38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

Capítulo5

José Peralta trabajaba junto a su padre en una fábrica de zapatos y estaba afiliado a un sindicato de izquierdas. Era joven y apasionado; creía en la fuerza de la unión de los trabajadores y en la República. Conoció a Isabel Ramos una templada tarde de marzo de 1936 junto a un escaparate. Era una linda joven y llevaba un elegante vestido azul largo hasta los tobillos con un gracioso tocado a juego. La observó despacio para constatar que no era de su clase y lamentó no llevar en aquellos momentos el único traje oscuro de anchas solapas que utilizaba en las reuniones con los patrones, aunque confió en su encanto personal, del que sabía sacar partido. Era apuesto, de cabello rubio y abundante, con anchas espaldas y elevada estatura; entre sus armas de seducción estaban la fácil sonrisa y sus grandes ojos que cambiaban de un tono gris a verde según la luz.

Se acercó despacio y se colocó a su lado.

– Señorita, no desee nada de lo que hay expuesto, no lo necesita. Es usted tan bonita que haría sombra a la mismísima Bella Dorita.

La joven no apartó la vista del cristal, pero José atrapó su sonrisa reflejada en él. Tenía un aire angelical, con mejillas sonrosadas y pelo castaño peinado hacia atrás formando una graciosa onda en la frente. Se notaba desde lejos su distinción, muy alejada de las chicas del barrio donde él vivía, en las afueras de la capital aragonesa.

– ¿Puedo conocer su nombre? -preguntó volviendo la cabeza.

– Perdone, pero no hablo con desconocidos -replicó ella con fingido desdén.

– Ahora ya no lo somos. Mi nombre es José, y si usted me da el suyo, me gustaría invitarla a un helado.

Ella le miró de reojo y lamentó haber sido educada en tan estrechas costumbres. Dijo que no con la cabeza, dio media vuelta y le dejó solo en la acera.

– Mañana estaré aquí a las seis, señorita. Ojalá me honre con su compañía -le dijo a su espalda mientras la veía alejarse sin esperanzas de volver a verla.

Pero se equivocó, y al día siguiente regresó a la misma acera, y al otro también, pues se había quedado prendada de aquel atrevido joven.

La pequeña Isabelita vino al mundo en plena madurez de sus padres y perdió a su madre cuando era muy pequeña, convirtiéndose en el juguete preferido de toda la familia; era la menor de cuatro hermanos y pertenecía a una de las más rancias e influyentes familias de la ciudad. El mayor de sus hermanos militaba en la Falange y las otras dos hermanas ya estaban casadas; recibió una exquisita educación y todos tenían grandes planes para ella, pero no contaron con aquel atractivo mozo que le había robado el corazón. Los encuentros clandestinos comenzaron a levantar sospechas y fue entonces cuando su hermano Joaquín descubrió la causa de su mal disimulada alegría, prohibiéndole las salidas sin la compañía de su carabina.

Isabelita celebraba su mayoría de edad el día que estalló el alzamiento contra la Segunda República. La noche anterior se observaron multitud de estrellas fugaces y la gente de los pueblos presintió que la guerra estaba cerca, pues las estrellas corrían de un lado a otro en el cielo, sobrecogidas y alborotadas como los animales a la espera de una tormenta. Aquel 18 de julio de 1936 amaneció ruidoso, y había más tráfico del habitual por los alrededores del ayuntamiento y de los cuarteles; pero la gente desconocía el motivo porque las noticias llegaban tarde y eran pocos los privilegiados que tenían una radio en casa. Se oían disparos por las calles de jóvenes milicianos que apuntaban con pistolas a los balcones y disparaban al aire desde los coches. El doctor Ramos reunió aquel día a toda la familia en torno a su mesa.

– Hijos míos, estoy escuchando las noticias en la radio desde ayer. ¡Estamos en guerra!

– Pero ¿contra quién? -preguntó Isabel.

– Es una guerra civil. Los militares se han alzado contra el gobierno de la República. A partir de ahora vigilad con quién os relacionáis y de qué habláis.

– ¡No hay nada que temer! -exclamó con pasión el hermano mayor-. Esta guerra era necesaria.

– ¡Ninguna guerra es necesaria! -le reprendió su cuñado.

– Esta sí. La República está llevando a este país al desastre, es necesario poner punto final a este descontrol.

