38060.fb2 El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

El ?rbol De La Diana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

Capítulo6

La sirvienta llegaba puntualmente a las diez para depositar la bandeja del desayuno y retirarlo una hora más tarde. Elena se esforzó por ganar su amistad y así obtener información sobre su familia; por la mañana comenzó a ducharse y planeó terminar a las once en punto. Estaba en el baño y tenía una toalla alrededor del cuerpo cuando llegó la criada.

– Es horrible, no consigo controlar la melena. Necesito pinzas para el pelo.

– Lo lamento, señora, pero no puedo ayudarla. Pediré permiso y se las traeré esta tarde.

– No se moleste, no tiene importancia. No debemos incordiar al señor por unas simples horquillas. Ya me las arreglaré. Gracias de todas formas.

– Espere un momento -dijo la ingenua señora llevando sus manos a la cabeza y arrancando de su cofia una pinza-. ¿le sirve esta?

– Por supuesto que sí. Muchas gracias, Regina, es usted una buena persona -dijo Elena conmovida por la bondad que exhalaba aquella mujer.

Antonio Cifuentes se dirigía a la habitación de su prisionera, pero se detuvo de repente: la puerta estaba entreabierta y reconoció la voz de la criada en animada charla con Elena. Se acercó sigilosamente para intentar oír la conversación.

– Por favor, no diga a nadie que se la he dado -escuchó desde la puerta.

– No se preocupe, tiene mi palabra. Gracias otra vez -le dijo mientras se arreglaba el cabello-. Regina, ¿lleva usted mucho tiempo trabajando aquí?

– ¡Huy, señora! Toda mi vida. Mi madre ya trabajaba como sirvienta del abuelo del señor, don Eduardo Cifuentes. Yo seguí la tradición, primero con su hijo don Andrés y ahora con su nieto, don Antonio.

– ¿Conoció usted a mi madre, Trinidad González? -preguntó con disimulada excitación.

La criada hizo un gesto de confusión deteniendo su faena.

– ¿Quién dice usted que era su madre, señorita?

– Trinidad González. Trabajaba aquí como criada.

– ¡Ay, Virgencita de Guadalupe! -dijo la mujer santiguándose y mirándola con estupor-. ¡Es usted! ¡Es usted la niñita de Trinidad! Pero ¿qué hace aquí, mi hija? ¿Por qué vino a esta casa después de todo lo que pasó?

– Yo no sabía nada de lo ocurrido; vine a conocerles, pero cuando llegué y me puse al corriente ya era demasiado tarde. El señor Cifuentes me tiene retenida aquí para forzar a mi hermano a entregarse.

– ¡Virgen santa! ¡Qué pena con usted, señorita! Su madre nunca quiso tenerla aquí y mire ahora cómo está.

– Regina, por favor, cuénteme cómo murió mi madre. ¿Y mi hermano? ¿Es realmente un asesino tan peligroso como dicen?

– ¡Ay, mi hija! Fue una tragedia. Su madre rompió sin querer una pieza muy valiosa y el difunto don Andrés se enfadó mucho. Trinidad tropezó en la escalera huyendo de sus amenazas y al caer se rompió el cuello. Agustín vino a su encuentro para socorrerla, pero dicen que se exaltó mucho, se encaró con él y le golpeó… Y ya conoce el resultado… ¡Cuánto lamenté la muerte de Trinidad…! Todos los empleados de la hacienda entregamos unos pesos para ayudarla, pero no se pudo hacer nada por ella. Murió al día siguiente. Fue una gran pérdida. Yo la apreciaba sinceramente, era una mujer buena y trabajadora, todo corazón -dijo con pena.

– Regina, ¿por qué mi madre nunca quiso saber de mí?

– No diga eso, mi hija. Su madre sufrió mucho cuando la envió al exterior. Lloraba con amargura cada vez que se acordaba de usted, pero no quería tenerla aquí, donde no podía ofrecerle nada. Usted no es madre, por eso no entiende el sacrificio tan enorme que hizo para que usted tuviera una vida mejor que la suya.

