38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Capítulo4

Los dos hombres se quedaron en silencio, observándola con detalle. Habían facilitado a Elena un vestido rojo de algodón con flores blancas y anchos tirantes que le hacía mostrar un generoso escote; su pelo estaba recogido en la nuca con una coleta.

– Hola. Buenas tardes -saludó tímidamente ante ellos.

– Esta es su hermana. -El carcelero se dirigía a su compañero de mesa, ignorándola.

El hombre de rostro delgado surcado de arrugas verticales y de negro bigote posó sus vivos ojos sobre ella, recreándose y examinándola despacio.

– Dé una vuelta -ordenó Antonio Cifuentes.

– ¿Qué? -Le miró desconcertada.

– He dicho que dé una vuelta. Queremos verla bien.

Ella se fue girando despacio, mirando hacia el suelo mientras se sometía al escrutinio de aquellos hombres. Al detenerse de nuevo frente a ellos no tuvo valor para levantar los ojos.

– Tiene razón, cuesta creer que esta linda chamaca sea hermana del indio que buscamos -dijo el visitante sin dejar de posar su vista sobre ella.

Elena seguía en pie, sintiéndose como un espectáculo de circo. Advertía en su cuerpo el desprecio de aquellas miradas y en la mente la humillación de ser tratada como un ser inferior.

– Debo marcharme, tengo asuntos pendientes. Llámeme si obtiene alguna información. Estaremos en contacto -dijo el policía mientras se levantaba. Ni siquiera se molestó en despedirse. Ella no era nadie.

Los oscuros y groseros ojos de su carcelero la desnudaron de arriba abajo, deslizando la mirada por sus piernas, por el vestido y el escote hasta detenerse en su rostro.

– Siéntese y suéltese el cabello -ordenó al quedar solo. Parecía estar escasamente complacido con lo que estaba viendo.

La joven se sentó dócilmente y se soltó el lazo sin dejar de mirar hacia el mantel de color salmón que cubría la mesa.

– Me han dicho que no ha comido en todo el día.

– No tengo apetito.

– Levante la cara -le ordenó.

Elena obedeció despacio.

No eran los ojos, sino su profunda mirada la que sobrecogía al que se cruzaba con ella. Unas veces expresiva, y otras distante, en ningún caso dejaba indiferente a su interlocutor, atrayéndole como un perfume para tratar de descubrir el origen de la luz que emanaba de ellos, una luz que podía transmitir serenidad o inquietud, frialdad o calor, orgullo o humildad. La imagen de fragilidad que inspiraba su cuerpo se dispersó al posar la mirada en Antonio Cifuentes, quien halló unos ojos serenos, fríos y orgullosos.

– Ahora va a comer, no volverá a conmoverme con sus desmayos. Merece recibir una buena lección. -Volvía a la carga con sus amenazas.

Ella no respondió y bajó de nuevo la vista.

– ¿Dónde está Agustín González? -La pregunta era una orden.

Durante un instante Elena quedó en silencio.

– Yo no le conozco.

– ¡Miente! -dijo acercándose a la mesa.

– No -respondió con suavidad sin mirarle-. Lo siento, pero está en un error. Yo no conocía a mi familia. Para eso vine a México.

– Miente de nuevo. Había una carta en su bolso enviada por él y en ella estaba escrita esta dirección. No hay duda de que mantenían contacto. Ha venido para ayudarle, ¿no es cierto?

– ¿Cuándo ocurrió…? ¿Cuando murió su padre?

– ¿No lo sabe? -interrogó a su vez, desconcertado.

– No.

Él la miró con curiosidad; no estaba seguro de su respuesta.

– Murió hace un mes, fue a primeros de julio.

– Compruebe la fecha del sobre, verá que es del mes de abril.

– ¿Pretende hacerme creer que no han vuelto a tener contacto? ¿Me toma por un estúpido?

Ella quedó en silencio, impotente. Era imposible defenderse de unas garras que se hundían en su cuello como el perro de caza que atrapaba una presa y la balanceaba de un lado a otro. Ya había sido juzgada y condenada, y temía el castigo y rezaba para que no cumpliera la amenaza de entregarla a sus hombres.

