazalete plateado que llevaba la mañana anterior, y en la otra el reloj con la correa de cuero. Sí, definitivamente era ella, no podía olvidar aquella mirada…
– ¡Quieta! ¿Quién es usted? -preguntó con voz ronca y autoritaria.
– Mi nombre es Elena Peralta.
– ¿Es usted hermana de Agustín González?
– Sí.
– ¿La hija de Trinidad González?
– Sí. ¿Puede explicarme qué está pasando?
– ¿Yo? -respondió Antonio con una carcajada-. ¡Carajo! Es la pregunta más divertida que me han hecho hoy. ¿Acaso no sabe quién soy yo?
– No, lo siento. No sé quién es usted -respondió Elena tímidamente.
– Soy Antonio Cifuentes. ¿Comprende ahora? -dijo con dureza.
Elena recordó aquel apellido en las palabras del taxista e intuyó que era el dueño de la finca.
– No, señor Cifuentes, sigo sin entender por qué me han encerrado aquí. Yo he venido a visitar a mi familia…
Él la miró desconcertado ante aquella respuesta.
– ¿Acaso se está burlando? ¿Es que no está al corriente de la infamia que ha cometido su hermano? ¿No sabe que su madre ha muerto? -preguntaba sin salir de su asombro.
– ¿Mi… mi madre ha muerto? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Qué ha pasado? -exclamó con voz temblorosa.
– ¿Quién diablos es usted? -decía cada vez más confundido-. Tiene acento extranjero. No puede ser familia de los González.
La mente de Elena se puso a trabajar rápidamente; tenía que salir de allí con urgencia e inventar una buena excusa.
– Creo… señor, creo que he cometido un error. Yo… Estoy tratando de localizar a mi familia, estoy de paso… vivo en España… fui adoptada cuando era pequeña… -mintió atropelladamente-. Contraté a un detective en México para encontrarles, pues solo conozco el nombre de mi madre. Él localizó a varias mujeres con el mismo nombre y apellido y estoy recorriendo todas las direcciones que me facilitó. Este es el primer lugar que he visitado, pero por lo visto no es el correcto. Tendré que seguir buscando… -Trató de esbozar un tímida sonrisa.
– Eso tiene más lógica -dijo aflojando la presión de las manos-. Pero me ha dicho que es hermana de Agustín González… -Aún recelaba de sus explicaciones.
– Yo he supuesto que mi madre tendría más hijos… No sé nada de ella ni de su pasado. Si hubiera mencionado cualquier otro nombre, le habría respondido de la misma forma.
– Está bien. Deme las manos, la ayudaré a levantarse -dijo convencido mientras Elena se incorporaba lentamente-. Le ruego que disculpe a mis hombres; estaban tan extrañados como yo por su aparición. -Hablaba más tranquilo dirigiéndose a su lado hacia la puerta de salida-. La llevaré a casa para curar la herida de su frente.
– No se moleste. Prefiero volver a la ciudad. Llamaré al taxista que me desplazó hasta aquí.
– De ninguna manera -insistió mientras abría la puerta del todoterreno para que subiera-. Limpiaremos esa herida y se quedará a cenar. Debo compensarla por el error cometido. Después la trasladaré personalmente a su hotel.
Estaba sentado frente a ella en el salón y desde su proximidad podía aspirar el agradable perfume a nardos frescos que emitía la bella desconocida.
– ¿Dónde está alojada? -preguntaba mientras limpiaba su herida.
– En el Sevilla Palace.
– Es un buen hotel, en el centro. ¿Es la primera vez que visita México?
– No. Estuve el año pasado, pero no conocía la capital. Es muy interesante.
– Y muy peligrosa para una mujer sola. Debe andar con cuidado -dijo mientras se recreaba paseando los dedos por su frente y mejillas camuflados bajo la gasa impregnada de antiséptico.
– Ya lo he comprobado. -Sonrió tímidamente-. Dígame, ¿por qué reaccionaron así con la familia González? ¿Ha ocurrido algo grave? -preguntó con aire de inocente curiosidad.
– Agustín González es un criminal.
– ¿A quién ha asesinado?
– A mi padre, el anterior dueño de esta hacienda.
