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Muchos años después, Ganesh escribía en Los años de culpa: "Todo ocurre para bien. Si, por ejemplo, mi primer libro hubiera tenido éxito, es probable que ahora fuera un simple teólogo, que escribiera interminables comentarios a las escrituras hindúes. Por el contrario, encontré mi verdadero camino."
En realidad, cuando acabó la guerra, su camino no estaba demasiado claro.
– Es tremendo -le dijo a Beharry-. Tengo la sensación de que estoy destinado para algo grande, pero no sé qué.
– Por eso vas a hacer algo grande. Yo sigo creyendo en ti, y también la mooma de Suruj cree en ti.
Seguían con interés las noticias sobre la guerra y hablaban sobre ellas todos los domingos. Beharry se hizo con un mapa de guerra de Europa y le puso chinchetas. No paraba de hablar sobre estrategia y táctica, y de eso sacó Ganesh la idea de publicar análisis mensuales sobre la marcha de la guerra, "como una especie de libro de historia para más adelante". La idea le animó, persistió una temporada y al final la dejó en el olvido.
– A ver si viene Hitler y se pone a bombardear Trinidad -dijo Ganesh un domingo.
Beharry se mordisqueó los labios, deseoso de discutir.
– Pero hombre, ¿por qué?
– A ver si lo bombardea todo. Entonces, ningún problema con lo de ser sanador ni escritor ni nada de nada.
– No te das cuenta de que somos un puntito en algunos mapas. Si quieres que te diga la verdad, para mí que Hitler ni siquiera sabe que hay un sitio que se llama Trinidad y que aquí vive gente como tú y como yo y como la mooma de Suruj.
– ¡Quia! -insistió Ganesh-. Aquí hay petróleo y los alemanes andan como locos por el petróleo. Como no tengamos cuidado, Hitler se nos presenta aquí.
– Que no se entere la mooma de Suruj. Su primo se ha metido en lo de los voluntarios. El dentista ese que te dije. Como no se gana nada con lo de dentista, pues se ha apuntado. A la mooma de Suruj le ha dicho que es un buen trabajo, y fácil.
– El primo de la mooma de Suruj tiene buen ojo para esas cosas.
– Pero, ¿y si los alemanes se presentan aquí mañana?
– Pues lo único que puedo decirte es que el primo de la mooma de Suruj iba a batir el récord mundial de carreras.
– No, hombre, no. Si llegan los alemanes, a ver, ¿qué pasa con la moneda? ¿Y con mi tienda? ¿Y con el juzgado? Eso es lo que me tiene preocupado a mí.
Y así, discutiendo sobre las consecuencias de la guerra, empezaron a hablar de la guerra en términos generales. Beharry no paraba de soltar citas del Gita, y Ganesh volvió a leer, con actitud más crítica, el diálogo entre Arjuna y Krisna en el campo de batalla.
Las lecturas de Ganesh tomaron otros derroteros. Se olvidó de la guerra; se hizo un gran indólogo y se compró todos los libros de filosofía hindú que encontró en San Fernando. Se los leyó, los subrayó, y los domingos por la tarde se dedicó a tomar notas. Al mismo tiempo, le empezó a tomar el gusto a la psicología aplicada y leyó muchos libros sobre "El arte del éxito". Pero lo que realmente le gustaba era la India. Ya por costumbre, lo primero que miraba en un libro era el índice, para ver si había referencias a la India o al hinduismo. Si eran elogiosas, compraba el libro. Al cabo de poco tiempo tenía una colección bastante curiosa.
– Oye, Ganesh, te estás comprando un montón de libros -le dijo Beharry.
– Mira lo que estaba yo pensando. Suponte que no me conoces y que de repente vas por Fuente Grove con tu Lincoln Zephyr. ¿Pensarías que tengo tantísimos libros en mi casa?
– Hombre, pues no -contestó Beharry. El orgullo que sentía Léela por los libros de Ganesh se equilibraba con su preocupación por el dinero.
– Oye, me parece muy bien todos esos libros que compras, pero a ver cómo se pagan. A ver si empiezas a pensar en ganar algo.
– Mira, chica. Bastantes preocupaciones tengo para que encima me vengas a calentar la cabeza, ¿vale?
Después ocurrieron dos cosas, casi al mismo tiempo, y la suerte de Ganesh cambió para siempre.
Siempre de acá para allá, la Gran Eructadora fue a verlos un día.
– Qué disgusto, Ganesh -dijo-. Pero qué disgusto tan grande. Hoy en día no te puedes fiar de nadie.
Ganesh respetaba el sentido de lo dramático de su tía.
– Bueno, ¿qué ha pasado?
– Rey Jorge me ha jugado una mala pasada. -Ganesh mostró interés. La mujer hizo una pausa para eructar y pedir agua. Léela se la llevó, y bebió-. Pero que muy mala pasada.
– ¿Qué ha hecho?
La mujer volvió a eructar.
– Ya verás. -Se frotó los pechos-. ¡Dios mío, qué gases! Rey Jorge me ha dejado. Se ha liado con un hombre casado, cerca de Arouca. ¡Qué disgusto, Ganesh!
– ¡Dios, Dios! -exclamó Ganesh, comprensivo-. Menudo disgusto. Pero no te preocupes. Ya encontrarás a alguien.
– No era nadie cuando yo la recogí. Toda la ropa que tenía la llevaba encima. Le compré ropa. La llevé por ahí, para presentarle gente. Le hice unas joyas bien bonitas con mi oro.
– Es como lo que hice yo con este marido que Dios me ha dado -dijo Léela.
La Gran Eructadora se olvidó de sus penas inmediatamente.
– Léela, a ver si te he entendido bien. ¿Es esa forma de hablar de tu marido, chica?
Movió la cabeza lentamente y apoyó la mandíbula en la palma de la mano derecha como si le dolieran las muelas.
– Lo de Rey Jorge me asombra -dijo Ganesh, tratando de apaciguarlas.
Léela se puso chillona.
– ¡Eh, un momento! ¿De modo que tengo un marido que ha perdido todo el sentido de los valores, que está arrastrando mi nombre por el barro y encima quieres que no me queje?
