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II

"…je lui dis qu'elle serait reine la-bas;

qu'elle irait en palanquín; q'une esclave se-

rait attentive au moíndre de sus mouvements

pour executer sa volunté; qu'elle se prome-

nerait sous les orangers en fleur; que les

serpents ne devraient luí faire aucune peur,

attendu, qu'il n'y en avait pas dans les An-

tilles; que les sauvages n'etaient plus a

craindre; que ce n’etait pas la que la bro-

che etait mise pour rotir les gens: enfin

j’achevais mon discours en lui disant qu'elle

serait bien folie mise en creóle,"

Madame d'abrantes.

I LA HIJA DE MINOS Y DE PASIFAE

Poco después de la muerte de la segunda esposa de Monsieur Lenormand de Mezy, Ti Noel tuvo oportunidad de ir al Cabo para recibir unos arreos de ceremonia encargados a París. En aquellos años la ciudad había progresado asombrosamente. Casi todas las casas eran de dos pisos, con balcones de anchos alares en vuelta de esquina y altas puertas de medio punto, ornadas de finos alamudes o pernios trebolados. Había más sastres, sombrereros, plumajeros, peluqueros, en una tienda se ofrecían violas y flautas traverseras, así como papeles de contradanzas y de sonatas. El librero exhibía el último número de la Gazette de Saint Domingue, impresa en papel ligero, con páginas encuadradas por viñetas y medias cañas. Y, para más lujo, un teatro de drama y ópera había sido inaugurado en la calle Vandreuil. Esta prosperidad favorecía muy particularmente la calle de los Españoles, llevando los más acomodados forasteros al albergue de La Corona , que Henri Christophe, el maestro cocinero, acababa de comprar a Mademoiselle Monjeon, su antigua patrona. Los guisos del negro eran alabados por el justo punto del aderezo -cuando tenia que vérselas con un cliente venido de París-,o por la abundancia de viandas en olla podrida, cuando quería satisfacer el apetito de un español sentado, de los que llegaban de la otra vertiente de la isla con trajes tan fuera de moda que más parecían vestimentas de bucaneros antiguos. También era cierto que Henri Christophe, metido de alto gorro blanco en el humo de su cocina, tenía un tacto privilegiado para hornear el volován de tortuga o adobar en caliente la paloma torcaz. Y cuando ponía la mano en la artesa, lograba masas reales cuyo perfume volaba hasta más allá de la calle de los Tres Rostros.

Nuevamente solo, Monsieur Lenormand de Mezy no guardaba la menor consideración a la memoria de su finada, haciéndose llevar cada vez más a menudo al teatro del Cabo, donde verdaderas actrices de París cantaban arias de Juan Jacobo Rousseau o escandían noblemente los alejandrinos trágicos, secándose el sudor al marcar un hemistiquio. Un anónimo libelo en versos, flagelando la inconstancia de ciertos viudos, reveló a todo el mundo, en aquellos, días que un rico propietario de la Llanura solía solazar sus noches con la abundosa belleza flamenca de una Mademoiselle Floridor, mala intérprete de confidentes, siempre relegada a las colas de reparto, pero hábil como pocas en artes falatorias. Decidido por ella, al final de una temporada, el amo había partido a París, inesperadamente, dejando la administración de la hacienda en manos de un pariente. Pero entonces le había ocurrido algo muy sorprendente: al cabo de pocos meses, una creciente nostalgia de sol, de espació, de abundancia, de señorío, de negras tumbadas a la orilla de una cañada, le había revelado que ese "regreso a Francia", para el cual había estado trabajando durante largos años, no era ya, para él, la clave de la felicidad. Y después de tanto maldecir de la colonia, de tanto renegar de su clima, tanto criticar la rudeza de los colonos de cepa aventurera, había regresado a la hacienda, trayendo consigo a la actriz, rechazada por los teatros de París a causa de su escasa inteligencia dramática. Por eso, los domingos, dos magníficos coches habían vuelto a adornar la Llanura, camino de la Parroquial Mayor, con sus postillones de gran librea. Dominando la berlina de Mademoiselle Floridor -la cómica insistía en hacerse llamar por su nombre de teatro-, nunca quietas en el asiento trasero, diez mulatas de enaguas azules piaban a todo trapo, en gran tremolina de hembras al viento.

Sobre todo esto habían transcurrido veinte años. Ti Noel tenía doce hijos de una de las cocineras. La hacienda estaba más floreciente que nunca, con sus caminos bordeados de ipecacuana, con sus vides que ya daban un vino en agraz. Sin embargo, con la edad, Monsieur Lenormand de Mezy se había vuelto maniático y borracho. Una erotomía perpetua lo tenía acechando, a todas horas, a las esclavas adolescentes cuyo pigmento lo excitaba por el olfato. Era cada vez más aficionado a imponer castigos corporales a los hombres, sobre todo cuando los sorprendía fornicando fuera de matrimonio. Por su parte, ajada y mordida por el paludismo, la cómica se vengaba de su fracaso artístico haciendo azotar por cualquier motivo a las negras que la bañaban y peinaban. Ciertas noches se daba a beber. No era raro entonces que hiciera levantar la dotación entera, alta ya la luna, para declamar ante los esclavos, entre eructos de malvasía, los grandes papeles que nunca había alcanzado a interpretar. Envuelta en sus velos de confidente, de tímida mujer de séquito, atacaba con voz quebrada los altos trozos de bravura del repertorio:

Mes crimes desarmáis ont camblé la mesureJe respire a la fois I' inceste el l’impostureMes homicides mains, promptes a me venger,Dans le sang innocent brulent de se plonger.