– Sea como sea, vigilad vuestras palabras. Son tiempos revueltos y no debemos señalarnos ante ningún bando -sentenció el patriarca.

Joaquín dirigió la mirada hacia su hermana pequeña.

– Ya lo has oído, Isabel, cuidado con quién te relacionas.

Comenzaron las movilizaciones en ambos bandos, las denuncias anónimas y las detenciones clandestinas. José y todos los afiliados al sindicato fueron despedidos de la fábrica, cuyo dueño era un reconocido simpatizante del nuevo régimen en ciernes. Muchos de sus compañeros huyeron para enrolarse en el ejército republicano, pero José no creía en el éxito de aquella sublevación.

Una madrugada, un grupo de hombres uniformados irrumpieron violentamente en su casa y le llevaron detenido junto a su padre. Al día siguiente la señora Peralta recibió la noticia de la ejecución de su marido tras el muro del cementerio. Presintiendo su inminente arresto, abandonó la ciudad para refugiarse en un pequeño pueblo de Cataluña, donde murió años más tarde sin llegar a conocer la suerte que había corrido José, su único hijo.

José conoció el hambre, la miseria, las vejaciones y la mezquindad humana; escuchó por primera vez el nombre de Joaquín Ramos en la cárcel de Ávila, cuando le leyeron la sentencia de muerte que este había firmado contra él. Pero el día previsto para la ejecución amaneció cubierto de nieve y los camiones que debían trasladar a los reos no pudieron circular. Cuando el temporal amainó, un contingente de militares fue desplazado al cuartel de Toledo y todas las ejecuciones fueron aplazadas hasta nueva orden. José burló la muerte en más de una ocasión durante su periplo por diferentes prisiones españolas. En la soledad de la celda, era la imagen de su adorada Isabel la que le ayudaba a resistir aquella atrocidad. Sin embargo tenía conciencia de que no había futuro para ellos, pues aunque la guerra llegase a finalizar, aunque consiguiera su deseada libertad… ¿qué clase de vida podría ofrecerle? Seguramente ella se habría olvidado de él y se torturaba imaginándola rodeada de pretendientes en la gran casa de la esquina.

Sin embargo, una brillante mañana, un oficial de la prisión depositó en sus manos una cesta con comida, en cuyo fondo encontró una carta. Era de Isabel. Durante aquellos años de incertidumbre había conseguido averiguar su paradero a través del marido de una amiga, abogado de profesión. Recurrió también al familiar de una de sus criadas, que trabajaba como funcionario en aquella cárcel, y gracias a su colaboración José empezó a recibir alimentos y noticias. A partir de ese momento el ánimo comenzó a restablecerse con aquellas cartas semanales que le hablaban de amor, de esperanza, de libertad…

Isabelita apenas había sufrido privaciones durante los años de guerra fratricida. Su hermano llegó a ostentar un poderoso cargo político y muchas familias le recordarían durante años debido a las duras represalias sufridas por sus denuncias, a veces injustificadas, llevadas a cabo en ocasiones por simple antipatía. Sin embargo, se le escaparon a Joaquín Ramos los movimientos camuflados de la benjamina de la casa, quien a escondidas logró contactar con su perseguido sindicalista.

En los primeros meses de 1939, los puertos del levante español fueron el punto de huida para los republicanos que habían quedado atrapados ante la llegada de las tropas nacionales. La guerra estaba a punto de terminar, e Isabel tuvo conocimiento de la expedición de miles de pasaportes y salvoconductos para milicianos que debían partir hacia el exilio si no querían ser encarcelados. Era la hora de actuar. Joaquín había concertado su matrimonio con un coronel del ejército gran amigo de la familia, aunque ella le había impuesto una condición:

– Deja en libertad a José Peralta y me casaré con quien tú quieras.

– ¿Aún sigues enamorada de ese rojo zarrapastroso? -preguntó indignado.

– Está en la cárcel de Castellón -dijo ignorando su pregunta-. Sácale de allí y seré una esposa y madre ejemplar.

