38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

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Capítulo39

– Señor. El jefe de seguridad está aquí. -La femenina voz metálica le arrancó de sus torturados pensamientos.

– Hágale pasar, Victoria.

– Por fin hallamos el itinerario de la señorita Peralta…

– Cuénteme con detalle lo que ha averiguado.

– En primer lugar, confirmé el día que voló desde España. Fue el primero de julio del año pasado. Llegó al aeropuerto de Ciudad de México, pero solo estuvo unas horas. Por esa razón le perdimos la pista.

– ¿Están seguros de que ella no visitó la capital?

– Estuvimos en todos los hoteles de la ciudad y sus alrededores rastreando su paso esos días, pero fue una búsqueda infructuosa. Entonces investigamos las listas de pasajeros de vuelos internos y al fin dimos con su ruta: viajó aquel mismo día hacia Monterrey. Nos desplazamos a esa ciudad y seguimos su pista, y le aseguro que costó trabajo porque no se alojó en ningún hotel, sino en una misión católica. Allí la recordaban muy bien, nos informaron de que estuvo trabajando como maestra durante toda su estancia y que no se movió de aquella ciudad hasta el día en que regresó, haciendo de nuevo escala en Ciudad de México.

– Bien. En cuanto al otro asunto, ¿qué noticias tiene de las cintas de seguridad del Museo Nacional de Antropología?

– Nos han facilitado una copia del día que usted nos indicó -dijo extrayendo de su maletín una cinta de vídeo-. Aquí la tiene.

Antonio la introdujo en el aparato de vídeo al quedarse solo y observó en aquellas imágenes el abordaje a Elena por parte de Sergio Alcántara durante su visita al museo. Comprobó entonces, avergonzado, que ella no le había mentido… Pero ¿por qué diablos no le habló nunca de la misión en Monterrey? ¿Era otra de sus pruebas? ¿Tenía que confiar ciegamente en ella? «Es cuestión de fe, la tienes o no la tienes», le había dicho Elena en una de sus tormentosas discusiones. Y él no la tuvo, no la creyó… y ya era demasiado tarde.

Regresó a la finca aquella misma noche, convencido al fin de su sinceridad y consternado por la culpa. Había pasado de la pasión al resentimiento, y ahora el remordimiento laceraba sus sentidos. ¿Cómo pudo dilapidarlo todo tan a la ligera? ¿Cómo pudo estar tan ciego? ¿Por qué no la creyó desde el principio? ¿Por qué no la perdonó? A fin de cuentas… ¿acaso Elena le fue infiel? No. El único pecado que cometió fue el de obrar según su conciencia. Tomó una joya para ayudar a su hermano, y tuvo el suficiente valor para decírselo mirándole a la cara… ¡Dios! ¿Qué había hecho con ella? Había sido extremadamente intolerante, había destrozado el corazón de una mujer que le amaba con generosidad, forzándola a hacer una elección con el único fin de satisfacer su propio egoísmo.

Mientras conducía, recordaba los momentos tan dulces que habían vivido, cómo quiso a Elena y cuánta lealtad recibió de ella. Deseaba creer que ella aún le amaba; se lo había demostrado tantas veces… Y él la había decepcionado otras tantas. Ella tenía razón: Antonio no había valorado su amor, debió aceptar sus sentimientos hacia Agustín.

Era más de medianoche cuando llegó a la casa, subió la escalera y se introdujo con sigilo en su dormitorio, pero estaba vacío. Salió al rellano y desde lo alto identificó una silueta en la oscuridad que abandonaba el salón. Parecía… ¿tambaleante? Sí, caminaba insegura mientras subía los peldaños asida a la balaustrada para no perder el equilibrio. Permaneció en la penumbra observándola, oculto tras una columna; después la siguió hasta el dormitorio, abrió la puerta y encendió la luz para contemplarla con más claridad. Elena estaba a punto de sentarse en la cama y se volvió sobresaltada al ver que la estancia se iluminaba. Al principio dio un respingo al descubrirle plantado ante ella y soltó una carcajada nerviosa y descontrolada.