Estupefactos, sin entender nada, pero informados por ciertas palabras que también en creóle se referían a faltas cuyo castigo iba de una simple paliza a la decapitación, los negros habían llegado a creer que aquella señora debía haber cometido muchos delitos en otros tiempos y que estaba probablemente en la colonia por escapar a la policía de París, como tantas prostitutas del Cabo, que tenían cuentas pendientes en la metrópoli. La palabra "crimen" era parecida en la jerga insular; todo el mundo sabía cómo llamaban en francés a los jueces; y. en cuanto al infierno de diablos colorados, bastante que les había hablado de él la segunda esposa de Monsieur Lenormand de Mezy, feroz censora de toda concupiscencia. Nada de lo que confesaba aquella mujer, vestida de una bata blanca que se transparentaba a la luz de los hachones, debía de ser muy edificante:

Minos, juge aux enfers tous les pales humains.Ah, combien fremira son ombre epouvantée,Lorsqu' il verra sa filie a ses yeux presentée,Contrainte d' avouer tant de forfaits divers,Et des crimes peut-etre ínconnus aux enfers!

Ante tantas inmoralidades, los esclavos de la hacienda de Lenormand de Mezy seguían reverenciando a Mackandal. Ti Noel transmitía los relatos del mandinga a sus hijos, enseñándoles canciones muy simples que había compuesto a su gloria, en horas de dar peine y almohaza a los caballos. Además, bueno era recordar a menudo al Manco, puesto que el Manco, alejado de estas tierras por tareas de importancia, regresaría a ellas el día menos pensado.

II EL PACTO MAYOR

Los truenos parecían romperse en aludes sobre los riscosos perfiles del Morne Rouge, rodando largamente al fondo de las barrancas, cuando los delegados de las dotaciones de la Llanura del Norte llegaron a las espesuras de Bois Caimán, enlodados hasta la cintura y temblando bajo sus camisas mojadas. Para colmo, aquella lluvia de agosto, que pasaba de tibia a fría según girara el viento, estaba apretando cada vez más desde la hora de la queda de esclavos. Con el pantalón pegado a las ingles, Ti Noel trataba de cobijar su cabeza bajo un saco de yute, doblado a modo de capellina. A pesar de la obscuridad era seguro que ningún espía se hubiese deslizado en la reunión. Los avisos habían dados, muy a última hora, por hombres probados. Aunque se hablara en voz baja, el rumor de las conversaciones llenaba todo el bosque, confundiéndose con la constante presencia del aguacero en las frondas estremecidas.

De pronto, una voz potente se alzó en medio del congreso de sombras. Una voz, cuyo poder de pasar sin transición del registro grave al agudo daba un raro énfasis a las palabras. Había mucho de invocación y de ensalmo en aquel discurso lleno de inflexiones coléricas y de gritos. Era Bouckman el jamaiquino quien hablaba de esta

manera. Aunque el trueno apagara frases enteras, Ti Noel creyó comprender que algo había ocurrido en Francia, y que unos señores muy influyentes habían declarado que debía darse la libertad a los negros, pero que los ricos propietarios del Cabo, que eran todos unos hideputas monárquicos, se negaban a obedecer. Llegado a este punto, Bouckman dejó caer la lluvia sobre los árboles durante algunos segundos, como para esperar un rayo que se abrió sobre el mar. Entonces, cuando hubo pasado el retumbo, declaró que un Pacto se había sellado entre los iniciados de acá y los grandes Loas del África, para que la guerra se iniciara bajo los signos propicios. Y de las aclamaciones que ahora lo rodeaban brotó la admonición final:

– El Dios de los blancos ordena el crimen. Nuestros dioses nos piden venganza. Ellos conducirán nuestros brazos y nos darán la asistencia. ¡Rompan la imagen del Dios de los blancos, que tiene sed de nuestras lágrimas; escuchemos en nosotros mismos la llamada de la libertad!

Los delegados habían olvidado la lluvia que les corría de la barba al vientre, endureciendo el cuero de los cinturones. Una alarida se había levantado en medio de la tormenta. Junto a Bouckman, una negra huesuda, de largos miembros, estaba haciendo molinetes con un machete ritual.

Fai Ogún, Fai Ogún, Fai Ogún, oh!Damballah m'ap tiré canon,Fai Ogún, Fai Ogún, Fai Ogún, oh!Damballah m'ap tiré canon!

Ogún de los hierros, Ogún el guerrero, Ogún de las fraguas, Ogún mariscal, Ogún de las lanzas, Ogún-Changó, Ogún-Kankanikán, Ogún-Batala, Ogún-Panamá, Ogún-Bakulé, eran invocados ahora por la sacerdotisa del Radá, en medio de la grita de sombras:

Ogún Badagrí,

General sanglant,

Saizi z'orage

Ou scell’orage

Ou fait Kataonn z’ eclai?

El machete se hundió súbita mente en el vientre de un cerdo negro, que largó las tripas y los pulmones en tres aullidos. Entonces, llamados por los nombres de sus amos, ya que no tenían mas apellido, los delegados

desfilaron de uno en uno para untarse los labios con la sangre espumosa del cerdo, recogida en un gran cuenco de madera. Luego, cayeron de bruces sobre el suelo mojado. Ti Noel, como los demás, juró que obedecería siempre a Bouckman. El jamaiquino abrazó entonces a Jean Francois, a Biassou, a Jeannot, que no habrían de volver aquella noche a sus haciendas. El estado mayor de la sublevación estaba formado. La señal se daría ocho días después. Era muy probable que se lograra alguna ayuda de los colonos españoles de la otra vertiente, enemigos irreconciliables de los franceses. Y en vista de que sería necesario redactar una proclama y nadie sabía escribir, se pensó en la flexible pluma de oca del abate de la Haye, párroco del Dondón, sacerdote volteriano que daba muestras de inequívocas simpatías por los negros desde que había tomado conocimiento de la Declaración de Derechos del Hombre.

Como la lluvia había hinchado los ríos, Ti Noel tuvo que lanzarse a nado en la cañada verde, para estar en la caballeriza antes del despertar del mayoral. La campana del alba lo sorprendió sentado y cantando, metido

hasta la cintura en un montón de esparto fresco, oliente a sol.

