38066.fb2 El Sanador Mistico - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

El Sanador Mistico - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

6 El primer libro

No sintió nada, al principio.

Después se levantó bruscamente y le dio una patada al jarro de latón, derramando el agua por el suelo. Vio cómo el jarro rodaba hasta quedarse quieto, de costado.

– ¡Hale, que se vaya! -dijo en voz alta-. ¡Que se vaya! Pasó un rato sin parar de dar vueltas.

– Se va a enterar. No pienso escribir. Ni una palabra. Dio otra patada al jarro y se sorprendió al ver que salía un poco más de agua.

– Ya se arrepentirá y le dará vergüenza. Que se vaya. ¡Vamos, que decir que se viene aquí a vivir conmigo y ni siquiera puede tener niños, una cosa tan tonta como un niño! ¡Que la zurzan! ¡Que se vaya!

Fue al cuarto de estar y se puso a dar vueltas, por entre sus libros. Se paró y miró la pared. Al momento empezó a calcular si realmente habría podido colocar los veinticuatro metros de libros en estantes.

– Igualita que su padre. Ningún respeto por los libros. Sólo el dinero, el dinero.

Volvió a la cocina, recogió el jarro y fregó el suelo. Después se bañó, mientras entonaba cánticos religiosos con cierta vehemencia. De vez en cuando dejaba de cantar y soltaba tacos y gritaba: "¡Se va enterar! ¡Ni una palabra voy a escribir!"

Se vistió y fue a ver a Beharry.

– El gobernador tiene razón, ¿sabes? -dijo Beharry cuando le contó lo que había pasado- El problema con nosotros, los indios, es que educamos a los chicos y dejamos a las chicas apañárselas ellas solas. Así que, mira: tú eres más culto que Léela y yo más culto que la mooma de Suruj. Ahí está el verdadero problema. -La mooma de Suruj irrumpió en la tienda y en cuanto vio a Ganesh se echó a llorar, ocultándose el rostro con el velo. Intentó abrazarle desde el otro lado del mostrador; no lo consiguió y, todavía llorando, pasó por debajo hasta donde estaba Ganesh.

– No me lo cuentes -dijo entre sollozos, y le pasó un brazo por los hombros-. No tienes que contarme nada. Lo sé todo. Yo no pensaba que iba en serio, que si no, no la habría dejado. Pero hay que enfrentarse a esas cosas. Tienes que ser valiente, Ganesh. Así es la vida.

Le pegó un empujón a Beharry para sentarse en el taburete, y se echó a llorar, enjugándose los ojos con una punta del velo, mientras Beharry y Ganesh la observaban.

– Yo nunca dejaría al poopa de Suruj -dijo-. Jamás. Yo no tengo estudios.

Suruj apareció por la puerta.

– ¿Me llamabas, mamá?

– No, hijo. No te llamaba, pero ven aquí. -Suruj obedeció y su madre le apretó la cabeza contra sus rodillas-. ¿Crees que podría dejar a Suruj y a su poopa? -Soltó un breve chillido-. ¡Jamás!

Suruj dijo:

– ¿Me puedo ir, mamá?

– Sí, hijo. Anda, te vayas.

Cuando Suruj se marchó, la mujer se calmó un poco.

– Ese es el problema, es lo que pasa hoy día, con eso de educar a las chicas. Léela se pasa demasiado tiempo leyendo y escribiendo y no atiende a su marido. Y mira que se lo tengo yo dicho.

Frotándose la tripa y mirando pensativo al suelo, Beharry dijo:

– Yo es que lo veo así. Estas jóvenes no son como nosotros, ¿entiendes, Ganesh? Estas chicas piensan que casarse es como jugar a las cuatro esquinas. Correr de un lado a otro. A ellas les divierte. Quieren que vayas detrás de ellas…

– Tú no tuviste que venir detrás de mí, poopa de Suruj. -La mooma de Suruj estalló otra vez en llanto-. Yo no te voy a dejar. Yo soy así. Nunca dejaré a mi marido. No tengo suficientes estudios.

Beharry rodeó la cintura de su mujer con un brazo y miró a Ganesh, un poco avergonzado de tener que mostrar su cariño tan abiertamente.

– Eso no importa, ¿entiendes? Eso no importa. Vale, no tienes estudios, pero tienes sentido común, y de sobra. La mooma de Suruj dijo:

– A mí nadie se molestó en darme estudios, ¿sabes? Me sacaron del colegio cuando estaba en tercer grado. Siempre era la primera de la clase, pero me sacaron del colegio para casarme. ¿Conoces a Purshottam, el abogado de Chaguanas?

Ganesh negó con la cabeza.

– Pues Purshottam y yo estábamos juntos en tercer grado. Yo era siempre la primera de la clase, pero me sacaron del colegio para casarme. Mira, yo no tendré estudios, pero nunca te dejaría.

Ganesh dijo:

– No llores, maharaní. Eres una buena mujer.

Ella lloró un poquito más y se paró de repente.

– No te preocupes, Ganesh. Es que estas chicas de hoy día quieren jugar a las cuatro esquinas. Se escapan todo el rato, pero después cogen y vuelven. En fin, ¿qué piensas hacer, Ganesh? ¿Quién te va a cocinar y limpiar la casa?

Ganesh soltó una risita, animoso.

– Pues a mí es que estas cosas nunca me han preocupado. Estoy convencido, y si no que te lo diga el poopa de Suruj, de que las cosas siempre pasan para mejor.