Al día siguiente viajó con él hasta el centro penitenciario. Joaquín Ramos entró en el despacho del director de la cárcel como quien entra en su casa: arrogante, elegante e impertinente. Isabel se quedó fuera observando la conversación tras los cristales. El director le escuchaba con atención y comenzó a revisar la documentación que tenía entre las manos. Era un hombre gris, de cabeza cuadrada y gafas de concha; comenzó a dar explicaciones y, por el gesto de las manos, parecía no estar muy de acuerdo con el visitante. Este no se había inmutado, inmóvil en el sillón, fumando un cigarro con indolencia. La diferencia en el atuendo era evidente; mientras Joaquín vestía un elegante traje de color marrón claro con chaleco y corbata, su interlocutor llevaba una chaqueta de paño oscuro de color indefinido sobre una simple camisa blanca. Vio a Joaquín incorporarse hacia la mesa y dar un golpe sobre ella. «Se acabó», pensó Isabel. De pronto los semblantes cambiaron y, tras unos instantes, Joaquín se levantó y los dos hombres se estrecharon las manos al despedirse.

– Ya está hecho. Dentro de dos días quedará libre. Espero que nunca olvides la humillación que me has hecho pasar -dijo enojado con el dedo amenazante.

– Nunca, querido hermano -dijo besándole en la mejilla-. Ya puedes concertar la fecha de mi boda.

La segunda vez que José Peralta oyó el nombre de su delator fue el 20 de marzo de 1939 a la salida de la cárcel, desde donde fue escoltado por la Guardia Civil hasta las afueras de la ciudad. Al llegar al puerto de Alicante, consiguió un salvoconducto y un pasaje para el barco mercante fletado por el agonizante gobierno de la República. Había recuperado su ansiada libertad y se preparaba para un futuro incierto. Paseó por la embarcación atestada de gente que, como él, escapaba de la derrota dejando atrás el pasado, su familia, sus raíces… De repente no pudo evitar una sonrisa al caer en la cuenta de que ignoraba el destino de aquel viaje.

Sintió la brisa del mar apoyado en la popa, contemplando absorto los blancos surcos que el barco dejaba olvidados en las aguas del Mediterráneo. El sol se despedía despacio, iluminando aquel cielo azul turquesa salpicado de caprichosas nubes que le obligaban a ocultarse de forma intermitente.

Vientos del pueblo me llevan,

vientos del pueblo me arrastran,

me esparcen el corazón

y me aventan la garganta.

Recitaba en silencio a su idolatrado Miguel Hernández mientras pensaba en la devastación de la guerra, en la pérdida de los poetas: Antonio Machado acababa de morir exiliado en Francia; Federico García Lorca en Granada, y Miguel Hernández continuaba en prisión. Reflexionaba sobre la estupidez humana, sobre la patria y el honor, sobre la unión y la fuerza, sobre la solidaridad… Tres años atrás aquellas palabras le habían llenado el corazón, pero en ese momento sonaban huecas y vacías de contenido. Habían sido sustituidas por supervivencia, comida, libertad…Todo su idealismo se había esfumado y se esforzaba en emplear sus débiles energías para olvidar aquella barbarie y todo lo que había dejado atrás.

De pronto, una voz femenina a su espalda mencionó su nombre, sacudiendo de un golpe todos aquellos pensamientos.

– ¡José! ¿Eres tú?

Se volvió como un resorte y abrió los ojos para convencerse de que no era una alucinación lo que estaba viendo: ¡Isabel estaba allí, frente a él, en aquel barco!

Isabel apenas pudo reconocer en aquella delgada y demacrada silueta al hombre a quien había amado en silencio durante aquellos difíciles años. Sus ojos estaban hundidos bajo los pómulos y la piel amarillenta era un recuerdo del brillo rosado de antaño; las arrugas surcaban los alrededores de las apagadas pupilas y sus labios habían perdido el color. Se abrazaron envueltos en lágrimas, repitiendo sus nombres. Su amor había superado aquella prueba y estaban juntos para siempre.

La travesía fue difícil. La escasez de comida era compensada con la abundancia de solidaridad y sincera confraternidad. Todos tenían una historia que contar, algún familiar a quien recordar, una lágrima que derramar. Tras interminables jornadas de navegación, un brillante sol les recibió a la llegada al país azteca. El puerto de Veracruz se había engalanado para saludar a los exiliados españoles, y José e Isabel observaron con regocijo los balcones decorados con pancartas dándoles la bienvenida y ofreciéndoles su hospitalidad. Lloraron de emoción al recordar su penosa huida, y durante el tiempo que vivieron en aquel país no pasó un solo día en que no recordaran su tierra. Los inicios no fueron fáciles, lejos de su patria, de su familia, sin raíces; pero estaban juntos para siempre. México es una tierra acogedora y dio muestras una vez más de su solidaridad con los españoles que se habían visto obligados a exiliarse. Con la venta de las joyas que Isabel heredó de su madre y que logró camuflar en su equipaje, adquirieron una bonita casa al sur de la Ciudad de México, donde José trasnochaba en su pequeño taller poniendo en práctica su habilidad con la piel curtida. Isabel pensaba que aquel exilio duraría pocos años y regresarían pronto. Había perdonado la traición de su hermano y añoraba a su familia; pero José aún no había olvidado.