III LA LLAMADA DE LOS CARACOLES

Monsieur Lenormand de Mezy estaba.de pésimo humor desde su última visita al Cabo, El gobernador Blanchelande, monárquico como el, se mostraba muy agriado por las molestas divagaciones de los idiotas utopístas que se apiadaban, en París, del destino de los negros esclavos. ¡Oh! Era muy fácil, en el Café de la Regence, en las arcadas del Palais Royal, soñar con la igualdad de los hombres de todas las razas, entre dos partidas de faraón. A través de vistas de puertos de América, embellecidas por rosas de los vientos y tritones con los carrillos hinchados; a través de los cuadros de mulatas indolentes, de lavanderas desnudas, de siestas en platanales, grabados por Abraham Brunias y exhibidos en Francia entre los versos de Du Parny y la profesión de fe del vicario saboyano, era muy fácil imaginarse a Santo Domingo como el paraíso vegetal de Pablo y Virginia, donde los melones no colgaban de las ramas de los árboles, tan sólo porque hubieran matado a los transeúntes al caer de tan alto. Ya en mayo, la Asamblea Constituyente, integrada por una chusma liberaloide y enciclopedista, había acordado que se concedieran derechos políticos a los negros, hijos de manumisos. Y ahora, ante el fantasma de una guerra civil, invocado por los propietarios, esos ideólogos a la Estanislao de Wimpffen respondían: "Perezcan las colonias antes que un principio."

Serian las diez de la noche cuando Monsieur Lenormand de Mezy, amargado por sus meditaciones, salió al batey de la tabaquería con el ánimo, de forzar a alguna de las adolescentes que a esa hora robaban

hojas en los secaderos para que las mascaran sus padres. Muy lejos, había sonado una trompa de caracol. Lo que resultaba sorprendente, ahora, era que al lento mugido de esa concha respondían otros en los montes y en las selvas. Y otros, rastreantes, más hacia el mar, hacia las alquerías de Millot. Era como si todas las porcelanas de la costa, todos los lambíes indios, todos los abrojines que servían para sujetar las puertas, todos los caracoles que yacían, solitarios y petrificados, en el tope de los Moles, se hubieran puesto a cantar en coro. Súbitamente, otro guamo alzó la voz en el barracón principal de la hacienda. Otros, más aflautados, respondieron desde la añilería, desde el secadero de tabaco, desde el establo. Monsieur Lenormand de Mezy, alarmado, se ocultó detrás de un macizo de buganvillas.

Todas las puertas de los barracones cayeron a la vez, derribadas desde adentro. Armados de estacas, los esclavos rodearon las casas de los mayorales, apoderándose de las herramientas. El contador, que había aparecido con una pistola en la mano, fue el primero en caer, con la garganta abierta de arriba a abajo, por una cuchara de albañil. Luego de mojarse los brazos en la sangre del blanco, los negros corrieron hacia la vivienda principal, dando mueras a los amos, al gobernador, al Buen Dios y a todos los franceses del mundo. Pero, impulsados por muy largas apetencias, los más se arrojaron al sótano en busca de licor. A golpes de pico se destriparon los barriles de escabeche. Abiertos de duelas, los toneles largaran el morapio a borbotones, enrojeciendo las faldas de las mujeres. Arrebatadas entre gritos y empellones, las damajuanas de aguardiente, las bombonas de ron, se estrellaban

en las paredes. Riendo y peleando, los negros resbalaban sobre un jaboncillo de orégano, tomates adobados, alcaparras y huevas de arenque, que clareaba, sobre el suelo de ladrillo, el chorrear de un odrecillo de aceite rancio. Un negro desnudo se había metido, por broma, dentro de un tinajón lleno de manteca de cerdo. Dos viejas peleaban, en congo, por una olla de barro. Del techo se desprendían jamones y colas de abadejo. Sin meterse en la turbamulta, Ti Noel pegó la boca, largamente, con muchas bajadas de la nuez, a la canilla de un barril de vino español. Luego, subió al primer piso de la vivienda, seguido de sus hijos mayores, pues hacia mucho tiempo ya que soñaba con violar a Mademoiselle Floridor, quien, en sus noches de tragedia, lucía aún, bajo la túnica ornada de meandros, unos senos nada dañados por el irreparable ultraje de los años.

IV DOGON DENTRO DEL ARCA

Al cabo de dos días de espera en el fondo de un pozo seco, que no por su escasa hondura era menos lóbrego, Monsieur Lenormand de Mezy, pálido de hambre y de miedo, sacó la cara, lentamente, sobre el canto del brocal. Todo estaba en silencio. La horda había partido hacia el Cabo, dejando incendios que tenían un nombre cuando se

buscaba con la mirada la base de columnas de humo que se abovedaban en el cielo. Un pequeño polvorín acababa de volar hacia la Encrucijada de los Padres. El amo se acercó a la casa, pasando junto al cadáver hinchado del contador. Una horrible pestilencia venía de las perreras quemadas: ahí 1os negros habían saldado una vieja cuenta pendiente, untando las puertas de brea para que no quedara animal vivo. Monsieur Lenormand de Mezy entró en su habitación. Mademoiselle Floridor yacía, despatarrada, sobre la alfombra, con una hoz encajada en el vientre. Su mano muerta agarraba todavía una pata de la cama con gesto cruelmente evocador del que hacía la damisela dormida de un grabado licencioso que, con el título de El Sueño, adornaba la alcoba. Monsieur Lenormand de Mezy, quebrado en

sollozos, se desplomó a su lado. Luego agarró un rosario y rezó todas las oraciones que sabía, sin olvidar la que le habían enseñado, de niño, para la cura de los sabañones. Y así pasó varios días, aterrorizado, sin atreverse a salir de la casa entregada, abierta de puertas a su propia ruina, hasta que un correo a caballo frenó su montura en el traspatio con tal brusquedad que la bestia se fue de ollares contra una ventana, resbalando sobre chispas. Las noticias, dadas a gritos, sacaron a Monsieur Lenormand de Mezy de su estupor. La horda estaba vencida. La cabeza del jamaiquino Bouckman se engusanaba ya, verdosa y boquiabierta, en el preciso lugar en que se había hecho ceniza hedionda la carne del manco Mackandal. Se estaba organizando el exterminio total de negros, pero todavía quedaban partidas armadas que saqueaban las viviendas solitarias. Sin poder demorarse en dar sepultura al cadáver de su esposa, Monsieur Lenormand de Mezy se montó en la grupa del caballo del mensajero, que salió gualtrapeando por el camino del Cabo. A lo lejos sonó una descarga de fusilería. El correo apretó los tacones.

