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A la mañana siguiente visitó el dormitorio de Elena para comprobar que dormía plácidamente y salió hacia su despacho en la capital.
– Soy Antonio Cifuentes, quiero hablar con el juez Alberto Méndez.
– …
– Hola, Alberto. ¿Has dictaminado ya el veredicto de González?
– …
– Hazlo hoy mismo, y debe ser una condena ejemplar. ¡Quiero la pena de muerte! -ordenó con energía.
– …
– Espero que tu promesa siga en pie. Regálame ese placer, ¿de acuerdo?
– …
– Limítate a dictar sentencia, el resto es asunto mío. Yo me encargaré personalmente de hacer justicia, la verdadera justicia que merece ese miserable.
– …
– Por supuesto que te apoyaré. Yo también cumplo mi palabra. Que pases un buen día.
Elena supo a través de Lucía que Antonio había partido temprano a la ciudad; pasó el resto del día en la terraza meditando sobre sus palabras de la noche anterior. Se sentía abrumada. Halló en él tantas muestras de arrepentimiento y un amor tan profundo que le costaba pensar en la idea de abandonarle. Le amaba, tenía que aceptarlo, pero también debía ayudar a su hermano, y esta vez no iba a hacerlo a escondidas, porque confiaba en que Antonio no lo impediría.
Por la tarde Lucía advirtió el regreso de Antonio y le siguió hasta el despacho.
– Señor, tengo que hablar con usted. La señora… creo que quiere regresar a su país. Déjela marchar, es mejor para usted y para todos. Ella no está bien… tiene unas visiones muy peligrosas…
– Lucía, no se deje sugestionar, solo son recuerdos…
– No, señor, no son recuerdos. Ella sabe muchas cosas, incluso las que ocurrieron antes de que naciera. Nadie ha podido contárselas.
– Lucía, está confundida. Si se refiere a lo del establo…
– Ella está al corriente de cosas que incluso usted mismo desconoce, nadie las supo nunca excepto la difunta Trinidad y yo, que lo presencié todo.
– ¿Quiere aclararme de qué está hablando?
– Fue aquel día, cuando don Andrés supo que Trinidad estaba embarazada… después de que sucediera lo del establo, vino a buscarla y le propinó una fuerte paliza. Ella tenía un voluminoso vientre… -Enmudeció, temerosa de sus propias palabras.
– ¿Él… fue capaz de golpearla en esas condiciones? -preguntó con las mandíbulas contraídas por la tensión.
– El señor quería que Trinidad perdiese el bebé, se sentía engañado…
– Por suerte no consiguió su objetivo. Elena está aquí entre nosotros -dijo deseando finalizar aquella conversación.
– Pero ella lo sabe, señor; me dijo con naturalidad que don Andrés intentó matarla. Esa mujer está poseída, ha venido a vengarse de todos nosotros -exclamó con los ojos desencajados.
– Deje de decir estupideces -ordenó con voz autoritaria-. Conozco el incidente del que habla y le aseguro que está en un error…
– Ella debería estar en la cárcel, junto a su hermano… -interrumpió con brío-. Yo conseguí que le atraparan, fui yo quien les denunció a la policía e iban a detenerla, ese era el trato.
– ¿El trato? ¿Con quién pactó usted a mis espaldas? -inquirió Antonio con vehemencia.
– Con la policía. Lo hice por usted. Esa mujer no le conviene, señor. Acabará destrozándole la vida. ¡Déjela marchar de una vez!
– Lucía, le recuerdo que es usted una simple empleada y no voy a tolerar ninguna intromisión en mi vida privada. Y ahora le exijo que me explique qué hizo para que apresaran a Agustín González.
– Regina Gutiérrez vino a visitarme. Me dijo que Agustín había contactado con ella para pedirle ayuda; pensaba partir hacia Estados Unidos, pero al enterarse de que su hermana se encontraba aquí, insistió en venir a verla. Me pidió ayuda para concertar una cita con ella.
– Agustín no conocía a la señora -afirmó expectante.
– No, señor. Quería verla por primera y última vez, así que les hice creer que iba a ayudarles. Usted estaba en el exterior… Yo coloqué una pequeña nota junto al teléfono, indicando el punto de encuentro, un árbol que está río arriba.
– El árbol de la diana. Fue usted quien puso esa nota… ¿Por qué no me informó en aquel momento de su actuación? -preguntó enfadado.
– Porque sentí temor. Después de propiciar el encuentro llamé a la policía, pero ellos no detuvieron a la señora y aguardaron a que usted regresara. El resto ya lo conoce… Lo hice por lealtad a su familia, obré correctamente. Usted y yo sabemos que Agustín es un asesino, y la señora vino a resucitar un pasado que ya está muerto y enterrado. ¡Olvídese de ella, señor, déjela marchar, es una perdida, una borracha…! -concluyó con desprecio.
Aquellas palabras espolearon la furia de Antonio.
– Usted sabía que ella estaba bebiendo y no me informó; usted sabía que ella era inocente -dijo con desagrado apuntándola con el dedo índice-, y aun así la denunció a la policía. Y también me ha ocultado hasta hoy su intervención en el encuentro con Agustín… ¿Por qué, Lucía?
– Eso no es asunto suyo -masculló el ama de llaves dirigiendo su mirada hacia el suelo.
– ¡Claro que es asunto mío! -gritó indignado-. Yo confiaba en usted, creí que Elena estaba segura a su lado, pero compruebo que no ha hecho más que perjudicarla desde que llegó. -Se apartó de ella tratando de contener la ira-. Quiero que se largue de aquí, Lucía, que abandone esta casa -ordenó cruzando su mirada con la de ella, aún incrédula por la orden que acababa de recibir.
– Usted no puede echarme de esta manera, señor. He dedicado toda mi vida a esta familia para que ahora me lo pague así.
– Es lo que se merece después de haber escuchado su confesión. Ha perdido mi confianza en usted. Y ahora salga de aquí -ordenó tajante mientras se volvía hacia la ventana, dando por finalizada la conversación.
Se quedó solo, consternado y mortificado por los remordimientos. Elena tenía razón: toda su familia había sufrido el yugo de los Cifuentes, incluso ella, que soportó su desconfianza.
Era la hora de actuar. Tomó el teléfono y realizó una última llamada.
Salió a la terraza y vio a Elena recostada en una butaca. Antonio contempló su serena belleza durante unos silenciosos momentos; tenía los ojos cerrados, pero los abrió al sentir su mirada sobre ella.
– Hola. No quería despertarte, estás tan linda cuando duermes… -dijo amable-. ¿Cómo te encuentras?
– Bien.
– Tengo novedades sobre el juicio.
– ¿Ya se ha dictado el veredicto? -Se incorporó inquieta.
– Le han condenado a muerte. -Se sentó frente a ella.
Elena quedó en silencio y su rostro se ensombreció, intentando asimilar la terrible noticia.
– ¡Vaya! Tenía la esperanza de que obtuviera una sentencia más favorable… -dijo emitiendo un suspiro. Después quedaron en silencio durante unos minutos-. Todo ha terminado.
– Ve al árbol de la diana dentro de una hora, necesito hablar contigo.
– ¿Por qué no hablamos en este momento?
– Tenemos que hacerlo allí. Ahora tengo que salir -dijo mientras se levantaba-. No faltes, por favor.