Ganesh se interpuso entre las dos mujeres, pero la Gran Eructadora le empujó.
– No, chico, me dejes. Quiero oír esto hasta el final. -Parecía más herida que enfadada-. Pero, Léela, ¿quién eres tú para preguntarle a tu marido qué hace o deja de hacer? ¡Aja! ¿Esto es lo que llaman e-du-ca-ción?
– ¿Qué tiene de malo la educación? Me han educado, sí, pero no veo por qué todo el mundo se cree que puede insultarme como les venga en gana.
Ganesh se rió sin alegría.
– Léela es buena chica. No tiene mala intención, de verdad. La Gran Eructadora se volvió contra él bruscamente.
– Tiene más razón que un santo la chica. En Trinidad, todo el mundo tiene la idea de que te pasas el día tumbado a la bartola, rascándote los pies. Y rascarse no es como cavar, ¿sabes? No da de comer.
– Oye, yo no me paso el día rascándome los pies. Estoy leyendo y escribiendo.
– Eso dices tú. Yo he venido a contarte lo de Rey Jorge, porque te ayudó mucho con lo de tu boda, pero de verdad te lo digo, chico, que me tienes preocupada. ¿Qué piensas hacer con el futuro?
Léela dijo entre sollozos:
– No dejo de decirle que podía ser pandit. Sabe mucho más que la mayoría de los pandits de Trinidad. La Gran Eructadora eructó.
– Es precisamente lo que venía yo a decirle. Pero Ganesh tiene que ser mucho más que un simple pandit. Si es hindú, ya debería haberse dado cuenta de que tiene que utilizar sus conocimientos para ayudar a otras personas.
– ¿Y qué te crees que hago? -preguntó Ganesh malhumorado-. Pues sentarme a escribir un libro bien gordo. No lo hago por mí, ¿sabes?
– No te pongas así, hombre -le rogó Léela-. Escúchala. La Gran Eructadora añadió, imperturbable:
– Te llevo yo tiempo observando, Ganesh, y desde luego que tienes el poder.
Ganesh se había acostumbrado a que la Gran Eructadora proclamase tales cosas.
– ¿Qué poder?
– Curar a la gente. Curar la mente, curar el alma… ¡Bah! Me estás liando, y sabes muy bien a qué me refiero. Ganesh replicó con acritud:
– ¿Quieres que me ponga a curar a la gente cuando ves que no puedo ni curar una uña del pie? Mimosa, Léela dijo:
– Lo menos que podrías hacer por mí es intentarlo.
– Mira, Ganesh, tiene razón. Es ese poder que no conoces hasta que empiezas a usarlo.
– Bueno, pues vale. Resulta que tengo este gran poder. ¿Cómo empiezo a usarlo? ¿Qué le digo a la gente? "Hoy tienes el alma un poco baja. Venga, te tomes esta oración tres veces al día antes de las comidas."
La Gran Eructadora batió palmas.
– Precisamente. Es justo lo que quería decir.
– ¿Lo ves? ¿Qué te había dicho yo? Que le hicieras un poquito de caso.
La Gran Eructadora añadió:
– Es lo que hacía tu tío, el pobre, hasta que se murió. -A Léela se le entristeció la cara otra vez al oír hablar del difunto, pero la Gran Eructadora se negó a llorar, desdeñándola-. Ganesh, tienes el poder. Lo veo en tus manos, en tus ojos, en la forma de tu cabeza. Eres igualito que tu tío, que Dios lo tenga en su gloria. Si siguiera vivo, sería un gran hombre.
A Ganesh le picó la curiosidad.
– Pero, a ver, ¿qué hago para empezar?
– Te voy a mandar todos los libros de tu tío. Tienen todas las plegarias y de todo, y muchas cosas más. Lo importante no son las plegarias, sino lo demás. Ay, Ganesh, hijo, qué contenta estoy. -Aliviada, se echó a llorar-. Tengo estos libros como una carga, y llevaba tiempo buscando a la persona adecuada para dárselos. Eres tú.
Ganesh sonrió.
– ¿Y eso cómo lo sabes?
– Si no, ¿por qué crees que Dios te hace llevar la vida que llevas? Si no, ¿por qué te crees que llevas todos estos años sin hacer nada más que leer y escribir?
– Tienes razón -replicó Ganesh-. Siempre he pensado que tenía algo importante que hacer.
A continuación, los tres lloraron un ratito. Léela preparó la comida, comieron, y la Gran Eructadora volvió con sus penas. Mientras se preparaba para marcharse se puso a eructar y a frotarse los pechos, gimiendo:
– ¡Pero qué disgusto, Ganesh! Rey Jorge me ha jugado una mala pasada. ¡Ay, Ganesh, qué disgusto!
Y se marchó, quejándose.
Dos semanas más tarde apareció con un paquete envuelto en algodón rojo salpicado de pasta de sándalo y se lo entregó a Ganesh con el debido ceremonial. Cuando Ganesh deshizo el paquete vio libros de diversos tamaños y diversos tipos. Todos eran manuscritos: unos en sánscrito, otros en hindi; unos en papel, otros en tiras de hojas de palmera. Las tiras de palmera parecían abanicos plegados.
Ganesh le advirtió a Léela:
– Ni se te ocurra tocar estos libros, chica. Si no, no sé qué te puede pasar.
Léela lo entendió y abrió los ojos de par en par.
Y más o menos al mismo tiempo, Ganesh descubrió a los hindúes de Hollywood. Los hindúes de Hollywood viven en Hollywood o en los alrededores. Son hombres santos, cultos, que dan frecuentes partes sobre el estado de su alma, cuyas complejidades y variaciones son infinitas y siempre dignas de mención. Ganesh se sentía un poco molesto.
– ¿Tú crees que yo podría hacer esto en Trinidad y no pasarme nada? -le preguntó a Beharry.
– Hombre, supongo que si realmente sabes hacerlo… Lo que tú les tienes es envidia.
– Oye, si me pongo a ello, puedo escribir un libro así todos los días.
– Ganesh, ya eres un hombre hecho y derecho. Ha llegado el momento de olvidarte de los demás y pensar en ti mismo.
