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Al cabo de un mes, Ganesh no podía atender a más clientes de los que atendía.
No se imaginaba que hubiera tantas personas en Trinidad con problemas espirituales. Pero lo que le sorprendía aún más era el alcance de sus poderes. Nadie conjuraba mejor que él a los malos espíritus, ni siquiera en Trinidad, donde había tantos que la gente había adquirido habilidad para enfrentarse a ellos. Nadie sabía atar mejor una casa, ceñirla, es decir, con lazos espirituales a prueba del espíritu más osado. Si se topaba con alguno especialmente rebelde, siempre tenía los libros que le había dado su tía. De modo que no eran nada para él: ni bolas de fuego, ni soucuyants ni loups-garoux.
Así ganó la mayor parte del dinero. Pero lo que realmente le gustaba era un problema que requiriese todos sus poderes intelectuales y espirituales. Como la Mujer Que No Podía Comer. Esa mujer notaba que la comida se le transformaba en agujas en la boca, que le sangraba. La curó. Y a Amante. Amante era todo un personaje en Trinidad. Le ponían su nombre a caballos de carreras y pichones, pero a sus amigos y familiares les avergonzaba que un ciclista de carreras de éxito se enamorase de su bicicleta y le hiciese el amor abiertamente de una forma muy curiosa. También a él le curó.
Así que el prestigio de Ganesh aumentó de tal modo que quienes iban a verle enfermos se marchaban sanos. A veces, ni siquiera él sabía por qué.
Tenía el prestigio asegurado por sus conocimientos. Sin ellos, fácilmente le habrían considerado un taumaturgo más de los muchos que plagaban Trinidad. Casi todos eran farsantes. Conocían un par de encantamientos ineficaces pero carecían de inteligencia y simpatía para nada más. Su método para atajar a los espíritus seguía siendo primitivo. Supuestamente, dar una patada brusca en la espalda a una persona poseída cogía al espíritu por sorpresa y lo expulsaba. Era por estos ignorantes por lo que la profesión tenía mala fama. Ganesh la elevó y dejó sin trabajo a los charlatanes. Cualquier hombre obeah estaba dispuesto a autoproclamarse místico, pero la gente de Trinidad sabía que Ganesh era el único místico auténtico de la isla.
Nunca se tenía la sensación de que fuera un farsante, ni podían negarse su cultura y sus conocimientos, con todos aquellos libros que poseía. Y no eran sólo los conocimientos de los libros. Podía hablar casi de cualquier tema. Por ejemplo, tenía sus opiniones sobre Hitler y sabía cómo acabar con la guerra en dos semanas. "Hay una manera", decía. "Sólo una. Y en catorce días, incluso trece, ¡zas!: ¡adiós guerra!" Pero la mantenía en secreto. Y también podía discutir sobre religión con sensatez. No era intolerante. Le interesaban tanto el cristianismo y el islam como el hinduismo. En el santuario, en el antiguo dormitorio, tenía dibujos de Jesús y María junto a Krisna y Visnú, y una media luna y una estrella que representaban el islam iconoclasta. "Todos tienen el mismo Dios", decía. Caía bien a cristianos y musulmanes, y dispuestos como siempre a aventurarse con nuevos dioses en sus oraciones, a los hindúes no les parecía mal.
Pero más que sus poderes, conocimientos o tolerancia, la gente admiraba su caridad. No cobraba unos honorarios fijos y aceptaba lo que le dieran. Cuando alguien se lamentaba de ser pobre y al mismo tiempo de que le perseguía un espíritu del mal, Ganesh se encargaba del espíritu y renunciaba a sus honorarios. La gente empezó a decir: "No es como los demás. Esos sólo van a por el dinero, pero Ganesh es un buen hombre."
Sabía escuchar. La gente le abría su alma y él no les hacía sentirse incómodos. Tenía una forma de hablar flexible. Con las personas sencillas hablaba en dialecto. Con quienes parecían pomposos, escépticos o decían: "Es la primera vez en mi vida que acudo a alguien como usted" hablaba con la mayor corrección posible, y su pausada pronunciación daba peso a sus palabras, y se ganaba su confianza.
De modo que a Fuente Grove llegaban clientes de todos los rincones de Trinidad. Al poco tuvo que derruir el cobertizo de los libros y levantar una carpa con techo de bambú para albergarlos. Llevaban sus tristezas a Fuente Grove, pero hacían que el pueblo pareciera animado. A pesar de la aflicción reflejada en sus rostros y actitudes, llevaban ropa de colores tan alegres como si fueran a una boda: velos, corpinos, faldas de un rosa, amarillo, azul o verde chillón.
El servicio de Negrograma sostenía que incluso la mujer del gobernador había ido a ver a Ganesh. Cuando le preguntaron sobre el particular, se puso serio y cambió de tema.
Los sábados y domingos descansaba. Los sábados y domingos iba a San Fernando y compraba libros por valor de unos veinte dólares, más de quince centímetros, y los domingos, por la costumbre, cogía los libros nuevos y subrayaba párrafos al azar, aunque ya no tenía tiempo para leerlos tan detenidamente como hubiera querido.
También los domingos, Beharry iba a su casa por la mañana, para charlar. Pero había experimentado un cambio. Parecía sentirse avergonzado ante Ganesh y no tan dispuesto para la conversación como antes. Se sentaba en la galería y se limitaba a mordisquearse los labios y a asentir a cuanto Ganesh decía.
Ahora que Ganesh había dejado de ir a casa de Beharry empezó a hacerlo Léela. Le había dado por llevar sari y parecía más delgada y frágil. Hablaba con la mooma de Suruj sobre el trabajo de Ganesh y sobre el cansancio que ella sentía.
