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Sé, aunque no recuerde, que la bala me atravesó el vientre sin tocar órganos pero quemando nervios y tendones y alojándose al final en el hueso de mi cadera, a un palmo de la columna vertebral. Sé que perdí mucha sangre y que, a pesar de la supuesta universalidad de mi tipo sanguíneo, las existencias en el hospital San José eran escasas en esa época, o su demanda por parte de la atribulada sociedad bogotana era demasiado alta, y mi padre y mi hermana tuvieron que hacer donaciones para salvarme la vida. Sé que tuve suerte. Me lo dijo todo el mundo en cuanto fue posible, pero además lo sé, lo sé de una manera instintiva. La noción de mi suerte, esto lo recuerdo, fue una de las primeras manifestaciones de mi conciencia recuperada.
No recuerdo, en cambio, los tres días de cirugías: han desaparecido por completo, obliterados por la anestesia intermitente. No recuerdo las alucinaciones, pero sí que las tuve; no recuerdo haberme caído de la cama durante los bruscos movimientos que una de ellas produjo, y, aunque no recuerdo que me hayan atado a la cama para evitar que eso volviera a suceder, recuerdo bien la claustrofobia violenta, la conciencia terrible de mi vulnerabilidad.
Recuerdo la fiebre, el sudor que por las noches me bañaba el cuerpo entero y obligaba a las enfermeras a cambiar las sábanas, el daño que me hice en la garganta y en las comisuras de los labios resecos al intentar una vez arrancarme el tubo respiratorio; recuerdo el sonido de mi propia voz al gritar y sé, aunque tampoco esto lo recuerdo, que mis gritos angustiaban a los demás pacientes del piso. Se quejaron los pacientes o sus familiares, las enfermeras acabaron por cambiarme de habitación, y en esa habitación nueva, durante un breve momento de lucidez, pregunté por la suerte de Ricardo Laverde y me enteré (no recuerdo por boca de quién) de que había muerto.
No creo haberme sentido triste, o bien confundo, y confundí siempre, la tristeza por la noticia con el llanto producto del dolor, y de todas formas sé que allí, ocupado como estaba con la tarea de sobrevivir, viendo la gravedad de mi propia situación en las expresiones desgarradas de los que me rodeaban, no hubiera podido pensar demasiado en el muerto. No recuerdo, en todo caso, haberlo culpado por lo que me había ocurrido.
Lo hice después. Maldije a Ricardo Laverde, maldije el momento en que nos conocimos, y ni por un instante se me pasó por la mente que no fuera Laverde el responsable directo de mi desgracia. Me alegré de que hubiera muerto: le deseé, como contraprestación por mi propio dolor, una muerte dolorosa. Entre las neblinas de mi conciencia entrecortada respondí con monosílabos a las preguntas de mis padres. ¿Lo conociste en los billares? Sí. ¿Nunca supiste qué hacía, si estaba metido en cosas raras? No. ¿Por qué lo mataron? No sé. ¿Por qué lo mataron, Antonio? No sé, no sé. Antonio, ¿por qué lo mataron? No sé, no sé, no sé. La pregunta se repetía con insistencia y mi respuesta siempre era la misma, y pronto fue evidente que la pregunta no necesitaba una respuesta: era más bien un lamento.
La misma noche en que fue abaleado Ricardo Laverde se cometieron otros dieciséis asesinatos en diversas zonas de la ciudad y con métodos diversos, y a mí se me ha quedado en la memoria el caso de Neftalí Gutiérrez, taxista, muerto a golpes de cruceta, y el de Jairo Alejandro Niño, mecánico automotriz, que recibió nueve machetazos en un descampado del occidente. El crimen de Laverde era uno más, y resultaba casi arrogante o pretencioso creer que a nosotros nos correspondería el lujo de una respuesta. «¿Pero qué habrá hecho para que lo mataran?», me preguntaba mi padre.
«No sé», le decía yo. «No había hecho nada.»
«Algo habrá hecho», me decía él.
«Pero ya qué importa», decía mi madre.
«Pues sí», decía mi padre. «Ya qué importa.»
A medida que fui saliendo a la superficie, el odio a Laverde cedió el lugar al odio de mi propio cuerpo y lo que el cuerpo sentía. Y ese odio que me tenía por objetivo se transformó en odio hacia los demás, y un buen día decidí que no quería ver a nadie, y expulsé a mi familia del hospital y les prohibí volver a verme hasta que mi situación mejorara.
«Pero nos preocupamos», dijo mi madre, «queremos cuidarte».
«Pero yo no. Yo no quiero que me cuides, no quiero que me cuide nadie. Yo quiero que se vayan.»
«¿Y si necesitas algo? ¿Y si podemos ayudarte y no estamos?»
«No necesito nada. Necesito estar solo. Quiero estar solo.» Quiero catar silencio, pensé entonces: un verso de León de Greiff, otro de los poetas que yo solía escuchar en la Casa Silva, la poesía nos acosa en los momentos más inesperados. Quiero catar silencio, non curo de compaña. Dejadme solo. Sí, eso les dije a mis padres: Dejadme solo.
Un médico vino para explicarme los usos del disparador que tenía en la mano: cuando sintiera demasiado dolor, me dijo, podía oprimir una vez el botón, y un escupitajo de morfina intravenosa me aliviaría de manera inmediata. Pero había límites. El primer día agoté la dosis diaria de morfina en una tercera parte del tiempo (oprimí el botón como un niño con un videojuego), y las horas que siguieron son en mi recuerdo lo más parecido al infierno. Lo cuento porque así, entre las alucinaciones del dolor y las de la morfina, pasaron los días de mi recuperación. Dormía en cualquier momento, sin rutina aparente, como los presos de los cuentos; abría los ojos para encontrarme con un paisaje siempre extraño, cuya característica más curiosa era que nunca cobraba familiaridad, que siempre me parecía verlo por primera vez.
En algún momento que no logro precisar, Aura apareció en ese paisaje, su figura sentada en el sofá marrón cuando yo abría los ojos, mirándome con lástima genuina. Fue una sensación novedosa (o lo novedoso era la conciencia de que me miraba y me cuidaba una mujer que esperaba una hija mía), pero no creo haberlo pensado en ese instante.
Las noches. Recuerdo las noches. El miedo a la oscuridad comenzó en esos últimos días de mi hospitalización, y sólo desaparecería un año después: a las seis y media de la tarde, la hora en que cae la noche súbita en Bogotá, el corazón me empezaba a latir con furia, y al principio se requirió el esfuerzo dialéctico de varios médicos para convencerme de que no estaba a punto de morir de un infarto.
La larga noche bogotana -dura más de once horas siempre, sin importar la época del año ni mucho menos el estado mental de los que la sufren- me resultó apenas soportable en el hospital, cuya vida nocturna estaba marcada por los blancos corredores siempre encendidos, por la penumbra de neón de las habitaciones blancas; pero en el cuarto de mi apartamento la oscuridad era perfecta, pues las luces de la calle no llegaban hasta mi piso décimo, y el terror que sentía con sólo imaginarme despertando a ciegas me obligó a dormir con la luz encendida, igual que cuando era niño.
Aura soportó las noches iluminadas mejor de lo que yo hubiera creído, a veces recurriendo a esas máscaras que regalan en los aviones para fabricarse una oscuridad personal, a veces dándose por vencida y encendiendo la televisión para ver un programa publicitario y deleitarse con las máquinas que cortaban todas las frutas, con las cremas que reducían toda la grasa del cuerpo. Su propio cuerpo, por supuesto, se transformaba; una niña de nombre Leticia crecía en él, pero yo no estaba en capacidad de darle la atención que hubiera merecido. Más de una noche me desperté con una pesadilla absurda: había vuelto a vivir en la casa de mis padres, pero esta vez con Aura, y de repente estallaba la estufa de gas y moría toda la familia y yo me daba cuenta y no podía hacer nada. Y, sin importar la hora que fuera, acababa llamando a casa, sólo para asegurarme de que nada hubiera pasado en realidad, de que el sueño siguiera siendo un sueño. Aura intentaba tranquilizarme. Se quedaba mirándome, yo la sentía mirarme. «No es nada», le decía yo. Y sólo al final de la noche lograba dormir unas horas, enrollado en mí mismo, como un perro asustado por los fuegos artificiales, preguntándome por qué en el sueño no estaba Leticia, qué había hecho Leticia para ser desterrada del sueño.