– Pero soy hija, y los hijos necesitan a sus madres. Aquí habría sido igual de feliz junto a mi auténtica familia…

– No, no, señorita. Si se hubiese quedado, ¿cómo habría terminado? ¿De sirvienta como ella o yo misma? ¿O bajo las garras de sabe Dios quién? No, mi niña. Usted es bella, ha recibido una educación, ha vivido bien. No reniegue de su madre, no la culpe. Yo habría hecho lo mismo con mi hijo si hubiese tenido la oportunidad que le ofrecieron sus abuelos. ¡Ay, no me llore, señorita!

– Ahora ya no tengo futuro. Tenía tanta ilusión por conocerles… Deseaba sacarles de aquí y ofrecerles una vida mejor, pero me han encerrado en esta jaula como a un animal. Ahora soy la hermana de un asesino, y estoy segura de que no saldré bien parada de todo esto. Estoy en el único lugar donde ella no habría querido verme nunca. -Se calló para secarse las lágrimas-. ¿Sabe lo que más me duele? Que también he perdido a mi hermano. Ha arruinado su vida y yo tenía grandes planes para él.

– Usted no tiene la culpa de nada, señorita. A veces las personas tienen un destino que nunca deseamos para ellos, pero es Dios quien dispone de todos nosotros.

– Ojalá Dios me escuche y le proteja. -Se tumbó en la cama y cerró los ojos mientras la sirvienta la dejaba sola.

Tras las violentas muertes de Trinidad y de Andrés Cifuentes, la vida del mozo de cuadras cambió para siempre, cayendo en un pozo del que jamás podría emerger. Oculto en una mísera habitación de un barrio de chabolas situado en las afueras de la capital, donde por las calles pululaban diariamente prostitutas, proxenetas, traficantes y demás marginados de la ciudad, Agustín González miraba al techo, tumbado en una mugrienta cama y escuchando los gritos y gemidos de placer de aquellas que ejercían su trabajo como vendedoras de felicidad. Pensaba en su hermana Elena. Ella había sido afortunada; había vivido feliz, lejos de ellos. Recordaba su melena rubia y rizada y su risa infantil e inocente, y se sentía orgulloso por el estupendo presente que se había forjado. Su madre le prohibió su visita para no mostrarle la miseria en la que se hallaban, pero él soñaba con volver a verla y maldecía su suerte por todo lo sucedido. Ahora no tenía futuro, ni presente, y el pasado había sido triste y desolador. Estaba acorralado, sin hogar, sin familia y sin esperanzas. La policía y un ejército de cazadores de recompensas pisaban sus huellas; tenía que salir de la ciudad, pero le buscaban por cielo y tierra, hablaban de él diariamente en los noticiarios de la televisión y los carteles con su rostro empapelaban las vallas de la ciudad, en cuyo pie de foto se leía: «Asesino peligroso. Vivo o muerto. Gran recompensa», junto a un número de teléfono. Se había convertido en el hombre más buscado del país y sabía que tarde o temprano acabaría asesinado de un disparo por la espalda.

Después de veinte días de encierro, los alimentos comenzaban a escasear y esperó a la noche para salir, disfrazado con gafas de sol negras y una gorra con publicidad de Coca-Cola. Las calles estaban intransitables y las aceras eran tomadas por mujeres de la noche vestidas con indescriptibles vestimentas. Abundaban las de raza indígena, con escandalosas pelucas rubias de largo cabello que empequeñecían aún más su ya reducida estatura; el maquillaje parecía obtenido del atrezzo de una película americana: las mejillas pintadas de rojo fuerte hacían contraste con el verde manzana de sus párpados que, rodeados por una gruesa línea negra, acentuaban la oscura mirada. Los chulos se mantenían a cierta distancia de las chicas, apoyados con indolencia en el quicio de la puerta de entrada donde tenían las habitaciones alquiladas para la faena. Los numerosos coches hacían cola junto a las aceras y sus dueños negociaban el precio, dejándolos abandonados allí mismo mientras subían a satisfacer sus instintos. El caos era costumbre a aquella hora, con el desagradable ruido del claxon y del vocerío de las damas que vendían su mercancía. Era el mejor momento para salir y pasar desapercibido, pues toda la chusma que se movía en aquel lugar tenía un propósito muy diferente al de la caza de un criminal.