Con la mano derecha bajo la camiseta, Beharry asintió y se mordisqueó los labios.

– Todo tiene una razón.

– Esa es mi filosofía -dijo Ganesh, alzando los brazos, expansivo-. No preocuparme.

– Vale -dijo la mooma de Suruj-. Comes filosofía en tu casa y te vienes a comer comida aquí.

Beharry continuó con sus pensamientos.

– Una mujer arrincona al hombre, o sea, un hombre como Ganesh. Porque ahora que Léela no está contigo, puedes empezar a escribir el libro, ¿no, Ganesh?

– No voy a escribir nada. No… voy a… escribir… ningún libro. -Se puso a dar vueltas por la tienda-. Ni que vuelva y me lo pida de rodillas.

La mooma de Suruj no daba crédito.

– ¿Que no vas a escribir el libro?

– No.

Y dio una patada a algo que había en el suelo.

Beharry dijo:

– No lo dices en serio, Ganesh.

– No estoy de broma. La mooma de Suruj dijo:

– Ni caso. Sólo quiere hacerse de rogar un poquito.

– Mira, Ganesh -dijo Beharry-. Lo que a ti te hace falta es un horario. Y oye una cosa, que yo no te estoy pidiendo nada. A mí no me vengas con eso de hacer el tonto y tirarlo todo por la borda. Ahora mismo te hago un horario, y si no lo mantienes, vamos a tener problemas, tú y yo. Te lo piensas. Tu libro, el libro tuyo.

– Con tu foto y tu nombre en letras bien grandes -añadió la mooma de Suruj.

– Y en imprenta y todo con esa máquina de escribir tan grande que me has contado.

Ganesh dejó de dar vueltas. La mooma de Suruj dijo:

– Ya está. Va a escribir el libro.

– Sabes lo de mis cuadernos, ¿no? -le dijo Ganesh a Beharry-. Bueno, pues estaba pensando si no sería buena idea empezar con eso, o sea imprimir una serie de cosas sobre la religión de varios autores y explicar lo que dicen.

– Una anteología -dijo Beharry, mordisqueándose los labios.

– Eso es. Una antología. ¿Qué te parece?

– A ver que piense.

Beharry se pasó una mano por la cabeza.

– Va a enseñar mucho a la gente -le alentó Ganesh.

– Es lo que estaba pensando. Que va a enseñar mucho a la gente. ¿Pero tú crees que la gente quiere aprender?

– ¿Cómo no van a querer aprender?

– Mira, Ganesh. Tienes que tener siempre en cuenta la clase de gente que hay en Trinidad. Nadie tiene tanta educación como tú. Es tu trabajo, y el mío, elevar el nivel de la gente, pero no les podemos meter prisa. Empiezas por poco y después les echas tu antología. Desde luego, es buena idea. Pero de momento, la dejes.

– Algo sencillo y fácil al principio, ¿eh? Beharry apoyó las manos en los muslos.

– Sí. Aquí, lo único que le gusta a la gente son los niños, y les tienes que enseñar como a los niños.

– ¿Como una cartilla?

Beharry se dio una palmada en los muslos y se mordisqueó los labios con furia.

– Eso es. Exactamente.

– Me lo dejes a mí, Beharry. Les voy a dar ese libro, y Trinidad lo pedirá a gritos.

– Así nos gusta oírte hablar a la mooma de Suruj y a mí.

Y en efecto, escribió el libro. Trabajó con ahínco durante más de cinco semanas, siguiendo el horario que le había marcado Beharry. Se levantaba a las cinco, ordeñaba la vaca en la semioscuridad y limpiaba el establo; se bañaba, hacía puja, cocinaba y comía; llevaba la vaca y la ternera a un pradillo. Hasta entonces nunca se había ocupado de una vaca y se quedó sorprendido al ver que un animal que parecía tan paciente, confiado y bondadoso necesitara tantas atenciones y tanta limpieza. Beharry y la mooma de Suruj le ayudaron con la vaca, y Beharry le ayudó en todas las etapas del libro. Ganesh dijo:

– Beharry, te voy a dedicar este libro.

Y también lo hizo. Trabajó en la dedicatoria incluso antes de haber terminado el libro.

– Ha sido la parte más difícil -dijo jocosamente, pero el resultado agradó incluso a la mooma de Suruj: Para Beharry, que preguntó por qué.

– Parece poesía -dijo la mujer.

– Parece un libro de verdad -dijo Beharry.

Por fin llegó el día en que Ganesh llevó el manuscrito a San Fernando. Se quedó en la calle, ante la Imprenta Eléctrica Élite, y miró la maquinaria del interior. Le daba un poco de vergüenza entrar y al mismo tiempo deseaba prolongar la emoción que sentía porque muy pronto, aquella máquina, magnífica y complicada, y el hombre adulto que la manejaba estarían dedicados a las palabras que él había escrito.

Al entrar vio a un hombre que no conocía ante la máquina. Basdeo estaba sentado a una mesa en una jaula de alambre llena de papelitos amarillos y rosa clavados en pinchos. Salió de la jaula.

– Recuerdo esa cara.

– Tú imprimiste mis invitaciones de boda, hace mucho tiempo.

– Ah, muy bonito. Con tantas invitaciones de boda como imprimo y a mí no me invita nadie. ¿Y qué me traes hoy? ¿Una revista? En Trinidad todo el mundo imprime revistas últimamente.