En cuanto Léela se marchaba, la mooma de Suruj estallaba.
– ¿Pero la has oído, poopa de Suruj? ¿Has visto lo pronto que empiezan a presumir los indios? Eso, sí, no es él quien me molesta, sino ella. ¿No has oído todo eso que me ha contado, que si quiere tirar la casa y levantar otra? ¿Y esa bobada del sari? Toda la vida por ahí con corpiño y falda larga, ¿y ahora le da por el sari?
– Oye, que fue idea tuya que Ganesh se pusiera dhoti y turbante. A ver por qué no va a llevar Léela sari.
– No tienes vergüenza ninguna, poopa de Suruj. Te tratan como a un perro y encima los defiendes. Y además, una cosa es el dhoti de él y otra cosa el sari de Léela. ¿Y las demás tonterías que me ha soltado ahí sentada esa delgaducha? Que si estaba muy cansada y que si necesitaba vacaciones. ¿Pero es que alguna vez ha tenido vacaciones? ¿Y yo? ¿Y Ganesh? ¿Y tú? ¡Vacaciones! Venga a trabajar como una burra limpiando el establo y haciendo mil cosas que yo no haría ni loca, y nunca ha abierto la boca para decir que si el cansancio y las vacaciones. Lo que pasa es que se ve con un poco de dinero en el bolsillo y por eso le da por las tonterías, ¿entiendes?
– Oye, no está bien hablar así. Cualquiera que te oiga va a pensar que tienes envidia.
– ¿Quién, yo? ¿Yo envidia de ella? ¡Lo que tengo que aguantar de vieja! -Beharry desvió la mirada-. A ver, poopa de Suruj. ¿Por qué voy a tener envidia de una flaca que ni siquiera puede tener un hijo? A mí no se me ocurre dejar a mi marido ni abandonar mis obligaciones. No es de mí de quien te tienes que quejar. Son ellos los desagradecidos. -Guardó silencio y añadió solemnemente-: Recuerdo cómo recogimos a Ganesh y le ayudamos y le dimos de comer. Hicimos mil cosas por él. -Volvió a guardar silencio, antes de espetar-: ¿Y qué nos devuelve?
– Oye, no queríamos nada a cambio. Sólo cumplimos con nuestro deber.
– Mira lo que nos devuelve. Cansancio. Vacaciones.
– Sí, vale,
– No me haces caso, poopa de Suruj. Todos los domingos, de buena mañana, saltas de la cama y te vas corriendo a besarle los pies a ese hombre como si fuera un dios.
– Mira, Ganesh es un gran hombre y yo debo ir a verle. Si me trata mal, es cosa suya, no mía.
Y cuando Beharry iba a ver a Ganesh, decía:
– La mooma de Suruj no se encuentra bien esta mañana. Si no, habría venido. Pero manda recuerdos.
Lo que más satisfizo a Ganesh durante aquellos primeros meses místicos fue el éxito de sus Preguntas y respuestas.
Fue Basdeo, el impresor, quien descubrió las posibilidades. Fue a Fuente Grove un domingo por la mañana y se encontró a Ganesh y a Beharry sentados sobre unas mantas en la galería. Con dhoti y camiseta, Ganesh leía The Sentinel (entonces le llevaban el periódico a casa todos los días). Beharry tenía la mirada fija y se mordisqueaba los labios.
– Es lo que te dije -dijo Basdeo tras los saludos. Estaba algo más que un poco rechoncho y cuando se sentó cruzó las piernas con dificultad-. Todavía guardo el molde de tu libro, pandit. ¿Te acuerdas? Te dije que tenía una sensación especial contigo. Es un libro bueno de verdad, y en mi opinión, debería tener la oportunidad de leerlo más gente.
– Todavía me quedan más de novecientos ejemplares.
– Pues los vendes a dólar cada uno, pandit. La gente te los va a quitar de las manos, te lo digo yo. No hay de qué avergonzarse. Cuando los acabes, hago otra edición…
– Edición revisada -intervino Beharry, pero en voz muy baja, y Basdeo no le hizo caso.
– Otra edición, pandit. Cubierta de tela, sobrecubierta, papel más grueso, más ilustraciones.
– Edición de lujo -dijo Beharry.
– Exacto. Una bonita edición de lujo. ¿Qué te parece, sahib? Ganesh sonrió y dobló The Sentinel con sumo cuidado.
– ¿Cuánto va a sacar de esto la Imprenta Eléctrica Élite?
Basdeo no sonrió.
– Esta es la idea, sahib. Imprimo el libro a mi costa. En una edición de lujo bien grande. Traemos los libros aquí. Hasta entonces, tú no pagas ni un centavo. Vendes cada libro a dos dólares. Por cada uno te llevas un dólar. No tienes que mover ni un dedo. Y es un libro bueno y santo, sahib.
– ¿Y los demás vendedores? -preguntó Beharry. Basdeo se volvió hacia él con recelo.
– ¿Qué vendedores? Sólo el pandit y yo vamos a ocuparnos de los libros. Sólo Ganesh y yo, pandit, sahib. Beharry se mordisqueó los labios.
– Es buena idea, y un buen libro.
De modo que 101 preguntas y respuestas sobre la religión hindú fue el primer best seller de la historia editorial de Trinidad. La gente estaba dispuesta a pagarlo. Los simples lo compraban como amuleto; los pobres porque era lo mínimo que podían hacer por el pandit Ganesh, pero a la mayoría les interesaba de verdad. Sólo se vendía en Fuente Grove y ya no hacía falta la buena mano de Bissoon para las ventas.