El amo llegó a tiempo para impedir que Ti Noel y doce esclavos más, marcados por su hierro, fuesen amacheteados en el patio del cuartel, donde los negros, atados de dos en dos, lomo a lomo, esperaban la muerte

por armas de filo, porque era más prudente economizar la pólvora. Eran los únicos esclavos que le quedaban y, entre todos, valían por lo menos seis mil quinientos pesos españoles en el mercado de La Habana. Monsieur Lenormand de Mezy clamó por los más tremendos castigos corporales, pero pidió que se aplazara la ejecución en tanto no hubiera hablado con el gobernador. Temblando de nerviosidad, de insomnio, de excesos de café, Monsieur Blanchelande andaba de un extremo al otro de su despacho adornado por un retrato de Luis XVI y de María Antonieta con el Delfín. Difícil era sacar una orientación precisa de su desordenado monólogo, en que los vituperios a los filósofos alternaban con citas de agoreros fragmentos de cartas suyas, enviadas a París, y que no habían sido contestadas siquiera. La anarquía se entronizaba en el mundo. La colonia iba a la ruina. Los negros habían violado a casi todas las señoritas distinguidas de la Llanura. Después de haber destrozado tantos encajes, de haberse refocilado

entre tantas sábanas de hilo, de haber degollado a tantos mayorales, ya no habría modo de contenerlos. Monsieur Blanchelande estaba por el exterminio total y absoluto de los esclavos, así como de los negros y mulatos libres. Todo el que tuviera sangre africana en las venas, así fuese cuarterón, tercerón, mameluco, grifo o marabú, debía ser pasado por las armas. Y es que no había que dejarse engañar por los gritos de admiración lanzados por los esclavos, cuando se encendían, en Pascuas, las luminarias de Nacimientos. Bien lo había dicho el padre Labat, luego de su primer viaje a estas islas: los negros se comportaban como los filísteos, adorando a Dogón dentro del Arca. El gobernador pronunció entonces una palabra a la que Monsieur Lenormand de Mezy no había prestado, hasta entonces, la

menor atención: el Vaudoux. Ahora recordaba que, años atrás, aquel rubicundo y voluptuoso abogado del Cabo que era Moreau de Saint Mery había recogido algunos datos sobre las prácticas salvajes de los hechiceros de las montañas, apuntando que algunos negros eran ofidiólatras. Este hecho, al volver a su memoria, lo llenó de zozobra haciéndole comprender que un tambor podía significar, en ciertos casos, algo más que una piel de chivo tensa sobre

un tronco ahuecado. Los esclavos tenían pues, una religión secreta que los alentaba y solidarizaba en sus rebeldías. A lo mejor durante años y años, habían observado las prácticas de esa religión en sus mismas narices, hablándose con los tambores de calendas, sin que él lo sospechara. ¿Pero acaso una persona culta podía haberse preocupado por las salvajes creencias de gentes que adoraban una serpiente?…

Hondamente deprimido por el pesimismo del gobernador, Monsieur Lenormand de Mezy anduvo sin rumbo, hasta el anochecer en las calles de la ciudad. Contempló largamente la cabeza de Bouckman, escupiéndola de insultos hasta aburrise de repetir las mismas groserías. Estuvo un rato en la casa de la gruesa Louison, cuyas muchachas, ceñidas de muselina blanca, se abanicaban los senos desnudos en un patio lleno de malangas puestas en tiestos. Pero reinaba en todas partes Una mala atmósfera. Por ello, se dirigió a la calle de los Españoles, con el ánimo de beber en la hostería de La Corona Al ver la casa cerrada, recordó que el cocinero Henri Christophe había dejado el negocio, poco tiempo antes, para vestir el uniforme de artillero colonial. Desde que se había llevado la corona de latón dorado que por tanto tiempo fuera la enseña del figón, no quedaba en el Cabo lugar donde un caballero pudiera comer a gusto. Algo alentado por un vaso de ron, servido en un mostrador cualquiera, Monsieur Lenormand de Mezy se puso al habla con el patrón de una urca carbonera, inmovilizada desde hacía meses, que levaría nuevamente las anclas, con rumbo a Santiago de Cuba, apenas se la acabara de calafatear.

V SANTIAGO DE CUBA

La urca había doblado el cabo del Cabo. Allá quedaba la ciudad, siempre amenazada por los negros, sabedores ya de una ayuda en armas ofrecida por los españoles y del calor con que ciertos jacobinos humanitarios

comenzaban a defender su causa. Mientras Ti Noel y sus compañeros, encerrados en el sollado, sudaban sobre sacos de carbón, los viajeros de categoría sorbían las tibias brisas del estrecho de los vientos, reunidos en la popa. Había una cantante de la nueva compañía del Cabo, cuya fonda había sido quemada la noche de la sublevación y a la

que sólo quedaba por vestimenta el traje de una Dido Abandonada, un músico alsaciano que había logrado salvar su clavicordio, destemplado por el salitre, interrumpía a veces un tiempo de sonata de Juan Federico Edelmann para ver saltar un pez volador sobre un banco de almejas amarillas. Un marqués monárquico, dos oficiales republicanos, una encajera y un cura italiano, que había cargado con la custodia de la iglesia, completaban el pasaje de la embarcación.

