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Capítulo7

Antonio Cifuentes había enviado a un empleado al hotel para cancelar la habitación de Elena y estaba registrando detenidamente sus pertenencias: ropa de excelente calidad, libros de autores iberoamericanos, una guía turística de México y un libro diferente, algo más grande que el resto, en cuya portada roja podía leerse: «Algoritmo. 2º Curso». Lo hojeó con curiosidad y comprobó que era un libro de matemáticas. De entre las páginas cayeron varios folios escritos, y en el primero leyó: «Primera evaluación»; se trataba de un listado de preguntas para un examen. Continuó su registro hasta vaciar la maleta y descubrió una cremallera oculta en un costado; allí estaba el pasaje de avión, cuya fecha de llegada coincidía con la de su fortuito encuentro en el aeropuerto, un día antes de su aparición en la hacienda. El regreso estaba programado para finales del mes de agosto. Introdujo la mano para comprobar que el pequeño bolsillo estaba vacío, pero tropezó con un nuevo hallazgo: un talonario de cheques de viaje. Contó el valor de los mismos y comprobó, sorprendido, que sumaban… ¡cien mil dólares!

Vació el segundo bolso más pequeño y reconoció el cuaderno en el que ella escribía durante la espera en el aeropuerto. Las páginas estaban llenas de números, letras y fórmulas. Por lo visto los cálculos matemáticos le servían de pasatiempo. Descubrió un pequeño álbum de fotos y comenzó a examinarlas. Las primeras eran antiguas, en blanco y negro, y en ellas observó a un matrimonio mayor en la playa de la mano de una niña rubia que tendría unos cinco o seis años de edad. Las siguientes fotos mostraban a la misma niña, que crecía conforme las páginas avanzaban: reparó en la imagen de su Primera Comunión, vestida de blanco y las manos unidas rodeadas por un rosario. Examinó otra foto de su adolescencia, montada a caballo en el campo; otra vestida con un traje de gitana de color verde con volantes y un mantoncillo de flecos en marfil. Su cabello estaba recogido alrededor de la nuca y una flor del mismo color le adornaba la parte derecha del rostro. Realmente estaba bonita en aquella foto. Encontró otra más oficial, vestida con una toga, y en el pie de foto leyó el nombre de la universidad donde había estudiado; en la última página aparecía al lado de un hombre que la tomaba por los hombros mientras ella le abrazaba por la cintura. Era joven, como ella, y miraban a la cámara sonriendo; era la foto más reciente, y en todas reconoció su mirada rasgada. Antonio comenzaba a creer parte de sus explicaciones y se convenció de que realmente fue adoptada por sus abuelos. Ella no conocía la suerte que había corrido su familia y por esa razón había aparecido en la hacienda con la intención de encontrarse con ellos por primera vez. Si hubiese contactado con Agustín, jamás habría ido, estaba seguro. Los recelos hacia Elena se disipaban como la niebla en un día soleado y todas las pruebas sobre su culpabilidad se iban desbaratando una a una. Pero aún le quedaban algunas dudas por aclarar: ¿ignoraba ella realmente quién era el padre de Agustín? Y los cheques… ¿Cómo había conseguido tanta plata? ¿De verdad pensaba regalarla a su familia? Quizá gozara de una buena posición en España; aquello explicaba el billete de avión en primera clase. Debía averiguar cuánto de verdad había en todo lo que Elena le había contado.

Elena estaba tumbada en la cama, de espaldas a la puerta, cuando escuchó el sonido de la cerradura.

– Deje la bandeja, Regina -dijo sin volverse.

– Hola, Elena.

Un escalofrío recorrió su espalda y se incorporó despacio hasta quedar sentada.

– Buenos días, señor Cifuentes -respondió sin mirarle.

El dueño de la casa venía seguido de otra sirvienta que portaba unos paquetes.

