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Aunque eran casi las once y media cuando el taxi llegó aquella noche a Fourways, la aldea estaba llena de vida y Ganesh sabía que la señora Cooper tenía razón. Alguien había muerto. Notó la agitación y reconoció todas las señales. Había luces en la mayoría de las casas y las barracas, mucho movimiento en la carretera, y sus oídos percibieron el leve murmullo, como de un tumulto lejano. No tardó mucho en comprender que era su padre quien había muerto. Parecía que Fourways estuviera esperando el taxi, y en el momento mismo que vieron a Ganesh en el asiento de atrás empezaron los lamentos.
La casa era un caos. Apenas había abierto la puerta del taxi cuando se precipitaron hacia él docenas de personas que no conocía tendiéndole los brazos, dando voces, y le llevaron, casi en volandas, hasta la casa, que también estaba llena de dolientes a quienes no conocía o no recordaba.
Oyó al taxista, que decía una y otra vez: "Ya me imaginaba yo lo que pasaba, hace rato. Venimos apretando el acelerador desde Puerto España, conduciendo como locos en la oscuridad. Y el chico está tan destrozado que no puede ni llorar."
Un hombre gordo abrazó sollozando a Ganesh y dijo:
– ¿Recibiste mi telegrama? El primero que mando. Soy Ramlogan. Tú no me conoces, pero yo conocía a tu padre. Ayer sin ir más lejos… -Ramlogan se derrumbó y se echó a llorar otra vez-, ayer sin ir más lejos le decía: "Baba" (yo siempre le llamaba así), "baba", le digo, "ven dentro a comer algo". Es que he cogido la tienda de Dookhie. Sí, Dookhie murió hace casi siete meses y yo pues he cogido la tienda.
Ramlogan tenía los ojos empequeñecidos y rojos por el llanto.
– "Baba", le digo, "ven dentro a comer algo." ¿Y sabes lo que me dijo?
Una mujer abrazó a Ganesh y preguntó:
– ¿Qué?
– ¿Que qué dijo? ¿Queréis saber lo que me dijo? -Ramlogan abrazó a la mujer-. Pues dijo: "No, Ramlogan. ¡Hoy no quiero comer!"
Apenas pudo terminar la frase.
La mujer dejó a Ganesh y se llevó las manos a la cabeza. Chilló, un par de veces, y después gimió:
– "No, Ramlogan. ¡Hoy no quiero comer!"
Ramlogan se enjugó los ojos con un dedo grueso, velludo.
– Y hoy -sollozó, tendiendo ambas manos hacia el dormitorio-, hoy ya no puede comer.
La mujer volvió a emitir unos chillidos.
– ¡Hoy ya no puede comer!
Tan angustiada estaba que se arrancó el velo y Ganesh reconoció a una tía suya. Le puso una mano en el hombro.
– ¿Crees que podría ver a papá? -preguntó.
– Ve a papá, antes de que se vaya para siempre -dijo Ramlogan, mientras las lágrimas le corrían por las gruesas mejillas, hasta la barbilla sin afeitar-. Ya hemos lavado el cuerpo y lo hemos vestido y todo.
– No entrar conmigo -dijo Ganesh-. Quiero estar solo.
Cuando cerró la puerta, los lamentos sonaron lejanos. Habían colocado el ataúd sobre una mesa en el centro de la habitación, y no veía el cadáver desde donde estaba. A la izquierda había una lamparita de aceite con la llama baja que proyectaba sombras monstruosas en las paredes y el techo de hierro galvanizado. Al aproximarse a la mesa sus pisadas resonaron en los tablones del suelo y la lámpara parpadeó. El bigote del anciano estaba aún hirsuto, desafiante, pero se le había desmoronado la cara, que parecía débil y cansada. El aire estaba fresco alrededor de la mesa, y Ganesh vio que era por el revestimiento de hielo que rodeaba el ataúd. Era la habitación de los muertos, extraña por el olor a bolas de alcanfor, y no había nada vivo salvo Ganesh y la llama de la lamparilla, achaparrada y amarilla, y ambos guardaban silencio. Sólo, de vez en cuando, el plof del hielo al derretirse y caer en las cuatro cacerolas al pie de la mesa rompía el silencio.
No sabía qué pensar ni qué sentir, pero no quería llorar, y abandonó la habitación. Estaban esperando a que saliera, y le rodearon inmediatamente. Oyó decir a Ramlogan: "Venga, venga, dejar al chico en paz. Es su padre quien ha muerto. Su único padre." Y se reanudaron los gemidos.
Nadie le preguntó nada sobre la cremación. Todo parecía estar ya solucionado, y Ganesh se alegró de que así fuera. Dejó que Ramlogan le sacara de la casa, llena de sollozos, chillidos y lamentos, lámparas de gas, de petróleo, lamparillas, luces brillantes por todas partes salvo en el pequeño dormitorio.
