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Antonio Cifuentes regresó junto al capataz, quien momentos antes le había abordado en el camino. Estaba tan desconcertado como él, pero el empleado aclaró sus dudas al entregarle el bolso de piel marrón que la desconocida había dejado olvidado en el barracón. En su interior había un sobre dirigido a ella, en cuyo remite se leía con claridad el nombre de Agustín González y la dirección de la finca. Ella les conocía, no había duda, aunque no acertaba a comprender el motivo de su llegada. Inspeccionó minuciosamente el bolso y encontró la tarjeta del hotel que le había mencionado, el pasaporte español, varias tarjetas de crédito… De repente, todas las sospechas quedaron confirmadas al examinar una foto antigua en blanco y negro, donde una mujer morena de cabello largo vestida a la usanza mexicana sostenía sobre sus rodillas a una niña pequeña de rubios tirabuzones con un vestido blanco y bordados de colores. A su lado, de pie, estaba un chaval de unos doce años, moreno y de rasgos indios como su madre. Era la familia al completo, ya no había duda: aquella joven era la hermana del asesino de Andrés Cifuentes. Encontró en el fondo del bolso un nuevo hallazgo que le desconcertó aun más: un sobre con una considerable cantidad de dinero, llegando a contar diez mil dólares estadounidenses en billetes de cien. ¿Cómo habría conseguido aquella plata? Sus familiares eran simples obreros y aquello era una fortuna en México. Se preguntaba por qué lo llevaba encima y, lo más asombroso, por qué no lo había reclamado cuando se disponía a regresar al hotel. ¿Y si fue a la hacienda para negociar con él y compensarle por la fechoría de su hermano? Parecía verosímil. Sin embargo ella no había actuado así. Al contrario, mintió, negando ser familia de ellos y rechazando su invitación para cenar con el pretexto de una cita con el detective. ¿Acaso se olvidó del bolso? No, no lo creía posible, quizá fue la prisa por escapar de allí la que la hizo renunciar a él.
El fuerte dolor de cabeza y el estado de crisis total le habían provocado un fuerte mareo y palpitaciones. Elena trató de relajarse respirando profundamente, pero el descanso duró apenas unos minutos. De repente percibió una sombra sobre ella y abrió los ojos con terror para descubrir la siniestra silueta de aquel hombre junto a la cama, examinándola con indolencia con las manos en los bolsillos y dominando la situación.
– ¡No… por favor! -suplicó cubriéndose instintivamente el rostro con sus brazos.
– No tema. No acostumbro ensuciarme las manos con gente de su ralea. Quizá la entregue a mis hombres para que se diviertan un rato… Cuando su hermano aparezca, quiero que le cuente con detalle todo lo que va a vivir a partir de ahora. ¿De acuerdo?
– Por favor, déjeme marchar. Todo ha sido un error, un grave error -suplicaba intentando incorporarse, pero él la empujó por los hombros obligándola a permanecer tendida.
– He visto su bolso y portaba mucha plata en él. ¿Para quién era? ¿Acaso para mí? ¿Creyó que con esas migajas podría ablandarme el corazón? ¿O viene a ofrecerme otro tipo de compensación?
– He venido a visitar a mi familia, vengo de España… No tenía noticias de lo ocurrido, no sé nada de ellos. Por favor, créame, le digo la verdad -rogó, impotente ante aquella demostración de superioridad.
– Su hermano la ha enviado para mí. Es usted muy bonita y tiene clase; es una ramera, a eso se dedica en España, ¿verdad? Es la única salida para la gente de su pelaje -masculló con desprecio-. Y ahora dígame dónde está ese criminal antes de que tome una decisión que va a lamentar.
– Yo no soy una prostituta, señor. Por favor, no me haga daño… -suplicó con voz entrecortada por el pánico.
– No la creo. Usted ha venido aquí con un propósito y quiero averiguar cuál es. Va a decirme el paradero de su hermano, pues de lo contrario va a recibir varias visitas esta noche que no serán de su agrado. -Se inclinó sobre ella-. Mis hombres no son muy refinados y no se andarán con contemplaciones ¡Hable antes de que sea demasiado tarde!
– Yo no sé nada, créame, se lo ruego. Llegué ayer a la capital procedente de España y no estaba al corriente de lo que había pasado, se lo juro. Yo… solo vine a conocer a mi madre… -dijo rompiendo a llorar.
Tras unos eternos instantes, Elena advirtió que aquel hombre volvía a su postura erguida sin dejar de observarla; después le dio la espalda y abandonó despacio la estancia. Escuchó con alivio el clic de la cerradura. Al fin estaba sola; jamás habría imaginado vivir una experiencia como aquella, pero al recordar las amenazas de aquel tipo de enviar a sus hombres para satisfacer su venganza sintió que un violento temblor la sacudía profundamente. Se levantó de la cama y se situó en un rincón cercano a la puerta; la hoja se abría hacia el interior, y detrás de esta dominaba un espacio desde donde no podría ser vista por el visitante que accediera a la habitación. Cuando esto ocurriera, debía esperar a que avanzara unos cuantos pasos hacia la cama; de esta forma tendría el tiempo justo para escapar dejándole encerrado. Se sentó en el suelo, expectante ante cualquier sonido, con los nervios en tensión y las pupilas dilatadas. Escuchó cómo los sonidos de la casa iban enmudeciendo conforme las horas iban pasando lentamente en la larga madrugada.