– Solo con imaginar la cara de ese miserable al descubrir que su querida hermana se ha fugado, me compensa todo el rencor que siento hacia él -decía una tarde.

– No es bueno odiar, José; es mejor olvidar los resentimientos. Miremos hacia delante y soltemos el lastre de una vez -respondió Isabel mientras tejía un bonito vestido de vivos colores.

Él trabajaba el cuero con gran destreza y comenzó a confeccionar sandalias y bolsos. Más tarde aprendió a elaborar bridas y arreos para los caballos y, con paciencia y la inestimable ayuda de Isabel, se inició en el arte de fabricar sillas de montar, aplicando su pericia en repujar la piel. Ella sabía coser y también trabajó duro confeccionando para la venta los típicos y coloridos trajes del país. Con los años, su fama de excelente artesano se propagó entre las fincas de la región, y la extraordinaria calidad de las monturas y la filigrana del grabado le proporcionaron un gran prestigio entre los grandes terratenientes, quienes le encomendaban trabajos exclusivos con un toque de distinción.

Pero la naturaleza no fue generosa con ellos, y tras varios abortos, Isabel dio a luz un varón rubio de grandes ojos claros como su padre que destacaba en aquel pueblo habitado en su mayoría por indígenas de cabello negro y piel morena. Rafael Peralta Ramos creció fuerte y sano, y desde pequeño heredó de José la afición por el trabajo del cuero; se convirtió en un zagal alto y atractivo como él, aunque de Isabel heredó también la determinación y la fuerza de voluntad. Fue de gran ayuda para el matrimonio, quien con tesón y empeño se adaptó a la vida en México, perdidas ya las esperanzas que mantuvo durante los primeros años de regresar a su país. Poco a poco el negocio fue prosperando y se mudaron a una casa más grande, donde instalaron el gran taller en la planta baja y una acogedora vivienda en la superior. Cuando Rafael cumplió los veinte años, José decidió delegar en él la tarea de presentación y distribución de los productos a los clientes, mientras él se dedicaba en exclusiva a la manufactura en el taller.

En una de las visitas a la hacienda Santa Isabel, Rafael conoció a Trinidad y se quedó prendado de aquella belleza morena de mirada dulce. Trinidad González había nacido en un pueblo del norte, cerca de la frontera con Estados Unidos. Su padre murió cuando apenas era un bebé y su madre volvió a casarse con un indio borracho y pendenciero que continuamente la acosaba y le propinaba palizas. Antes de cumplir los trece años escapó de aquel infierno y se dirigió a la capital en busca de una nueva vida; primero bregó como una esclava en casa de unos señores de rancio abolengo a cambio de una comida al día, pero al cumplir los quince decidió que ya estaba cansada de los maltratos e insultos a los que la sometían; empacó una noche sus escasas pertenencias en una tela anudada y salió a recorrer pueblos y ranchos, hallando el definitivo cobijo en la hacienda Santa Isabel, donde trabajó duro desde el amanecer por el módico sueldo de dos raciones diarias de comida y un barracón de madera donde descansar su desfallecido cuerpo. Trinidad era joven, y su belleza no pasó desapercibida en la finca. Los obreros se divertían acosando a las criadas, y al poco tiempo de su llegada quedó embarazada. Cuando nació Agustín le puso sus propios apellidos, y a partir de entonces dejaron de molestarla y crió a su hijo en soledad, el cual se inició en el duro trabajo de la hacienda nada más comenzar a caminar erguido.

Al principio Trinidad desconfió de las intenciones de Rafael, pues le costaba creer que un hombre tan atractivo hubiese reparado en una humilde sirvienta como ella, pero sus visitas a la finca se hicieron más frecuentes hasta convencerla de sus honestos sentimientos. Ella temía confesarle la existencia de su hijo, pero un día se armó de valor y lo arriesgó todo a cambio de su sinceridad. Rafael prometió casarse con ella y dar su apellido a aquel niño; la llama del amor había prendido con fuerza y era más fuerte que los prejuicios de la época.