– Un libro.

Ganesh se inquietó al ver la despreocupación con que Basdeo, silbando entre dientes, hojeaba el manuscrito con sus mugrientos dedos.

– Pues escribes en un papel muy bonito, pero esto es un folleto. Y si me apuras un poco, un cuadernillo.

– No hace falta mucho para ver que no es un libro grande. Y tampoco hace falta mucho para saber que todos tenemos que empezar por algo pequeño. Como tú. Anda que la vieja máquina que tenías antes, y fíjate ahora, lo que tienes.

Basdeo no replicó. Se metió en la jaula y volvió a salir con un programa de cine y un lápiz rojo desmochado. Se puso serio, en plan de hombre de negocios e, inclinándose sobre una mesa ennegrecida, empezó a escribir cifras en el envés del programa, parándose de vez en cuando para soplar el polvo inexistente de la hoja o sacudirlo con la mano derecha.

– A ver. ¿Tú sabes algo de esto?

– ¿De imprimir?

Inclinado sobre la mesa, Basdeo asintió, sopló otra vez para quitar el polvo y se rascó la cabeza con el lápiz. Ganesh sonrió.

– Lo tengo un poco estudiado.

– ¿Qué tipo quieres? Ganesh no sabía qué decir.

– Ocho, diez, once, doce, ¿o qué?

Ganesh estaba pensando a toda velocidad en el coste. Contestó con firmeza:

– El ocho me va bien.

Basdeo movió la cabeza y se puso a tararear.

– ¿Quieres interlineado doble?

Era como un barbero de Puerto España haciendo publicidad de un champú. Ganesh dijo:

– No. Sin eso.

Basdeo no se lo podía creer.

– ¿Un libro de este tamaño, con esta impresión? ¿Seguro que no quieres interlineado?

– Sí, sí. Seguro. Pero oye, antes de nada, vamos a ver en qué tipo vas a imprimir el libro.

Era "times". Ganesh soltó un gemido.

– Es lo mejor que tenemos.

– Bueno, vale -dijo Ganesh, sin ningún entusiasmo-. Ah, y otra cosa. Quiero mi foto en la tapa.

– Aquí no hacemos fotograbado, pero lo puedo arreglar. Serán doce dólares más.

– ¿Para una foto pequeñita?

– Un dólar los seis centímetros y medio cuadrados.

– Oye, es muy caro.

– Bueno, ¿y qué quieres? ¿Que los demás paguen tu foto? Pues ya está. Todo junto es… un momento, ¿cuántos ejemplares quieres?

– Mil para empezar. Pero nada de desarmar el molde. Nunca se sabe qué puede pasar.

Basdeo no parecía especialmente impresionado.

– Mil ejemplares -murmuró abstraído, haciendo cálculos en el programa de cine-. Ciento veinticinco dólares.

Y tiró el lápiz sobre la mesa.

Así empezó el proceso, el proceso de hacer un libro: emocionante, tedioso, decepcionante, excitante. Ganesh corrigió las pruebas con Beharry, y los dos se quedaron pasmados ante lo diferentes que parecían las palabras impresas.

– ¡Qué poderosas parecen! -exclamó Beharry.

La mooma de Suruj no salía de su asombro.

Por fin se terminó el libro y, jubiloso, Ganesh llevó a casa los mil ejemplares en un taxi. Antes de marcharse de San Fernando, le dijo a Basdeo:

– Que te acuerdes de guardar el molde. Nunca se sabe con qué rapidez se venderá el libro, y no quiero que toda Trinidad lo pida a gritos y yo no tener ninguno.

– Claro -dijo Basdeo-. Claro. Que la gente los quiere, que tú los quieres, pues yo los imprimo. Claro que sí, hombre.

Aunque el júbilo de Ganesh era enorme, sufrió una decepción que no llegó a superar. Su libro parecía tan pequeño… No tenía sino treinta páginas, treinta páginas pequeñas, y era tan fino que no se podía imprimir nada en el lomo.

– Es ese chico, Basdeo -le explicó Ganesh a Beharry-. Mucho hablar sobre interlineados y tipografía, y al final resulta que no sólo me pone ese tipo tan feo, que él llama "times", sino que encima lo pone muy pequeño.

La mooma de Suruj dijo:

– Es que el libro se ha quedado en nada.

– Ese es el problema de los indios de Trinidad -dijo Beharry.

– Ya sabes, no todos son como el poopa de Suruj -intervino la mooma de Suruj-. El poopa de Suruj quiere lo mejor para ti. Beharry continuó:

– Verás, Ganesh. A mí no me chocaría que alguien le hubiera dado dinero a ese chico, a ese Basdeo, para hacer lo que ha hecho con tu libro. Porque otro impresor, de no tenerte envidia, te habría puesto sesenta páginas y con un papel bien grueso.

– Pero tú no te preocupes -dijo la mooma de Suruj-. Algo es algo. Mucho más de lo que hace la mayoría de la gente de por aquí. Beharry señaló la portada y se mordisqueó los labios.

– Pues tu foto queda bonita, Ganesh.

– Parece un profesor de verdad -dijo la mooma de Suruj-. Tan serio, y así, con la mano apoyada en la barbilla, como pensando profundamente.

Ganesh cogió otro ejemplar y señaló la página de la dedicatoria.