En mi memoria, los meses que siguieron son una época de grandes miedos y de pequeñas incomodidades. En la calle me atacaba la inequívoca certidumbre de ser observado; los daños internos que me había causado el balazo me obligarían a usar muletas durante varios meses. Un dolor que nunca había sentido apareció en mi pierna izquierda, parecido a lo que sienten quienes están a punto de sufrir una apendicitis. Los médicos me explicaban el ritmo al que crecen los nervios y el tiempo que tardaría la recuperación de una cierta autonomía, y yo los escuchaba sin entender, o sin entender que hablaban de mí; en otra parte, lejos de donde yo estaba, mi mujer atendía a las explicaciones de otros médicos sobre temas harto distintos, y tomaba pastillas de ácido fólico y recibía inyecciones de cortisona para madurar los pulmones de la criatura (en la familia de Aura había un historial de partos prematuros). Su vientre estaba cambiando, pero yo no me daba cuenta. Aura me ponía la mano a un lado del ombligo prominente. «Ahí, ahí está. ¿Sentiste?» «¿Pero qué se siente?», preguntaba yo. «No sé, es como una mariposa, como unas alas que te rozan la piel. No sé si me entiendes.» Y yo le decía que sí, que la entendía perfectamente, aunque fuera mentira.
No sentía nada: estaba distraído: el miedo me distraía, imaginaba los rostros de los asesinos, escondidos tras las viseras; el estruendo de los disparos y el silbido continuo en mis tímpanos resentidos; la aparición repentina de la sangre. Ni siquiera ahora, mientras escribo, consigo recordar esos detalles sin que el mismo miedo frío se me meta en el cuerpo. El miedo, en el lenguaje fantástico del terapeuta que me atendió después de los primeros problemas, se llamaba estrés postraumático, y según él tenía mucho que ver con la época de bombas que nos había asolado unos años atrás. «Así que no se preocupe si tiene problemas en la vida íntima», me dijo el hombre (esas palabras pronunció, vida íntima). A esto no dije nada. «El cuerpo está lidiando con algo serio», siguió el médico. «Tiene que concentrarse en eso y eliminar lo que no es necesario. La libido es lo primero que se va, ¿me entiende? Así que no se preocupe. Toda disfunción es normal.» Tampoco esta vez respondí. Disfunción: la palabra me pareció fea, me pareció que sus sonidos se entrechocaban, que afeaban el ambiente, y pensé que no le hablaría del tema a Aura. El médico siguió hablando, no había manera de que dejara de hablar. El miedo era la principal enfermedad de los bogotanos de mi generación, me decía. Mi situación, me decía, no tenía nada de particular: pasaría eventualmente, como había pasado para todos los que habían visitado su consultorio. Todo eso me decía. Nunca logró entender que a mí no me interesaba la explicación racional ni mucho menos el aspecto estadístico de esas palpitaciones violentas, de la sudoración instantánea que en otro contexto hubiera sido cómica, sino las palabras mágicas para que la sudoración y las palpitaciones desaparecieran, el mantra que me permitiera volver a dormir de corrido.
Me acostumbré a rutinas de noctámbulo: después de que un ruido o la ilusión de un ruido me espantara el sueño (y me dejara a merced del dolor de mi pierna), buscaba las muletas, me iba a la sala, me sentaba en la silla reclinable y me quedaba así, mirando los movimientos de la noche en los cerros bogotanos, las luces verdes y rojas de los aviones que se veían cuando el cielo estaba limpio, el rocío que se iba acumulando en las ventanas como una sombra blanca cuando en las madrugadas caía la temperatura. Pero no sólo las noches se vieron perturbadas, sino también la vigilia.
Meses después de lo de Laverde seguía bastando el estallido de un tubo de escape, o un portazo, o incluso un libro grueso que cae de una forma determinada sobre una determinada superficie, para lanzarme a la ansiedad y a la paranoia. En cualquier momento, sin que mediara una causa clara, me ponía a llorar desconsoladamente.
El llanto me caía encima sin aviso: en la mesa del comedor, frente a mis padres o a Aura, o en una reunión de amigos, y a la sensación de estar enfermo se unía la vergüenza. Al principio siempre hubo alguien que se lanzó a abrazarme, hubo las palabras con que se consuela a un niño: «Pero ya pasó, Antonio, ya pasó». Con el tiempo la gente, mi gente, se acostumbró a esos llantos momentáneos, y cesaron las palabras de consuelo, y los abrazos desaparecieron, y la vergüenza fue mayor entonces, porque era evidente que yo, más que producirles lástima, les resultaba ridículo.
Con los extraños, que ninguna lealtad me debían ni tampoco compasión ninguna, fue peor. Durante una de las primeras clases que di después de reincorporarme, un estudiante me hizo una pregunta sobre las teorías de Vonihering.
«La justicia», comencé a decir, «tiene una doble base evolutiva: la lucha del individuo por hacer respetar su derecho y la del Estado por imponer, entre sus coasociados, el orden necesario».
«Entonces», me preguntó un alumno, «¿podemos decir que el hombre que reacciona, al sentirse amenazado o violado, es el verdadero creador del Derecho?».
Y yo le iba a hablar de esos tiempos en que todo el derecho se hallaba incorporado a la religión, esos tiempos remotos en que la distinción entre moral, higiene, lo público y lo privado, era todavía inexistente, pero no alcancé a hacerlo. Me cubrí los ojos con la corbata y rompí a llorar. La sesión se suspendió. Al salir, escuché que el estudiante decía:
«Pobre tipo. No va a salir de ésta».
No fue la última vez que escuché ese diagnóstico. Una noche Aura llegó tarde de una reunión con amigas, eso que en mi ciudad se llama con un anglicismo, shower, una lluvia de regalos para la futura madre. Entró con cuidado, sin duda para no disturbar mi sueño, pero me encontró bien despierto y tomando notas sobre ese Vonihering que me había lanzado a la crisis. «Por qué no te tratas de dormir», me dijo, pero no era una pregunta.
«Estoy trabajando», le dije yo, «termino y me duermo».
La recuerdo entonces quitándose un abrigo delgado (no, un abrigo no, era como una gabardina), poniéndolo en el espaldar de la silla de mimbre, recostándose al marco de la puerta con una mano sosteniendo su inmensa barriga y pasándose la otra mano por el pelo, todo un elaborado preludio como los que hace la gente cuando no quiere decir lo que va a decir, cuando espera que un milagro lo libere de esa obligación.
«Están hablando de nosotros», dijo Aura.
«¿Quiénes?»
«En la universidad. No sé, la gente, los alumnos.»
«¿Los profesores?»
«No sé. Los alumnos por lo menos. Ven a la cama y te cuento.»
«Ahora no», le dije. «Mañana. Ahora tengo trabajo.»
«Son más de las doce», dijo Aura. «Los dos estamos cansados. Tú estás cansado.» «Yo tengo trabajo. Tengo que preparar la clase.»
«Pero estás cansado. Y no duermes, y no dormir tampoco es bueno para preparar clases.» Hizo una pausa, me miró en la luz amarilla del comedor y dijo: «No saliste hoy, ¿verdad?».
No respondí.
«No te has bañado», continuó ella. «No te has vestido en todo el día, te has pasado todo el día aquí metido. La gente dice que el accidente te cambió, Antonio, y yo les digo que claro que te cambió, que no sean imbéciles, cómo no te va a cambiar. Pero no me gusta lo que veo, si quieres que te diga la verdad.»
«Pues no me la digas», le ladré. «Que nadie te la ha pedido.»
La conversación hubiera podido acabar ahí, pero Aura se dio cuenta de algo, vi en su rostro todos los movimientos de quien se acaba de dar cuenta de algo, y me hizo una sola pregunta:
«¿Me estabas esperando?».
No respondí esta vez tampoco.
«¿Estabas esperando a que llegara?», insistió ella. «¿Estabas preocupado?»
«Estaba preparando mi clase», le dije, mirándola a los ojos. «Parece que ni eso se puede ahora.»
«Estabas preocupado», me dijo. «Te quedaste despierto por eso.» Y luego: «Antonio, Bogotá no es una ciudad en guerra. No es que haya balas flotando por ahí, no es que lo mismo nos vaya a pasar a todos».
Tú no sabes nada, quise decirle, tú creciste en otra parte. No hay terreno común entre los dos, eso quise decirle también, no hay forma de que entiendas, nadie te lo puede explicar, yo no te lo puedo explicar. Pero esas palabras no se formaron en mi boca.
«Nadie cree que nada nos vaya a pasar a todos», le dije en cambio. Me sorprendió que mi voz sonara tan fuerte si no había sido mi intención alzar el tono. «Nadie estaba preocupado por que no llegaras. Nadie cree que te pueda tocar una bomba como la bomba de los Tres Elefantes, ni como la bomba del DAS, porque tú no trabajas en el DAS, ni como la bomba del Centro 93, porque tú nunca vas a comprar al Centro 93. Además esa época ya pasó, ¿no es cierto? Así que nadie cree que te vaya a tocar eso, Aura, seríamos muy de malas, ¿verdad? Y nosotros no somos de malas, ¿verdad?»