– ¿Cuándo llegó a la ciudad?

– Hace dos días.

– ¿Cómo?

– En un vuelo de la compañía United Airlines con escala en Washington.

– Lo sé, y también sé que voló en primera clase. Maneja mucho dinero, señorita -dijo con ironía.

Elena deseaba explicarle que el billete fue un regalo de Jean Marc, su «hermano postizo» como se llamaba a sí mismo, su gran amigo y confidente. Pero lo pensó mejor. Aquel hombre no la creía, y convencerle de su inocencia era una tarea imposible en aquellos instantes.

– ¿Existe el detective del que me habló anoche? -insistió.

– No.

– Míreme cuando le hablo. Veamos ahora cuántas mentiras me contó ayer. ¿Fue usted adoptada?

– No… Bueno, sí. Mis abuelos me adoptaron -respondió ignorando su orden.

– ¿Sus abuelos maternos?

– No, los padres de mi padre.

– ¿Quién es su padre?

– Rafael Peralta Ramos.

– ¿Es realmente hija de Trinidad González?

– Sí.

Esta vez alzó la mirada; Elena pensó que lo más inquietante de aquel hombre residía en el rostro, en aquella expresión fría y despiadada que emanaba de sus profundos ojos, muy unidos entre sí. Su cabello oscuro y lacio peinado hacia atrás, brillante y engominado, marcaba en el centro de la frente un pequeño triángulo dividiéndola en dos. Su nariz no era perfecta, apenas hacía la curva convexa descendente en el inicio, donde mostraba unos marcados pliegues verticales junto a las cejas, tan negras como el cabello. Su barbilla también se dividía, recorrida por un hoyuelo longitudinal.

– De no ser por la foto que he visto, me costaría creerla.

– Yo heredé el parecido de mi padre, era rubio como yo. Mi hermano se parecía a mi madre.

– ¿Pretende hacerme creer que su hermano y usted tienen el mismo padre? -inquirió desconcertado.

– Pues… claro.

Durante una fracción de segundo, Elena advirtió un relámpago de sorpresa en la severa mirada de aquel hombre.

– ¿Acaso no sabe quién es el padre de su hermano?

Elena quedó en silencio, desconcertada; su ignorancia la estaba delatando y condenando. Ella no sabía gran cosa de su familia mexicana, y su abuela no le aclaró demasiado antes de morir; solo le habló de su madre, y al ver la foto que ahora estaba en poder de aquel hombre Elena entendió que eran una familia…

– Sí… Era mi padre… -dijo encogiéndose de hombros.

El secuestrador se recostó con parsimonia en el respaldo de la silla, examinándola desde una perspectiva más lejana. El vestido entallado resaltaba el escote sobre su piel morena, y estudió aquellos grandes ojos verdes que le miraban intranquilos, pendientes de los suyos, tratando de convencerle.

– Es usted una embustera. No creo ni una palabra de lo que dice. ¿Dónde está su padre ahora?

– Murió antes de que yo naciera. Apenas conozco mi pasado, solo sé que nací aquí, en México. Mis abuelos me contaron que mis padres vivían con ellos en un pueblo cerca de esta hacienda. Crecí pensando que mi madre había muerto durante el parto, pero hace poco me enteré de que vivía y que tenía un hermano -dijo tímidamente-. No sé nada más…

– Está mintiendo. Su madre siempre vivió en esta hacienda.

– ¡No! Mis padres estaban casados y vivían en la casa de mis abuelos -protestó irritada; pero enseguida bajó los ojos. No debía provocarle.

– Miente de nuevo.

Había algo que no encajaba; ella parecía relatar su verdad, pero inserta en ella había una falsedad, una imprecisión que alteraba la autenticidad de sus palabras.

– ¿Dónde están sus abuelos? ¿Por qué vivían en España?

– Ellos han muerto ya. Eran españoles y vivieron durante treinta años en México, exiliados durante la guerra civil. Mi padre nació aquí, y yo también. Después de su muerte, mis abuelos regresaron a España y me llevaron con ellos.