– Pues a mí me parece que el nombre del poopa de Suruj también queda muy bien en letra impresa -le dijo a la mooma de Suruj. Beharry se mordisqueó los labios, avergonzado.

– Quia. Estás de broma.

– Pues yo creo que todo es bonito -dijo la mooma de Suruj.

Un domingo, a primeras horas de la tarde, Léela estaba junto a la ventana de la cocina en la trastienda de Ramlogan, en Fourways.

Fregaba los platos, y estaba a punto de tirar agua sucia por la ventana cuando vio una cara debajo. Conocía aquella cara, pero no la traviesa sonrisa.

– Léela -susurró aquella cara.

– Ah… Eres tú. ¿Qué haces aquí?

– He venido a buscarte, chica.

– Pues ya te estás yendo de aquí ahora mismo, ¿me oyes?, o te tiro esta sopera de agua sucia a la cara, a ver si se te quita la sonrisita.

– Mira, Léela, que no vengo sólo por ti. Tengo algo que contarte, y eso es lo primero.

– Pues lo digas rápido. Pero por mí, si te lo has podido callar durante tanto tiempo… A ver. Casi tres meses que me echaste de tu casa y ni siquiera me has mandado un recado para saber si estoy viva o muerta ni nada de nada. Así que ¿a qué vienes ahora, eh?

– Pero Léela, si fuiste tú quien me dejó. No te he podido mandar un recado porque estaba escribiendo.

– Eso te vas a contárselo a Beharry, ¿me oyes? Mira, que voy a llamar a papá, y ya verás lo que es bueno.

La sonrisa de aquella cara se hizo más traviesa, y el susurro más conspirador.

– Léela, he escrito un libro.

Léela se debatió entre creérselo y no creérselo.

– Es mentira.

Ganesh lo enseñó con un amplio ademán.

– Mira, el libro. Y mira mi nombre, y mi foto, y mira todas estas palabras que he escrito con mi mano. Están impresas, pero que te enteres que me sentaba a la mesa del salón y las escribía en papel normal con un lápiz normal.

– ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! ¡Has escrito el libro de verdad!

– ¡Cuidado! No lo toques con la mano llena de jabón.

– Voy corriendo a decírselo a papá. -Se dio la vuelta y entró. Ganesh la oyó decir-: Y se lo tenemos que contar a Soomintra. No le va a hacer pero que ninguna gracia.

A solas bajo la ventana, a la sombra del tamarindo, Ganesh se puso a tararear y se fijó brevemente en el patio trasero de la casa de Ramlogan, aunque en realidad no vio nada, ni el barril de cobre, herrumbroso y vacío, ni los toneles de agua llenos de larvas de mosquito.

– ¡Sahib! -Era la áspera voz de Ramlogan dentro de la casa-. ¡Sahib! Entra, hombre, sahib. ¿Por qué haces como si fueras un desconocido y te quedas ahí de pie? Entra, sahib, entra y siéntate como antes en la hamaca. Ah, sahib, es un verdadero honor. Estoy pero que muy orgulloso de ti.

Ganesh se sentó en la hamaca, que otra vez estaba hecha con un saco de azúcar. Los calendarios chinos habían desaparecido de las paredes, que parecían tan mohosas y mugrientas como antes.

Ramlogan pasó las manos, gruesas y peludas, por la cubierta, y sonrió hasta que las mejillas casi le cubrieron los ojos.

– Qué suave que es el libro -dijo-. Mira, Léela, tócalo. Ya verás qué suave. Y las letras de la tapa, si parece que forman parte del papel, sahib. Ah, sahib, hoy me siento realmente orgulloso de ti. ¿Te acuerdas, Léela? La Navidad pasada sin ir más lejos, os decía a Soomintra y a ti que Ganesh era el radical de la familia. Soy de la opinión de que cada familia debe tener un radical.

– Es sólo el principio -dijo Ganesh.

– Oye, Léela, chica -le dijo Ramlogan con fingida severidad-. ¿Tu marido viene desde Fuente Grove y tú ni siquiera le preguntas si tiene hambre o sed?

– No tengo hambre ni sed -dijo Ganesh. Léela parecía abatida.

– Se ha acabado el arroz y el dal que queda no es gran cosa.

– Abre una lata de salmón -le ordenó Ramlogan-. Y te traes pan y mantequilla, salsa de pimienta y unos aguacates. -Y él mismo fue a preparar las cosas, diciendo-: Tenemos un escritor en la familia, chica. Chica, tenemos un escritor en la familia.

Le sentaron a la mesa, que otra vez estaba desnuda, sin el hule, el jarrón y las rosas de papel, y le sirvieron la comida en platos de esmalte. Le observaron mientras comía; la mirada de Ramlogan pasaba del plato al libro de Ganesh.

– Toma más salmón, sahib. Todavía no soy un pobre para no poder dar de comer al radical de la familia.

– ¿Quieres más agua? -preguntó Léela.

Masticando y tragando casi sin cesar, a Ganesh le costaba trabajo responder a los cumplidos de Ramlogan. Lo único que podía hacer era tragar rápidamente y asentir.

Por fin, Ramlogan abrió la cubierta verde del libro.

– Ojalá pudiera leer como es debido, sahib -dijo. Pero con la emoción, se traicionó, demostrando a las claras que no era analfabeto-. Ciento una preguntas y respuestas sobre la religión hindú, Ganesh Ramsumair, licenciado en Filosofía y Letras. Oye, qué bien suena, ¿verdad, Léela? Fíjate.