La noche de su llegada a Santiago, Monsieur Lenormand de Mezy se fue directamente el Tívoli, el teatro de guano construido recientemente por los primeros refugiados franceses, pues las bodegas cubanas, con sus mosqueros y sus burros arrendados en la entrada, le repugnaban. Después de tantas angustias, de tantos miedos, de tan grandes cambios, halló en aquel café concierto una atmósfera reconfortante. Las mejores mesas estaban ocupadas por viejos amigos suyos, propietarios que, como él, habían huido ante los machetes afilados con melaza. Pero lo raro era que, despojados de sus fortunas, arruinados, con media familia extraviada y las hijas convalecientes de violaciones de negros -que no era poco decir-, los antiguos colonos, lejos de lamentarse, estaban como rejuvenecidos. Mientras otros, más previsores en lo de sacar dinero de Santo Domingo, pasaban a la Nueva Orleáns

o fomentaban nuevos cafetales en Cuba, los que nada habían podido salvar se regodeaban eh su desorden, en su vivir al día, en su ausencia de obligaciones, tratando, por el momento, de hallar el placer en todo. El viudo redescubría las ventajas del celibato;.la esposa respetable se daba al adulterio con entusiasmo de inventor; los militares se gozaban con la ausencia de dianas; las señoritas protestantes conocían el halago del escenario, luciéndose con arrebol y lunares en la cara. Todas las jerarquías burguesas de la colonia habían caído. Lo que más importaba ahora era tocar la trompeta, bordar un trío de minué con el oboe, y hasta golpear el triángulo a compás, para hacer sonar la orquesta del Tívoli. Los notarios de otros tiempos copiaban papeles de música; los recaudadores de impuestos pintaban decoraciones de veinte columnas salomónicas en lienzo de doce palmos. En las horas de ensayos, cuando todo Santiago dormía la siesta tras sus rejas de madera y puertas claveteadas, junto a las polvorientas tarascas del último Corpus, no era raro oír a una matrona, ayer famosa por su devoción, cantando con desmayados ademanes:

Sous ses lois Famour veut qu'on jouisse,D'un botiheur qui jamáis ne finisse!…

Ahora se anunciaba un gran baile de pastores -de estilo ya muy envejecido en París-, para cuyo vestuario habían colaborado en común todos los baúles salvados del saqueo de los negros. Los camerines de hoja de palma real propiciaban deliciosos encuentros, mientras algún marido barítono, muy posesionado de su papel, era inmovilizado

en la escena por el aria de bravura del Desertor de Monsigny. Por vez primera se escuchaban en Santiago de Cuba músicas de pasapiés y de contradanzas. Las últimas pelucas del siglo, llevadas por las hijas de los colonos, giraban al son de minués vivos que ya anunciaban el vals. Un viento de licencia, de fantasía, de desorden, soplaba en la ciudad. Los jóvenes criollos Comenzaban a copiar las modas de los emigrados, dejando para los Cabildantes del Ayuntamiento el uso de las siempre retrasadas vestimentas españolas. Ciertas damas cubanas tomaban clase de urbanidad francesa, a hurtadillas de sus confesores, y se adiestraban en el arte de presentar el pie para lucir primoroso el calzado. Por las noches, cuando asistía al final del espectáculo con muchas copas detrás de la pechera, Monsieur Lenormand de Mezy se levantaba con los demás para cantar, según la costumbre establecida por los mismos refugiados, el Himno de San Luis y la Marsellesa.

Ocioso, sin poder poner el espíritu en ninguna idea de negocios, Monsieur Lenormand de Mezy empezó a compartir su tiempo entre los naipes y la oración. Se deshacía de sus esclavos, uno tras del otro, para jugarse el dinero en cualquier garito, pagar sus cuentas pendientes en el Tívoli, o llevarse negras, de las que hacían el negocio del puerto con nardos hincados en las pasas. Pero, a la vez, viendo que el espejo lo envejecía de semana en semana, empezaba a temer la inminente llamada de Dios. Masón en otros tiempos, desconfiaba ahora de los triángulos noveleros. Por ello, acompañado por Ti Noel, solía pasarse largas horas, gimiendo y sonándose jaculatorias, en la catedral de Santiago. El negro, entretanto, dormía bajo el retrato de un obispo o asistía al ensayo de algún villancico, dirigido por un anciano gritón, seco y renegrido, al que llamaban don Esteban Salas. Era realmente imposible comprender por qué ese maestro de capilla, al que todos parecían respetar sin embargo, se empeñaba en hacer entrar a sus coristas en el canto general de manera escalonada, cantando los unos lo que otros habían cantado antes, armándose un guirigay de voces capaz de indignar a cualquiera. Pero aquello era, sin duda, de agrado del pertiguero, personaje al que Ti Noel atribuía una gran autoridad eclesiástica, puesto que andaba armado y con pantalones como

los hombres. A pesar de esas sinfonías discordantes que don Esteban Salas enriquecía con bajones, trompas y atiplados de seises, el negro hallaba en las iglesias españolas un calor de vodú que nunca había hallado en los templos sansulpicianos del Cabo. Los oros del barroco, las cabelleras humanas de los Cristos, el misterio de los confesionarios recargados de molduras, el can de los dominicos, los dragones aplastados por santos pies, el cerdo de San Antón, el color quebrado de San Benito, las Vírgenes negras, los San Jorge con coturnos y juboncillos de actores de tragedia francesa, los instrumentos pastoriles tañidos en noches de pascuas, tenían una fuerza envolvente, un poder de seducción, por presencias, símbolos, atributos y signos, parecidos al que se desprendía de los altares

de los houmforts consagrados a Damballah, el Dios Serpiente. Además, Santiago es Ogún Fai, el mariscal de las tormentas, a cuyo conjuro se habían alzado los hombres de Bouckman. Por ello, Ti Noel, a modo de oración, le recitaba a menudo un viejo canto oído a Mackandal:

Santiago, soy hijo de la guerra:Santiago,¿no ves que soy hijo de la guerra?