– Lo que faltaba -dijo con una media sonrisa-, criada entre comunistas…

Elena iba a protestar, pero decidió callar.

– ¿Y si realmente se ha equivocado de familia? Quizá su madre era otra Trinidad González, como me dijo anoche. -Le tendió una trampa. Había una irónica nota de provocación en el fondo de aquella pregunta.

– No. De eso estoy segura. Ellos son mi familia.

– Le estaba ofreciendo una oportunidad y la ha vuelto a desperdiciar -dijo acercándose de nuevo a la mesa para observarla de cerca-. ¿Qué versión debo creer, la de ayer o la de hoy?

– Ayer conocí todo lo que había ocurrido y sentí miedo. -Le miró con franqueza-. Le mentí para salir de aquí, pero ahora estoy diciendo la verdad.

– No del todo. Hay algo que no encaja en estas patrañas que me ha contado. ¿Para qué trajo tanto dinero?

– El dinero era para ellos, quería ayudarles, aunque pretendía convencerles de que vinieran a España conmigo.

– ¿Cómo consiguió esa cantidad? -la observaba con curiosidad mientras llenaba otra copa.

– Trabajando honradamente -respondió ofendida.

– ¿Qué clase de trabajo?

– Soy licenciada en matemáticas y trabajo como profesora en un instituto. -Intentaba impresionarle y obtener un poco de respeto por parte de él.

– Ahora dice que ha ido a la universidad… -Dejó oír su risa incrédula-. ¿Tanto dinero gana como profesora?

– No pretendo que me crea -respondió con dignidad-. Usted me ha preguntado y yo le he dado una respuesta. Llegué a México para conocer a mi familia y ayudarles, a pesar de que mi madre… -Calló de repente, arrepentida por la información que acababa de proporcionarle.

– Su madre… -Se acercó a la mesa con interés, apoyando los codos sobre ella-. ¿Qué le dijo su madre?

Sobrevino un silencio mientras él observaba las manos temblorosas de su prisionera.

– Responda -ordenó recreándose en su miedo.

– Me dijo que no debía venir -repuso vencida-. Ahora veo que cometí un error.

– ¿Por qué razón su madre le prohibió visitarla?

– Porque era muy pobre y creyó que me avergonzaría de ella.

– ¿Y Agustín? ¿Qué le dijo en su carta? ¿Él tampoco quería verla?

Elena no respondió. No quería confesarle que ansiaba conocer a su hermano, que se sentía culpable por haber recibido una vida que a él le negaron; no podía contar a aquel desconocido que soñaba con abrazarle, que sentía haber causado tanto dolor por la separación, que siempre había necesitado un hermano mayor y que deseaba reunirse con él para recuperar el tiempo perdido. Sus ojos se empañaron y una rebelde lágrima bajó por la mejilla; pero volvió de inmediato a la realidad, pues todo cuanto temía seguía frente a ella, en aquellos ojos oscuros y vengativos que la analizaban detenidamente.

– Intuyo por su llanto que ya se han visto y que él también la ha rechazado -afirmó con dureza-. ¿Sabe lo que creo? Que era su familia la que se avergonzaba de usted. Su madre era una mujer honrada y usted no es lo que pretende aparentar. Es una mentirosa redomada, no creo una palabra de lo que me cuenta.

– ¿Puedo irme ya? -suplicó con humildad.

– No. Termine de comer.

Apenas podía pasar la comida por su garganta, y bebió de un trago la copa de vino ante la divertida mirada de su carcelero.

– Y ahora confiese de una vez, ha venido a ofrecerme ese dinero para limpiar la conciencia de su familia, ¿no es cierto?

– ¿De qué sirve continuar contándole mi verdad? -protestó con vehemencia- Usted tiene ya su propia versión. Es inútil que me esfuerce ante unos oídos que no quieren escuchar. Piense lo que quiera, haga conmigo lo que le venga en gana… Pero procure matarme, porque si salgo de aquí con vida, le juro que iré a la policía para denunciarle por secuestro. -Le miró atenta, aguardando una reacción ante sus palabras.