Y repitió el título, moviendo la cabeza y sonriendo hasta que se le saltaron las lágrimas.

Léela dijo:

– Oye, ¿cuántas veces te tengo dicho que no vayas por ahí diciendo que eres licenciado?

Ganesh masticó a fondo y tragó con dificultad. Levantó la mirada del plato y dijo, dirigiéndose a Ramlogan:

– De eso hablábamos Beharry y yo el otro día. Es algo que no me parece bien, este sistema moderno de enseñanza. Todo el mundo piensa que lo que importa es el papelito que te dan. Con eso no eres licenciado. Lo que importa es lo que aprendes, cuánto quieres aprender y por qué quieres aprender. Eso es lo que importa para ser licenciado. Así que no sé por qué no puedo ser yo licenciado.

– Claro que eres licenciado, sahib. Me gustaría verme las caras con el primero que diga que no eres licenciado. -Ramlogan pasó unas cuantas páginas más y leyó en voz alta-: Pregunta número cuarenta y seis. ¿Quién es el hindú moderno más importante? A ver, Léela, contesta a eso.

– Vamos a ver… Es… Mahatma Gandhi, ¿no?

– Muy bien, chica. Estupendo. Justo lo que dice el libro. Es un libro muy bonito, sahib, con un montón de cosillas que aprender. Ganesh bebió agua del jarro de latón, que le cubría prácticamente la cara, e hizo unas gárgaras.

– A ver esta -continuó Ramlogan-. Escucha, Léela. Pregunta número cuarenta y siete. ¿Quién es el segundo hindú más importante?

– Lo sabía. Pero me se ha olvidado. Ramlogan no cabía en sí de gozo.

– Lo mismo que decía yo. En este libro hay cosas estupendas. La respuesta es el pandit Jawaharlal Nehru.

– Lo que estaba yo a punto de decir.

– Pues ahora va otra. Pregunta número cuarenta y ocho. ¿Quién es el tercer hindú moderno más importante?

– Deja el libro en paz, papá. Ya lo leeré yo sólita.

– Eso es una chica sensata. Sahib, es la clase de libro que tendrían que dar a los niños en el colegio, y hacerles aprender de memoria. Ganesh tragó un bocado.

– Y también a los mayores.

Ramlogan pasó unas cuantas páginas más. De repente se borró la sonrisa de su rostro.

– ¿Quién es ese tal Beharry al que le regalas el libro? Ganesh comprendió que se avecinaban problemas.

– Si le conoces, hombre. Es un hombrecillo muy delgado, como una cerilla. Su mujer no para de darle la lata. Le conociste el día que viniste a Fuente Grove.

– No es un hombre de estudios, ¿no? Es tendero, como yo, ¿no? Ganesh se echó a reír.

– Pero no tiene nada de tendero. Es Beharry quien empezó a hacerme preguntas y quien me dio la idea para el libro.

Ramlogan dejó 101 preguntas y respuestas sobre la religión hindú sobre la mesa, se levantó y miró con tristeza a Ganesh.

– O sea, sahib, o sea que le regalas el libro a ese hombre en lugar de a tu suegro, el hombre que te ayudó a quemar a tu padre y todo lo demás. Es lo menos que podías hacer por mí, sahib.

¿Quién te ayudó al principio? ¿Quién te regaló la casa de Fuente Grove? ¿Quién te dio el dinero para el Instituto?

– El siguiente libro será tuyo. También he pensado en la dedicatoria.

– No te preocupes por la dedicatoria ni la educatoria. Esperaba ver mi nombre en tu primer libro, nada más. Tenía derecho a esperar una cosa así, ¿no, sahib? Ahora, cuando la gente vea el libro, va a decir: "¿Con la hija de quién se casó el autor?" ¿Es que se lo va a decir el libro?

– El siguiente libro es para ti.

Ganesh rebañó a toda prisa el plato con los dedos.

– A ver, contéstame, sahib. ¿Se lo va a decir el libro? Sahib, estás arrastrando mi nombre por el barro.

Ganesh fue hasta la ventana para hacer gárgaras.

– ¿Quién te defiende siempre, sahib? Cuando todos se ríen de ti, ¿quién te protege? Ah, sahib, qué desilusión. Te doy a mi hija, te doy mi dinero, y tú ni siquiera me quieres dar tu libro.

– Vamos, tranquilo, papá -dijo Léela. Ramlogan estaba llorando a moco tendido.

– ¿Cómo voy a estar tranquilo? A ver, dime: ¿cómo voy a estar tranquilo? No es como si me hiciera algo un desconocido. No, mira, Ganesh, de verdad te lo digo: hoy me has hecho mucho daño. Tal que si coges un cuchillo grande, lo afilas y me lo clavas en el corazón con las dos manos. Léela, me traigas el machete de la cocina.

– ¡Papá! -chilló Léela.

– Que me traigas el machete, Léela -dijo Ramlogan sollozando.

– ¿Qué vas a hacer, Ramlogan? -gritó Ganesh. Sollozando, Léela llevó el machete. Ramlogan lo cogió y lo miró.

– Coge este machete, Ganesh. Vamos, cógelo. Cógelo y acaba de una vez. Dame veinticinco machetazos, y cada vez que me pegues un corte piensa que es tu propia alma lo que estás cortando.