«No te pongas así», dijo Aura. «Yo…»
«Yo estoy preparando mi clase», la corté, «¿es mucho pedir que me respetes eso? En lugar de estar habiéndome de huevonadas a las dos de la mañana, ¿es mucho pedirte que te vayas a dormir y me dejes de joder, a ver si termino esta puta vaina?».
Tal como lo recuerdo, ella no empezó a moverse hacia mi cuarto en ese momento, sino que pasó primero por la cocina, y oí la nevera que se abría y se cerraba y luego una puerta, la puerta de una alacena de esas que se cierran casi solas si uno les da un empujoncito. Y en esa serie de ruidos domésticos (en los que podía seguir los movimientos de Aura, imaginarlos uno por uno) hubo una familiaridad molesta, una suerte de irritante intimidad, como si Aura, en lugar de haberme cuidado durante semanas y haber supervisado mi recuperación, hubiera invadido mi espacio sin autorización ninguna. La vi salir de la cocina con un vaso en una mano: era un líquido de color intenso, una de esas gaseosas que le gustaban a ella, no a mí.
«¿Sabes cuánto está pesando?», me preguntó.
«¿Quién?»
«Leticia», dijo. «Tengo los resultados, la niña está inmensa. Si en una semana no ha nacido, programamos cesárea.»
«En una semana», dije.
«Los exámenes salieron bien», dijo Aura. «Qué bueno», dije yo.
«¿No quieres saber cuánto pesa?», preguntó ella.
«¿Quién?», pregunté yo.
La recuerdo quieta en mitad del salón, a la misma distancia de la puerta de la cocina que del umbral del corredor, en una especie de tierra de nadie.
«Antonio», me dijo, «no tiene nada de malo preocuparse. Pero lo tuyo comienza a ser enfermizo. Estás enfermo de preocupación. Y entonces soy yo la que me preocupo».
Dejó la gaseosa recién servida sobre la mesa del comedor y se encerró en el baño. La oí abrir la llave del agua el tiempo de llenar la bañera; la imaginé llorando mientras lo hacía, cubriendo sus sollozos con el ruido del agua corriente.
Cuando llegué a dormir, un buen rato más tarde, Aura seguía en la tina, ese lugar donde su vientre no era una carga, ese mundo ingrávido y feliz. Me dormí sin esperarla, y al día siguiente salí mientras ella dormía. Pensé, lo confieso, que Aura no estaba dormida en realidad, que fingía para no despedirme. Pensé que mi mujer me odiaba en ese momento. Pensé, con algo que se parece mucho al miedo, que su odio estaba justificado.
Llegué a la universidad unos cuantos minutos antes de las siete. En los ojos y en los hombros me pesaba la noche, el poco sueño de la noche. Yo tenía la costumbre de esperar fuera del salón a que llegaran los alumnos, apoyado en las barandas de piedra del viejo claustro, y entrar sólo cuando fuera evidente que el grueso de la clase estaba ya presente; esa mañana, quizás por el cansancio que sentía en la cintura, quizás porque sentado se notaban menos las muletas, decidí entrar y esperar sentado. Pero no llegué ni siquiera a acercarme a mi silla: un dibujo llamó mi atención desde el tablero, y al girar la cabeza me descubrí frente a un par de monigotes en posiciones obscenas. El pene de él era tan largo como su brazo; la cara de ella no tenía facciones, era apenas un círculo de tiza en el cual crecía un pelo largo. Debajo del dibujo había una leyenda en letras de imprenta:
El profesor Yammara la introduce al derecho.
Me sentí mareado, pero no creo que nadie se haya dado cuenta. «¿Quién fue?», dije en voz alta, pero no recuerdo que la voz haya salido tan alta como yo quería. En las caras de mis alumnos no había nadie: se habían vaciado de todo contenido; eran círculos de tiza como el de la mujer del tablero. Empecé a caminar hacia las escaleras, tan rápido como me lo permitía mi paso renqueante, y al comenzar a bajarlas, cuando pasé junto al dibujo del sabio Caldas, ya había perdido el dominio de mí mismo.
Dice la leyenda que Caldas, uno de los próceres de nuestra independencia, bajaba por esas escaleras camino al cadalso cuando se agachó para recoger un tizón, y sus verdugos lo vieron pintar sobre la pared de cal un óvalo cruzado por una línea: una O larga y negra partida. Junto a ese jeroglífico inverosímil y absurdo y sin duda apócrifo pasé yo con el pecho latiéndome y las manos, pálidas y sudorosas, bien cerradas sobre los travesaños de las muletas. La corbata me torturaba el cuello. Salí de la universidad y seguí caminando, sin mucha conciencia de las calles que atravesaba ni de la gente que rozaba mis ropas, hasta que los brazos comenzaron a dolerme.
En la esquina norte del parque Santander, el mimo que siempre está ahí comenzó a seguirme, a imitar mi andar dificultoso y mis torpes movimientos, e incluso mis jadeos. Llevaba un traje enterizo negro y cubierto de botones, la cara pintada de blanco pero ningún otro maquillaje de ningún otro color, y movía los brazos en el aire con tanto talento que a mí mismo me pareció ver de repente sus muletas ficticias. Allí, mientras aquel buen actor fracasado se burlaba de mí y provocaba las risas de los transeúntes, pensé por primera vez que mi vida se estaba cayendo en pedazos, y que Leticia, niña ignorante, no podía haber escogido peor momento para venir al mundo.
Leticia nació una mañana de agosto. Habíamos pasado la noche en la clínica, preparándonos para la cirugía, y en el ambiente de la habitación -Aura en la cama, yo en el sofá de los acompañantes- hubo una suerte de inversión macabra de otra habitación, de otro momento. Cuando las enfermeras llegaron para llevársela, Aura estaba ya borracha de medicamentos, y lo último que me dijo fue: «Yo creo que el guante sí era de O. J. Simpson».
Me hubiera gustado tomarla de la mano, no tener muletas y tomarla de la mano, y se lo dije, pero ella estaba ya inconsciente. La acompañé por corredores y ascensores mientras las enfermeras me decían que tranquilo, papá, que todo iba a salir muy bien, y yo me preguntaba qué derecho tenían estas mujeres de llamarme papá, ya no digamos de darme su opinión sobre el futuro. Después, frente a las inmensas puertas batientes de la sala de cirugía, me acomodaron en una sala de espera que más bien era un lugar de paso con tres sillas y una mesa con revistas. Dejé las muletas recostadas en una esquina, junto a la fotografía o más bien el afiche de un bebé rosado que sonreía sin dientes, abrazado a un girasol gigante, sobre un fondo de cielo azul.
Abrí una revista vieja, traté de entretenerme con el crucigrama: Lugar donde se trilla. Hermano de Onán. Personas tardas en sus acciones, especialmente por disimulo. Pero sólo conseguía pensar en la mujer que dormía allá adentro mientras un bisturí le abría la piel y la carne, en las manos enguantadas que se iban a meter en su cuerpo para sacar de él a mi niña. Que tengan cuidado esas manos, pensé, que se muevan con destreza, que no toquen lo que no hay que tocar. Que no te hagan daño, Leticia, y que no te asustes, porque no hay nada que temer. Estaba de pie cuando salió un hombre joven y, sin quitarse la máscara, me dijo: «Sus dos princesas están perfectamente».
No supe en qué momento me había levantado de la silla, y ya la pierna me había comenzado a doler, así que me volví a sentar. Me llevé las manos a la cara por pudor, a nadie le gusta exhibir su llanto. Personas tardas en sus acciones, pensé, especialmente por disimulo. Y después, cuando vi a Leticia en una suerte de piscina azulada y translúcida, cuando la vi por fin dormida y bien envuelta en paños blancos que incluso desde lejos parecían cálidos, volví a pensar en esa ridícula frase.
Me concentré en Leticia. Desde una distancia antipática vi sus ojos sin pestañas, vi la boca más pequeña que había visto nunca, y lamenté que la hubieran acostado con las manos escondidas, porque nada me pareció tan urgente en ese instante como verle las manos a mi hija. Supe que nunca volvería a querer a nadie como quise a Leticia en ese instante, que nadie nunca sería para mí lo que allí fue esa recién llegada, esa completa desconocida.
No volví a pisar la calle 14, ya no digamos los billares (dejé de jugar del todo: mantenerme de pie durante demasiado tiempo empeoraba el dolor de pierna hasta hacerlo insoportable). Así perdí una parte de la ciudad; o, por mejor decirlo, una parte de mi ciudad me fue robada.