De modo que intentó olvidarse de los hindúes de Hollywood y se dispuso a "prepararse", como él decía. Pronto se puso de manifiesto que el proceso le llevaría tiempo.
Léela empezó a quejarse otra vez.
– Mira, quien te vea no diría que hay guerra y que todo el mundo está sacando dinero. Han venido los americanos a Trinidad, y regalan el trabajo, con unos sueldos bien buenos.
– Estoy en contra de la guerra -replicó Ganesh.
Fue durante aquella época de preparación cuando mi madre me llevó a ver a Ganesh. Nunca supe cómo se había enterado de su existencia, pero mi madre era muy sociable y me imagino que habría conocido a la Gran Eructadora en una boda o un funeral. Y, como decía al principio, si hubiera sido más despierto, habría prestado más atención a las frases que Ganesh murmuraba en hindi mientras me aporreaba la pierna.
Al pensar en aquella visita que le hice a Ganesh cuando era un muchacho, lo único que me choca ahora es mi egoísmo. Nunca se me pasó por la cabeza que las personas que veía a mi alrededor tuvieran su propia vida, muy importante; que, por ejemplo, yo le resultara tan poco importante a Ganesh como me resultaba a mí curioso, y desconcertante. Pero cuando Ganesh publicó su autobiografía, Los años de culpa, la leí casi con la esperanza de encontrar algunas referencias a mi persona. Por supuesto, no había ninguna.
Ganesh dedica su buena tercera parte del libro a la época, relativamente corta, de su preparación, y quizá sea eso lo más valioso del texto. Un crítico anónimo de Letras, de Nicaragua, escribió lo siguiente: "Este capítulo no contiene mucho de lo que popularmente se considera autobiografía. Por el contrario, nos encontramos con una especie de relato de misterio espiritual, con una técnica que no hubiera deshonrado al creador de Sherlock Holmes. Se constatan todos los hechos, se despliegan con todo lujo de detalles las claves espirituales, pero el lector se mantiene en suspenso sobre el resultado hasta la última revelación, cuando salta a la vista que no podría ser otro que el que es."
Sin duda, Ganesh se inspiró en los hindúes de Hollywood, pero lo que dice no les debe nada a ellos. Cuando lo dijo Ganesh era algo bastante nuevo, pero el sendero que siguió ya está demasiado trillado a estas alturas, y no tiene mucho sentido revisarlo aquí.
La Gran Eructadora volvió. Parecía haberse recobrado de la deserción de Rey Jorge, y nada más ver a Ganesh le dijo:
– Quiero hablar contigo a solas, a ver cómo vas con los libros de tu tío. -Tras el examen dijo que se sentía satisfecha-. Sólo hay una cosa que siempre debes recordar. Es algo que decía tu tío. Si quieres curar a la gente, tienes que creerlos, y ellos tienen que saber que les crees. Pero lo primero, la gente tiene que saber quién eres.
– ¿Cómo? ¿Con una furgoneta con altavoces en San Fernando y Princes Town? -sugirió Ganesh.
– Quia, hombre, vaya a ser que lo confundan con las elecciones municipales. ¿Por qué no imprimes unas octavillas y que te las reparta Bissoon? Tiene mucha experiencia y no se las daría a cualquiera.
Leela dijo:
– No pienso dejar que ese hombre toque nada en esta casa. Es una ruina.
– Curioso -dijo Ganesh-. La última vez era una señal. Ahora es una ruina. No le hagas caso a Léela. Voy a ir a ver a Basdeo, a que imprima unas octavillas, y Bissoon las repartirá.
Basdeo estaba un poco más rollizo cuando Ganesh fue a verle por lo de los catálogos -así los llamaba, por consejo de Beharry-, y lo primero que le dijo a Ganesh fue lo siguiente:
– ¿Todavía quieres guardar el molde de tu primer libro? Ganesh no contestó.
– Tengo una sensación rara contigo -dijo Basdeo, rascándose debajo del cuello de la camisa-. Algo me dice que no lo debo desarmar, y ahí lo tengo. Sí. Contigo tengo una sensación rara. -Ganesh siguió sin decir palabra, y Basdeo se animó más-. Una noticia. Ya sabes cuántas invitaciones de boda imprimo y a mí nadie me invita a una boda. Y mira que yo hablo por los codos. Así que he pensado que me voy a invitar a una boda, o sea que me caso.
Ganesh le dio la enhorabuena y a continuación le explicó fríamente lo que deseaba para su catálogo ilustrado -la ilustración era su fotografía-, y cuando Basdeo leyó el original, donde se describían las aptitudes espirituales de Ganesh, movió la cabeza y dijo:
– Pero vamos a ver, ¿me puedes decir por qué está tan loca la gente en un sitio tan pequeño como Trinidad?
Y después de aquello, Bissoon se negó a hacerse cargo de los catálogos y soltó un largo discurso al respecto.
– No me puedo hacer cargo de ese tipo de cosas impresas. Yo soy vendedor, no repartidor. Y mira lo que te digo. Yo empecé de muy pequeño en este negocio, repartiendo programas de teatro. Después me fui a San Fernando, a vender calendarios. No es que tenga yo nada ni contra ti ni contra tu mujer, pero es que tengo que cuidar mi reputación. En esto del negocio del libro hay que andarse con cuidado.
Léela se disgustó más que Ganesh.
– ¿Ves lo que te digo? Ese hombre es una ruina. Menuda charla nos ha dado. Eso es lo que pasa con los indios de Trinidad: que enseguida se les sube a la cabeza.
La Gran Eructadora se lo tomó por el lado bueno.
– Bissoon no es lo que era. Ya no tiene tan buena mano, desde que se marchó su mujer. Se escapó con Jhagru, el barbero de Siparia, hace unos cinco o seis meses. ¡Y Jhagru es un hombre casado, con seis hijos! Bissoon se fue de la boca, diciendo que si iba a matar a Jhagru y que tal, pero no ha hecho nada. Se ha dado a la bebida, nada más. Ganesh, además tú eres un hombre moderno, con estudios, y creo que deberías hacer las cosas a la moderna: poner un anuncio en los periódicos, hijo.
– ¿Un cupón para rellenar? -preguntó Ganesh.
– Pues bueno, pero tienes que poner una foto tuya. La misma del libro.