Sin embargo, Bissoon fue a pedir unos cuantos ejemplares. Parecía más alto y más delgado, y a unos ciento cincuenta metros de distancia no se le confundía con un niño. Había envejecido mucho. Su traje estaba raído y lleno de polvo, la camisa sucia, y no llevaba corbata.
– La gente ya no me compra nada, sahib. Algo ha pasado. Pienso que con tu catecismo me volverá la buena mano y la suerte.
Ganesh le explicó que Basdeo era el responsable de la distribución.
– Y no quiere vendedores. Yo no puedo hacer nada, Bissoon. Lo siento.
– Es mi suerte, sahib.
Ganesh levantó un extremo de la manta en la que estaba sentado y sacó unos billetes de cinco dólares. Contó cuatro y se los ofreció a Bissoon.
Para su sorpresa, Bissoon se puso de pie, como en los viejos tiempos, se sacudió la chaqueta y se enderezó el sombrero.
– ¿Te crees que he venido aquí a pedir limosna, Ganesh? Yo era alguien pero que muy importante cuando tú todavía llevabas pañales, ¿y ahora me quieres dar limosna?
Y se marchó.
Fue la última vez que Ganesh le vio. Durante mucho tiempo nadie supo qué había sido de él, ni siquiera la Gran Eructadora, hasta que un domingo por la mañana Beharry dio la noticia de que la mooma de Suruj creía haberle visto fugazmente con uniforme azul en el patio del Asilo de los Pobres de Western Main Road, en Puerto España.
Un domingo, Beharry dijo:
– Pandit, creo que debo decirte una cosa, pero no sé por dónde empezar. Debo decírtelo porque no me gusta oír a la gente ensuciando tu nombre.
– Ah.
– La gente dice cosas malas, pandit.
Leela, alta, delgada, frágil con el sari, salió a la galería.
– Vaya, Beharry. Tienes buen aspecto. ¿Qué tal? ¿Y la mooma de Suruj? ¿Y Suruj y los niños? ¿Todos bien?
– ¡Ah! -exclamó Beharry, como para disculparse-. Bien están. Pero, ¿y tú, Leela? Últimamente pareces muy enferma.
– Qué sé yo, Beharry. Con un pie en la tumba, como se suele decir. No sé qué me pasa, pero estoy tan cansada… Hay tantas cosas que hacer… Es que tengo que coger vacaciones.
Se desplomó en el otro extremo de la galería y empezó a abanicarse con The Sunday Sentinel.
Beharry dijo:
– Ay, maharaní -y se volvió hacia Ganesh, que no le hacía el menor caso a Leela-. Pues sí, pandit. La gente se queja.
Ganesh no dijo nada.
– Hay quien dice incluso que eres un ladrón. Ganesh sonrió.
– No se quejan de ti, pandit. -Beharry se mordisqueó los labios, angustiado-. Es de los taxistas. Ya sabes lo difícil que es llegar hasta aquí, y los taxistas cobran hasta cinco chelines.
Ganesh dejó de sonreír.
– ¿Y es verdad?
– Es verdad, pandit, que Dios me ayude. Y lo malo es que la gente dice que tú eres el dueño de los taxis, pandit, y que si no cobras por la ayuda que das a la gente es porque lo sacas de los taxis.
Léela se levantó.
– Mira, creo que voy a echarme un ratito. Beharry, le des recuerdos míos a la mooma de Suruj. Ganesh no la miró.
– De acuerdo, maharaní -dijo Beharry-. Y tienes que cuidarte mucho.
– Pero mira, Beharry, aquí vienen muchos taxis.
– Ahí te equivocas, pandit. Sólo son cinco. Siempre los mismos. Y todos cobran el mismo precio.
– ¿Y de quién son esos taxis?
Beharry se mordisqueó los labios y jugueteó con el extremo de la manta.
– Ay, pandit, ahí está lo malo. No me di cuenta yo. Fue la mooma de Suruj. Esta mujer y los otros, pandit, se dan cuenta de cosas que nosotros no vemos ni con lupa. Son más listos que el mismo diablo.
Beharry se echó a reír. Ganesh estaba serio. Beharry bajó la vista hacia su manta.
– ¿De quién son los taxis?
– Me da vergüenza decírtelo, pandit, pero es tu suegro. Eso dice la mooma de Suruj. Ramlogan, el de Fourways. Lleva ya sus buenos tres meses mandando esos taxis aquí.
– ¡Aja!
Ganesh se levantó bruscamente de la manta y entró en la casa. Beharry le oyó gritar.
– ¡Mira, chica, a mí me da igual que estés cansada! Para contar dinero nunca estás cansada. Lo que quiero son hechos. Tu padre y tú sois buenos comerciantes: comprar, vender, hacer dinero, dinero.
Beharry le escuchaba, complacido.
– No es idea de tu padre. Es demasiado simplón. Es idea tuya, ¿eh? A tí y a tu padre os da igual el nombre que yo tengo aquí, con tal de sacar dinero. ¿Pues sabes lo que te digo? Que es mi dinero. A ver, hace un año, ¿cuántos coches venían a Fuente Grove en un mes? Uno, dos. ¿Y ahora? Cincuenta, hasta cien. ¿Y por quién? ¿Por tu padre o por mí?
Beharry oyó llorar a Léela. Después un bofetón. El llanto cesó. Oyó los pesados pasos de Ganesh al volver a la galería.
– Eres un buen amigo, Beharry. Esto lo arreglo yo ahora mismo.