– He cancelado la habitación en el hotel, aquí tiene su equipaje. Baje a cenar -le dijo mirándola durante unos instantes. Después salió dejando abierta la puerta.

Se vistió con un pantalón de algodón blanco y un jersey de hilo azul marino y con rayas blancas. Después cepilló su melena, sujetándola con un lazo bajo la nuca. Una criada desconocida la esperaba junto a la puerta para conducirla junto al señor. Atravesó la galería, acompañada por enormes retratos de los antiguos dueños de aquella propiedad que cubrían el amplio muro. El corredor recibía la luz natural que penetraba a través de las cristaleras situadas en la parte derecha, desde donde se divisaba un gran patio en la planta baja, y una buganvilla de color rosa trepaba y cubría gran parte del muro. El patio debió de ser en otra época la zona de entrada a caballo de los habitantes de la casa, pues aún conservaba en un lateral de la pared varias argollas de hierro macizo para atar a los animales. Ahora el tejado estaba cubierto por un material traslúcido y el suelo se revestía con baldosas de barro cocido; los arcos góticos de piedra labrada a modo de claustro daban cobijo a los soportales que rodeaban la planta baja y servían de acceso a otras estancias. En el centro se situaba un pozo perfectamente restaurado, atravesado en su brocal por un arco de forja y rodeado de parterres con flores de vivos colores. Bajaron por la amplia escalera hasta salir por una puerta lateral, donde se ubicaba la enorme terraza rodeada de plantas trepadoras y la gran piscina. Observó la belleza de aquel lugar, lleno de color y profundos aromas provenientes de los jacintos plantados cerca del muro. Antonio Cifuentes aguardaba su llegada fumando un habano y leyendo un periódico. Vestía un polo de color oscuro y pantalones vaqueros.

– Buenas tardes -saludó tímidamente Elena.

Él respondió alzando su vista para examinarla despacio.

– ¿Tengo que darme una vuelta? -preguntó con humilde ironía.

Antonio la retuvo en pie y ella sostuvo su mirada. «Vaya, tiene orgullo», pensó.

– No. Puede sentarse, pero antes suéltese el pelo.

Lo hizo frente a él, en silencio, mientras la criada servía la cena y recibía de ella un cortés agradecimiento.

– Siempre tan educada. -Seguía observándola mientras ella mantenía sus ojos en un lugar de la mesa, sobre el plato de fondo blanco que contenía un grueso filete de ternera rodeado de un puré verde con trozos de cebolla cruda y adornado con tomate natural.

– ¿Ha tenido tiempo de reflexionar?

– ¿Sobre qué?

– ¿Va a decirme ahora toda la verdad?

– Ya se la dije el otro día, señor Cifuentes.

– ¿Qué relación mantiene con su hermano? -inquirió con autoridad.

– Mi hermano y yo no nos hemos visto nunca. Hasta hace unos meses ni siquiera sabía que existía.

– Me está mintiendo -dijo en tono pausado-. Debería colaborar, así yo también podría ayudarla.

Los oscuros ojos escudriñaban su mirada como un ave rapaz, acostumbrados a observar los movimientos de su presa y aguardar el instante de descuido o cansancio para lanzarse sobre ella sin piedad, con la fiereza del animal hambriento.

– Señor, yo sé que le odia, pero no descargue en mí todo su resentimiento. Yo no soy él… -suplicó con humildad.

– ¿Cree que estoy resentido con usted?

– Represento a alguien de quien desea vengarse. Ensañándose conmigo desahoga todo el rencor que siente hacia él.

– ¿Considera que me estoy ensañando? -insistió.

Ella bajó los ojos y quedó callada.

– ¡Conteste! -ordenó perdiendo la paciencia.

– ¿Cómo llaman ustedes a esta situación de encierro a la que me tiene sometida? -Habló con inseguridad, pero sostuvo la mirada sin pestañear a pesar del miedo, sin mover un solo músculo de su cuerpo, pensando que quizá no debía haber hecho esa pregunta.