– Lo mismo que digo yo desde el principio -dijo Léela-. Lo mejor es lo de anunciarse en los periódicos. Así que no hay necesidad de catálogos con eso.
Beharry y Ganesh se aplicaron con el original y al final les salió aquel anuncio, tan provocador: ¿QUIÉN ES ESE TAL GANESH?, que llegaría a ser famoso. Lo de "ese tal" fue idea de Beharry.
Y había algo más. A Ganesh no le hacía ninguna gracia que dijeran que era un simple pandit. Pensaba que era algo más y que tenía derecho a una palabra más importante. Así que, acordándose de los hindúes de Hollywood, clavó un anuncio en el mango: GANESH, místico.
– Queda bien -dijo Beharry, mirándolo de cerca y mordisqueándose los labios mientras se frotaba el vientre bajo la camiseta-. Queda muy bien, pero ¿crees que la gente se va a creer lo de que eres místico?
– Hombre, el anuncio en los periódicos…
– Eso fue hace dos semanas. A la gente ya se le habrá olvidado. Si quieres que la gente se fíe de ti, tienes que empezar con una campaña. Sí, para anunciarte.
– O sea, que no se lo van a creer. Pues vale, vamos a ver si se lo creen o no.
Instaló un cobertizo en el patio, lo cubrió con hojas de carat que tuvo que traerse de Debe y colocó varios expositores, en los que puso unos trescientos ejemplares de sus libros, incluyendo el de Preguntas y respuestas. Léela retiraba los libros por la mañana y volvía a colocarlos por la noche.
– ¡O sea, que no se lo creen! -decía Ganesh.
Después esperó la llegada de los clientes, como él los llamaba.
La mooma de Suruj le dijo a Léela:
– Qué lástima te tengo, Léela, hija. Ganesh se ha vuelto loco esta vez.
– Bueno, es que son los libros, y a ver por qué no va la gente a verlos. Los hay que van por ahí en coches enormes para presumir.
– Pues yo estoy muy contenta de que el poopa de Suruj no lea mucho, y de no haber pasado del tercer grado. Beharry movió la cabeza.
– Sí. Esto de la educación y la lectura es una cosa muy peligrosa. Es de lo primero que le dije yo a Ganesh.
Ganesh esperó un mes. No apareció ni un solo cliente.
– Otros veinte dólares que has tirado con eso de los anuncios -se lamentó Léela-. Y lo del cartel y los libros. Por tu culpa, soy el hazmerreír de Fuente Grove.
– Mira, chica, aquí estamos en el campo, y si la gente no ve las cosas, pues qué le vamos a hacer. Desde mi punto de vista personal, pienso que hay que poner otro anuncio en los periódicos. O sea, una campaña como es debido. Léela dijo entre sollozos:
– Que no hombre, que no. ¿Por qué no dejas eso y coges un trabajo? Fíjate, el primo de la mooma de Suruj, o yo qué sé, Sookram. El chico ha dejado lo de dentista y Sookram lo de sanador y se ha puesto a trabajar como Dios manda. La mooma de Suruj me ha contado que se saca más de treinta dólares a la semana con los americanos. Venga, aunque sólo sea por mí, ¿por qué no te decides a coger un trabajo como Dios manda?
– Es que tú consideras este asunto desde otro punto de vista. Vamos a ver. ¿Tu ciencia del pensamiento te dice que la guerra va a durar siempre? ¿Qué les pasará a Sookram y los demás sanadores cuando los americanos se marchen de Trinidad?
Léela siguió sollozando.
Ganesh esbozó una sonrisa forzada y se puso mimoso:
– Venga, Léela, vamos a poner otro anuncio en los periódicos, con mi fotografía y la tuya. Juntas. Marido y mujer. ¿Quién es el tal Ganesh? ¿Quién es la tal Léela?
Léela dejó de llorar y se le iluminó la cara unos momentos, pero después se echó a llorar otra vez, muy en serio.
– ¡Dios, Dios! Si los hombres hicieran caso a las mujeres, nunca pasaría nada en este mundo. Tiene razón Beharry. La mujer arrincona al hombre. Pues vale. Me dejas otra vez y vuelves con tu padre. A ver si te crees que me importa.
Se metió las manos en los bolsillos y se fue a ver a Beharry.
– ¿No ha habido suerte? -preguntó Beharry, mordisqueándose los labios.
– Qué manía tienes de preguntar idioteces. Pero no te creas que estoy preocupado. Lo que tiene que ser, será.
Beharry se metió una mano debajo de la camiseta. Como bien sabía Ganesh, era la señal de que iba a dar algún consejo.
– Creo que vas a cometer un error pero que muy grande si no escribes la segunda parte del libro. En eso es en lo que te equivocas.
– Mira, Beharry. Hace ya un montón de tiempo que me juzgas como un magistrado de mierda, y me dices en qué me equivoco. Pues ¿sabes una cosa? Que leo un montón de libros de psicología sobre gente como tú, y que lo que dicen esos libros sobre ti no es precisamente agradable, te lo aseguro.
– Si yo sólo me preocupo por ti -dijo Beharry, sacando la mano de debajo de la camiseta.
La mooma de Suruj entró en la tienda.
– Ah, Ganesh. ¿Qué tal?
– ¿Cómo que qué tal? -espetó Ganesh-. ¿Es que no se ve? Beharry dijo:
– Te tengo que proponer algo.
– Pues vale, te escucho. Pero no me hago responsable de lo que pase después de oírte.
– En realidad, es idea de la mooma de Suruj.
– Ya.
– Sí, Ganesh. El poopa de Suruj y yo hemos pensado mucho en ti últimamente. Creemos que no debes llevar pantalones y camisa.
– A un místico no le quedan bien -dijo Beharry.
– Tienes que ponerte dhoti y koortah, como es debido. Anoche, sin ir más lejos, lo hablé con Léela, que vino a comprar aceite. A ella también le parece buena idea.
El enfado de Ganesh empezó a esfumarse.
– Sí, es una idea. ¿Crees que me traerá suerte?
– Eso dice la mooma de Suruj.
A la mañana siguiente, Ganesh se envolvió las piernas en un dhoti y llamó a Léela para que le ayudara a ponerse el turbante.