Antes del mediodía, Ganesh había comido, se había vestido -no con ropa occidental, sino con su habitual atuendo hindú- y se dirigía a Fourways en taxi. Era uno de los de Ramlogan. El conductor, un hombrecillo gordo que rebotaba alegremente en el asiento, manejaba el volante casi como si le tuviera cariño. Cuando no le hablaba a Ganesh entonaba un cántico en hindi, que al parecer sólo tenía tres palabras: Dios sea alabado. Explicó lo siguiente:
– Mire, pandit. Nos quedamos cinco taxistas en Princes Town o San Fernando, y vamos y le decimos a la gente que si le van a ver a usted sólo pueden venir en nuestros coches, porque así lo dice usted. Bueno, eso es lo que dice el señor Ramlogan. Pero a mí me parece bien, porque nos bendice el taxi. -Volvió a entonar el Dios sea alabado unas cuantas veces-. ¿Qué le parecen sus estampas, sahib?
– ¿Qué estampas?
El taxista volvió a entonar el cántico.
– Lo de la puerta, donde otros taxis llevan la tarifa.
Era una representación enmarcada de la diosa Lakshmí, de pie, como siempre, en un loto, editada por Gita Press, de Gorakhpur, India. No había tarifa.
– Es una idea estupenda, sahib. El señor Ramlogan dice que es idea de usted, y todos nosotros, los de los cinco taxis, nos quitamos el sombrero ante usted, sahib. -Se puso serio-Te sientes bien, sahib, llevando un taxi con una estampa sagrada, sobre todo si la ha bendecido usted. Y a la gente también le gusta.
– ¿Pero qué pasa con los demás taxistas?
– Ah, sahib. Ahí está lo malo: cómo quitarse de encima a esos hijos de perra. Hay que tener mucho cuidado con ellos. Mienten más que hablan. Ah, y Sookhoo se encontró uno el otro día que estaba pegando su estampa sagrada, por su cuenta.
– ¿Qué hizo ese Sookhoo?
El taxista se echó a reír y volvió a cantar.
– Sookhoo es listo, sahib. Cogió el coche, le quitó la manivela y le dijo más tranquilo que todas las cosas que si no dejaba de hacer el idiota usted le iba a echar un hechizo al coche.
Ganesh se aclaró la garganta.
– Así es Sookhoo, sahib. Pero atención al resultado. Ni dos días habían pasado cuando aquel hombre tiene un accidente. Un accidente pero que muy malo.
El taxista se puso a cantar otra vez.
Ramlogan tuvo abierta la tienda toda la semana. Estaba prohibido por ley vender comestibles los domingos, pero no existía normativa contra la venta de bollos, gaseosa o cigarrillos en tales días.
Estaba sentado en el taburete, detrás del mostrador, sin hacer nada, simplemente mirando la carretera, cuando paró un taxi del que salió Ganesh. Ramlogan tendió los brazos y se echó a llorar.
– Ah, sahib, sahib. Has perdonado a un pobre viejo. Yo no quería echarte aquel día, sahib. Desde entonces no paro de pensar y decir: "Ramlogan, ¿qué pasa con tu carácter? Ay, Ramlogan, ¿qué pasa con tu sentido de los valores?" Día y noche, sahib, no paro de rezar para que me perdones.
Ganesh se echó el extremo de la chalina verde de borlas sobre un hombro.
– Tienes buen aspecto, Ramlogan. Te estás poniendo gordo. Ramlogan se enjugó las lágrimas.
– Sólo son gases, sahib. -Se sonó la nariz-. Sólo gases. -Estaba más gordo y canoso, más grasiento y mugriento-. Anda, sahib, te sientes. Tú por mí no te preocupes. Yo estoy bien. ¿Te acuerdas, sahib, cuando venías siendo un chico a la tienda de Ramlogan y te sentabas justo ahí y hablabas con el viejo? Qué bien hablabas, sahib. A mí me dejaba pasmado, oír las ideas que tenías ahí detrás del mostrador. Pero ahora -agitó las manos, señalando la tienda y volvieron a llenársele los ojos de lágrimas-, todo el mundo me ha dejado. Solo. Soomintra ni siquiera quiere acercarse a mí.
– No es de Soomintra de lo que he venido a hablar.
– Ay, sahib. Ya sé que vienes para consolar a un viejo que han dejado solo. Soomintra dice que soy demasiado anticuado. Y Léela, siempre está contigo. ¿Por qué no te sientas, sahib? No está sucio. Sólo lo parece.
Ganesh no se sentó.
– Ramlogan, vengo a comprarte los taxis. Ramlogan dejó de llorar y se bajó del taburete.
– ¿Los taxis, sahib? ¿Pero qué te importan a ti los taxis? -Se echó a reír-. Un hombre con estudios como tú…
– Ochocientos dólares cada uno.
– Ah, sahib, ya sé que lo que quieres es ayudarme. Sobre todo ahora que no se saca dinero con los taxis. No es trabajo para un místico de fama como tú. Sahib, yo compré los taxis y eso sólo porque cuando te haces viejo y estás solo, tienes que tener algo que hacer. ¿Te acuerdas de esta vitrina, sahib?
La vitrina parecía tan integrada en la tienda que Ganesh no se había dado cuenta. Las molduras estaban llenas de mugre, el cristal remendado y vuelto a remendar con papel de estraza y, en una parte, con un trozo de la portada de The lllustrated London News.
Las patitas de la vitrina estaban apoyadas sobre cuatro latas de salmón llenas de agua, para que no entraran las hormigas. Hacía falta más memoria que imaginación para creer que la vitrina hubiera estado nueva e impoluta alguna vez.