– No me gusta que me mientan y usted lo ha hecho -le dijo suspirando profundamente-. Si quiere recibir un trato mejor, colabore conmigo.

– ¿Piensa retenerme durante mucho tiempo?

– Todo depende de usted.

– ¿Y si se cansa de esperar…? -insistió tímidamente.

El dueño de la casa la miró en silencio durante unos incómodos minutos. Conocía los secretos de seducción que las mujeres utilizaban con él, estaba acostumbrado a dejarse conquistar; sin embargo aquella belleza… era consciente de que estaba en sus manos, pero no se esforzaba en absoluto por complacerle. A pesar de su apariencia de mujer de hielo poseía un aire ingenuo, parecía una adolescente desubicada del instituto.

– Entonces va a pasarlo mal, señorita Peralta -respondió deleitándose con el temor de su interlocutora.

– Me dijo la otra noche que… -Su voz quedó apagada.

– Que iba a entregarla a mis obreros… Esta es su última oportunidad…

– Me asusta que cumpla… su… su amenaza… -empezó a tartamudear.

– Todo depende de usted. Procure satisfacerme y la dejaré en paz.

– Pero no tengo nada que decirle… -Le miró implorante-. Por favor, créame…

Llenó su copa de vino mientras la observaba y respiró despacio un par de veces antes de intentarlo de nuevo.

– Dígame dónde está su hermano y le haré la vida más agradable -le dijo con una afable mirada tratando de convencerla.

– Yo no le conozco, señor -repetía de nuevo-. Solo recibí una carta suya hace meses…

– Está bien -dijo comenzando a rendirse-. Hábleme de su pasado y no se le ocurra mentirme. ¿Quién es su padre?

– Mi padre se llamaba Rafael Peralta Ramos. Murió hace veintiséis años y está enterrado en un pueblo cerca de aquí.

– Y se casó con su madre y también es el padre de su hermano -continuó con una irónica sonrisa.

– Pero ¿por qué no me cree? ¿Qué importancia tiene para usted el nombre de mi padre?

Él cruzó los brazos sobre la mesa y la miró fijamente.

– Porque me tiene confundido. No sé si es usted una excelente actriz o realmente está convencida de lo que dice.

– He crecido oyendo decir a mis abuelos que yo era idéntica a mi padre, tanto en el carácter como en el físico. Todo lo que le he dicho es cierto, es la verdad… No sé si usted sabe algo sobre mi familia que yo ignore…

– ¿Sus abuelos le dijeron que Agustín era hijo de su padre?

– Pues… -Quedó callada, titubeante-. No… pero éramos una familia. Cuando mi abuela me dijo que mi madre estaba viva me mostró fotos de ella con su hijo…

– ¿Y qué más le dijeron? ¿Cuál fue el motivo para separarles?

– Mi madre pensó que con ellos yo tendría una vida más cómoda. Quizá se quedó con Agustín porque era mayor y no se adaptaría tan fácilmente… no lo sé.

Había algo en ella que le desconcertaba. Su instinto bien adiestrado ante el mundo en general -y las mujeres en particular- detectaba una incongruencia, un matiz falso; estudiaba esa nota disonante que sobresalía de su relato. Ella parecía estar convencida de lo que contaba, y lo que contaba no era cierto. ¿Y si la confundieron sus abuelos? ¿Y si era una treta para confundirle a él?

– ¿Tenía una buena posición su familia?

– No eran ricos, pero vivíamos en una bonita casa y nunca me faltó de nada.

– He visto su equipaje. He encontrado unos documentos muy valiosos -dijo examinando su reacción-. ¿Dónde ha conseguido tantos dólares?

– Es la herencia de mis abuelos, los ahorros de toda su vida.

– ¿Y pensaba liquidar todo su patrimonio? ¿Para qué? -preguntó sorprendido.