Imaginé una ciudad en que las calles, las aceras, se van cerrando poco a poco para nosotros, como las habitaciones de la casa en el cuento de Cortázar, hasta acabar por expulsarnos. «Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a vivir sin pensar», dice el hermano del cuento aquel después de que la presencia misteriosa se ha tomado otra parte de la casa. Y añade: «Se puede vivir sin pensar». Es cierto: se puede.
Después de que la calle 14 me fuera robada -y después de largas terapias, de soportar mareos y estómagos destrozados por la medicación- comencé a aborrecer la ciudad, a tenerle miedo, a sentirme amenazado por ella. El mundo me pareció un lugar cerrado, o mi vida una vida emparedada; el médico me hablaba de mi miedo de salir a la calle, me arrojaba la palabra agorafobia como si fuera un objeto delicado que no hay que dejar caer, y para mí era difícil explicarle que justo lo contrario, una claustrofobia violenta, era lo que me atormentaba.
Un día, durante una sesión que no recuerdo por nada más, ese médico me aconsejó una suerte de terapia íntima que, según dijo, les había funcionado bien a varios de sus pacientes.
«¿Usted lleva un diario, Antonio?»
Le dije que no, que los diarios siempre me habían parecido ridículos, una vanidad o un anacronismo: la ficción de que nuestra vida importa. Él me respondió:
«Pues comience uno. No estoy diciendo un diariodiario, sino un cuadernito para hacerse preguntas.»
«Preguntas», repetí. «Como cuáles.»
«Como qué peligros hay realmente en Bogotá. Qué posibilidades hay de que le vuelva a pasar lo que le pasó, si quiere yo le paso algunas estadísticas. Preguntas, Antonio, preguntas. Por qué le pasó lo que le pasó, y de quién fue la culpa, si fue o no suya. Si esto le hubiera pasado en otro país. Si esto le hubiera pasado en otro momento. Si estas preguntas tienen alguna pertinencia. Es importante distinguir las preguntas pertinentes de las que no lo son, Antonio, y una forma de hacerlo es ponerlas por escrito. Cuando haya decidido cuáles son pertinentes y cuáles son intentos bobos por buscarle explicación a lo que no lo tiene, hágase otras preguntas: cómo recuperarse, cómo olvidar sin engañarse, cómo volver a tener una vida, a estar bien con la gente que lo quiere. Cómo hacer para no tener miedo, o para tener una dosis razonable de miedo, la que tiene todo el mundo. Cómo se hace para seguir adelante, Antonio. Muchas serán cosas que ya se le han ocurrido, seguro, pero es que uno ve las preguntas en papel y es muy distinto. Un diario. Escriba de aquí a quince días y luego hablamos.»
Me pareció una recomendación imbécil, más propia de un libro de autoayuda que de un profesional con canas en las sienes, papeles membreteados en el escritorio, diplomas en varios idiomas en las paredes. No se lo dije, por supuesto, y tampoco fue necesario, porque enseguida lo vi ponerse de pie y dirigirse a su biblioteca (los libros empastados y homogéneos, las fotos de familia, un dibujo infantil enmarcado y firmado de forma ilegible).
«No va a hacer nada de esto, ya me di cuenta», decía mientras abría un cajón. «Le parece una estupidez todo lo que le estoy diciendo. Bueno, puede que sea así. Pero hágame un favor, llévese esto.» Sacó un cuaderno de espiral igual a los que yo usaba en el colegio, con esas tapas que ridículamente imitan la tela de unos jeans; arrancó cuatro, cinco, seis páginas del comienzo y miró la última página, como para asegurarse de que no hubiera ninguna anotación allí; me lo entregó, o más bien lo puso sobre la mesa, frente a mí. Yo lo tomé y, por hacer cualquier cosa, lo abrí y lo hojeé como si fuera una novela.
Era un cuaderno cuadriculado: siempre odié los cuadernos cuadriculados. En la primera página se alcanzaba a notar la presión de la escritura de la página arrancada, esas palabras fantasma. Una fecha, una palabra subrayada, la letra Y. «Gracias», dije, y salí.
Esa misma noche, a pesar del escepticismo que me había provocado en un primer momento la estrategia, cerré con seguro la puerta de mi cuarto, abrí el cuaderno y escribí: Querido diario. El sarcasmo cayó en el vacío. Pasé la página y traté de empezar:
Pero eso fue todo. Así, con el bolígrafo en el aire y la mirada hundida en el signo solitario, permanecí unos segundos largos. Aura, que durante toda la semana había padecido un resfrío leve pero molesto, dormía con la boca abierta. La miré, traté de hacer un croquis de sus rasgos y fracasé. Hice un inventario mental de nuestras obligaciones del día siguiente, que incluirían una vacuna para Leticia. Luego cerré el cuaderno, lo guardé en la mesa de noche y apagué la luz.
Afuera, al fondo de la noche, ladraba un perro.
Un día de 1998, poco después de que terminara el mundial de fútbol en Francia y poco antes de que Leticia cumpliera un año de vida, yo estaba esperando un taxi a la altura del Parque Nacional. No recuerdo de dónde venía, pero sé que me dirigía al norte, a una de las tantas citas de control con que los médicos pretendían tranquilizarme, decirme que la recuperación se estaba produciendo a un ritmo normal, que pronto mi pierna volvería a ser la de antes. Los taxis hacia el norte no pasaban, y en cambio pasaban con frecuencia hacia el centro. Yo no tenía nada que hacer en el centro, pensé absurdamente, nada se me había perdido allí. Y luego pensé: allí se me ha perdido todo. Y así, sin meditarlo demasiado, como un acto de valor privado que nadie fuera de mis circunstancias entendería, crucé la calle y me subí al primer taxi que pasó.
Unos minutos después me descubrí, más de dos años después de los hechos, acercándome a pie a la plaza del Rosario, entrando al café Pasaje, buscando un sitio libre y desde allí mirando hacia la esquina del atentado, un niño que se asoma con tanta fascinación como prudencia al prado nocturno donde pasta un toro.
Mi mesa, un disco de color marrón con una sola pata metálica, estaba en primera fila: apenas un palmo la separaba del ventanal. No podía ver desde allí la puerta de los billares, pero sí la ruta que tomaron los asesinos de la moto. Los sonidos de la greca de aluminio se mezclaban con el tráfico de la avenida próxima, con el taconeo de los transeúntes; el aroma de los granos molidos se mezclaba con el olor que salía del baño público cada vez que alguien usaba la puerta batiente. La gente poblaba el triste cuadrado de la plaza, cruzaba las avenidas que la enmarcan, rodeaba la estatua del fundador de la ciudad (su coraza oscura salpicada desde siempre de blanca mierda de palomas). Los emboladores estacionados frente a la universidad con sus cajones de madera, los corrillos de esmeralderos: yo los miraba y me maravillaba que ignoraran lo que había sucedido allí, tan cerca de esa acera donde ahora mismo resonaban sus pasos. Fue tal vez mirándolos que pensé en Laverde y me di cuenta de que lo hacía sin ansiedad ni miedo.
Pedí un café, luego pedí otro. La mujer que me trajo el segundo limpió la mesa con un melancólico trapo maloliente y enseguida me puso la taza nueva sobre un nuevo plato.
«¿Se le ofrece algo más, señor?», me preguntó. Vi sus nudillos secos, cruzados de carreteras despavimentadas; un espectro de humo se levantó del líquido negruzco. «Nada», dije, y traté de encontrar algún nombre en mi memoria, sin éxito. Toda la carrera viniendo a este café, y fui incapaz de recordar el nombre de la mujer que, a su turno, llevaba toda la vida atendiendo las mesas.
«¿Le puedo hacer una pregunta?»
«A ver».
«¿Usted sabe quién era Ricardo Laverde?»
«Depende», dice ella, secándose las manos con el delantal, entre impaciente y aburrida. «¿Era un cliente?»
«No», le dije. «O tal vez, pero no creo. Lo mataron allá, del otro lado de la plaza.» «Ah», dijo la mujer. «¿Hace cuánto?» «Dos años», dije. «Dos y medio.»
«Dos y medio», repitió ella. «Pues no, no me acuerdo de ningún muerto de hace dos años y medio. Qué pena con usted.»
Pensé que me mentía. No tenía prueba ninguna de ello, por supuesto, ni me daba mi magra imaginación para inventar las razones de la mentira, pero no me pareció posible que alguien hubiera olvidado un crimen tan reciente. O bien Laverde había muerto y yo había pasado por la agonía y la fiebre y las alucinaciones sin que los hechos quedaran fijos en el mundo, en el pasado o en la memoria de mi ciudad. Esto, por alguna razón, me perturbó. Creo que en ese momento decidí algo, o me sentí capaz de algo, aunque no recuerdo las palabras que usé para formular la decisión.