– Me alegro de haber puesto mi granito de arena para modernizar Fourways, pero nadie me lo agradece. Nadie, sahib.
Olvidándose momentáneamente de su misión, Ganesh miró el recorte de periódico y el anuncio de Léela. El recorte tenía un color tan pardo que parecía chamuscado. El anuncio de Léela se había desteñido y era casi ilegible.
– Así es la vida, sahib. -Ramlogan siguió la mirada de Ganesh-. Pasan los años. Nacen personas. Se casan. Se mueren. Es bastante para hacer de cualquiera un auténtico filósofo, sahib.
– La filosofía es mi trabajo. Hoy es domingo… Ramlogan se encogió de hombros.
– A ti no te hacen falta los taxis, sahib.
– Te sorprendería saber cuánto tiempo libre tengo últimamente. ¿Y si llegamos a un acuerdo ahora mismo, eh? Ramlogan se puso muy triste.
– ¿Por qué quieres dejarme en la miseria, sahib? ¿Por qué quieres hacerme desgraciado a mi edad? ¿Por qué te metes con un pobre viejo inculto que no sabe ni dónde tiene la mano derecha?
Ganesh frunció el ceño.
– Sahib, no te estaba devolviendo la faena.
– ¿Cómo que devolviendo? ¿Qué faena me tenías que devolver? Cualquiera que pase por la calle en esta tarde calurosa de domingo y te oiga dirá que yo te he hecho una faena.
Ramlogan apoyó las manos en el mostrador.
– Sahib, sabes que me estás enfadando. Yo no soy como otros, ¿sabes? Ya sé que eres místico, pero no te metas conmigo, porque cuando me enfado, a saber qué soy capaz de hacer.
Ganesh se quedó esperando.
– De no ser mi yerno, sabes que te echaría de aquí a patadas.
– Ramlogan, ¿no estás un poco harto de hacerte el listo, con lo viejo que eres?
Ramlogan dio un golpazo en el mostrador.
– Cuando me robaste en tu boda, no tuvimos estas tonterías místicas. Mira, te largues de aquí si no quieres ponerme de mal genio. Y además, es una carretera del Gobierno y todo el mundo puede llevar un taxi a Fuente Grove. Ganesh, como intentes algo, te saco en los periódicos, ¿entendido?
– ¿Que me sacas en los periódicos?
– Tú me sacaste a mí en los periódicos una vez, ¿no te acuerdas? Pero te aseguro que para ti no va a ser agradable. ¡Dios mío, lo que te he tenido que aguantar! Y sólo por estar casado con esa hija mía. Si entraras en razón, podríamos sentarnos tranquilamente, abrir una lata de salmón y hablar. Pero eres demasiado avaricioso. Quieres ser tú quien roba a la gente.
– Lo que quiero es hacerte un favor, Ramlogan. Te voy a dar dinero por los taxis. Si compro otros, ¿crees que vas a encontrar a alguien para conducir los tuyos desde Princes Town y San Fernando a Fuente Grove? Tú me dirás.
Ramlogan se puso insultante. Ganesh se limitó a sonreír. Después, ya demasiado tarde, Ramlogan apeló a la bondad de Ganesh. Ganesh se limitó a sonreír.
Ramlogan acabó por vender.
Pero cuando Ganesh estaba a punto de marcharse, estalló.
– ¡Muy bien, Ganesh, me dejas en la miseria! Pero que te andes con cuidado. Ya verás si no te saco en los periódicos y le cuento a todo el mundo quién eres.
Ganesh se montó en su taxi.
– ¡Ganesh! -gritó Ramlogan-. ¡Es la guerra!
Ganesh podría haberse hecho cargo de los taxis como parte del servicio al público y no cobrar nada, pero Léela se opuso y tuvo que ceder. Al fin y al cabo, era idea de Léela. Cobraba cuatro chelines por el trayecto desde Princes Town y San Fernando hasta Fuente Grove, y si bien era un poco más de lo que debería haber sido, se debía al mal estado de las carreteras. De todos modos, la tarifa era más barata que la de Ramlogan, y los clientes lo agradecían.
Léela intentó restar importancia a las amenazas de Ramlogan.
– Mira, se está haciendo viejo, y no tiene gran cosa por lo que vivir. No hagas caso de todo lo que dice. No va en serio.
Pero Ramlogan cumplió su palabra.
Un domingo en que la Gran Eructadora había ido a Fuente Grove, se presentó Beharry con una revista.
– Pandit, ¿has visto lo que dicen de ti en los periódicos?
Le dio la revista a Ganesh. Era un desastre de publicación llamada The Hindú, atrozmente impresa en el papel más barato. Los anuncios ocupaban la mayor parte del espacio, pero había un montón de citas en hindi de las escrituras en los sitios sobrantes, viejas notas de prensa del Departamento de Información sobre los Recursos de Guerra británicos, repetidos llamamientos de "Lea The Hindú" y una columna propia, de cotilleo, titulada Nos lo ha contado un pajarito. Beharry le pidió a Ganesh que se fijara en esa sección.
– Lo ha traído la mooma de Suruj de Tunapuna. Dice que tendrías que ver el lío que está armando.
Había un artículo que empezaba de la siguiente manera: "Un pajarito nos ha contado que el así llamado místico del sur de Trinidad se dedica a conducir taxis. El Pajarito también nos ha soplado al oído que el susodicho y así llamado místico participó en un fraude a las gentes de Trinidad en un asunto relacionado con cierto instituto cultural, por así llamarlo…"
Ganesh le dio la revista a la Gran Eructadora:
– El padre de Léela -dijo. La Gran Eructadora replicó:
– Por eso he venido, hijo. La gente no para de hablar de esto. Te llaman el Hombre de Negocios de Dios. Pero tú no te preocupes, Ganesh. Todo el mundo sabe que Narayan, el director, te tiene envidia. Él también se cree místico.