Una descarga eléctrica recorrió su espalda y el pánico se apoderó de Elena al recordar la conversación con el taxista: aún no habían atrapado al autor del crimen… Ya no necesitaba escuchar más. Su madre realmente había muerto y su hermano era un asesino. Presentía peligro y debía salir de allí a toda velocidad…
– Ya es tarde. Debo regresar. Tenía una cita a las nueve con el detective… -dijo levantándose y tratando de ocultar su miedo.
– ¿No va a quedarse a cenar? -preguntó decepcionado.
– Lo siento -dijo negando con la cabeza-. No es necesario que me lleve; llamaré al hotel para que me envíen el coche.
– Yo también vivo en la ciudad y mi casa no está muy lejos. Será un placer acompañarla.
Antonio Cifuentes había hecho planes. La llevaría al hotel y se ofrecería para ayudarla en la búsqueda de su familia; era un buen comienzo para una buena… amistad. Tenía conciencia de su debilidad por las mujeres bonitas, más que por los caballos, su otra pasión; sabía reconocer los buenos ejemplares a primera vista… y aquella joven belleza española era uno de ellos.
Elena seguía temblando mientras se dirigía al coche. Su anfitrión era amable y se sentía responsable por lo que él creyó una confusión de los empleados, pero por desgracia no había error alguno. Se acercaban a los altos muros de color albero que rodeaban la finca; las rejas macizas de la puerta de acceso se abrieron bajo la única luz de los faros que iluminaban el camino sin asfaltar, acrecentando la siniestra oscuridad de los alrededores. Elena sentía en cada metro avanzado un paso más hacia la libertad.
De repente, un vehículo les rebasó a gran velocidad y frenó bruscamente ante ellos obstaculizando el paso.
– ¡Qué diablos pasa! -exclamó molesto.
Antonio detuvo el coche y descendió para exigir una explicación al otro conductor. Elena le reconoció enseguida: era el mismo que la había encerrado en la cabaña por la mañana. Les observó mientras conversaban y dirigían su mirada hacia ella, lo que le indujo a sospechar que algo iba mal.
– Señorita Peralta, creo que no me ha dicho toda la verdad. ¿Me ha tomado por un imbécil? -exclamó enfadado al regresar junto a ella.
Presa del pánico, Elena trató de abrir la puerta del coche, pero él la había bloqueado segundos antes con el mando a distancia.
– ¡Es usted realmente su hermana! ¿A qué ha venido a mi casa? ¡Conteste, mujer! -exigió indignado.
El temblor le impedía hablar y bajó la cabeza intentando tomar aire, pero él seguía gritando y golpeando el volante, demandando una explicación que ni ella misma sabía darle. Súbitamente el dueño de la finca arrancó el coche y retrocedió el camino realizado. Abrió la portezuela al llegar a la gran mansión y tiró de ella con fuerza, ciñendo su brazo y haciéndola caminar con dificultad. Atravesaron un enorme patio y subieron una escalera de piedra oscura que accedía a la planta superior. Allí se introdujo con ella en un dormitorio y la lanzó sobre la cama.
– Su hermano va a saber con quién se la ha jugado -le dijo amenazándola con su dedo índice.
– ¿Qué pretende hacer conmigo? -preguntó aterrorizada-. Por favor, no me haga daño…
– Debería matarla ahora mismo para dar una lección a ese miserable, pero quizá me sea más útil viva. Si él la ha enviado, va a conocer de primera mano el error que ha cometido -dijo con desprecio dirigiéndose hacia la puerta.
Elena escuchó cómo esta se cerraba con llave desde fuera. De nuevo se quedó sola, aún incrédula, y con la aterradora impresión de que todo se había desmoronado a su alrededor: su madre había muerto, su hermano era un asesino prófugo de la ley, y ella se encontraba en manos de un hombre poderoso que clamaba venganza y pretendía hacerle pagar un crimen cometido por alguien a quien no conocía… Repasó toda su vida en un instante, intentando convencerse de que aquello era un mal sueño, que pronto estaría en el aeropuerto tomando un vuelo de regreso a casa, a su trabajo en el instituto, a las tertulias con sus amigos…
Quizá debió hacer caso de la recomendación de su madre. Ella siempre supo lo que estaba bien para ella incluso en la distancia. La envió a España con la intención de ofrecerle una vida más digna y le prohibió venir a verla. Ahora todo se había derrumbado y el maravilloso futuro con el que soñaba había desaparecido de una patada…