Salí hacia la derecha del café, dando un rodeo para evitar la esquina, y acabé cruzando La Candelaria hacia el lugar donde había estado viviendo Laverde hasta el día en que murió abaleado.
Bogotá, como todas las capitales latinoamericanas, es una ciudad móvil y cambiante, un elemento inestable de siete u ocho millones de habitantes: aquí uno cierra los ojos demasiado tiempo y puede muy bien que al abrirlos se encuentre rodeado de otro mundo (la ferretería donde ayer vendían sombreros de fieltro, el chance donde despachaba un zapatero remendón), como si la ciudad entera fuera el plato de uno de esos programas bromistas donde la víctima va al baño del restaurante y regresa no a un restaurante, sino a un cuarto de hotel. Pero en todas las ciudades latinoamericanas hay uno o varios lugares que viven fuera del tiempo, que permanecen inmutables mientras el resto se transforma. Así es el barrio de La Candelaria.
En la calle de Ricardo Laverde, la imprenta de la esquina seguía estando allí, con la misma enseña junto al marco de la puerta y aun las mismas invitaciones matrimoniales y las mismas tarjetas de visita que habían servido como reclamo en diciembre de 1995; las paredes que en 1995 estaban cubiertas con carteles de papel barato seguían cubiertas, dos años y medio después, con otros carteles del mismo papel y del mismo formato, rectángulos amarillentos que anunciaban unas exequias o una corrida de toros o una candidatura al Concejo donde lo único que cambiaba eran los nombres propios. Todo seguía igual aquí. Aquí la realidad se ajustaba -como no suele hacerlo a menudo- a la memoria que tenemos de ella.
La casa de Laverde también era idéntica a la memoria que yo tenía de ella. La línea de tejas estaba rota en dos partes, como dientes faltantes en la boca de un anciano; la pintura de la puerta de entrada estaba descascarada a la altura de los pies y la madera astillada: el punto exacto donde el que llega demasiado cargado da una patada para que la puerta no se cierre. Pero todo lo demás era igual, o así me lo pareció al escuchar el retumbo de mi llamado en el interior de la casa.
Cuando nadie abrió, di dos pasos atrás y levanté la mirada, esperando una señal de vida humana en el tejado. No la encontré: vi un gato retozando junto a la antena de televisión y un parche de musgo que crecía junto a la base de la antena, y eso fue todo.
Ya había comenzado a resignarme cuando sentí movimientos del otro lado de la puerta. Abrió una mujer.
«¿Qué se le ofrece?», me dijo. Y lo único que pude encontrar fue un prodigio de torpeza:
«Es que yo era amigo de Ricardo Laverde».
Vi una expresión de desconcierto o suspicacia. La mujer me habló entonces con hostilidad pero sin sorpresa, como si me hubiera estado esperando.
«Yo ya no tengo nada que decir», dijo. «Todo eso fue hace tiempo, ya se lo conté todo a los periodistas.»
«¿Qué periodistas?»
«Eso fue hace rato, yo ya les conté todo.»
«Pero yo no soy periodista», dije. «Yo era amigo…»
«Yo ya conté todo», dijo la mujer. «Ustedes ya sacaron esas cochinadas, no crea que se me ha olvidado.»
En ese momento apareció, detrás de ella, un muchachito que juzgué demasiado crecido para tener la boca sucia. «¿Qué pasa, Consu? ¿La está molestando este señor?» Se acercó un poco más a la puerta y la luz del día le dio en la cara: no era suciedad lo que había en su boca, sino la sombra de un bozo incipiente. «Dice que era amigo de Ricardo», dijo Consu en voz baja. Me miró de arriba abajo, y yo hice lo mismo con ella: era gorda y bajita, llevaba el pelo recogido en una moña que no parecía gris, sino dividida en mechones negros y blancos como un juego de mesa, y la cubría un vestido negro de algún material elástico que se pegaba a sus formas, de manera que el cinturón de lana tejida quedaba devorado por la carne suelta de su vientre, y lo que uno veía era una especie de gruesa lombriz blanca saliendo del ombligo. Se acordó de algo, o pareció que se acordaba de algo, y en su cara -en los pliegues de su cara, rosados y sudorosos como si Consu acabara de hacer algún trabajo físico- se formó un puchero. La mujer sesentona se convirtió entonces en una niña inmensa a la que alguien ha negado un dulce.
«Con permiso, señor», dijo Consu, y empezó a cerrar la puerta.
«No cierre», le pedí. «Déjeme que le explique.»
«Váyase, hermano», dijo el joven. «Aquí nada se le ha perdido.»
«Yo lo conocí», dije.
«No le creo», dijo Consu.
«Yo estaba con él cuando lo mataron», dije entonces. Me levanté la camiseta, le mostré a la mujer la cicatriz de mi vientre. «Una bala me dio a mí», dije. Las cicatrices son elocuentes.
Durante las horas que siguieron le hablé a Consu de aquel día, de mi encuentro con Laverde en los billares, de la Casa de Poesía y de lo que ocurrió después. Le hablé de lo que Laverde me había contado y le dije que todavía no entendía por qué me había contado aquello. Le hablé también de la grabación, del desconsuelo que había arrollado a Laverde mientras la escuchaba, de las especulaciones que me cruzaron por la mente en su momento sobre sus posibles contenidos, sobre lo que puede decirse para que se produzca ese efecto en un adulto más o menos curtido.
«No puedo imaginarme», le dije. «Y he tratado, le juro, pero no lo logro. No se me ocurre.»
«No, ¿verdad?», me dijo ella.
«No», le dije yo.
Para ese momento ya estábamos en la cocina, Consu sentada en una silla de plástico blanco y yo en una butaca de madera con un travesaño roto, tan cerca de la pipeta de gas que hubiéramos podido tocarla con sólo estirar el brazo.
El interior de la casa era tal como me lo había imaginado yo: el patio, las vigas de madera visibles en el techo, las puertas verdes de las habitaciones de alquiler. Consu me escuchaba y asentía, metía las manos entre las rodillas y cerraba las piernas como si no quisiera que las manos se le escaparan.
Después de un rato me ofreció un café negro que hacía llenando de granos molidos un pedazo de media velada y luego metiendo la media en una olleta de latón cubierta de abolladuras grises, y cuando lo terminé me ofreció otro y repitió el procedimiento, y cada vez el aire quedó impregnado con el olor del gas y luego del fósforo quemado.
Le pregunté a Consu cuál era la habitación de Laverde, y ella la señaló frunciendo los labios e indicando con la cabeza como un potro incómodo.
«Ésa de allá», dijo. «Ahora la ocupa un músico, lo más buena gente, si viera, toca la guitarra en el Camarín del Carmen.» Se quedó callada, mirándose las manos, y al cabo dijo: «Tenía un candado de clave, porque a Ricardo no le gustaba andar con llaveros. Me tocó romperlo cuando lo mataron».
La policía había llegado, por uno de esos azares, a la hora en que Ricardo Laverde solía llegar, y Consu, pensando en él, les abrió antes de que golpearan. Se encontró con dos agentes, uno de pelo canoso que ceceaba al hablar y otro que se mantuvo dos pasos por detrás y no dijo una sola palabra.
«Se notaba que las canas eran prematuras, quién sabe qué habría visto ese señor», dijo Consu. «Me mostró una cédula y me preguntó si reconocía al individuo, así dijo, el individuo, qué palabra tan rara para un muerto. Y yo, la verdad, no lo reconocí», dijo Consu, santiguándose. «Es que había cambiado mucho. Tuve que leer para decirles que sí, que ese señor se llamaba Ricardo Laverde y vivía aquí desde tal mes. Primero pensé: se metió en problemas. Lo van a encanar otra vez. Me dio lástima, porque Ricardo cumplía con todas sus cosas desde que salió.»
«¿Con qué cosas?»
«Las cosas que hacen los presos. Los que eran presos y ya no son.»
«Así que usted sabía», dije.
«Claro, mijito. Todo el mundo sabía.»
«¿Y también se sabía qué había hecho?»
«No, eso no», dijo Consu. «Bueno, yo no quise averiguar nunca. Se hubiera dañado mi relación con él, ¿sí o no? Ojos que no ven, corazón que no siente, eso es lo que yo digo.»
Los policías la siguieron hasta el cuarto de Laverde. Usando un martillo como palanca, Consu hizo estallar la medialuna de aluminio, y el candado fue a dar a una de las acequias del patio interior.
Cuando abrió la puerta se encontró con una habitación de monje: el rectángulo perfecto del colchón tendido, la sábana impecable, la almohada con su funda sin dobleces, sin las curvas y las avenidas que marca una cabeza con el paso de las noches. Al lado del colchón, una tabla de madera sin tratar sobre dos ladrillos; sobre la tabla, un vaso de agua que parecía turbia.