– Para compensar a mi madre y a mi hermano. Quería ayudarles a salir de aquí, convencerles de que fueran a España conmigo. Pero en caso de que prefiriesen quedarse, pensaba darles el dinero para que se compraran una casa y ayudar a Agustín a crear su propio negocio.

– ¿Qué clase de negocio habían pensado?

Elena le miró, impotente.

– Ya no sé cómo explicarle que nunca he hablado con él -dijo suspirando profundamente.

– ¿Y por qué tanto empeño por ellos? Eran unos extraños para usted… -preguntaba incrédulo.

– Era una forma de agradecerles el sacrificio que hicieron por mí.

– La buena samaritana venida del otro lado del océano. Demasiado bonito para ser verdad -le respondió con burla-. ¿Está casada?

– Sí -mintió.

– ¿Con el hombre de la foto?

– ¿Qué foto?

– La del álbum de su vida. Lo encontré en su maleta. ¿Por qué no lleva alianza? -preguntó sin estar convencido de su respuesta.

– Pensamos que podría ser peligroso traer joyas.

– ¿A qué se dedica su marido?

– Es arquitecto.

– Entonces deben de tener una buena posición.

– No puedo quejarme.

– ¿Cuánto tiempo lleva casada? ¿Tienen hijos?

– Desde hace dos años, y no, no tengo hijos.

– ¿Por qué no ha venido él con usted?

– Porque tenía mucho trabajo, y yo preferí afrontar por mí misma esta situación.

– Su marido debe confiar mucho en usted al dejarla sola durante un mes.

– Él piensa reunirse conmigo muy pronto. Debe de estar alarmado por no tener noticias mías y pronto comenzará a buscarme.

– Ha dicho antes que quería encarar sola esta situación -insinuó incrédulo.

– Solo durante los primeros días. Él tiene previsto venir dentro de una semana y regresar conmigo. Espero que para ese tiempo usted haya comprobado que todo esto es un desgraciado malentendido y me deje marchar -dijo mientras se colocaba un mechón de pelo tras la oreja, un gesto que a Antonio le pareció especialmente sensual.

– No esté tan segura -dijo aparcando su frialdad.

Antonio trataba de hallar algún resquicio de verdad en sus palabras. Su mirada parecía sincera y el aire de inocencia que la envolvía incitaba a creerla. Comenzaba a sentir algo confuso y a la vez agradable por aquella mujer sentada frente a él. Su animadversión había desaparecido, aunque no confiaba del todo; además… era hermana de quien era hermana, no podía olvidarlo fácilmente. Tenía la impresión de que mentía continuamente; sin embargo, ella misma le había mostrado su punto débil al confesarle sus temores, exhibiendo una candidez impropia de una mujer madura.

– ¿Puedo irme ya? -preguntó Elena, haciéndole regresar a la realidad.

– Sí, vuelva a su habitación.

Elena se sintió aliviada, pues temía que el entusiasmo hacia ella se desbordase. Intentó dormir, aunque la inquietud ante cualquier ruido la mantenía tensa. Al fin sus ojos se cerraron, pero su mente volvió a atormentarla y las pesadillas de la infancia regresaron. Soñaba que corría por un laberinto de muros de madera, perseguida por la sombra de unas enormes manos que pretendían atraparla. Ella trataba de escapar por unas pequeñas cavidades cuadradas y separadas entre sí por altas paredes que le impedían saltar de una a otra. El largo pasillo no tenía salida y a los lados solo había pequeñas puertas que accedían a aquellos huecos ciegos. La sombra se acercaba lentamente y empezó a gritar, pero aquellas gigantescas garras la habían atrapado y comenzaban a sacudirla. Ella se defendía agitando los brazos y las piernas para zafarse de aquella abominable silueta que la zarandeaba con violencia.

– ¡Despierte! ¡Despierte! -Antonio Cifuentes la sacudía de atrás hacia delante, sujetando sus manos con las que trataba de protegerse, pero por más que se esforzaba, no conseguía devolverle la consciencia.