– Sí, pandit. La mooma de Suruj dice que Narayan ha ido a Tunapuna y le va contando a la gente que con un poquito de práctica él podría ser tan bueno como tú en lo de la mística.
La Gran Eructadora dijo:
– Es lo que pasa con los indios de aquí. No soportan ver que a otro indio le va bien.
– No estoy preocupado -dijo Ganesh.
Y era verdad. Pero la gente recordaba ciertas cosas de The Hindú, como que tacharan a Ganesh de Hombre de Negocios de Dios, y esa acusación fue repitiéndose entre personas que no tenían ni idea. Ganesh no tenía mentalidad mercantil. Es más, detestaba los negocios. Lo del servicio de taxis era cosa de Léela. Lo mismo que el restaurante, algo que difícilmente podía considerarse una idea comercial. Los clientes tenían que esperar tanto tiempo cuando iban a ver a Ganesh que era cuestión de simple consideración ofrecerles comida. De modo que Léela levantó una gran carpa de bambú junto a la casa donde daba de comer a la gente, y como Fuente Grove estaba tan lejos de cualquier otro pueblo, tenía que cobrar un poco más.
Y después empezó el lío con la tienda de Beharry.
Para comprender el asunto de la tienda de Beharry -algunas personas lo convirtieron en auténtico escándalo-, hay que recordar que los clientes de Ganesh llevaban muchos años acostumbrados a farsantes que les hacían quemar alcanfor y grasa de manteca, azúcar y arroz, y sacrificar gallos y cabras. A Ganesh no le servían de gran cosa esos estúpidos rituales, pero descubrió que a sus clientes les encantaban, sobre todo a las mujeres, de modo que empezó a ordenarles que quemaran ciertas cosas dos o tres veces al día. Los clientes llevaban los ingredientes y le rogaban que los ofreciera en su nombre, y a veces incluso le pagaban por ello.
No le sorprendió demasiado que, un domingo por la mañana, Beharry le dijera:
– Pandit, la mooma de Suruj y yo nos paramos a veces a pensar y nos preocupa lo que te trae la gente. Son pobres, y no saben si lo que compran es bueno o malo, si está limpio o no. Y sé que a muchos tenderos no les importa vender algo en malas condiciones.
Léela dijo:
– Sí que es verdad. La mooma de Suruj me ha contado que lleva preocupada por eso mucho tiempo. Ganesh sonrió.
– Mucho se preocupa la mooma de Suruj últimamente, ¿no?
– Sí, pandit. Sabía que me ibas a entender. Esos pobres no tienen tu nivel de educación, y de ti depende que compren las cosas como es debido, en una tienda como es debido.
Léela dijo:
– Yo pienso que a los pobres les gustaría comprar las cosas aquí mismo, en Fuente Grove.
– Entonces, maharaní, ¿por qué no las tienes en tu casa?
– No quedaría bien, Beharry. La gente va a pensar que les tomamos el pelo. ¿Y en tu tienda? La mooma de Suruj dice que no sería mucho más trabajo. Es más, me parece a mí que la mooma de Suruj y tú sois las personas más adecuadas para encargarse de eso. Y además, yo estoy tan cansada últimamente…
– Trabajas demasiado, maharaní. ¿Por qué no descansas un poco?
Ganesh dijo:
– Beharry, eres muy amable por ayudarme así.
De modo que los clientes empezaron a comprar los ingredientes para las ofrendas sólo en la tienda de Beharry. "Las cosas no son baratas allí", les decía Ganesh. "Pero es el único sitio de toda Trinidad donde sabes lo que compras."
Casi todo lo que vendía Beharry llegaba a casa de Ganesh. Una buena cantidad se utilizaba para los rituales. "E incluso eso es un desperdicio de buena comida", decía Ganesh. Léela empleaba el resto en el restaurante.
"A los pobres quiero darles sólo lo mejor", decía.
Fuente Grove prosperó. El Ministerio de Obras Públicas reconoció su existencia y rehízo el firme de la carretera. Instalaron en la aldea el primer depósito de suministro de agua. Situado frente a la tienda de Beharry, al otro lado de la carretera, pasó a ser el lugar de encuentro de las mujeres, y los niños jugaban desnudos bajo el caño.
Beharry también prosperó. Mandaron interno a Suruj al Naparima College de San Fernando. La mooma de Suruj se quedó embarazada del cuarto hijo y le contó a Léela los planes que tenía para renovar la tienda.
Y Ganesh prosperó. Derribó su casa, siguió con el restaurante y levantó una mansión. En Fuente Grove nunca se había visto cosa igual. Tenía dos plantas; los muros eran de bloques de cemento; según el servicio de Negrograma, tenía más de cien ventanas, y si llegaba a oídos del gobernador habría problemas, porque sólo el palacio del Gobierno podía tener cien ventanas. Llegó un arquitecto indio de la Guayana Británica y le construyó un templo de estilo hindú a Ganesh. Para compensar el gasto de tanta edificación, Ganesh se vio obligado a cobrar la entrada al templo. Se contrató a un rotulista profesional de San Fernando para que rehiciese el cartel de GANESH, místico. En la parte superior escribió, en hindi: Paz a todos vosotros, y debajo: Aquí se puede disfrutar de consuelo y solaz espirituales a cualquier hora de cualquier día salvo sábados y domingos. No obstante, se lamenta no poder atender peticiones de ayuda económica. En inglés.