Léela volvió a chillar.

– ¡Papá, no llores! ¡Papá, no digas eso! ¡No seas así, papá!

– No, Ganesh. Vamos, córtame en pedazos.

– ¡Papá!

– A ver, chica, ¿por qué no debo llorar? ¿Cómo? Este hombre me roba y yo no digo nada. Te manda a casa y ni siquiera escribe dos letras para saber si estás viva o muerta, y yo no digo nada. ¡Pero nada de nada! Es lo único que consigo yo en este mundo. La gente va a ver el libro y a decir: "¿Con la hija de quién se casó el autor?" Y el libro no se lo va a decir.

Ganesh dejó el machete bajo la mesa.

– ¡Ramlogan! Es sólo el principio, Ramlogan. El siguiente libro…

– Ni hablarme. Ni dirigirme la palabra. No digas nada más. Me has desilusionado. Te llevas a tu mujer. Te la llevas a casa. Cógela, vete a casa y no vuelvas nunca.

– Pues muy bien. Si eso es lo que quieres… Vamos, Léela, vamonos. Recoge tu ropa. Me voy de tu casa, Ramlogan. Acuérdate: eres tú quien me echa. Pero mira. Aquí, en la mesa. Te dejo este libro. Lo firmo. Y el siguiente…

– Vete -dijo Ramlogan.

Se sentó en la hamaca, apoyó la cabeza entre las manos y sollozó en silencio.

Ganesh esperó a Léela en la carretera.

– ¡Comerciante! -murmuró-. ¡Maldito comerciante de casta baja!

Cuando Léela salió con su maletita, regalo de los cupones de cigarrillos Anchor, Ganesh dijo:

– ¿Cómo es posible que tu padre sea como una mujer, eh?

– No empieces otra vez, hombre.

Beharry y la mooma de Suruj fueron aquella noche, y cuanto Léela y la mooma de Suruj se vieron se echaron a llorar.

– ¡Ha escrito el libro! -gimió la mooma de Suruj.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! -asintió Léela, con un gemido aún más agudo, y la mooma de Suruj la abrazó.

– Lo de que tú tengas tu cultura es igual. No debes dejarle. Yo nunca dejaría al poopa de Suruj, y eso que llegué hasta tercer grado.

– ¡No! ¡No!

Una vez acabado aquello, fueron a la tienda de Beharry a cenar. Después, mientras las mujeres fregaban los platos, Beharry y Ganesh discutieron sobre la mejor manera de distribuir el libro.

– Dame algunos -dijo Beharry-. Los pondré en la tienda.

– Pero Fuente Grove es un sitio muy pequeño. Aquí nunca viene nadie.

– Si no hace ningún bien, tampoco hará ningún mal.

– Tenemos que pintar unos carteles y mandarlos a Río Claro, Princes Town, San Fernando y Puerto España.

– ¿Programas?

– No, hombre. Estamos hablando de un libro, no de una obra de teatro.

Beharry sonrió débilmente.

– No, si sólo era una idea. En realidad, de la mooma de Suruj. Pero sí que tenemos que poner un anuncio en The Sentinel. Con un cupón para rellenar, cortar y enviar.

– Como las revistas de América. Esa sí que es buena idea.

– Ah, y una cosa que le tiene preocupada a la mooma de Suruj. ¿Le has dicho al impresor de guardar el molde?

– Pues claro, hombre. Conozco el asunto, ¿sabes?

– Es que la mooma de Suruj estaba preocupada de verdad.

Tanto se entusiasmaron que Ganesh empezó a pensar si no debería haber imprimido dos mil ejemplares. Beharry dijo que se imaginaba a toda Trinidad corriendo como locos a Fuente Grove para llevarse un ejemplar, y Ganesh dijo que no le parecía una idea descabellada. Tan animados estaban que fijaron el precio del libro en cuarenta y ocho centavos, no en treinta y seis como habían pensado al principio.

– Trescientos dólares de beneficio -dijo Beharry.

– No pronuncies esa palabra -replicó Ganesh, pensando en Ramlogan.

Beharry sacó un grueso libro de contabilidad de un estante bajo el mostrador.

– Te va a hacer falta esto. La mooma de Suruj me obligó a comprarlo hace unos años, pero yo sólo tengo usada la primera página. Con esto puedes saber lo que compras y lo que vendes.

Al poco tiempo apareció en The Trinidad Sentinel un anuncio de ocho centímetros sobre el libro, con un cupón para rellenar, lleno de líneas de puntos, porque Ganesh se empeñó en ello. The Sentinel dedicó al librillo una recensión de ocho centímetros.

Ganesh y Beharry avisaron y sobornaron a los de Correos, y se quedaron a la espera de la oleada de peticiones.

Al cabo de una semana, sólo habían enviado un cupón relleno. Pero el remitente adjuntaba una carta en la que solicitaba un ejemplar gratis.

– Tira eso -dijo Beharry.

– Así es Trinidad -dijo Ganesh.

Las librerías e incluso las tiendas normales se negaron a distribuir el libro. Algunas pidieron una comisión de hasta el quince por ciento por cada ejemplar, y Ganesh no accedió a semejante cosa.

– Es en lo único que piensan: el dinero, el dinero -le dijo a Beharry con amargura.