El dueño de la casa esbozó una sonrisa y después estalló en una sonora carcajada. Sus dientes perfectos se exhibieron bajo los labios y aparecieron unos pliegues alrededor de los ojos. Era una espontánea y seductora mueca en la que el mentón prominente se suavizaba bajo su boca robándole agresividad.

– ¿Es usted así de ingenua o solo es una pose? -Había un destello burlón en sus ojos-. ¿Sabe?, aunque no lo crea, la estoy protegiendo. La policía está informada de su llegada, acaba de conocer al responsable de la investigación hace un rato. Es usted sospechosa de encubrimiento de un asesino y le aseguro que está mucho mejor bajo mi tutela que ahí fuera -dijo señalando la puerta de salida.

– ¿Puedo irme ya? -volvió a preguntar, vencida y sin fuerzas para levantar la vista.

– No.

– ¿Tardará mucho en matarme?

– ¿Cree que voy a acabar con usted?

Ella asintió con la cabeza.

– Señor Cifuentes, no sé si estoy en condiciones de pedirle algo -dijo con humildad-, pero le ruego que sea una muerte rápida.

– ¿Tiene alguna predilección especial? -Estaba sorprendido por la serenidad que mostraba ante la muerte.

– Un disparo en el corazón. Creo que es más rápido y limpio que en la cabeza.

– ¿Habla en serio? -preguntó entre impresionado y divertido-. Creía que iba a suplicarme que la dejara vivir.

– Sé que no va a hacerlo. Tiene que cumplir su venganza y veo en usted demasiado odio para perdonar. Sabe que soy una víctima inocente, pero también lo era su padre, y ahora está muerto.

– Pretende impresionarme con bonitas palabras… -Ella sostuvo las pupilas frente a las suyas-. Tiene una mirada muy interesante… Y estoy realizando un gran esfuerzo por olvidarme de su hermano… -Pero decidió no dejarse arrastrar por el hechizo de aquellos hipnotizadores ojos rasgados-. No debe preocuparse por su muerte. Tardará en llegar. Ahora puede marcharse.

– Gracias.

La duda sobre la veracidad de lo que contaba ensombrecía su bella imagen mientras la veía alejarse. Todo podría tener sentido, podría ser creíble… hasta que había surgido el espinoso asunto de su padre. ¿Acaso ella ignoraba quién era el padre de Agustín González? ¿Quién era ese hombre rubio de origen español? Trinidad González nunca vivió en un pueblo cercano, pasó toda su vida en la hacienda con su hijo. ¿Y si realmente aquella no era su familia? los miembros de aquella vieja foto podrían ser otras personas… Sin embargo habían tenido contacto y ella aseguraba que Trinidad González era su madre. Debía de tener serios motivos para aquella certeza.

– Procure recordar mañana todas las mentiras que me ha contado hoy, porque la interrogaré de nuevo.

– Yo no he mentido, señor Cifuentes -respondió con voz firme volviéndose hacia él.

Elena se mantuvo despierta durante horas en la madrugada hasta comprobar que el dueño de la casa no cumpliría su amenaza y que nadie la visitaría aquella noche. Invocó en sus oraciones a su abuela para agradecer la serena soledad que le había regalado, librándola de una violenta agresión. Pensó en Agustín y rezó por él; deseaba con todas sus fuerzas que no fuese el monstruo que le había descrito aquel despreciable hombre, y rogaba a Dios una oportunidad para verle. Ella conoció su alma atormentada y el inmenso amor que le profesaba; estaba segura de que no podía ser un criminal.

Agustín González había heredado los genes maternos: cabello negro azabache, pómulos altos, ojos rasgados y piel aceitunada. Había nacido en las tierras de los Cifuentes, y al cumplir los nueve años, Trinidad le contó, feliz, que había conocido a un hombre extraordinario y que estaba dispuesto a ser su padre. Se habían casado en secreto, estaba embarazada y pronto dejarían aquel miserable barracón para vivir dignamente en una bonita casa. Pero un aciago día su suerte cambió: aquel hombre murió repentinamente y él supo que nunca dejarían aquellas tierras. Todos los planes de futuro se esfumaron, y el espejismo de una nueva vida se desvaneció para siempre.