Léela se hacía más refinada cada día. Iba con frecuencia a San Fernando a ver a Soomintra, y a comprar. Volvía con saris caros y un montón de pesadas joyas. Pero el cambio más importante fue su forma de hablar inglés. Adoptó un acento muy suyo, suavizando todos los sonidos vocálicos fuertes; la gramática que empleaba no le debía nada a nadie, entre otras cosas una conjugación sumamente personal de los verbos ser y estar. Le dijo a la mooma de Suruj:
– Esta casa que yo que estamos construyendo, no la quiero como otras casas indias. La quiero con buenos muebles y todo bien bonito. Yo es que estamos pensando en comprar un frigorífico y cosas de esas.
– Pues yo también que estamos pensando, fíjate -dijo la mooma de Suruj-. Yo es que estamos pensando en hacer una tienda nueva del todo, moderna, una tienda de comestibles como es debido, como las de los libros del poopa de Suruj, con montones de latas y botes y unos estantes bien buenos…
– … y eso que dicen de que los indios no son capaces de mantener su casa en condiciones, pues mira, es verdad. Pero yo es que vamos a pintarla bien bonita…
– … el poopa de Suruj lleva tiempo diciendo lo mismo, y vamos a pintar la tienda, de arriba abajo, y la vamos a poner bien bonita, con su mostrador de mármol y todo. Pero no te creas, que no nos vamos a olvidar de dónde vivimos, que también vamos a dejar la casa bien bonita…
– … con sus buenas alfombras como las que hemos visto Soomintra y yo en Gopal, y sus cortinas…
– … y sus sillones Morris [1] con cojines de muelles. Pero mira, que está llorando el crío. Para mí que quiere comer. Nada, me voy, Léela, cielo.
Con tantas cosas que contarse, Léela y la mooma de Suruj siguieron siendo buenas amigas.
Y Léela no hablaba por hablar. Una vez terminada la casa -y eso, en sí mismo era todo un logro para los indios de Trinidad-, la pintó, y expresó su alma hindú en la elección de los colores, vivos, chillones. Encargó a un pintor que dibujara una serie de rosas muy rojas sobre la pared azul del cuarto de estar. Le pidió al constructor de templos de la Guayana Británica que le hiciera varias estatuas y tallas que distribuyó por los sitios más inverosímiles. Le hizo construir una balaustrada con múltiples adornos alrededor de la terraza, y encima le pidió que erigiera dos elefantes de piedra, en representación de Ganesh, el dios elefante hindú. Ganesh revisó todos los adornos que había preparado Léela, dio su consentimiento, y diseñó los elefantes.
– Me importa tres pitos lo que diga Narayan sobre mí en The Hindú -dijo-. Te voy a comprar ese frigorífico, Léela.
Y lo compró. Lo colocó en el cuarto de estar, donde ocultaba parte de las rosas de la pared, pero podía verse desde la calle.
Y no se olvidó de los detalles. Le compró a un comerciante indio de San Fernando dos reproducciones de dibujos indios en color sepia. Una de ellas representaba una escena amorosa; en la otra, Dios bajaba a la Tierra para hablar con un sabio. A Léela no le gustó el primer dibujo.
– Eso no se pone en mi cuarto de estar.
– Mira, chica, eres una malpensada.
Debajo del dibujo erótico, Ganesh escribió lo siguiente. ¿Vendrás a mí así? Y debajo del otro: ¿O así?
Se colgaron los dibujos.
Y una vez solucionado aquello empezaron de verdad a poner cosas en las paredes. Léela comenzó con fotografías de su familia.
– No quiero la foto de Ramlogan en mi casa -dijo Ganesh.
– Pues yo no la pienso quitar.
– Vale. Que se quede Ramlogan ahí colgado, pero ya verás lo que voy a poner yo.
Era la fotografía de una actriz de cine india de sonrisa afectada. Léela lloró un poco.
Ganesh dijo con dulzura:
– No viene mal una cara alegre en la casa, para variar.
El detalle de la nueva casa que les tuvo fascinados durante mucho tiempo era el retrete, infinitamente mejor que el antiguo pozo negro. Y un sábado, Ganesh encontró en San Fernando un ingenioso juguete que decidió poner en el retrete. Era un portarrollos para el papel higiénico con música. Cada vez que se tiraba del papel sonaba Yankee Doodle Dandy.
Eso y los dos dibujos en sepia inspirarían dos de los escritos más famosos de Ganesh.
Los ataques de Narayan aumentaron y se diversificaron. Un mes, Ganesh fue acusado de ser antihindú, otro de ser racista; más adelante, resultó ser un peligroso ateo, y así sucesivamente. Al cabo de poco tiempo, las revelaciones del Pajarito amenazaban con inundar The Hindú.
– Y todavía lo llaman pajarito.
– Tienes razón, chica. El pajarito ha crecido y ya es un cuervo negro y bien grande.
– Es peligroso, pandit -le advirtió Beharry a Ganesh. Cuando Beharry iba a verle tenía que quedarse en la galería de arriba, cubierta de heléchos. Abajo había una habitación grande donde esperaban los clientes-. Llegará un día en que la gente empezará a creerle. Es como una campaña publicitaria.
– En mi opinión -dijo Léela, con su tono de cansancio y aburrimiento-, ese hombre es una vergüenza para los hindúes de este lugar. -Apoyó la cabeza en el hombro derecho y entrecerró los ojos-. Me acuerdo de los buenos zurriagazos que le dio mi padre a un hombre en Penal. Eso es lo que le hace falta a Narayan.