VI LA NAVE DE LOS PERROS

Una mañana el puerto de Santiago se llenó de ladridos. Encadenados unos a otros, rabiando y amenazando tras del bozal, tratando de morder a sus guardianes y de morderse unos a otros, lanzándose hacia las gentes asomadas a las rejas, mordiendo y volviendo a morder sin poder morder, centenares de perros eran metidos, a latigazos, en

las bodegas de un velero. Y llegaban otros perros, y otros más, conducidos por mayorales de fincas, guajiros y monteros de altas botas. Ti Noel, que acababa de comprar un pargo por encargo del amo, se acercó a la rara embarcación, en la que seguían entrando mastines por docenas, contados, al paso por un oficial francés que movía rápidamente las bolas de un ábaco.

– ¿Adonde los llevan? -gritó Tí Noel a un marinero mulato que estaba desdoblando una red para cerrar una escotilla.

– ¡A comer negros! -carcajeó el otro, por encima de los ladridos.

Esta respuesta, dada en creóle, fue toda una revelación para Ti Noel. Echó a correr calles arriba, hacia la catedral, en cuyo atrio solían encontrarse otros negros franceses que aguardaban a que sus amos salieran de misa.

Precisamente la familia Dufrené, perdida toda esperanza de conservar sus tierras, había llegado a Santiago tres días antes, luego de abandonar la hacienda hecha famosa por la captura de Mackandal. Los negros de Dufrené traían grandes noticias del Cabo.

Desde el momento de embarcar, Paulina se había sentido un poco reina a bordo de aquella fragata cargada de tropas que navegaba ahora hacia las Antillas, llevando en el crujido del cordaje el compás de olas de ancho regazo. Su amante, el actor Lafont, la había familiarizado con los papeles de soberana, rugiendo para ella los versos más reales de Bayaceto y de Mitrídates. Muy desmemoriada, Paulina recordaba vagamente algo del Helesponto blanqueando bajo nuestros remos, que rimaba bastante bien con la estela de espuma dejada por El Océano, abierto de velas en un tremolar de gallardetes. Pero ahora cada cambio de brisa se llevaba varios alejandrinos. Después de haber demorado la partida de todo un ejército con su capricho inocente de viajar de París a Brest en una litera de brazos, tenía que pensar en cosas más importantes. En banastas lacradas se guardaban pañuelos traídos de la Isla Mauricio, los corseletes pastoriles, las faldas de muselina rayada, que iba a estrenarse en el primer día de calor, bien instruida como lo estaba, en cuanto a las modas de la colonia, por la duquesa de Abrantés. En suma, aquel viaje no resultaba tan aburrido. La primera misa dicha por el capellán desde lo alto del castillo de proa a la salida de los malos tiempos del Golfo de

Gascuña, había reunido a todos los oficiales en uniforme de aparato en torno al general Leclerc, su esposo. Los había de una esplendida traza, y Paulina, buena catadora de varones, a pesar de su juventud, se sentía deliciosamente halagada por la creciente codicia que ocultaban las reverencias y cuidados de que era objeto. Sabía que cuando los

faroles se mecían en lo alto de los mástiles, en las noches cada vez más estrelladas, centenares de hombres soñaban con ella en camarotes, castillos y sollados. Por eso era tan aficionada a fingir que meditaba, cada mañana, en la proa de la fragata, junto a la amura del trinquete, dejándose despeinar por un viento que le pegaba el vestido al cuerpo, revelando la soberbia apostura de sus senos.

Algunos días después de pasar por el Canal de las Azores y contemplar, en la lejanía, las blancas capillas portuguesas de las aldeas, Paulina descubrió que el mar se estaba renovando. Ahora se ornaba de racimos de uvas amarillas, que derivaban hacia el este; traía agujones como hechos de un cristal verde; medusas semejantes a vejigas

azules, que arrastraban largos filamentos encarnados; peces dientusos, de mala espina, y calamares que parecían enredarse en velos de novia de difusas vaguedades. Pero ya se había entrado en un calor que desabrochaba a los brillantes oficiales, a los que Leclerc, para poder hacer otro tanto, dejaba andar despechugados, con las casacas abiertas. Una noche particularmente sofocante, Paulina abandonó su camarote, envuelta en una dormilona, y fue a acostarse sobre la cubierta del alcázar, que había sido reservada a sus largas siestas. El mar era verdecido por extrañas fosforescencias. Un leve frescor parecía descender de estrellas que cada singladura acrecía. Al alba, el vigía

descubrió, con grato desasosiego, la presencia de una mujer desnuda, dormida sobre una vela doblada, a la sombra del foque de mesana. Creyendo que se trataba de una de las cameristas, estuvo a punto de deslizarse hacia ella por una maroma. Pero un gesto de la durmiente, anunciador del pronto despertar, le reveló que contemplaba el cuerpo de Paulina Bonaparte. Ella se froto los ojos, riendo como un niño, toda erizada por el alisio mañanero, y, creyéndose protegida de las miradas por las lonas que le ocultaban el resto de la cubierta, se vació varios baldes de agua dulce sobre los hombros. Desde aquella noche durmió siempre al aire libre, y de tantos fue conocido su generoso descuido que hasta el seco Monsieur d'Esmenard, encargado de organizar la policía represiva de Santo Domingo, llegó a soñar despierto ante su academia, evocando en su honor la Galatea de los griegos.