Durante los primeros años cuidó de aquella linda niña de piel rosada y cabellos dorados; pero años más tarde unos desconocidos se la llevaron al extranjero. Trinidad estaba segura de que su vida lejos de allí sería más digna que la que ellos podrían ofrecerle, pues las condiciones de vida eran duras, sin agua potable ni luz eléctrica. Agustín resistía como un hombre la injusticia y la miseria en aquella finca. Había perdido su niñez trabajando para unos amos que empleaban más dinero en cuidar a los caballos que en adecentar las viviendas de los jornaleros. Sintió la marcha de su pequeña hermana y aceptó con resignación la decisión tomada por Trinidad, aunque apenas tuvo tiempo para reproches; diariamente se dedicaba a limpiar y alimentar a los caballos que el patrón había ido adquiriendo; fue testigo del fuerte ascenso de la finca, de las exageradas ampliaciones y del desmedido imperio que los Cifuentes fueron amasando a lo largo de aquellos años; pero ni él ni su madre fueron beneficiarios de tan grandes logros. Habían abandonado aquella cabaña de madera y se trasladaron a unas pequeñas habitaciones construidas en ladrillo con agua corriente y luz eléctrica, pero sus jornadas de trabajo seguían durando quince horas y el trato recibido por los patrones no mejoró ni en dignidad ni en comodidad.

Agustín era un hombre sensible y bueno, callado y trabajador; se sentía orgulloso de su condición de indio y le humillaba ser llamado «cocacolita», apodo con que designaban de forma peyorativa el resto de los trabajadores blancos a los de rasgos indios, morenos y de baja estatura. Era un empleado de segunda categoría a quien se podía encomendar cualquier tarea por humillante y dura que fuese. Su madre le conocía bien y le animaba en sus momentos más bajos; solo se tenían el uno al otro y asistía impotente a las denigrantes escenas que el déspota del dueño les hacía padecer. La ex esposa de Antonio Cifuentes también solía vejar a Trinidad y a todo el servicio durante sus visitas a la hacienda junto a sus numerosos y distinguidos invitados. Era grosera y soberbia, y dispensaba un trato descortés a los empleados.

– Lucía, ¿conoció usted bien a Trinidad González? -requirió Antonio Cifuentes al ama de llaves mientras esta servía el desayuno al día siguiente.

– Ella vivió y trabajó en esta casa desde muy joven, señor.

– ¿Recuerda si tuvo otro hijo después de Agustín?

– Pues… -Se quedó pensativa-. Recuerdo que tuvo un bebé muchos años después de su hijo, pero no sé qué fue de él. Ella apenas faltó a su trabajo, ni durante el embarazo ni después de dar a luz.

– ¿Tiene usted noticia de que hubiese contraído matrimonio?

– ¿Trinidad? -preguntó sorprendida-. No. Estoy segura, señor.

– ¿Alguna vez vivió fuera de la hacienda?

– No -repitió tajante-. Ella vivió aquí hasta su muerte.

– ¿Recuerda si tuvo una relación estable con algún hombre?

– No lo sé, señor. ¿Por qué tiene tanto interés?

– Necesito saber qué ocurrió con su segundo hijo.

– ¿Guarda relación con la joven que tiene encerrada arriba?

– Dice que es hermana de Agustín González. Asegura que su padre era de origen español, rubio como ella, y que se casó con Trinidad.

Durante unos instantes, la mujer se detuvo tratando de hacer memoria.

– Déjeme recordar… Había un artesano español en los alrededores. Fabricaba sillas de montar con excelentes repujados en cuero. Venía por la hacienda a tratar los encargos con don Andrés. Tenía un hijo rubio como él, y le acompañaba en sus visitas…

– ¿Qué fue del muchacho?

– Creo que murió muy joven, y a partir de entonces el padre no volvió más por esta casa. Posiblemente regresó a España.