– Es bonito -dijo Léela.
– Era de mi padre. Me siento raro con él.
– Algo me dice que te va a traer suerte.
– ¿De verdad lo crees? -exclamó Ganesh, y estuvo a punto de besarla.
Ella se apartó.
– Oye, cuidado con lo que haces.
Después Ganesh, una figura vestida de blanco, extraña y chocante, fue a la tienda.
– Pareces un auténtico maharajá -dijo la mooma de Suruj.
– Sí, te queda muy bien -dijo Beharry-. Me pregunto por qué no hay más indios que lleven esta ropa. La mooma de Suruj le advirtió:
– No empieces, ¿me oyes? Ya tienes las piernas lo bastante flacas y parecen ridiculas incluso con pantalones.
– Queda bien, ¿eh? -dijo Ganesh sonriendo. Beharry contestó:
– Nadie diría que fuiste al colegio cristiano de Puerto España. Vamos, si pareces un brahmán de primera.
– Bueno, tengo un presentimiento. Que mi suerte va a cambiar desde hoy mismo.
Dentro, un niño se puso a llorar.
– Pues mi suerte no cambia -dijo la mooma de Suruj-. Cuando no es el poopa de Suruj, son los niños. Mira mis manos, Ganesh. ¿Ves lo gastadas que están? Ya no dejan ni huellas.
Suruj entró en la tienda.
– La niña está llorando, mamá.
La mooma de Suruj se marchó y Beharry y Ganesh se enzarzaron en una discusión sobre la ropa en el transcurso del tiempo. Beharry estaba defendiendo una atrevida opinión, que la ropa no era necesaria en un sitio tan caluroso como Trinidad, cuando se interrumpió bruscamente y dijo:
– Escucha eso.
Por encima del susurro del viento entre las cañas de azúcar se oyó el traqueteo de un automóvil por la carretera llena de baches. Ganesh se puso nervioso.
– Es alguien que viene a verme.
Después se quedó muy tranquilo.
Ante la tienda se detuvo un Chevrolet verde claro de 1935. En el asiento de atrás había una mujer que intentaba hacerse oír por encima del ruido del motor. Ganesh dijo:
– Ve tú a hablar con ella, Beharry.
El motor se apagó antes de que Beharry bajara la escalera de la tienda. La mujer dijo:
– ¿Quién es ese tal Ganesh?
– Ese es el tal Ganesh -contestó Beharry. Y Ganesh estaba de pie, digno y sin sonreír, en el umbral de la tienda.
La mujer le miró de hito en hito.
– Vengo a verle desde Puerto España. Ganesh se dirigió lentamente hacia el coche.
– Buenos días -dijo, pero en su afán de ser correcto resultó un poco brusco y desconcertó a la mujer.
– Buenos días. La mujer titubeó al decirlo.
Hablando con lentitud, porque quería hacerlo debidamente, Ganesh añadió:
– No vivo aquí y no puedo hablar con usted aquí. Vivo más abajo.
– Suba al coche -dijo el taxista.
– Prefiero andar.
Le producía tensión hablar correctamente, y la mujer observó, con evidente satisfacción, que movía los labios en silencio antes de cada frase, como si musitara una oración.
La satisfacción de la mujer se tornó en respeto cuando el coche se detuvo a la puerta de la casa de Ganesh y vio el cartel de GANESH, místico en el mango y la exposición de libros en el cobertizo.
– ¿Lo que vende ahí son libros o qué? -preguntó el taxista.
La mujer le miró de reojo y señaló el cartel con la cabeza. Empezó a decir algo pero, el taxista, al parecer sin motivo alguno, tocó el claxon y ahogó sus palabras.
Léela salió corriendo, pero Ganesh le indicó con una mirada que no se metiera en aquello. A la mujer le dijo:
– Entre en el estudio.
La palabra ejerció el efecto deseado.
– Pero primero, quítese los zapatos aquí, en la galería.
El respeto se tornó en temor. Y cuando la mujer entró en el estudio rozando las cortinas de encaje y vio todos los libros adoptó una expresión de abatimiento.
– Mi único vicio -dijo Ganesh. La mujer se limitó a mirar.
– No fumo. No bebo.
La mujer se sentó torpemente sobre una manta, en el suelo.
– Es una cuestión de vida o muerte, señor, o sea que diga lo que diga, no debe reírse.
Ganesh la miró a la cara.
– Yo jamás me río. Escucho.
– Es por mi hijo. Le sigue una nube. Ganesh no se rió.
– ¿Cómo es la nube?
– Negra. Y cada día se acerca más. Ahora incluso habla con él. El día que la nube lo coja, el chico se muere. Lo he intentado todo. Los médicos de verdad quieren meter al chico en el manicomio de St Ann's, pero ya sabe usted que en cuanto meten a alguien en el manicomio se vuelve loco de remate. Así que, ¿qué hago? Le he llevado al sacerdote. Dice que el chico está poseído, que está pagando por sus pecados. Hace mucho que he visto su anuncio, pero no sabía qué podía hacer usted.
Mientras hablaba, Ganesh garabateaba en uno de sus cuadernos. Escribió: Chico negro bajo una nube negra, y dibujó una gran nube negra.
– No debe preocuparse. Muchas personas ven nubes. ¿Desde cuándo ve su hijo la suya?
– Pues, a decir verdad, la fiesta empezó poco después de la muerte de su hermano.
Ganesh añadió esto a lo de la nube negra en el cuaderno y dijo:
– ¡Hum! -A continuación entonó un breve cántico en hindi, cerró el cuaderno de golpe y tiró el lápiz-. Traiga al chico mañana. Y nada de sacerdotes. Dígame una cosa: ¿usted ve la nube?
La mujer parecía angustiada.
– No. Esa es la historia, que ninguno de nosotros ve la nube. Sólo el chico.
– Bueno, no se preocupe. Lo malo sería que usted realmente viera la nube.
La acompañó hasta el taxi. El taxista estaba durmiendo con The Trinidad Sentinel sobre la cara. Le despertaron, y Ganesh vio cómo se alejaba el coche.
– Mira, yo lo veía venir -dijo Léela-. Te lo dije, que te iba a cambiar la suerte.