Unos cuantos vendedores ambulantes de San Fernando aceptaron los libros y Ganesh hizo muchos viajes hasta allí para ver cómo iban las ventas. No iban demasiado bien, y se dio grandes paseos por San Fernando con el libro en el bolsillo de la camisa para que todo el mundo viera el título, y siempre que iba a un café o en autobús lo sacaba y lo leía, absorto, moviendo la cabeza y frotándose la barbilla cuando se topaba con una pregunta y una respuesta que le complacían especialmente.

No sirvió de nada.

Léela estaba tan apenada como él. "No te preocupes, hombre", decía. "Ten en cuenta que Trinidad está llena de gente como Soomintra."

Un día, la Gran Eructadora fue a Fuente Grove con un chico alto y delgado. El chico llevaba un traje de tres piezas y sombrero y se quedó en el patio a la sombra del mango mientras la Gran Eructadora se explicaba.

– Me he enterado de lo del libro -dijo efusivamente-, y me he traído a Bissoon. Tiene mano para vender.

– Sólo cosas impresas -dijo Bissoon, subiendo la escalera hasta la galería.

Ganesh vio que Bissoon no era un chico, sino un hombre de edad, y también que, aunque llevaba un traje de tres piezas, sombrero, cuello duro y corbata, no llevaba zapatos.

– Es que no me dejan andar -dijo.

Bissoon aclaró enseguida que, aunque se había tomado muchas molestias para ir a Fuente Grove, él no suplicaba. Cuando entró en el cuarto de estar no se quitó el sombrero, y de vez en cuando se levantaba de la silla y escupía por la ventana abierta, dibujando un arco bien definido. Puso las piernas encima de un brazo de la silla, y Ganesh le observó mientras jugueteaba con los dedos de los pies, desprendiendo polvillo sobre el suelo.

La Gran Eructadora y Ganesh miraron a Bissoon, muy respetuosos por su mano para vender.

Bissoon se limpió los dientes con la lengua, ruidosamente.

– A ver, el libro. -Chasqueó los dedos-. El libro, hombre. Ganesh dijo:

– El libro, sí.

Y le gritó a Léela que trajera el libro del dormitorio, donde guardaban todos los ejemplares por razones de seguridad.

– ¿Qué haces aquí, Bissoon?

Bissoon perdió el aplomo unos momentos al volverse y ver a Léela.

– Ah, eres tú, Léela. La hija de Ramlogan. ¿Cómo está tu padre, chica?

– Bien haces en preguntar. A papá no se le quitas de la cabeza, por lo de todos esos libros que le vendiste, que él no quería comprar.

Bissoon volvió a tranquilizarse.

– Ah, sí, unos libros americanos. Muy bonitos. Muy buenos. El arte de vender. Los libros más rápidos de vender que he tenido entre manos. Por eso se los vendí a tu padre. Y se llevó el último lote. Tiene suerte, ese Ramlogan.

– Yo no sé nada de eso, pero desde luego que tú no vas a tener tanta suerte si vuelves a Fourways.

– Léela, Bissoon ha venido para vender mi libro -dijo Ganesh. La Gran Eructadora eructó y Bissoon dijo:

– Sí. Vamos a ver el libro. Cuando estás en el negocio de los libros el tiempo no espera, ¿sabes?

Léela le dio el libro, se encogió de hombros y se marchó.

– Es imbécil, ese Ramlogan -dijo Bissoon.

– Es más mujer que hombre -añadió la Gran Eructadora.

– Un materialista -dijo Ganesh.

Bissoon volvió a limpiarse los dientes con la lengua.

– ¿Tenéis agua en esta casa? Hace calor y tengo sed.

– Sí, sí, claro que tenemos agua, Bissoon -dijo Ganesh con vehemencia; se levantó y le gritó a Léela que llevara agua. Bissoon gritó:

– ¡Ah, oye, hija de Ramlogan! ¡No me vayas a traer agua con mosquitos!

– Aquí no hay mosquitos -dijo Ganesh-. Es el sitio más seco de Trinidad.

Léela llevó el agua y Bissoon dejó el libro para coger el jarro de latón. Ganesh y la Gran Eructadora lo miraban fijamente. Bissoon bebió el agua a la manera ortodoxa hindú, sin tocar el jarro con los labios, vertiendo el líquido en la boca, y a pesar de ser un hindú benévolo, a Ganesh le molestó la acusación implícita de que sus jarros estaban sucios. Bissoon bebió lentamente, y Ganesh le observó mientras bebía. Después, Bissoon dejó con delicadeza el jarro en el suelo y soltó un regüeldo.

Sacó un pañuelo de seda de un bolsillo de la chaqueta, se limpió las manos y la boca y se sacudió la chaqueta. Después volvió a coger el libro.

– Pre-gun-ta nú-me-ro u-no. ¿Qué es el hin-du-is-mo? Respuesta: El hin-du-is-mo es la re-li-gión de los hin-dú-es. Pregunta número dos: ¿Por qué soy hin-dú? Respuesta: Por-que mis pa-dres y mis a-bue-los eran hin-dú-es. Pre-gun-ta nú-me-ro tres…

– ¡No lo leas así! -exclamó Ganesh-. Separas las palabras y las frases y suena todo fatal.

Bissoon se frotó con decisión los dedos de los pies, se levantó, se sacudió la chaqueta y los pantalones y se dirigió a la puerta.

La Gran Eructadora se puso de pie precipitadamente, eructando, y detuvo a Bissoon.