Andrés Cifuentes montó en cólera al conocer la intención de Trinidad de abandonar la hacienda, y la primera medida fue prohibir a Rafael la entrada a sus propiedades; más tarde canceló todos los encargos en el taller de cuero de su padre. Él era el amo, los trabajadores de la finca eran de su propiedad y tenía el poder absoluto para decidir el futuro de cada uno de ellos, y había resuelto que Trinidad no se marcharía jamás.

Pero ellos no renunciaron a su amor y durante meses continuaron citándose de forma clandestina amparados por los padres de Rafael, quienes respetaron la audaz decisión que había tomado la pareja de contraer matrimonio en secreto. José e Isabel estaban inquietos por las consecuencias de aquella iniciativa y por la reacción de Andrés Cifuentes, que ya se había hecho sentir en la merma de su negocio; pero el deber hacia su único hijo les persuadió de apoyarle. A fin de cuentas, su propia historia de amor tampoco estuvo exenta de contrariedades y amarguras. Adaptaron una habitación en la casa familiar donde esperaban compartir sus días con ellos y, en la fecha convenida, avisaron al sacerdote para que celebrara el santo sacramento.

Una templada tarde de enero de 1965, Rafael y Trinidad se prometieron amor eterno en la pequeña iglesia del pueblo. Al día siguiente se separaron para continuar su vida cotidiana, guardando el celoso secreto de su unión, en la esperanza de que el amo aceptase como un hecho consumado la rebelde conducta de Trinidad. Pero tras informarle de su matrimonio y solicitar el consentimiento para trasladarse al pueblo vecino, recibió una respuesta tan contundente -una bofetada en pleno rostro- que decidió no volver a repetir la demanda. Jamás habló a Rafael del maltrato recibido, convenciéndole de esperar un poco más. A pesar de las dificultades, siguieron viéndose a escondidas y durante aquellos meses concibieron un hijo. Trinidad logró ocultar su estado, hasta que el voluminoso vientre del segundo embarazo se hizo patente y trató por segunda vez de conseguir la preciada libertad para reunirse con su marido.

Sin embargo, la fortuna no estaba con ellos y un trágico suceso acabó de repente con todos sus proyectos de futuro. Rafael sufrió un accidente; unos campesinos le hallaron en un solitario descampado bañado en sangre y con graves heridas en la cabeza. Le trasladaron en un carro de bueyes hasta el pueblo, pero murió aquella misma noche sin recobrar el conocimiento. Trinidad conoció la trágica noticia al día siguiente al acudir a escondidas a la casa de su marido. Encontró la vivienda llena de gente, y al ver a Isabel vestida de luto riguroso, temió lo peor. Corrió hacia el dormitorio y no pudo evitar un grito de dolor al contemplar por última vez a su gran amor, amortajado con un traje negro que contrastaba con la blancura de su piel. Todos sus proyectos, todo su futuro, toda su felicidad quedaron atrapados para siempre en aquella habitación.

De nuevo estaba como al principio: sola. Su destino estaba escrito y ni siquiera el amor sincero de Rafael fue capaz de esquivarlo. Regresó a la hacienda llena de rabia y dolor, con el fruto de su amor en el vientre y el firme propósito de luchar hasta la muerte para darle vida. Era el único consuelo, y a la vez su venganza, contra el tirano que había arruinado su felicidad. El parto fue largo y difícil, pero el recuerdo de Rafael le impulsó a salir adelante. Llegó a contemplar a su bebé nada más nacer, recreándose en aquel pedacito de carne rosado de ojos claros y un pequeño mechón de pelo dorado que le devolvió la imagen de su amado.

A los pocos días del parto, Trinidad regresó al trabajo diario en la gran casa. Agustín aceptó a su hermanita con gran devoción y se encargó de ella como un pequeño padre; eran una familia unida por una preciosa criatura a la que, sin embargo, no se atrevían a mostrar al resto de los habitantes de la hacienda. Sus abuelos no podían visitarla, pero Trinidad la dejaba en la casa de sus suegros durante las temporadas de agobiante trabajo, lo que suponía una descarga para ella y una felicidad infinita para Isabel y José. El miedo la acompañó en su humilde hogar, temía por la seguridad de la pequeña en aquella cárcel dominada por rudos hombres y por un despiadado dueño que no había olvidado su traición, y se propuso luchar con uñas y dientes por la felicidad de aquel ser concebido en el más puro y sincero amor. Jamás permitiría un futuro como el suyo para la pequeña Elena.