– Chica, todavía no sabemos qué va a pasar. Deja que me lo piense.
Se quedó largo rato en el estudio, consultando los libros de su tío. Empezaban a formársele lentamente las ideas cuando entró Beharry, hecho una furia.
– ¿Cómo puedes ser tan desagradecido, Ganesh?
– ¿Pero qué pasa?
Estaba tan enfadado, que Beharry parecía impotente. Se mordisqueó los labios con tal fuerza que no pudo hablar durante unos minutos. Cuando lo consiguió, dijo tartamudeando:
– No me digas que no lo sabes. A ver, ¿por qué no has subido a la tienda a contarme lo que pasaba, eh? Llevas venga y venga de semanas yendo allí, pero hoy se te ha antojado que deje la tienda, con el pequeño Suruj para encargarse de ella, y te tengo que venir a ver yo.
– Venga, hombre, si pensaba ir más tarde.
– A ver, dime: ¿qué va a pasar si entra alguien en la tienda y le da una paliza a Suruj y a la mooma de Suruj y se lo lleva todo?
– Que iba a ir, Beharry. Es que primero estaba pensando un poco.
– Qué va. Estás hecho un presumido, nada más. Ese es el problema con los indios en todo el mundo.
– Pero es que he empezado con esto nuevo, y es muy importante.
– ¿Estás seguro de que puedes hacerlo? Pero si seré tonto… ¡Encima voy y me preocupo por tus cosas! ¿Puedes hacerlo?
– Dios me ayudará un poco.
– Vale, vale. Me puedes contar lo que quieras, pero no me vengas a pedir nada, ¿te enteras?
Y se marchó.
Ganesh se pasó todo el día y la mayor parte de la noche leyendo y pensando, muy concentrado.
– No sé por qué dedicas tanto tiempo a un niño negro -dijo Léela-. Cualquiera diría que estás haciendo los deberes del colegio.
Cuando Ganesh vio al chico a la mañana siguiente pensó que nunca había visto a nadie tan atormentado. Un tormento agudizado por un profundo desamparo. Aunque el chico estaba delgado y tenía los brazos huesudos y frágiles, era evidente que antes estaba fuerte y sano. Tenía los ojos como muertos, sin brillo. No reflejaban un miedo pasajero, sino un miedo constante, tan intenso que ya no le producía ninguna sensación.
Lo primero que le dijo Ganesh al chico fue lo siguiente:
– Mira, hijo, no tienes que preocuparte. Quiero que sepas que puedo ayudarte. ¿Tú crees que puedo ayudarte?
El chico no hizo nada, pero a Ganesh le dio la impresión de que retrocedía un poco.
– ¿Cómo voy a saber que no se está riendo de mí, como en el fondo hace todo el mundo?
– ¿Yo me estoy riendo? Yo te creo, pero tú también tienes que creerme.
El chico miró los pies de Ganesh.
– Algo me dice que eres buen hombre, y te creo. Ganesh le pidió a la madre del chico que saliera de la habitación, y cuando hubo salido, preguntó:
– ¿Ahora ves la nube?
El chico miró a Ganesh a la cara por primera vez.
– Sí. -Su voz estaba a medio camino entre el susurro y el grito-. Está aquí mismo, y sus manos se me acercan, cada vez más grandes.
– ¡Dios mío! -gritó Ganesh-. Yo también la veo. ¡Dios mío!
– ¿La ve? ¿La ve? -El chico abrazó a Ganesh-. ¿Lo ve, cómo me persigue? ¿Ve esas manos que tiene? ¿No oye lo que dice?
– Tú y yo es uno -dijo Ganesh, todavía un poco agitado, pero sin preocuparse por la corrección del idioma-. ¡Dios mío! ¿No oyes los latidos de mi corazón? Sólo tú y yo lo vemos porque tú y yo es uno. Pero mira qué te voy a decir. Tú tienes miedo de la nube, pero la nube tiene miedo de mí. Fíjate, yo llevo años y años dando palizas a nubes como esa. O sea, que mientras estés conmigo, no te hará daño.
Al chico se le llenaron los ojos de lágrimas y abrazó con más fuerza a Ganesh.
– Sé que es un buen hombre.
– No puede hacerte nada mientras yo esté a tu lado. Verás: tengo poderes sobre estas cosas. Mira todos esos libros que hay en la habitación, y los escritos de las paredes y todo. Me ayudan a conseguir el poder que tengo y la nube les tiene miedo. Así que tú no te asustes. Y ahora, dime cómo pasó.
– Mañana es el día.
– ¿Qué día?
– Viene a por mí mañana.
– No digas bobadas. Vale, viene mañana, ¿pero cómo te va a llevar si estás conmigo?
– Lo lleva diciendo un año.
– ¿Cómo? ¿Qué llevas un año viéndola?
– Y cada vez es más grande.
– Bueno, vamos a ver. Tenemos que dejar de hablar de ella como si nos diera miedo. Estas cosas saben cuándo les tienes miedo, ¿sabes?, y entonces se ponen como fieras. ¿Qué tal vas en el colegio?
– Lo he dejado.
– ¿Y tus hermanos y hermanas?
– No tengo hermanas.
– ¿Y tus hermanos?
El chico emitió un fuerte grito.
– Mi hermano está muerto. El año pasado. Yo no quería verle muerto. Yo no quería que Adolphus se muriese.
– Eh, un momento. ¿Quién dice que querías que se muriese?
– Todo el mundo. Pero no es verdad.
– ¿Murió el año pasado?
– Mañana hará un año justo.
– Cuenta cómo murió.
– Le dio un golpe un camión. Le aplastó contra una pared y le hizo pedazos. Pero todo el rato intentó escaparse. Intentó salir y lo único que pudo hacer fue sacar un pie del zapato, el izquierdo. El tampoco quería morirse. Y el hielo se derretía al sol y corría por la acera al lado de la sangre.
– ¿Tú lo viste?
– Yo no lo vi, yo tendría que haber ido a por el hielo, no él. Mamá me pidió que fuera a comprar hielo para el zumo de pomelo y yo se lo pedí a mi hermano, y fue y le pasó eso. El sacerdote y todo el mundo dice que fue culpa mía y que tengo que pagar por mis pecados.