– Aquí no se cocina esta noche -dijo Ramlogan-. Te vienes a cenar a la tienda.
Ganesh no durmió aquella noche, y todo lo que hizo le pareció irreal. Más adelante, recordó la solicitud de Ramlogan… y de su hija; recordó haber vuelto a la casa donde no se podía encender fuego, recordó los tristes cánticos de las mujeres, que prolongaron la noche; después, a primeras horas de la mañana, los preparativos para la cremación. Tenía muchas cosas que hacer, y las hizo sin pensar ni preguntar, todo lo que le pidieron el pandit, su tía y Ramlogan. Recordaba haber andado alrededor del cadáver de su padre, recordaba haber puesto las últimas marcas de casta en la frente del anciano y haber hecho muchas cosas más, hasta que le dio la impresión de que el ritual sustituía a la pena.
Cuando acabó todo -su padre ya incinerado, las cenizas esparcidas- y se marcharon todos, incluida su tía, Ramlogan dijo:
– Bueno, Ganesh. Ya eres un hombre.
Ganesh reflexionó sobre su situación. En primer lugar, pensó en el dinero. Le debía a la señora Cooper once dólares por dos semanas de pensión, y descubrió que sólo tenía dieciséis dólares y treinta y siete centavos. Tenía que recoger unos veinte del colegio, pero había decidido no pedirlos y devolverlos si se los enviaban. En su momento, no se paró a pensar quién había pagado la cremación; hasta más adelante, justo antes de casarse, no se enteró de que la había pagado su tía. El dinero no era un problema inminente, ahora que tenía los derechos del petróleo -casi sesenta dólares al mes- que le hacían prácticamente rico en un sitio como aquel. Pero los derechos podían agotarse en cualquier momento, y aunque tenía veintiún años y estudios, carecía de medios para ganarse la vida.
Había algo que le dio esperanzas. Como escribiría más adelante en Los años de culpa: "En una conversación con Shri Ramlogan me enteré de un hecho curioso. Mi padre había muerto aquel lunes por la mañana entre las diez y cinco y las diez y cuarto, en definitiva, más o menos cuando yo discutía con Miller y estaba decidiendo dejar el trabajo de maestro. Me sorprendió mucho la coincidencia, y fue la primera vez que empecé a tener la sensación de que me esperaba algo grande. Porque sin duda fue una singular conjunción de acontecimientos lo que me empujó a abandonar el vacío de la vida urbana y regresar a la paz y la tranquilidad del campo, tan estimulantes."
A Ganesh le alegró marcharse de Puerto España. Había pasado cinco años allí, pero nunca se había acostumbrado a la ciudad ni se había sentido parte de ella. Era demasiado grande, demasiado ruidosa, demasiado ajena. Mejor vivir en Fourways, donde le conocían y le respetaban, con el doble atractivo de una educación y un padre muerto recientemente. Le llamaban sahib, y algunos padres alentaban a sus hijos a llamarle "profesor Ganesh", pero eso le traía malos recuerdos y les obligó a dejar de hacerlo.
– No está bien que me llamen así -decía, y añadía crípticamente-: Creo que enseñaba lo que no debía a las personas que no debía.
Se dedicó a gandulear durante dos meses. No sabía ni qué quería ni qué podía hacer, y empezó a dudar sobre el valor de hacer nada. Comía en casa de sus conocidos, y se limitaba a haraganear durante el resto del día. Se compró una bicicleta de segunda mano y daba largos paseos por los accidentados senderos cercanos a Fourways.
La gente decía: "Está pensando mucho ese chico, Ganesh. Tiene muchas preocupaciones, pero se pasa el día venga a pensar."
A Ganesh le habría gustado que sus pensamientos fueran profundos, y le molestaba que fueran simplezas, trivialidades pasajeras. Empezó a sentirse un poco extraño y temió estar volviéndose loco. Conocía a las gentes de Fourways, y ellos le conocían a él y les caía bien, pero a veces se sentía aislado.
Pero no podía librarse de Ramlogan. Ramlogan tenía una hija de dieciséis años a la que quería casar, y quería casarla con Ganesh. Era un secreto a voces en la aldea. Ganesh recibía regalitos de Ramlogan constantemente -un aguacate especial, una lata de salmón canadiense o mantequilla australiana-, y siempre que pasaba por delante de la tienda, Ramlogan le llamaba.
– ¡Eh, sahib! ¿Qué es eso de pasar por aquí sin decir ni mu? Se van a pensar que estamos peleados.