El dolor por la pérdida de su único hijo sumió en una profunda depresión al matrimonio. José procuraba mostrar serenidad y regresó al rutinario trabajo del cuero, agazapándose en cualquier solitario rincón para llorar a espaldas de su mujer. La nostalgia les había mantenido unidos en aquel largo destierro y se sentían vinculados a aquella tierra por el amor a Rafael y a su pequeña nieta. Isabel se lamentaba de su suerte y renegaba de Dios, a quien creía benévolo y justo, reprochándole la pérdida de aquel ser joven, noble y lleno de vida. Durante mucho tiempo creyó escuchar, sentada ante la máquina de coser, aquel «¿mamá?» con el que Rafael la reclamaba al llegar a casa, e impulsivamente miraba hacia la puerta como antes, esperando verle entrar sonriente y recibir de él un beso en la mejilla.

El trabajo en el taller comenzó a escasear, pues el mejor cliente, el dueño de la hacienda Santa Isabel, había cancelado todos los encargos y boicoteado su negocio. Sin su principal apoyo comercial y sin fuerzas para desplazarse a fin de captar nuevos pedidos, las ventas fueron menguando y José fue despidiendo uno a uno a los empleados. Lograron sobrevivir confeccionando alpargatas y demás útiles de uso común para la gente del pueblo, y esporádicamente fabricaba alguna fabulosa silla de charro de gala como antaño, aunque los clientes habían desaparecido con la misma facilidad que décadas antes habían llenado el cuaderno de pedidos.

En una de las visitas de Trinidad hablaron abiertamente sobre la nostalgia de su tierra y sus recuerdos. Ellos aún eran jóvenes y añoraban su país, y el lazo de sangre con la pequeña Elena y el cuerpo de su hijo enterrado allí eran los únicos motivos para permanecer en aquella tierra donde habían prosperado con gran esfuerzo y que ahora les daba la espalda.

Aquella noche Trinidad apenas pudo conciliar el sueño mientras una dolorosa idea le rondaba la cabeza mortificándola. Al día siguiente regresó y depositó a la pequeña Elena en brazos de Isabel, rogándoles, entre lágrimas, que regresaran a España y llevaran a la niña con ellos. Los tres se abrazaron y rompieron en un emocionado llanto. Ellos jamás se habrían atrevido a pedirle ese sacrificio, deseaban fervientemente envejecer junto a la pequeña Elena y estaban dispuestos a quedarse allí para siempre; pero aquella inesperada decisión promovió su definitivo regreso, y semanas más tarde habían liquidado todos sus bienes y volaban hacia España en compañía del mejor regalo que les hizo Dios en compensación por la pérdida de Rafael, tras prometer a Trinidad, aun en contra de sus voluntades, que Elena jamás conocería la existencia de su familia mexicana.

Con el dinero obtenido por la venta de sus bienes se instalaron en un pueblo del sur, en la provincia de Cádiz, en una confortable casa junto al mar, lejos de la ciudad que les vio nacer. Corría el año 1970, el dictador Franco seguía gobernando el país con mano dura y el miedo a los instintos revanchistas sufridos treinta años atrás aún les perseguía, así que optaron por no informar del regreso a los escasos parientes que aún les quedaban vivos e iniciaron una nueva vida, guardando celoso secreto del forzoso exilio y comenzando desde cero como una familia ejemplar.

Trinidad añoró a la pequeña Elena hasta el fin de sus días, aunque jamás albergó ninguna clase de arrepentimiento. Sin embargo, Agustín había cumplido los catorce años curtido y maduro como si fueran veinticinco, y en numerosas ocasiones le lanzó duros reproches, exigiéndole que hiciera lo mismo con él y le enviara con la familia de su verdadero padre, como hizo con su hermana. Pero ella callaba ante sus críticas, rezando en silencio para que el sacrificio obtuviera recompensa: no deseaba una vida como la suya para su hija; Elena no debía regresar nunca a aquella inmunda cabaña ni pisar aquella maldita hacienda.