Al día siguiente esa imagen, la del colchón y la improvisada mesita de noche, salió en el periódico amarillista junto a la mancha de sangre en la acera de la calle 14. «Desde ese día no entra un periodista en esta casa», dijo Consu. «Esa gente no respeta nada.»
«¿Quién lo mató?»
«Ay, si yo supiera. No sé, no sé quién lo mató, si era lo más bueno. De la gente buena que yo he conocido, le juro. Aunque haya hecho cosas malas.»
«¿Qué cosas?»
«Eso sí no sé», dijo Consu. «Algo habrá hecho.»
«Algo habrá hecho», repetí.
«Además, qué importa ya», dijo Consu. «O acaso es que averiguando lo vamos a resucitar.»
«Pues no», dije yo. «¿Y dónde está enterrado?»
«¿Para qué quiere saber?»
«No sé. Para visitarlo. Para llevarle flores. ¿Cómo fue el entierro?»
«Chiquito. Lo organicé yo, claro. Yo era lo más parecido que Ricardo tenía a un pariente.»
«Claro», dije. «La esposa se acababa de matar.»
«Ah», me dijo Consu. «Usté también sabe sus cosas, quién lo viera.»
«Ella venía para pasar Navidad con él. Él se había hecho tomar una foto absurda para regalársela a ella.»
«¿Absurda? ¿Por qué absurda? A mí me pareció tierna.»
«Era una foto absurda.»
«La foto de las palomas», dijo Consu.
«Sí», dije yo. «La foto de las palomas.» Y luego: «Seguro que tenía que ver con eso».
«Qué cosa.»
«Lo que estaba oyendo.
Siempre he pensado que lo que estaba oyendo tenía que ver con ella, con la esposa. Me imagino una carta grabada, no sé, un poema que a ella le gustaba.» Por primera vez, Consu sonrió.
«¿Eso se imagina?»
«No sé, algo así.» Y entonces, no sé por qué, mentí o exageré. «Me he pasado dos años y medio pensando en eso, es curioso que un muerto ocupe tanto espacio aunque no lo hayamos conocido. Dos años y medio pensando en Elena de Laverde. O Elena Fritts, o como se llamara. Dos años y medio», dije. Me sentí bien al decirlo.
No sé qué haya visto Consu en mi cara, pero su expresión cambió, e incluso cambió su manera de sentarse.
«Dígame una cosa», me dijo, «pero dígame la verdad. ¿Usté lo quería?».
«¿Cómo?»
«¿Lo quería o no?»
«Sí», dije, «lo quería mucho».
Tampoco esto era cierto, claro. La vida no nos había dado tiempo para el afecto, y lo que me movía no era el sentimiento ni la emoción, sino esa intuición que a veces tenemos de que algunos hechos han modelado nuestras vidas más de lo aceptado o evidente. Pero he aprendido muy bien que esas sutilezas no sirven para nada en el mundo real, y muchas veces hay que sacrificarlas, dar al otro lo que el otro quiere oír, no ponernos demasiado honestos (la honestidad es ineficaz, no llega a ninguna parte). Miré a Consu y lo que vi fue una mujer sola, sola como yo mismo estoy solo.
«Mucho», repetí. «Lo quería mucho.»
«Bueno», dijo ella, poniéndose de pie. «Espéreme aquí, le voy a mostrar algo.»
Desapareció durante unos instantes. Yo pude seguir sus movimientos con el oído, el chancleteo de sus pies, el breve intercambio con un inquilino -«Va tarde, papito»; «Ay, doña Consu, no se meta en lo que no le importa»-, y por un instante pensé que la charla se había terminado y lo siguiente sería un muchachito de bigote ralo que me pide que me vaya con alguna frase relamida, lo acompaño a la puerta o señor, gracias por su visita. Pero entonces la vi regresar como distraída, mirándose las uñas de la mano izquierda: de nuevo la niña que yo había visto en la puerta de la casa. En la otra mano (sus dedos se hacían delicados para sostenerlo, como a un animalito enfermo) llevaba un balón de fútbol demasiado pequeño que muy pronto se convirtió en una vieja radio en forma de balón de fútbol. Dos de los hexágonos negros eran los parlantes; en la parte superior había una ventanilla que dejaba ver la casetera; en la casetera había puesto un cassette negro. Un cassette negro de etiqueta naranja. En la etiqueta, una sola palabra: BASF.
«Es sólo el lado A», me dijo Consu. «Cuando termine de oírlo, deje todo junto a la estufa. Ahí donde están los fósforos. Y que la puerta le quede bien cerrada al salir.»
«Un momento, un momento», dije. Las preguntas se me agolparon en la boca. «¿Usted tiene esto?»
«Yo tengo esto.»
«¿Cómo lo consiguió? ¿No lo va a oír conmigo?»
«Es lo que llaman efectos personales», dijo ella. «Me lo trajo la policía junto con todo lo que había en los bolsillos de Ricardo. Y no, no lo voy oír. Me lo sé de memoria, y no lo quiero oír más, este cassette no tiene nada que ver con Ricardo. Y en el fondo tampoco tiene nada que ver conmigo. Tan raro, ¿cierto? Una de mis pertenencias más preciadas, y no tiene nada que ver con mi vida.»
«Una de sus pertenencias más preciadas», repetí.
«Usté ha visto que a la gente le preguntan qué sacaría de su casa si hubiera un incendio. Bueno, pues yo sacaría este cassette. Será porque nunca tuve una familia, y por aquí no hay álbumes de fotos ni ninguna de esas vainas.»
«¿Y el muchacho que me recibió?»
«¿Qué pasa con él?»
«¿No es familia?»
«Es un inquilino», dijo Consu, «uno como cualquier otro». Pensó un instante y añadió: «Mis inquilinos son mi familia».
Con esas palabras (y con perfecto sentido del melodrama) salió a la calle y me dejó solo.
Lo que había en la grabación era un diálogo en inglés entre dos hombres: hablaban de las condiciones climáticas, que eran buenas, y luego hablaban de trabajo. Uno de los hombres explicaba al otro las regulaciones sobre el número de horas que era permitido volar antes del descanso obligatorio. El micrófono (si es que se trataba de un micrófono) captaba un zumbido constante y, sobre el fondo blanco del zumbido, un revoloteo de papeles.
«Me dieron este cuadro», decía el primer hombre.
«Bueno, pues a ver qué puedes encontrar», decía el segundo. «Yo me encargo del avión y la radio.»
«Bien. Pero en este cuadro sólo hablan del tiempo de trabajo, no de los periodos de descanso.»
«Eso también es muy confuso.»
Recuerdo muy bien haber escuchado la conversación durante varios minutos -la atención puesta toda en encontrar una referencia a Laverde- antes de comprobar, entre desconcertado y perplejo, que la gente que hablaba en ella no tenía relación ninguna con la muerte de Ricardo Laverde, y, lo que es más, que Ricardo Laverde no se mencionaba en ella en ningún momento. Uno de los hombres empezó a hablar de las ciento treinta y seis millas que les quedaban hasta el VOR, de los treinta y dos mil pies que deberían bajar, y de que encima de todo tenían que ir reduciendo la velocidad, así que bueno, ya era tiempo de ponerse manos a la obra. En ese momento el otro dijo esas palabras que lo cambiaron todo:
«Bogotá, American nueve sesenta y cinco, permiso para descender». Y me pareció inverosímil haber tardado tanto en comprender que en pocos minutos ese vuelo se estrellaría en El Diluvio, y que entre los muertos estaría la mujer que venía a pasar las fiestas con Ricardo Laverde.
«American Airlines Operations en Cali, aquí American nueve sesenta y cinco. ¿Me copia?»
«Adelante, American nueve seis cinco, aquí Cali.»
«Muy bien, Cali. Estaremos allí en unos veinticinco minutos.»
Esto era lo que había estado escuchando Ricardo Laverde poco antes de ser asesinado: la caja negra del vuelo en que había muerto su mujer. Sufrí la revelación como un puñetazo, con la misma pérdida de equilibrio, el mismo trastorno de mi mundo inmediato. ¿Pero cómo la había conseguido?, me pregunté entonces. ¿Era eso posible, pedir la grabación de un vuelo accidentado y obtenerla como se obtiene, no sé, un documento del catastro? ¿Hablaba inglés Laverde, o por lo menos lo comprendía lo suficiente para escuchar y entender y lamentar -sí, sobre todo lamentar- esa conversación? O tal vez no era necesario entender nada para lamentarla, porque nada en la conversación se refería a la mujer de Laverde: ¿no bastaba con la conciencia, la terrible conciencia, de esa proximidad entre los pilotos que hablaban y una de sus pasajeras?