Ganesh no tenía valor para rechazar las invitaciones de Ramlogan, aunque sabía que cada vez que mirase la puerta que daba a la trastienda vería a la hija de Ramlogan husmeando tras las mugrientas cortinas de encaje. La vio la noche de la muerte de su padre, pero no le prestó demasiada atención. Después, empezó a darse cuenta de que la chica tras las cortinas era alta; a veces, cuando se acercaba demasiado, le veía los ojos, llenos de malicia, sencillez y respeto, todo al mismo tiempo.
Ganesh no relacionaba a la chica con su padre. Era delgada y de piel blanca; Ramlogan gordo y casi negro. Al parecer, Ramlogan sólo tenía una camisa, una especie de trapo sucio de rayas azules que llevaba sin cuello, abierta hasta el peludo pecho, justo donde empezaba a abultarse su redonda tripa. Formaba una unidad con la tienda. A Ganesh le daba la impresión de que por la mañana alguien pasaba un trapo grasiento por todo: la balanza, Ramlogan, todo.
– No está sucio -decía Ramlogan-. Parece que está sucio. Te sientes, sahib. Te sientes. No tienes que sacudir el polvo ni nada. Te sientes ahí, en el banco contra la pared, y vamos a charlar un rato. Yo no soy hombre de estudios, pero me gusta escuchar a la gente que sí los tiene.
Sentándose de mala gana, Ganesh no respondía de inmediato.
– No hay nada como una buena charla -empezaba a decir Ramlogan, levantándose del taburete para quitar el polvo del mostrador con sus gruesas manos-. Me gusta escuchar a la gente educada y con ideas.
Al tropezarse de nuevo con el silencio, Ramlogan volvía a encaramarse al taburete y hablaba sobre la muerte.
– Sahib, tu padre era un buen hombre. -Su voz estaba cargada de aflicción-. Pero le hicimos un buen funeral. El primer funeral al que asisto en Fourways, a ver si me entiendes, sahib. En mi época vi bien de funerales, pero digo, y bien alto que lo puedo decir, que como el de tu padre no he visto otro igual. Fíjate, hasta Léela -ya sabes, mi hija, la segunda-, hasta Léela dice que es el mejor funeral que ha visto. Dice que contó hasta más de quinientas personas de toda Trinidad en el funeral, y que había muchos coches siguiendo al cadáver. La gente le tenía cariño a tu padre, sahib.
Después guardaban silencio, Ramlogan por respeto hacia el difunto, Ganesh porque no sabía qué debía decir, y así acababa la conversación.
– Me gustan estas charletas que tenemos, sahib -decía Ramlogan mientras acompañaba a Ganesh hasta la puerta-. Yo no tengo estudios, pero me gusta escuchar a las personas que sí tienen, con sus ideas. Bueno, sahib, ¿por qué no te vuelves a pasar por aquí algún día? ¿Mañana, por ejemplo?
Más adelante, Ramlogan solucionaba el problema de la conversación fingiendo que no sabía leer para que Ganesh le leyera los periódicos, y prestaba atención, con los codos sobre el mostrador, las manos en el grasiento pelo, los ojos desbordados de lágrimas.
– Esto de leer es una cosa estupenda, estupenda, sahib -dijo Ramlogan en una ocasión-. Fíjate. Tú coges este periódico que para mí es una hoja sucia llena de garabatos negros -soltó una risita, burlándose de sí mismo-, lo coges y ¡anda!, en menos que canta un gallo te oigo leyéndolo y enterándote de lo que dice. Una cosa estupenda de verdad, sahib.
Otro día dijo:
– Lees divinamente, sahib. Es que podría escucharte con los ojos cerrados. ¿Sabes lo que me dijo Léela anoche, cuando cerré la tienda? Me dice: "¿Quién es el hombre que hablaba esta mañana en la tienda, papá? Es que parece como lo de la radio que oigo de San Fernando." Yo le digo, digo: "Niña, que lo que estabas oyendo no era la radio. Era Ganesh Ramsumair. El pandit Ganesh Ramsumair", eso le dije.
– Vamos, no me tomes el pelo.
– Ah, sahib. ¿Por qué iba yo a tomarte el pelo? ¿Viene Léela y se lo preguntas directamente a ella?
Ganesh oyó una risita tras las cortinas de encaje. Miró al suelo, lleno de paquetes de cigarrillos vacíos y bolsas de papel:
– Quia, quia. Deja en paz a la chica.
Una semana más tarde, Ramlogan le dijo a Ganesh:
– Léela tiene algo en el pie, sahib. Digo yo que si no te importaría echarle un vistazo.
– Pero hombre, si yo no soy médico. No sé nada sobre pies. Ramlogan se echó a reír y le faltó poco para darle palmaditas en la espalda a Ganesh.