Los primeros rayos de luz se filtraron en la alcoba y Elena se rindió al sueño, aún encogida e inmóvil detrás de la puerta. Despertó bruscamente al escuchar el clic de la cerradura y quedó paralizada por el miedo; sintió unos lentos pasos y divisó entonces una figura femenina portando una bandeja con alimentos que se dirigía hacia el centro de la habitación. Entonces, aún con los huesos entumecidos, dio un salto y corrió hacia la puerta, cerrando con llave desde fuera y lanzándola por la ventana del corredor. Se dirigió hacia la escalera en una carrera frenética y veloz, bajando los peldaños de tres en tres como una exhalación; alcanzó la puerta principal de la casa y desde allí corrió por el camino de tierra marcado que conducía directamente hacia la gran puerta de la finca. Al llegar allí gritó de rabia al descubrir que estaba cerrada y que era tan alta como el muro; era imposible saltarla desde dentro. Rodeó la casa por el lado posterior y descubrió varios coches aparcados en batería; abrió la puerta de una camioneta y… ¡bingo! ¡Tenía las llaves puestas! Mientras se introducía escuchó voces a su espalda que se iban extendiendo por toda la casa y se ocultó tendiéndose sobre el asiento para no ser descubierta. Rápidamente arrancó el motor y se abrochó el cinturón de seguridad, pisando a fondo el acelerador y dirigiéndose a toda velocidad hacia la cancela de hierro con la intención de embestirla para abrirla por la fuerza. Cuando faltaban unos metros hasta la meta, Elena cerró los ojos y pisó a fondo el acelerador.
De repente sintió un violento impulso hacia delante provocado por el brutal impacto. Pero las rejas apenas se inmutaron; sin embargo la camioneta quedó destrozada. Elena sufrió una fuerte sacudida que le provocó un terrible dolor en el cuello. Vio que la puerta se abría y notó que alguien tiraba de su brazo hacia fuera. Forcejeó intentando escapar, pero el dueño de la casa la redujo a la fuerza, sujetándole las manos y colocándoselas a la espalda hasta hacerle daño.
– ¡Quieta! ¡Vamos adentro! -ordenó tirando de ella.
Elena comenzó a caminar hacia la casa seguida de aquel carcelero que le aprisionaba con una de sus manos las dos muñecas. De repente sintió que sus piernas perdían fuerza y todo a su alrededor se oscurecía. Antonio Cifuentes advirtió su desvanecimiento y consiguió atraparla en el aire antes de que se desplomara sin sentido; después cargó con ella en brazos hasta la habitación. Allí esperó pacientemente hasta comprobar que la joven comenzaba a reaccionar. Su mirada estaba desorientada y una palidez extrema le cubría el rostro.
– ¿Está despierta? Conteste, hábleme -exigió inclinado sobre ella.
Elena recuperaba lentamente el sentido y a la vez el terror por las consecuencias de su desesperada acción.
– ¿Recuerda su nombre?
– Si… Elena… Elena Peralta… -respondió de forma casi imperceptible.
– ¿Sabe lo que ha hecho?
Asintió con la cabeza, aterrorizada.
– Por favor, déjeme marchar…
– Hoy no es su día de suerte. Mis obreros van a divertirse un rato con usted. -La miró esperando su reacción, que no se hizo esperar.
– ¡No, por favor! -suplicó incorporándose con dificultad y agarrando su brazo con las dos manos-. Le prometo que jamás volveré a escapar…
Su malestar iba en aumento y se sintió desfallecer, bañada en sudor frío y contemplando miles de luces plateadas a su alrededor. Cerró los ojos y volvió a desplomarse, a punto de perder de nuevo el sentido.
Antonio Cifuentes sintió compasión al verla en aquel estado.
– Está bien. -Su tono era ahora menos duro.
– No volveré a hacerlo, le doy mi palabra… -decía con un hilo de voz sin abrir los ojos.
– Hagamos un trato. Yo me olvidaré de esta travesura si me dice dónde está su hermano. ¿De acuerdo?
– ¡Yo no lo sé! Jamás le he visto. Créame, se lo suplico.
– No puedo creerla, sé que está mintiendo… Pero ahora la dejaré descansar, tendremos mucho tiempo… -dijo más tranquilo, librándose con pesar de las delicadas manos que seguían aferrando su brazo. Nunca tuvo intención de cumplir aquella amenaza, solo quería comprobar que le había causado el efecto que pretendía.