– ¡No, por favor! ¡No me haga daño! -seguía gritando Elena.

– ¡Es una pesadilla, solo un sueño! ¡Despierte ya! -le ordenó mientras encendía la luz de la mesilla.

Por fin se quedó quieta, sentada en la cama, temblando como una hoja, con la respiración entrecortada y la mirada perdida. Antonio se acercó e intentó abrazarla, pero ella alzó sus manos para impedírselo. Sus ojos reflejaban pánico.

– Ya pasó todo. Solo ha sido una pesadilla -le dijo en tono tranquilizador-. ¿Se siente mejor?

– Sí -respondió mientras se tendía de nuevo cerrando los ojos y dándole la espalda.

– Está bien, intente dormir. -Antonio acariciaba su hombro tratando de calmarla, ignorando que aquel contacto producía en ella el efecto contrario al de sus intenciones-. Me quedaré aquí hasta que recupere el sueño.

– No es necesario. Ya estoy bien, gracias -dijo sin volverse-. Prefiero estar sola.

– De acuerdo, dejaré la puerta abierta, estaré en la habitación de al lado.

Elena recuperó el sueño con las primeras luces del alba. El rumor de las voces de los trabajadores y el trotar de los caballos contribuyeron a tranquilizarla, aportándole una seguridad que hasta entonces desconocía. Aquellos sonidos no eran nuevos para ella, recordaba haberlos escuchado antes, desde otro lugar, pero el subconsciente se negaba a facilitarle más información; solo podía describir las sensaciones al oírlos desde su cama, las cuales le hicieron reconstruir otro sueño menos violento pero más obsesivo y repetitivo: la imagen de una casa pequeña con una cama grande al fondo y otra en la parte derecha de la puerta de entrada, junto a la pared. Recordaba una tela de grandes flores rojas y una mesa redonda. Elena soñó cientos de veces que accedía a aquella estancia, que pasaba cerca y, tras reconocerla, entraba a hurtadillas. En algunos de sus sueños la encontraba abandonada y sentía una gran decepción; en otras ocasiones, la hallaba totalmente distinta a como ella la recordaba. Era el sueño que más se repitió a lo largo de su niñez; parecía que su mente había dejado algo pendiente allí y sabía que debía de tener algún significado, pues en su memoria quedaron grabados todos los rincones de aquella sala y era capaz de describir detalle por detalle, cuadro a cuadro y mueble a mueble todo lo que había en su interior. Más de una vez se la describió a su abuela, preguntándole si ella habría estado allí de pequeña, pero nunca recibió una respuesta clara.

Antonio visitó por la mañana su dormitorio y se quedó en pie junto a la cama, contemplándola mientras dormía. Elena vestía un pijama de dos piezas de color azul, pero la camiseta apenas cubría su cintura. Estaba recostada de lado con la pierna derecha doblada hacia delante sobre la izquierda y el brazo junto a su rostro. La juventud que desprendía aquella atractiva figura producía en él una confusión extraña, haciéndole gozar con aquella visión. Era una mujer deseable y parecía no ser consciente de la tentación que provocaba. En ningún momento advirtió en ella intención de agradarle; al contrario, percibía en su mirada un miedo atroz hacia él. ¿Realmente era tan delicada como la estaba viendo en ese instante? No estaba seguro de su sinceridad, aunque deseaba creer que realmente había ido a buscar a su familia sin tener noticias de lo ocurrido. Todo lo que había contado parecía cierto. Había ido a la universidad, había vivido con sus abuelos en España, pero… ¿y su hermano? ¿Habría tenido contacto con él? ¿Sabía dónde se escondía? Estaba seguro de que ella nunca lo confesaría voluntariamente. Tenía que averiguar a qué había ido realmente a la finca y qué información guardaba. Había algo extraño que no alcanzaba a descubrir, aunque se propuso ir desenmascarándola poco a poco.