– Dios, otra vez estos gases. Bissoon, no te vayas. Queremos que vendas el libro para una buena causa.

Le cogió por el brazo y él se dejó llevar hasta la silla.

– Es un libro santo, hombre -se excusó Ganesh.

– Una especie de catecismo.

– Eso es.

Ganesh sonrió, apaciguador.

– Difíciles de vender, los catecismos.

– ¡Quia!

La Gran Eructadora mezcló un eructo con una palabra.

– Mirar, yo tengo experiencia en este negocio. -Los pies de Bissoon volvían a colgar del brazo de la silla, y los dedos a juguetear-. Elevo toda la vida, desde que dejé la cuadrilla de segadores, en el negocio del libro. Con sólo ver un libro, sé lo fácil o difícil que es venderlo. Es que empecé de pequeño. Con programas de teatro. Tenía que repartirlos. Repartí más que nadie en toda Trinidad. Después me fui a San Fernando, a vender calendarios, y luego…

– Estos libros son otra cosa -dijo Ganesh.

Bissoon recogió el libro del suelo y lo ojeó.

– Tienes razón. He estado con la poesía (no te puedes imaginar la cantidad de gente que escribe poesía en Trinidad) y también con ensayos y cosas, pero nunca con catecismos. Pero la experiencia la tengo. Me das nueve centavos de comisión. Ten en cuenta que si hay cosas impresas en Trinidad, Bissoon las vende. Me das treinta catecismos de esos tuyos para empezar. Pero mira lo que te digo, que no sé si se van a vender.

Cuando se hubo marchado Bissoon, la Gran Eructadora dijo:

– Tiene mano. Te venderá los libros. E incluso Leela estaba animada.

– Es una señal. La primera señal que me creo. Fue Bissoon quien le vendió esos libros a mi padre, y con ellos se te metió la idea de escribir en la cabeza. Y encima, es Bissoon quien te los va vender. Es una señal.

– Más que una señal -dijo Ganesh-. Cualquiera que pueda vender un libro a tu padre podría vender una nevera en Alaska. Pero, en el fondo, él también creía que era buena señal.

Beharry y la mooma de Suruj no podían ocultar su decepción ante la mala acogida del libro.

– Tú no te preocupes por ellos -dijo la mooma de Suruj-. Es que en Trinidad no veas la envidia que tienen. Yo sigo pensando que es un buen libro. Suruj ya se sabe de memoria varias preguntas y respuestas.

– La mooma de Suruj tiene mucha razón -dijo Beharry, pensativo-. Pero lo que me parece a mí es que Trinidad no está preparada para esta clase de libro. No tienen suficiente cultura.

– ¡Aja! -Y Ganesh soltó una seca risotada-. Lo que quieren es un libro que parezca gordo. Si parece gordo, piensan que es bueno.

– A lo mejor quieren algo más que un folleto -aventuró Beharry.

– Oye, mira -dijo Ganesh con brusquedad-. Es un libro, y bien bueno, a ver si te enteras.

Envalentonado, Beharry se mordisqueó los labios con fuerza.

– Me parece que no has profundizado lo suficiente.

– ¿Crees que les debería meter otro en la cabeza?

– Una segunda parte -dijo Beharry. Ganesh guardó silencio durante un rato.

– Más preguntas y respuestas sobre la religión hindú -dijo, soñando en voz alta.

– Más preguntas y respuestas. Segunda parte de 101 preguntas y respuestas.

– Oye, Beharry, suena muy bien.

– Pues venga, a escribirlo. A escribirlo.

Antes de que Ganesh empezara siquiera a pensar seriamente en el segundo libro, Bissoon volvió con malas noticias. Las dio con respeto y simpatía. Se quitó el sombrero al entrar en la casa, no puso los pies encima del brazo de la silla y cuando quiso pedir agua dijo:

– ¡Tonnerre! Qué calor que hace hoy. ¿Puedes traerme un poquito de agua? -Después de haber bebido añadió-: Yo no soy como otros que van por ahí presumiendo. Quia. Yo no soy así. Ya sé que te lo había dicho, pero para qué decirlo otra vez. No es culpa tuya no saber de esto. No tienes experiencia en el negocio, y ya está.

– ¿No has vendido nada?

– Diez, y a los que se lo he vendido van a hacer lo que el padre de tu mujer cuando se enteren. Se los tuve que vender como una especie de amuleto. Y menudo trabajo.

– Pues entonces, los noventa centavos de comisión.

– Deja. Te lo guardas para el siguiente. Todo lo que sean cosas impresas, si se pueden vender, Bissoon lo vende.

– No lo entiendo, Bissoon.

– Pues es fácil. Verás. Es la clase de libro que no puedes ni regalar porque la gente se piensa que es como una señal de magia que les quieres hacer. Pero tú no lo dejes.

– ¡Pues maldita señal!

Bissoon alzó la vista, perplejo.

A pesar de todo, Ganesh pensaba que aún se podía hacer algo con el libro. Envió ejemplares firmados a todos los jefes de gobierno que se le ocurrió, y cuando Beharry se enteró de que los enviaba gratis, se enfadó.

– Yo soy un hombre independiente -dijo-. No me va eso de amigarse con ciertas personas. Si el rey quiere leer el libro, pues que se lo compre.

Eso no impidió a Ganesh enviar un ejemplar a Mahatma Gandhi, y sin duda se debió al estallido de la guerra que no recibiera respuesta.