Antonio Cifuentes se reunió por la tarde con Manuel Flores, el jefe de la Policía de la Ciudad de México; tomaban una copa en la terraza de la hacienda junto a la enorme piscina rodeada de hamacas y palmeras. Las buganvillas rosas y violetas cubrían los muros, y los parterres de petunias, margaritas y otras flores más exóticas ofrecían un colorido ambiente.
– ¿Qué noticias hay de González?
– Mis hombres recorren diariamente los barrios de la ciudad, pero es listo y no se deja ver con facilidad. -El responsable de la seguridad tomaba con sus delgadas manos el vaso de licor.
– ¡Le quiero vivo! -dijo Antonio con rabia.
– Pronto estará entre rejas, señor Cifuentes; tengo a toda la ciudad buscándole. ¿Qué ha pasado con su hermana? ¿Ha conseguido hacerla hablar?
– No, pero lo hará. Si sabe algo, nos conducirá hasta él.
– Me gustaría conocerla, debería llevarla a la central para que la interroguemos.
– Por ahora lo haremos a mi manera. La retendré aquí algún tiempo; estoy seguro de que conseguiré hacerla hablar. De todas formas voy a presentársela, le aseguro que se va a quedar tan sorprendido como yo -dijo haciendo una mueca mientras daba orden a uno de sus sirvientes de traer ante ellos a Elena Peralta. Un bonito nombre para una hermosa mujer, pensó. Todavía le costaba creer que tuviese lazos de consanguinidad con aquel asesino.
El dueño de la hacienda se preparó otra copa mientras aguardaba. Era un hombre singular, poderoso y soberbio, acostumbrado a controlarlo todo y a todos, con influencias en los estamentos del poder y relacionado con las personalidades más influyentes del país, entre ellos jueces, políticos y fuerzas de seguridad. Había tomado las riendas de la hacienda tras la violenta muerte de su padre, quien dirigió aquella explotación con mano de hierro hasta el final. Pero aquellas tierras no eran una prioridad para él; poseía una clara intuición para los negocios y una gran preparación: había estudiado en Estados Unidos y durante largas temporadas había viajado por Europa. Desde su intimidante despacho en la planta cuarenta del rascacielos que construyó para su holding tras el gran terremoto del año 1985, dirigía un gigantesco entramado de sociedades cuyas actividades abarcaban desde la construcción hasta el monopolio de servicios energéticos y de transportes. En sus comienzos adquirió una fábrica de cemento, a la que siguieron otras de materiales de obras, de maquinaria pesada y un largo etcétera hasta convertirse en la primera firma del país encargada en exclusiva de construir equipamientos públicos para el gobierno mexicano: puentes, carreteras, estadios y, de vez en cuando, residencias para algunos políticos, grandes amigos y socios en los negocios. Su excelente relación con la alta jerarquía le había proporcionado un desmesurado poder que provocaba respeto y temor entre los competidores, pues no se detenía ante ningún obstáculo para conseguir sus propósitos. Fue portada de la revista América Economía durante dos años consecutivos, elegido como empresario modelo, y la insignia de su holding estaba presente a lo largo de toda la geografía mexicana con un número de empleados que se contaba por miles. Todo aquel imperio había sido creado en los últimos quince años por él mismo. Vivió en la hacienda durante su primera infancia y después lo enviaron a Estados Unidos, donde creció en la soledad de un selecto y elitista internado de Washington para más tarde estudiar en Harvard. Jamás conoció a su madre, aunque sabía que vivía, y regresó a los veinticinco años a su país para demostrarse a sí mismo y al resto de sus congéneres que no necesitaba a nadie para triunfar, ni siquiera a su padre. Este aceptó con escepticismo los inicios empresariales de su carismático hijo, al que aguardaba en la hacienda para situarlo bajo sus órdenes como tuvo siempre a todos los que le rodeaban.
Andrés Cifuentes fue un hombre de áspero y despótico carácter que dificultaba la comunicación entre ellos, y Antonio era demasiado independiente para ser un segundón subordinado a su autoridad. La relación entre ellos no siempre fue cordial, ya que apenas habían convivido como una familia. Sin embargo, había heredado de su padre la soberbia del poder y el gusto por el sexo femenino. Nada escapaba a su control; era arrogante y desconfiado, y estaba acostumbrado a ordenar y a ser obedecido. Por esa razón consideró una humillación el conocer que el autor del crimen había sido un miserable mozo de cuadras empleado en la hacienda, y convirtió su captura en una cuestión de honor para él y toda su clase social. El castigo debía ser ejemplar y había determinado dar una lección a los que osaran creer que tendría compasión, deseando someter al criminal al escarnio público para satisfacer así su venganza. Le urgía encontrarle y no escatimaba ningún medio para conseguirlo; aspiraba a verle de rodillas ante él, era un privilegio que las autoridades habían prometido concederle; y ahora tenía una nueva baza: había atrapado a su hermana, una linda mujer a la que mantendría encerrada hasta conseguir que Agustín González se entregara.