La revelación de la Ciudad del Cabo y de la Llanura del Norte, con su fondo de montañas difuminadas por el vaho de los plantíos de cañas de azúcar, encantó a Paulina, que había leído los amores de pablo y Virginia y conocía una linda cortradanza criolla, de ritmo extraño, publicada en París en la calle del Salmón, bajo el título de La Insular. Sintiéndose algo ave del paraíso, algo pájaro lira, bajo sus faldas de muselina, descubría la finura de helechos nuevos, la parda jugosidad de los nísperos, el tamaño de hojas que podían doblarse como abanicos. En las noches, Leclerc le hablaba, con el ceño fruncido, de sublevaciones de esclavos, de dificultades con los colonos monárquicos,

de amenazas de toda índole. Previendo peligros mayores, había mandado comprar una casa en la Isla de la Tortuga. Pero Paulina no le prestaba mucha atención. Seguía enterneciéndose con Un negro como hay pocos blancos, la lacrimosa novela de Joseph Lavalée, y gozando despreocupadamente de aquel lujo, de aquella abundancia que nunca

había conocido en su niñez, demasiado llena higos secos, de quesos de cabra, de aceitunas rancias. Vivía no lejos de la Parroquial Mayor en una vasta casa de cantería blanca, rodeada de umbroso jardín. Al amparo de los tamarindos, había hecho cavar una piscina revestida de mosaico azul, en la que se bañaba desnuda. Al principio se hacía dar masajes por sus cameristas francesas; pero pensó un día que la mano de un hombre sería más vigorosa y ancha, y se aseguró los servicios de Solimán, antiguo camarero de una casa de baño, quien, además de cuidar de su cuerpo, la frotaba con cremas de almendra, la depilaba y le pulía las uñas de los pies. Cuando se hacía bañar por él,

Paulina sentía un placer maligno en rozar, dentro del agua de la piscina, los duros flancos de aquel servidor a quien sabía eternamente atormentado por el deseo, y que la miraba siempre de soslayo, con una falsa mansedumbre de perro muy ardido por la tralla. Solía pegarle con una rama verde, sin hacerle daño, riendo de sus visajes de fingí

do dolor. A la verdad, le estaba agradecida por la enamorada solicitud que ponía en todo lo que fuera atención a su belleza. Por eso permitía a veces que el negro, en recompensa de un encargo prestamente cumplido o de una comunión bien hecha, le besara las piernas, de rodillas en el suelo, con gesto que Bernardino de Saint-Pierre hubiera interpretado como símbolo de la noble gratitud de un alma sencilla ante los generosos empeños de la ilustración.

Y así iba pasando el tiempo, entre siestas y desperezos, creyéndose un poco Virginia, un poco Atala, a pesar de que a veces, cuando Leclerc andaba por el sur, se solazara con el ardor juvenil de algún guapo oficial. Pero una

tarde, el peluquero francés que la peinaba con ayuda de cuatro operarios negros, se desplomó en su presencia, vomitando una sangre hedionda a medio coagular. Con su corpiño moteado de plata, un horroroso aguafiestas había comenzado a zumbar en el ensueño tropical de Paulina Bonaparte.

VII SAN TRASTORNO

A la mañana siguiente, instada por Leclerc que acababa de atravesar pueblos diezmados por la epidemia, Paulina huyó a la Tortuga seguida por el negro Solimán y las camaristas cargadas de hatos. Los primeros días se

distrajo bañándose en una ensenada arenosa y hojeando las memorias del cirujano Alejandro Oliverio Oexmelin, que tan bien había conocido los hábitos y fechorías de los corsarios y bucaneros de América, de cuya turbulenta vida en la isla quedaban las ruinas de una fea fortaleza. Se reía cuando el espejo de su alcoba le revelaba que su tez bronceada por el sol, se había vuelto la de espléndida mulata. Pero aquel descanso fue de corta duración. Una tarde. Leclerc desembarcó en la Tortuga con el cuerpo destemplado por siniestros escalofríos. Sus ojos estaban amarillos. El médico militar que lo acompañaba le hizo administrar fuertes dosis de ruibarbo.

Paulina estaba aterrorizada. A su mente volvían imágenes, muy desdibujadas, de una epidemia de cólera en Ajaccio. Los ataúdes que salían de las casas en hombros de hombres negros; las viudas veladas de negro, que aullaban al pie de las higueras; las hijas, vestidas de negro, que se querían arrojar a las tumbas de los padres, y a quienes había que sacar de los cementerios a rastras. De pronto se sentía angustiada por la sensación de encierro que había tenido muchas veces, en la infancia. La Tortuga, con su tierra reseca, sus peñas rojizas, sus eriales de cactos

y chicharras, su mar siempre visible, se le asemejaba, en estos momentos, a la isla natal. No había fuga posible. Detrás de aquella puerta estorbaba un hombre que había tenido la torpeza de traer la muerte apretada entre los entorchados. Convencida del fracaso de los médicos, Paulina escuchó entonces los consejos de Solimán, que recomendaba sahumerios de incienso, índigo, cáscaras de limón, y oraciones que tenían poderes extraordinarios como la del Gran Juez, la de San Jorge y la de San Trastorno. Dejó lavar las puertas de la casa con plantas aromáticas y desechos de tabaco. Se arrodilló a los pies del crucifijo de madera obscura, con una devoción aparatosa y un poco campesina

gritando con el negro, al final de cada rezo: Malo, Presto, Pasto, E f facio, Amén. Además aquellos ensalmos, lo de hincar clavos en cruz en el tronco de un limonero, revolvían en ella un fondo de vieja sangre corsa, más cercano de la viviente cosmogonía del negro que de las mentiras del Directorio, en cuyo descreimiento había cobrado conciencia de existir Ahora se arrepentía de haberse burlado tan a menudo de las cosas santas por seguir las modas del día. La agonía de Leclerc, acreciendo su miedo, la hizo avanzar más aún hacia el mundo de poderes que Solimán invocaba con sus conjuros, en verdadero amo de la isla, único defensor posible contra el azote de la otra orilla, único doctor probable ante la inutilidad de los recetarios. Para evitar que los miasmas malignos atravesaran el agua, el negro ponía