– ¿Pero quién es el imbécil que te dice eso? Bueno, es igual. Ahora no debes hablar de ello. Pero acuérdate: tú no eres el responsable. No fue culpa tuya. Yo veo más claro que el agua que tú no querías que tu hermano muriese. Y a esa nube, mañana mismo le arreglamos las cuentas, cuando se acerque tanto a ti que yo la cogeré, y se va a enterar.
– ¿Sabe una cosa, señor Ganesh? Creo que la nube le está cogiendo miedo a usted.
– Mañana la vamos a hacer correr, ya lo verás. ¿Quieres dormir aquí esta noche?
El chico sonrió, un tanto perplejo.
– Vale. Pues te vas a casa. Mañana ajustamos las cuentas a la señora Nube. ¿A qué hora dices que viene a por ti?
– No se lo he dicho. A las dos.
– A las dos y cinco vas a ser el chico más feliz del mundo. Puedes creerme.
La madre del chico y el taxista estaban sentados en la galería, el taxista en el suelo, con los pies en los escalones.
– El chico se va a poner bien -dijo Ganesh.
El taxista se levantó, se sacudió los fondillos del pantalón y escupió en el patio: por poco no le dio a los libros de Ganesh que estaban expuestos. La madre del chico también se levantó, y rodeó con un brazo los hombros de su hijo. Miró inexpresiva a Ganesh.
Cuando se marcharon, Léela dijo:
– Oye, a ver si puedes ayudar a esa señora. Me da mucha lástima. Ha estado aquí todo el rato, sin decir ni media palabra, con una carita de tristeza…
– Mira, chica, es el caso más importante que te puedes encontrar en el mundo. Sé que ese chico se muere mañana a menos que yo haga algo. Es una sensación muy rara, como si estuvieras viendo una obra de teatro y luego te das cuenta de que están matando de verdad a la gente en el escenario.
– ¿Pues sabes lo que he estado pensando? Que no me cae nada bien el taxista. O sea, viene aquí, ve todos los libros, y no dice nada. Va y me pide agua y esto y lo otro y ni siquiera me dice un triste "gracias". Y resulta que está ganando un montón de dinero trayendo aquí a esa pobre gente.
– Vamos a ver, ¿por qué tienes que ser como tu padre? ¿Por qué quieres distraerme de lo que estoy haciendo? ¿Es que prefieres que me ponga de taxista?
– No, si yo sólo estaba pensando.
Una vez que se hubo lavado las manos, después de comer, Ganesh dijo:
– Léela, tráeme la ropa, o sea, la occidental.
– ¿Adonde vas?
– Tengo que ver a alguien en lo del petróleo.
– ¿Y para qué?
– ¡Tonnerre! Anda que no preguntas cosas. Beharry y tú sois igualitos.
Léela no preguntó nada más y obedeció. Ganesh se cambió de ropa: pantalones y camisa en lugar de dhoti y koortah. Y antes de salir dijo:
– Pues mira, a veces me alegro de haber estudiado.
Volvió horas más tarde, radiante, y se puso de inmediato a recoger el dormitorio. Lo que decía Léela le daba igual. Colocó la cama en el cuarto de estar, el estudio, y la mesa del estudio en el dormitorio. Puso la mesa boca abajo y un biombo de tres hojas alrededor de las patas. Le dijo a Léela que colgara una gruesa cortina en la ventana, y revisó minuciosamente las paredes de madera para tapar todas las rendijas por las que pudiera colarse la luz. Colocó de otra forma las estampas y las citas, y le dio lugar de preferencia a la diosa Lakshmi, por encima de la mesa patas arriba, tapada con el biombo. Debajo de la diosa colocó una palmatoria.
– Da mucho susto -dijo Léela.
Ganesh recorrió la habitación en penumbra, frotándose las manos y tarareando una canción de una película hindú.
– No importa si dormimos en el estudio.
Después decidieron qué iban a hacer al día siguiente.
Quemaron alcanfor e incienso durante toda la noche en el dormitorio, y muy de mañana, Ganesh se levantó para ver cómo olía la habitación.
Léela todavía estaba dormida. Ganesh la sacudió por un hombro.
– Niña, huele bien y todo parece bien. Anda, levántate y ordeña la vaca. La ternera está mugiendo.
Se bañó mientras Léela ordeñaba la vaca y limpiaba el establo; hizo puja mientras Léela preparaba el té y roti, y cuando Léela empezó a arreglar la casa, se fue a dar un paseo. El sol no había empezado a picar; las hojas de las hierbas altas aún estaban escarchadas de rocío y los dos o tres hibiscos polvorientos de la aldea tenían flores rosas, frescas, que se encogerían antes de mediodía.
– Hoy es el gran día -dijo Ganesh en voz alta, y volvió a rezar por el éxito.
Poco después de las doce llegaron el chico, su madre y su padre, en el mismo taxi del día anterior. Vestido de nuevo con sus prendas hindúes, Ganesh le saludó en hindi, y Léela tradujo, como habían acordado. Se quitaron los zapatos en la galería y Ganesh los acompañó hasta el dormitorio en penumbra, con aroma a alcanfor e incienso e iluminado únicamente por la vela bajo la representación de Lakshmi en el loto. Las demás estampas apenas se veían en la semioscuridad: un corazón sangrante atravesado por cuchillos, supuesto retrato de Cristo, dos o tres cruces y otros dibujos de dudoso significado.
Ganesh sentó a sus clientes ante la mesa tapada por el biombo y a continuación se sentó tras el biombo, de modo que no le vieran. Con el largo y negro pelo suelto, Léela se sentó delante de la mesa, frente al chico y sus padres. En la oscuridad de la habitación resultaba difícil ver algo más que las camisas blancas del chico y su padre.
Ganesh empezó a salmodiar en hindi.
Léela le dijo al chico:
– Pregunta si crees en él.
El chico asintió, sin convicción.
Léela le dijo a Ganesh en inglés:
– Me parece que en realidad no cree en ti.
Y a continuación lo repitió en hindi. Le dijo al chico:
– Dice que tienes que creer. Ganesh continuó salmodiando.