Ganesh se arrellanó en el sillón.
– Pues yo lo veo de la siguiente manera. Beharry se mordisqueó los labios, todo oídos.
– ¿Qué haría Mahatma Gandhi en una situación como esta?
– No lo sé, pandit.
– Escribir. Eso es lo que haría. Escribir.
De modo que Ganesh volvió a empuñar la pluma. Pensaba que su carrera de escritor estaba casi acabada, y sólo planeaba, muy vagamente, una autobiografía espiritual siguiendo la línea de los hindúes de Hollywood. Pero aquello sería algo muy grande, que acometería mucho más tarde, cuando estuviera preparado para ello. En aquellos momentos tenía que actuar de inmediato.
Quería hacer las cosas debidamente. Fue a Puerto España -a última hora no tuvo valor y se puso ropa occidental-, al Registro Civil de la Casa Roja, y registró la Editorial Ganesh, S.A. El emblema de la empresa era un loto abierto.
Después se puso a escribir de nuevo y descubrió, encantado, que el deseo de escribir no estaba muerto, sino simplemente sumergido. Trabajó con ahínco en el libro; se quedaba escribiendo hasta altas horas de la noche, tras haber pasado todo el día con los clientes, y muchas veces Léela tenía que llamarle para que se fuera a la cama.
Beharry se frotaba las manos. "Ese Narayan se va a enterar de lo que es bueno."
Cuando apareció el libro, al cabo de dos meses, Beharry se llevó una sorpresa. Parecía un libro de verdad. Tenía tapas duras, el tipo era grande y el papel grueso, con un aspecto importante y respetable. Pero al ver sobre qué trataba, Beharry se quedó consternado. Se titulaba La guía de Trinidad.
– Basdeo ha hecho un buen trabajo esta vez -dijo Ganesh. Beharry asintió, pero con expresión de duda.
– Voy a machacar a Narayan. El libro te va a venir muy bien a ti y también a Léela.
Obediente, Beharry leyó La guía de Trinidad. Le pareció bueno. La historia, geografía y población de la isla estaban magistralmente descritas. Hablaba sobre lo pintoresco de las múltiples razas de Trinidad. En un capítulo titulado "El Oriente en Occidente", los lectores se enteraban de lo sorprendidos que se quedarían al ver una mezquita en Puerto España, y aún más con un auténtico templo hindú que parecía haber sido transportado directamente desde la India a una aldea llamada Fuente Grove. El templo hindú de Fuente Grove bien merecía una visita, por motivos espirituales y artísticos.
El anónimo autor de la Guía mostraba verdadero entusiasmo por la modernidad de la isla. Resaltaba que la isla tenía tres innovadores diarios, y que los anunciantes extranjeros podían considerarlos una buena inversión. Pero deploraba la falta de una publicación influyente semanal o mensual, y advertía a los anunciantes extranjeros contra las revistas mensuales, que surgían como setas y que se proclamaban órganos de ciertos sectores de la comunidad.
Ganesh envió ejemplares gratuitos de la Guía a todos los campamentos del ejército estadounidense de Trinidad, para "dar la bienvenida a nuestros valientes hermanos de armas", según escribió. También envió ejemplares a las agencias de exportación y de publicidad de Estados Unidos y Canadá que tenían tratos con Trinidad.
Beharry intentó ocultar su perplejidad lo mejor posible.
Léela dijo:
– No entiendo yo por qué haces todo esto.
Ganesh no disipó sus dudas; le ordenó que comprase manteles, montones de cuchillos, tenedores y cucharas y que se ocupase del restaurante como era debido. A Beharry le dijo que sería conveniente que tuviera en la tienda grandes cantidades de ron y cerveza.
Al cabo de poco tiempo empezaron a acudir en tropel a Fuente Grove los soldados estadounidenses, y los niños de la aldea probaron el chicle por primera vez. Los soldados iban en todoterrenos y camiones del ejército, y algunos en taxi, con sus novias. Veían elefantes de piedra y se quedaban tranquilos, ya que no satisfechos, pero cuando Ganesh los acompañaba en la visita de su templo -empleaba esa palabra: "visita"-, pensaban que merecía la pena el dinero que habían pagado.
Léela contó más de cinco mil estadounidenses.
Beharry no había tenido tanto trabajo en toda su vida.
– Es lo que yo pensaba -dijo Ganesh-. Trinidad es un sitio muy pequeño, y los pobres americanos no tienen gran cosa que hacer.
Muchos pedían consejo espiritual, y cuantos lo solicitaban lo recibían.
– A veces me da la impresión de que estos americanos son el pueblo más religioso del mundo -dijo Ganesh-. Incluso más que los hindúes.
– Los hindúes de Hollywood -murmuró Beharry, pero mordisqueándose de tal modo los labios que Ganesh no entendió lo que decía.
Al cabo de tres meses The Hindú anunció que tenía que reducir el número de páginas porque quería contribuir a los gastos de la guerra. Aparte de Ganesh, no hubo muchas personas que notaran el descenso de anuncios de medicinas de marca y otros productos internacionalmente conocidos. The Hindú perdió el encanto de los anuncios ilustrados, y Narayan sólo sacaba dinero de sencillos comentarios sobre tiendas pequeñas de Trinidad. Pero el Pajarito siguió piando.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Sillones Morris: reciben este nombre porque su tapicería es semejante a los diseños del prerrafaelista William Morris (1834-1896), iniciador de la decoración de interiores. (N. de la T.)