a bogar pequeños barcos, hechos de un medio coco, todos empavesados con cintas sacadas del costurero de Paulina, que eran otros tantos tributos a Aguasú. Señor del Mar. Una mañana, Paulina descubrió un gálibo de barco de guerra en la impedimenta de Leclerc. Corriendo lo llevo a la playa, para que Solimán añadiera esa obra de arte a sus ofrendas. Había que defenderse de la enfermedad por todos los medios: promesas, penitencias, cilicios, ayunos, invocaciones a

quien las escuchara, aunque a veces parara la oreja velluda el Falso Enemigo de su infancia. Súbitamente, Paulina comenzó a andar por la casa de manera extraña, evitando poner los pies sobre la intersección de las losas, que sólo se cortaban en cuadro -era cosa sabida- por impía instigación de los francmasones, deseosos de que los hombres pisaran la cruz a todas horas del día. Ya no eran esencias odorantes, frescas aguas de menta, las que Solimán derramaba sobre su pecho, sino untos de aguardiente, semillas machacadas, zumos pringosos y sangre de aves. Una mañana, las camaristas francesas descubrieron con espanto, que el negro ejecutaba una extraña danza en torno a Paulina, arrodillada en el piso, con la cabellera suelta. Sin más vestimenta que un cinturón del que colgaba un pañuelo blanco a modo de cubre sexo, el cuello adornado de collares azules y rojos, Solimán saltaba como un pájaro, blandiendo un machete enmohecido. Ambos lanzaban gemidos largos, como sacados del fondo del pecho, que parecían aullidos de perro en noche de luna. Un gallo degollado aleteaba todavía sobre un reguero de granos de maíz. Al ver que una de las fámulas contemplaba la escena, el negro, furioso, cerró la puerta de un puntapié. Aquella tarde, varias imágenes de santos aparecieron colgadas de las vigas del techo, con la cabeza abajo. Solimán

no se separaba ya de Paulina, durmiendo en su alcoba sobre una alfombra encarnada.

La muerte de Leclerc, agarrado por el vómito negro, llevó a Paulina a los umbrales de la demencia. Ahora el trópico se le hacia abominable, con sus buitres pacientes que se instalaban en los techos de las casas donde

alguien sudaba la agonía. Luego de hacer colocar el cadáver de su esposo, vestido con uniforme de gala, dentro de una caja de madera de cedro, Paulina se embarcó presurosamente a bordo del Swítshure, enflaquecida, ojerosa, con el pecho cubierto de escapularios. Pero pronto el viento del este, la sensación de que París crecía delante de 1a proa, el salitre que iba mordiendo la argollas del ataúd, empezaron a quitar cilicios a la joven viuda. Y una tarde en que la

mar picada hacía crujir tremendamente los maderos de la quilla, sus velos de luto se enredaron en las espuelas de un joven oficial, especialmente encargado de honrar y custodiar los restos del general Leclerc. En la cesta que contenía sus ajados disfraces de criolla viajaba un amuleto a Papá Legba, trabajado por Solimán, destinado a abrir a Paulina Bonaparte todos los caminos que la condujeron a Roma.

La partida de Paulina señaló el ocaso de toda sensatez en la colonia. Con el gobierno de Rochambeau los últimos propietarios de la Llanura, perdida la esperanza de volver al bienestar de antaño, se entregaron a una

vasta orgía sin coto ni tregua. Nadie hacía caso de los relojes, ni las noches terminaban porque hubiera amanecido. Había que agotar el vino, extenuar la carne, estar de regreso del placer antes de que una catástrofe acabara con una posibilidad de goce. El gobernador dispensaba favores a cambio de mujeres. Las damas del Cabo se mofaron

del edicto del difunto Leclerc, disponiendo que "las mujeres blancas que se hubiesen prostituido con negros fuesen devueltas a Francia, cualquiera que fuese su rango". Muchas hembras se dieron al tribadismo, exhibiéndose en los bailes con mulatas que llamaban sus cocottes. Las hijas de esclavos eran forzadas en plena infancia. Por ese camino se llegó muy pronto al horror. Los días de fiesta, Rochambeau comenzó a hacer devorar negros por sus perros, y cuando los colmillos no se decidían a lacerar un cuerpo humano, en presencia de tantas brillantes personas vestidas de seda, se hería a la victima con una espada, para que la sangre corriera, bien apetitosa. Estimando que con ello los negros se estarían quietos, el gobernador había mandado a buscar centenares de mastines a Cuba:

– On leur fera bouffer du noir!

El día que la nave vista por Ti Noel entro en la rada del Cabo, se emparejó con otro velero que venía de la Martinica, cargado de serpientes venenosas que el general quería soltar en la Llanura para que mordiera a los campesinos que vivían en casas aisladas y daban ayuda a los cimarrones del monte. Pero esas serpientes, criaturas de Damballah, habrían de morir sin haber puesto huevos, desapareciendo al mismo tiempo que los últimos colonos del antiguo régimen. Ahora, los Grandes Loas favorecían las armas negras. Ganaban batallas quienes tuvieran dioses guerreros que invocar. Ogún Badagrí guiaba las cargas al arma blanca contra las últimas trincheras de la Diosa Razón. Y, como en todos los combates que realmente merecen ser recordados porque alguien detuviera el sol o derribara murallas con una trompeta, hubo, en aquellos días, hombres que cerraron con el pecho desnudo las bocas de cañones enemigos y hombres que tuvieron poderes para apartar de su cuerpo el plomo de los fusiles.

Fue entonces cuando aparecieron en los campos unos sacerdotes negros, sin tonsura ni ordenación, que llamaban los Padres de la Sabana. En lo de decir latines sobre el jergón de un agonizante eran tan sabios como los curas franceses. Pero se les entendía mejor, porque cuando recitaban el Padre Nuestro o el Avemaría sabían dar al texto

acentos e inflexiones que eran semejantes a las de otros himnos por todos sabidos. Por fin ciertos asuntos de vivos y de muertos empezaban a tratarse en familia.