– Dice que tienes que creer, aunque sea dos minutos, porque si no crees en él completamente, él también morirá.
El chico gritó en medio de la oscuridad. La vela se consumía lentamente.
– ¡Creo en él! ¡Creo en él! Ganesh siguió salmodiando.
– Creo en él. No quiero que se muera también.
– Dice que sólo será lo suficientemente fuerte para matar la nube si crees en él. Necesita toda la fuerza que puedes darle. El chico dejó la cabeza colgando.
– No dudo de él. Léela dijo:
– Ha cambiado la nube. Ya no te sigue a ti. Le persigue a él. Si no crees, la nube le matará, y después te matará a ti, y a mí y a tu madre y a tu padre.
La madre del chico gritó:
– ¡Ya estás creyendo, Héctor! ¡Ahora mismo! Léela insistió:
– Tienes que creer, tienes que creer.
Ganesh dejó de salmodiar de repente y el silencio estremeció la habitación. Se levantó de detrás del biombo y, otra vez salmodiando, se acercó al chico y le pasó las manos de una forma curiosa por la cara, la cabeza y el pecho.
Léela repitió:
– Tienes que creer. Estás empezando a creer. Le estás dando tu fuerza. Está tomando tu fuerza. Estás empezando a creer, está tomando tu fuerza, y la nube está asustada. La nube sigue avanzando, pero está asustada. Viene, pero está asustada.
Ganesh volvió tras el biombo.
Léela dijo:
– La nube llega. Héctor dijo:
– Sí que creo en él.
– Se acerca. Ya casi está aquí. Todavía no está en la habitación, pero se acerca. No se le puede resistir. Ganesh salmodiaba con frenesí.
Léela dijo:
– Está empezando la lucha entre ellos. Ya ha empezado. ¡Ay, Dios mío! La nube va a por él, no a por ti. ¡Dios mío! ¡La nube se está muriendo! -gritó Léela, y al mismo tiempo se oyó un ruido, como una explosión sofocada, y Héctor exclamó:
– ¡Dios mío! Lo veo. Me está dejando. Lo noto: me está dejando.
La madre dijo:
– Ay, Héctor, Héctor. No es una nube. Es el diablo. El padre de Héctor dijo:
– Y yo veo cuarenta diablillos con él.
– ¡Ay, Dios mío! -exclamó Héctor-. ¿Veis cómo matan la nube? Mira, mamá, la están rompiendo. ¿Lo ves?
– Sí, hijo. Lo veo. Está cada vez más fina. Está muerta.
– ¿Lo ves, papá?
– Sí, Héctor. Lo veo.
Y madre e hijo se echaron a llorar, aliviados, mientras Ganesh continuaba con la salmodia y Léela se desplomaba en el suelo. Héctor gritaba:
– ¡Mamá, se ha marchado! ¡Se ha marchado!
Ganesh dejó de salmodiar. Se levantó y los llevó a la habitación de fuera. El aire estaba más fresco y la luz parecía deslumbrante. Era como entrar en un mundo nuevo.
– Señor Ganesh -dijo el padre de Héctor-. No sé qué podemos hacer para agradecérselo.
– Lo que quieran. Si quieren recompensarme, no diré que no, porque tengo que vivir de algo. Pero no quiero que se esfuercen. La madre de Héctor dijo:
– Pero ha salvado una vida.
– Es mi deber. Si quieren mandarme algo, pues bien. Pero no vayan por ahí hablando a la gente de mí. Este trabajo no te permite coger demasiadas cosas. Con un caso como este, a veces me quedo agotado durante una semana.
– Lo entiendo -dijo la mujer-. Pero no se preocupe. Vamos a mandarle cien dólares en cuanto lleguemos a casa. Se los merece.
Ganesh los despidió apresuradamente.
Cuando volvió a entrar en la pequeña habitación, la ventana estaba abierta y Léela descolgaba las cortinas.
– ¡Chica, no sabes lo que haces! -gritó-. Estás perdiendo el olfato. Ya vale, ¿me oyes? Esto es sólo el principio. Fíjate en lo que te digo: dentro de nada, esta casa se va a llenar de gente de toda Trinidad.
– Retiro todas las cosas malas que he dicho y he pensado de ti. Hoy me has hecho sentir pero que muy bien. Por mí, Soomintra puede quedarse con su tendero y su dinero. Pero una cosa: no me vuelvas a pedir que me suelte el pelo ni meterme en este lío.
– No lo vamos a hacer más. Sólo quería asegurarme esta vez. Les sienta bien, eso de oírme hablar en una lengua que no entienden. Pero la verdad es que no hace falta.
– ¿Sabes una cosa? Que yo vi la nube.
– La madre ve un diablo, el padre cuarenta diablillos, el chico una nube, y tú vas y dices que también has visto la nube. Mira, chica: diga lo que diga la mooma de Suruj sobre lo de la educación, a veces tiene su utilidad.
– ¡Pero bueno! ¡No me digas que ha sido un truco! Ganesh no dijo nada.
No apareció nada en los periódicos sobre este acontecimiento, pero al cabo de dos semanas toda Trinidad sabía de la existencia de Ganesh y sus poderes. La noticia se propagó gracias a la rumorología local, el servicio de Negrograma, eficaz y poco menos que clarividente. A medida que Negrograma divulgaba la noticia, se magnificaban los éxitos de Ganesh, y sus poderes alcanzaban la categoría de olímpicos.
Se presentó la Gran Eructadora, que había estado en Icacos, en un funeral, y se echó a llorar en el hombro de Ganesh.
– Al fin has descubierto para qué tienes mano -dijo.
Léela escribió a Ramlogan y a Soomintra.
Beharry fue a casa de Ganesh a presentar sus respetos y a solucionar lo de la pelea. Reconoció que ya no procedía que Ganesh fuera a la tienda a charlar.
– La mooma de Suruj estaba convencida desde el principio de que tenías poderes.
– También lo notaba yo. ¿Pero no es curioso que pensara desde hace tiempo que tengo mano para sanar?
– Pero si tienes más razón que un santo, hombre.
– ¿Qué quieres decir?
Beharry se mordisqueó los labios.
– Que eres el sanador místico.