Dos años y medio después, esas preguntas seguían sin respuesta. Ahora el capitán pedía la puerta de llegada (era la dos), ahora pedía la pista (era la cero uno), ahora encendía las luces del avión porque había mucho tráfico visual en el área, ahora hablaban de una posición que quedaba cuarenta y siete millas al norte de Rionegro y la buscaban en el plan de vuelo… Y ahora, por fin, llegaba el anuncio por el altavoz: «Damas y caballeros, les habla el capitán. Hemos comenzado nuestro descenso».
Han comenzado el descenso. Una de esas damas es Elena Fritts, que viene de ver a su madre enferma en Miami, o del entierro de su abuela, o simplemente de visitar a sus amigos (de pasar con ellos el día de Acción de Gracias). No, es su madre, su madre enferma. Elena Fritts piensa acaso en esa madre, preocupándose por haberla dejado, preguntándose si ha hecho bien en dejarla. También piensa en Ricardo Laverde, su marido. ¿Piensa en su marido? Piensa en su marido, que ha salido de la cárcel.
«Quiero desear a todos unas vacaciones muy felices, y un 1996 lleno de salud y prosperidad», dice el capitán. «Gracias por haber volado con nosotros.»
Elena Fritts piensa en Ricardo Laverde. Piensa que ahora podrán retomar la vida donde la dejaron. Mientras tanto, en la cabina, el capitán le ofrece maní al copiloto. «No, gracias», dice el copiloto. El capitán dice: «Qué bonita noche, ¿no?». Y el copiloto: «Sí. Está muy agradable por estos lados». Luego se dirigen a la torre de control, piden permiso para descender a una menor altitud, la torre les dice que bajen al nivel dos cero cero, y luego el capitán dice, en español y con acento pesado: «Feliz Navidad, señorita».
¿En qué piensa, sentada en su puesto, Elena Fritts? Me la imagino, no sé por qué, ocupando un puesto de ventanilla. Mil veces he imaginado ese momento, mil veces lo he reconstruido como un escenógrafo construye una escena, y lo he llenado con especulaciones sobre todo: desde la ropa que lleva puesta Elena -una blusa ligera de color azul claro y zapatos sin medias – hasta sus opiniones y sus prejuicios. En la imagen que me he formado y se me ha impuesto, la ventanilla está a la izquierda; a la derecha, un pasajero dormido (los brazos velludos, un ronquido irregular). La mesa auxiliar está abierta; Elena Fritts ha querido cerrarla cuando el capitán ha anunciado el descenso, pero todavía nadie ha pasado a recoger su vasito de plástico.
Elena Fritts mira por la ventanilla y ve un cielo limpio; no sabe que su avión está bajando a veinte mil pies de altura; no le importa no saberlo. Tiene sueño: son más de las nueve de la noche, y Elena Fritts ha comenzado a viajar desde muy temprano, porque la casa de su madre no queda en Miami propiamente, sino en un suburbio. O incluso en otro lugar completamente distinto, Fort Lauderdale, digamos, o Coral Springs, alguna de esas pequeñas ciudades de la Florida que son más bien gigantescos hogares geriátricos, adonde llegan los viejos del país entero a pasar sus últimos años lejos del frío y del estrés y de la mirada resentida de sus hijos.
Así que Elena Fritts ha tenido que levantarse temprano esta mañana; un vecino que tenía de todas formas que ir a Miami la ha llevado al aeropuerto, y Elena ha tenido que recorrer con él una o dos o tres horas de esas autopistas rectas y famosas en el mundo entero por sus facultades anestésicas. Ahora sólo piensa en llegar a Cali, tomar la conexión a tiempo, llegar a Bogotá tan cansada como han llegado siempre los pasajeros que toman ese vuelo para hacer esa conexión, pero más contenta que los otros pasajeros, porque a ella la espera un hombre que la quiere. Piensa en eso y luego en darse una buena ducha y acostarse a dormir. Allá abajo, en Cali, una voz dice: «American nueve seis cinco, ¿su distancia?».
«¿Qué necesita, señor?»
«Su distancia DME.»
«OK», dice el capitán, «la distancia hasta Cali es, eh, treinta y ocho».
«¿Dónde estamos?», pregunta el copiloto. «Estamos saliendo hacia…»
«Primero, vamos a Tuluá. ¿OK?»
«Sí. ¿Hacia dónde vamos?»
«No lo sé. ¿Qué es esto? ¿Qué pasó aquí?»
El Boeing 757 ha bajado a trece mil pies dando giros a derecha primero y a izquierda después, pero Elena Fritts no se da cuenta. Es de noche, una noche oscura aunque limpia, y abajo ya se ven los contornos de las montañas. En la ventanilla de plástico Elena ve reflejado su rostro, se pregunta qué está haciendo aquí, si habrá sido un error venir a Colombia, si su matrimonio tiene arreglo en realidad o si es cierto lo que le ha dicho su madre con su tono de pitonisa del Apocalipsis: «Volver con él será el último de tus idealismos». Elena Fritts está dispuesta a aceptar su carácter idealista, pero eso, piensa, no tiene por qué condenarla a una vida entera de decisiones erróneas: también los idealistas aciertan de vez en cuando.
Las luces se apagan, la cara de la ventanilla desaparece, y Elena Fritts piensa que no le importa lo que diga su madre: por nada del mundo hubiera obligado a Ricardo a estar solo durante su primera Nochebuena en libertad.
«No, en el mío no se ve bien», dice el capitán. «No sé por qué.» «¿Giro a la izquierda, entonces? ¿Quieres girar a la izquierda?»
«No… No, nada de eso. Sigamos adelante hacia…»
«¿Hacia dónde?»
«Hacia Tuluá.»
«Eso es a la derecha.»
«¿A dónde vamos? Gira a la derecha. Vamos a Cali. Aquí la cagamos, ¿no?»
«Sí.»
«¿Cómo llegamos a cagarla así? A la derecha ahora mismo, a la derecha ahora mismo.»
Elena Fritts, sentada en su puesto de clase turista, no sabe que algo anda mal. Si tuviera algunos conocimientos de aeronáutica podría encontrar sospechosos los cambios de ruta, podría reconocer que los pilotos se han desviado del rumbo establecido. Pero no: Elena Fritts no sabe de aeronáutica, ni imagina que descender a menos de diez mil pies en terreno montañoso puede acarrear riesgos si no se conoce la zona. ¿En qué piensa, entonces?
¿En qué piensa Elena Fritts a un minuto de su muerte?
Suena la alarma en la cabina de mando: «Terrain, terrain», dice una voz electrónica. Pero Elena Fritts no la oye: las alarmas no se oyen allí donde ella está sentada, ni se percibe la peligrosa cercanía de la montaña. La tripulación añade potencia, pero no desactiva los frenos. El avión levanta brevemente la nariz. Nada de eso es suficiente.
«Mierda», dice el piloto. «Arriba, chico, arriba.»
¿En qué piensa Elena Fritts? ¿Piensa en Ricardo Laverde? ¿Piensa en la temporada de fiestas que se le viene encima? ¿Piensa en sus hijos?
«Mierda», dice el capitán en la cabina, pero Elena Fritts no puede oírlo. ¿Tienen hijos Elena Fritts y Ricardo Laverde? ¿Dónde están esos hijos, si es que existen, y cómo han cambiado sus vidas después de la ausencia de su padre? ¿Conocen las razones de esa ausencia, han crecido envueltos en una red de mentiras familiares, de sofisticados mitos, de cronologías revueltas?
«Arriba», dice el capitán.
«Todo va bien», dice el copiloto.
«Arriba», dice el capitán. «Suavemente, suavemente.»
El automático se ha desconectado. La palanca empieza a sacudirse entre las manos del piloto, señal de que la velocidad del avión no basta para mantenerlo en el aire. «Más arriba, más arriba», dice el capitán.
«OK», dice el copiloto.
Y el capitán: «Arriba, arriba, arriba».
De nuevo suena la sirena.
«Pulí up», dice la voz electrónica.
Hay un grito entrecortado, o algo que se parece a un grito. Hay un ruido que no logro, que nunca he logrado identificar: un ruido que no es humano o es más que humano, el ruido de las vidas que se extinguen pero también el ruido de los materiales que se rompen. Es el ruido de las cosas al caer desde la altura, un ruido interrumpido y por lo mismo eterno, un ruido que no termina nunca, que sigue sonando en mi cabeza desde esa tarde y no da señales de querer irse, que está para siempre suspendido en mi memoria, colgado en ella como una toalla de su percha.
Ese ruido es lo último que se oye en la cabina del vuelo 965.
Suena el ruido, y entonces se interrumpe la grabación.