– ¡Dios! Me has asustado. ¿Es que no sabes llamar a la puerta? -Su habla titubeante y sus ojos vidriosos no dejaban lugar a dudas.

– Estás… tomada… -exclamó pasmado acercándose a ella.

– Sí… ¿y qué? -le desafió-. ¿Tienes algo que objetar?

– Sí, que no voy a consentirlo.

– ¿Ahora te interesa mi salud? No me hagas reír, ya no me haces reír; ni siquiera me agrada tu presencia. Ya no me importa nada que venga de ti.

– ¿Por eso bebes?

– Bebo porque me gusta sentir nuevas experiencias… y me ha encantado ver la cara que has puesto al descubrirme así. -Rió con ganas mientras se sentaba en la cama.

– Deduzco, entonces, que lo haces para castigarme -dijo acercándose lentamente.

– ¿Castigarte? -De nuevo rió a carcajadas-. No me digas que sufres mucho al verme así. Bueno, quizá sí. Has dicho a todo el mundo que vamos a casarnos. -Soltó otra risotada-. ¡Qué vergüenza! ¡La prometida del gran Antonio Cifuentes es una borracha! ¡Parece que ha perdido el control sobre ella! -Reía de nuevo tumbada boca arriba sobre la cama.

– ¿De eso se trata? ¿De que me avergüence de ti?

– No, ni siquiera lo hago para vengarme. Has vuelto a fallar. Lo hago para sentirme libre. -Reía de nuevo-. Ya nadie me espera, a nadie tengo que impresionar; por fin puedo hacer lo que me dé la gana; y si quiero beber, beberé, y si quiero comer, comeré, y si quiero desaparecer… pues un día dejarás de verme para siempre. -De nuevo le miraba con una sonrisa burlona dibujada en el rostro.

– ¡No! ¡No voy a permitir que te destruyas! -dijo inclinándose sobre ella y zarandeándola por los hombros-. ¡Tienes que reaccionar!

– Ya he reaccionado, ¿no me ves? -Reía de nuevo-. Llevo rebotando contra estos muros desde que puse un pie en esta casa. Estoy harta de ser tu puta, tu ladrona, tu mentirosa, tu traidora, tu conspiradora… Ahora voy a desquitarme y yo misma me adjudicaré un nuevo adjetivo, esta vez no me lo pondrás tú: soy una borracha. -De nuevo soltó una risa nerviosa.

Antonio tiró de sus brazos tratando de sentarla en la cama.

– ¡No debes hacer esto! ¡Por consideración a ti misma! ¡Te debes un respeto!

– ¿Yo? ¿Por qué? ¿Por qué tengo yo que respetarme si tú no lo haces? Haz lo que digo, pero no lo que hago. Así es el gran Antonio Cifuentes, siempre llevando las riendas de todo el mundo… ¡Y a mí me encanta salirme de tiesto! -Reía de nuevo-. Me gusta disfrutar de tu cara al verme así… Pienso hacerlo más a menudo.

– Te equivocas -dijo encolerizado-. No vas a hacerlo nunca más. ¡Te lo juro!

De un golpe la tomó en brazos, dirigiéndose al baño. Allí forcejearon, pero él le sujetó las muñecas por la altura de la cintura y se introdujo con ella bajo la ducha. Elena gritó y pataleó, pero la voluntad de Antonio no se conmovió y permanecieron bajo el agua hasta que advirtió que ella se rendía. Después de secarla, la condujo en brazos hasta la cama envuelta en una toalla.

– Y ahora vas a dormir, Elena. Mañana hablaremos con más calma.

– Te odio. Ya no me importas nada.

– Pues tú a mí sí, y vas a cambiar de actitud.

– ¿Hacia ti? -preguntó con una mueca.

– Hacia ti misma. Si quieres vengarte de mí, hazlo, pero no de esta manera.

– Yo no soy tan rencorosa como tú. Bebo porque me ayuda a dormir, eso es todo -dijo dándole la espalda.

Antonio se quedó sentado en un sillón junto a la cama, con las ropas empapadas, vigilando su descanso, temeroso de que cometiera otra imprudencia. La sensación de fracaso le acompañó aquella noche. Él era el único responsable de su crisis y de la paulatina degradación en la que se hallaba Elena.