Me tomó un buen rato recuperarme. No hay nada tan obsceno como espiar los últimos segundos de un hombre: deberían ser secretos, inviolables, deberían morir con quien muere, y sin embargo allí, en esa cocina de esa casa vieja de La Candelaria, las palabras finales de los pilotos muertos pasaron a formar parte de mi experiencia, a pesar de que yo no sabía y todavía no sé quiénes fueron esos hombres desventurados, cómo se llamaban, qué veían cuando se miraban al espejo; esos hombres, por su parte, nunca habían sabido de mí, y sin embargo sus últimos instantes ahora me pertenecían y me seguirían perteneciendo.
¿Con qué derecho?
Ni sus esposas ni sus madres o padres o hijos habían escuchado esas palabras que había escuchado yo, y quizás habían vivido estos dos años y medio preguntándose qué había dicho su marido, su padre, su hijo, antes de estrellarse contra El Diluvio. Yo, que no tenía derecho a saberlo, ahora lo sabía; ellos, a quienes pertenecían aquellas voces por derecho, lo ignoraban. Y esto pensé: que yo, en el fondo, no tenía derecho a escuchar esa muerte, porque esos hombres que mueren en el avión me son ajenos, y la mujer que viaja atrás no es, nunca será, uno de mis muertos.
Y sin embargo esos ruidos formaban parte ya de mi memoria auditiva. Desde que la cinta cayó en el silencio, desde que los sonidos de la tragedia cedieron el lugar a la estática, supe que habría preferido no escucharla, y supe al mismo tiempo que mi memoria seguiría escuchándola para siempre.
No, ésos no eran mis muertos, yo no tenía derecho a escuchar esas palabras (así como no tengo derecho, probablemente, a reproducirlas en este relato, sin duda con algunas imprecisiones), pero ya las palabras y las voces de los muertos me tragaban como un remolino de río se traga a un animal cansado.
La grabación tuvo, además, la virtud de modificar el pasado, pues el llanto de Laverde ya no era el mismo, no podía ser el mismo que yo había presenciado en la Casa de Poesía: ahora tenía una densidad de la que antes había carecido, debido al hecho simple de que yo había escuchado lo que él, sentado en aquel sofá de cuero mullido, escuchó esa tarde. La experiencia, eso que llamamos experiencia, no es el inventario de nuestros dolores, sino la simpatía aprendida hacia los dolores ajenos.
Con el tiempo he averiguado más cosas acerca de las cajas negras. Sé, por ejemplo, que no son negras, sino anaranjadas. Sé que los aviones las llevan en el empennage-la estructura que los profanos llamamos cola-, porque ahí tienen más posibilidades de sobrevivir a un accidente. Y sí, sé que las cajas negras sobreviven: pueden soportar una presión de 2.250 kilogramos y temperaturas de 1.100 grados centígrados. Cuando caen en el mar, se activa un transmisor; la caja negra comienza entonces a emitir pulsaciones durante treinta días. Éste es el tiempo que tienen las autoridades para encontrarla, para conocer las razones de un accidente, para asegurarse de que nada similar se produzca de nuevo, pero no creo que nadie calcule que una caja negra puede tener otros destinos, ir a parar a manos que no estaban contempladas en su plan de vida. Y sin embargo eso fue lo que me pasó con la caja negra del vuelo 965, que, tras sobrevivir al accidente, se convirtió por artes misteriosas en un cassete negro con etiqueta naranja y pasó por dos dueños antes de llegar a hacer parte de mis recuerdos. Y así resulta que ese aparato, inventado como memoria electrónica de los aviones, ha acabado por convertirse en parte definitiva de mi memoria. Ahí está, y no hay nada que yo pueda hacer. Olvidarlo no es posible.
Esperé un buen rato antes de irme de la casa de La Candelaria, no sólo por escuchar una vez más la grabación (lo cual hice: no una, sino dos veces), sino porque ver de nuevo a Consu se me había convertido de repente en una urgencia. ¿Qué más sabía ella de Ricardo Laverde? Quizás había sido por no verse obligada a hacer revelaciones, por no encontrarse de repente a merced de mis interrogatorios, que me había dejado solo en su casa y con su posesión más preciada. Comenzaba a caer la tarde. Me asomé a la calle: los faroles amarillos se encendían ya, las paredes blancas de las casas cambiaban de color. Hacía frío. Miré hacia una esquina, hacia la otra. Consu no estaba, no se la veía por ninguna parte, así que volví a la cocina y en una bolsa más grande encontré una pequeña bolsa de papel del tamaño de una media de aguardiente. Mi bolígrafo no escribía bien en esa superficie, pero tendría que arreglármelas.
Estimada Consu,
La estuve esperando casi una hora. Gracias por dejarme oír la grabación. Quería decírselo en persona, pero no hubo manera.
Debajo de estas líneas garabateadas escribí mi nombre completo, ese apellido que tan inusual es en Colombia y que no deja de provocarme cierta timidez cuando lo escribo para según qué personas, en mi país hay muchos que desconfían de alguien cuando es necesario deletrear su apellido.
Luego alisé la bolsa con las manos y la dejé sobre la grabadora, una de las esquinas atrapada por la puerta de la casetera. Y salí a la ciudad con una mezcla de sensaciones en el pecho y una sola certeza: no quería llegar a casa, quería guardar para mí lo que acababa de sucederme, el secreto a cuya revelación había asistido. Pensé que nunca iba a estar tan cerca de la vida de Ricardo Laverde como lo había estado allí, en su casa, durante los minutos que había durado la grabación de la caja negra, y no quería que esa curiosa exaltación se disipara, así que bajé a la carrera Séptima y comencé a caminar por el centro de Bogotá, pasando por la plaza de Bolívar y siguiendo hacia el norte, metiéndome entre la gente en la acera siempre abarrotada y dejándome empujar por los que tenían más prisa y chocándome con los que venían de frente, y buscando callejones que frecuentara poco e incluso metiéndome al mercado de artesanías de la calle 10, me parece que es la calle 10, y durante todo el tiempo pensando que no quería llegar a casa, que Aura y Leticia formaban parte de un mundo distinto del mundo en que habitaba la memoria de Ricardo Laverde y desde luego distinto del mundo en que se había estrellado el vuelo 965. No, yo no podía llegar todavía a casa.
En eso pensaba al llegar a la calle 22, en cómo aplazar la llegada a casa para seguir viviendo en la caja negra, con la caja negra, y entonces mi cuerpo tomó la decisión por mí y acabé entrando a un cine porno donde una mujer de pelo largo y muy claro, desnuda en medio de una cocina integral, levantaba una pierna hasta que el tacón de su zapato se enredaba con la rejilla de los fogones, y mantenía ese delicado equilibrio mientras un hombre vestido la penetraba y le daba al mismo tiempo órdenes incomprensibles, pues los movimientos de su boca no llegaban nunca a corresponderse con las palabras que la boca pronunciaba.
El Jueves Santo de 1999, nueve meses después de mi encuentro con la casera de Ricardo Laverde y ocho antes de que se acabara el milenio, llegué a mi apartamento y encontré en el contestador una voz de mujer y un número de teléfono. «Éste es un mensaje para el señor Antonio Yammara», decía la voz, una voz juvenil pero melancólica, una voz cansada y sensual al mismo tiempo, la de una de esas mujeres que han tenido que crecer de manera prematura.
«La señora Consuelo Sandoval me dio su nombre, el número me lo conseguí yo. Espero que no le moleste, usted está en el directorio. Llámeme, por favor. Necesito hablar con usted.»
Marqué de inmediato.
«Estaba esperando su llamada», me dijo la mujer.
«¿Con quién hablo?», pregunté.
«Perdón si lo molesto», me dijo la mujer. «Me llamo Maya Fritts, no sé si mi apellido le dice algo. Bueno, no es mi apellido original, es el de mi madre, el de verdad es Laverde.» Y al quedarme yo en silencio, la mujer añadió lo que ya era para ese momento innecesario: «Soy la hija de Ricardo Laverde. Necesito preguntarle unas cosas».
Creo que entonces dije algo, pero es posible que me limitara a repetir el nombre, los dos nombres, el nombre suyo y el de su padre. Maya Fritts, hija de Ricardo Laverde, siguió hablando.
«Pero mire, yo vivo lejos y no puedo ir a Bogotá, es largo de explicar. Por eso el favor es doble, porque quiero invitarlo a pasar el día aquí, en mi casa, conmigo. Quiero que venga a hablarme de mi padre, a contarme todo lo que sepa. Es un favor grande, sí, pero aquí hace calor y se cocina rico, le prometo que no va a perder la venida. Así que usted dirá, señor Yammara. Si tiene papel y lápiz ahí, ya mismo le explico cómo se llega.»