– Buenos días, don Antonio. ¿Cómo está la señora? -preguntó el ama de llaves mientras inspeccionaba el comedor para el desayuno.

– Está descansando. Por favor, prepare un café muy cargado. Voy a obligarla a levantarse.

– Espero que lo consiga. A mí no me hace mucho caso.

– Lucía, ¿desde cuándo sufre la señora estas… jaquecas?

– Desde hace algún tiempo, creo que después de que usted se trasladara a la capital. Pero se hicieron más frecuentes en esta última semana.

– He hablado por teléfono a diario con usted interesándome por ella, ¿por qué no me informó de su delicada salud?

– La señora insistía en que no era nada grave, simples dolores de cabeza provocados por la falta de sueño…

Regresó para contemplarla dormida durante un buen rato. Después descorrió las cortinas para que la brillante luz penetrara en la sala.

– ¡Apaga la luz! -gritó con desagrado mientras se cubría la cabeza con las sábanas.

– Ya es hora de levantarse. Son más de las doce.

– Por favor, déjame dormir, me duele la cabeza.

– No me extraña, ayer te pasaste de la raya. Toma -dijo sentándose en la cama-. Bebe este café.

– Sabes que no me gusta el café -dijo en tono beligerante.

– Creí que tampoco te gustaba…

– Termina lo que ibas a decir -dijo Elena con ironía-. Creías que no me gustaba el alcohol y te equivocaste; soy una embustera, te he engañado más de lo que crees…

Le estaba provocando, pero él no acudió al quite.

– Levántate y baja a desayunar. En una hora vendrá un especialista. Quiero que hables con él.

– ¡No pienso hablar con nadie! -gritó enfadada.

– Si te empeñas en comportarte de esta forma tan irresponsable, tendré que poner yo el remedio -replicó con gravedad.

– No necesito tu ayuda, no pienso bajar -amenazó exhibiendo su fuerza, incorporándose en la cama-. Bebo a veces para dormir, pero no estoy enganchada, puedo dejarlo sin problemas.

– De eso estoy seguro. No encontrarás una sola gota de alcohol en toda la casa a partir de ahora.

– ¿A qué juegas, Antonio? ¿Ahora te preocupas por mí? -preguntó sarcástica.

– Sí. -Afirmó con la cabeza-. Ayer me diste un buen susto.

– Tú también me asustas cada vez que te acercas, pero ya no me preocupo por ti.

– Te espero abajo -dijo tranquilo.

Lucía celebró su regreso al comedor con una falsa alegría; Elena le contestó como siempre, amable y educada. Tras el desayuno les anunció la visita del médico.

– Llévele al salón. Pronto nos reuniremos con él -ordenó Antonio, recibiendo una hostil mirada de Elena.

– Antonio, no necesito esta clase de ayuda.

– Por favor, inténtalo -rogó con extrema delicadeza.

– Crees que puedes llegar y asumir el control sin que nadie te lo pida. ¿Te he dado yo permiso para que lo hagas? ¿Por qué tu voluntad tiene que estar por encima de la mía? ¿Acaso te crees dueño de mi vida?

– Me inquieta tu salud, eso es todo -dijo conciliador.

– ¿A qué viene ahora tanto interés? ¿Es que te sientes culpable? Pues no lo hagas, no tienes que limpiar tu conciencia. Soy mayor para saber lo que quiero hacer con mi vida.

– Elena, necesitas ayuda.

– ¡Sí, pero no la tuya! -gritó fuera de sí-. ¡No quiero que me cuides! Estoy harta de tu actitud; estoy cansada de que seas tú quien decida cómo debo vivir, qué es lo que me conviene, a quién debo querer o con quién debo hablar. Y no soporto esa mirada paternalista de superioridad… -Se sentó de nuevo. Su cuerpo temblaba de indignación.

– Está bien, cálmate. Si no deseas verle, iré a despedirle -dijo alarmado ante su agresividad.

– No. Hablaré con él -dijo más tranquila después de un breve silencio-. Si no lo hago, no me dejarás en paz.