– Pero hombre, ¿cómo puedes decir una cosa así, sahib? ¿No eres tú el que ha estado venga a aprender en el colegio de la ciudad? Y además, no te creas que me olvido yo de que tu padre era el mejor sanador que hemos tenido.
El anciano señor Ramsumair tuvo tal fama durante años hasta que, por mala suerte, le dio masaje a una jovencita y la mató. El médico de Princes Town diagnosticó apendicitis, y el señor Ramsumair tuvo que gastarse mucho dinero para no meterse en líos. A partir de entonces no volvió a ejercer de sanador.
– No fue culpa suya -dijo Ramlogan, llevando a Ganesh detrás del mostrador, hacia la puerta encortinada-. De todos modos, era el mejor sanador que hemos tenido, y yo me siento pero que muy orgulloso de conocer a su único hijo.
Léela estaba sentada en una hamaca hecha con un saco de azúcar. Llevaba un vestido limpio de algodón, y su pelo, largo y negro, parecía lavado y peinado.
– ¿Por qué no le echas un vistazo al pie de Léela, sahib? Ganesh miró el pie de Léela, y pasó algo curioso. "Me dio la impresión de que, apenas tocarlo, se puso bien", escribió. Ramlogan no pudo ocultar su admiración.
– Lo que yo te decía, sahib. De tal palo, tal astilla. Sólo las personas especiales pueden hacer una cosa así. No sé por qué no te dedicas a sanador.
Ganesh recordó la extraña sensación de estar aislado de la gente de la aldea, y pensó que Ramlogan tenía algo de razón.
No sabía qué pensaba Léela, porque en cuanto le hubo curado el pie soltó una risita y echó a correr.
A partir de entonces Ganesh empezó a ir más a gusto a casa de Ramlogan, y en cada visita observaba mejoras en la tienda. La más espectacular fue la aparición de una vitrina. Le habían concedido lugar de preferencia en medio del mostrador; estaba tan brillante y tan limpia que no pegaba allí.
– En realidad, es idea de Léela -dijo Ramlogan-. Protege las pastas de las moscas y es más moderna.
Las moscas se congregaban dentro de la vitrina. Uno de los cristales acabó por romperse y lo arreglaron con papel de estraza. Entonces, la vitrina sí pegaba en la tienda.
Ramlogan dijo:
– Yo hago lo que puedo para que Fourways sea un pueblo moderno, como ves, pero es difícil, ¿sabes, sahib?
Ganesh siguió dando paseos en bicicleta, con los pensamientos perdidos entre su persona, su futuro y la vida misma; y fue durante una de aquellas excursiones de mediodía cuando conoció al hombre que ejercería una influencia decisiva en su vida.
El primer encuentro no fue agradable. Tuvo lugar en la polvorienta carretera que empieza en Princes Town y se retuerce como una serpiente negra entre el verdor de las plantaciones de caña de azúcar hasta Debe. No esperaba ver a nadie en la carretera a aquellas horas muertas del día, cuando el sol caía casi de plano y el viento dejaba de susurrar entre las cañas. Había cruzado el paso a nivel y bajaba la cuesta a rueda libre, justo antes de la pequeña aldea de Parrot Trace, cuando un hombre se puso en medio de la carretera, al final de la cuesta, y le hizo señas para que se parase. Era alto y parecía raro, incluso para Parrot Place. Iba cubierto, en algunas partes del cuerpo, con una túnica amarilla de algodón, como un monje budista, y llevaba un bordón y un hatillo.
– ¡Hermano! -gritó aquel hombre en hindi. Ganesh se detuvo porque no podía hacer otra cosa, y como se asustó, respondió con grosería.
– Pero ¿tú quién eres, eh?
– Soy indio -contestó aquel hombre en inglés, con un acento que Ganesh no había oído nunca. Su cara, delgada y alargada, era más pálida que la de los indios y tenía mala dentadura.
– Mentira -dijo Ganesh-. Vete. Me dejes en paz. El hombre distendió el rostro con una sonrisa.
– Soy indio. De Cachemira. Y además, hindú.
– Pues entonces, ¿por qué llevas eso amarillo?
El hombre jugueteó un poco con el bordón y se miró la túnica.
– ¿Quieres decir que no está bien llevar esto?
– A lo mejor en Cachemira sí. Aquí no.
– Pero los dibujos… son así. Me gustaría muchísimo hablar contigo -añadió, con repentino entusiasmo.
– Vale, vale -dijo Ganesh en tono conciliador, y antes de que el hombre pudiera añadir nada más, ya estaba subido al sillín, pedaleando.
Cuando Ramlogan se enteró de lo de aquel encuentro, dijo:
– Era el señor Stewart.
– A mí me pareció loco de atar. Con unos ojos raros, de gato, que me asustaron, y tendrías que haber visto cómo le corría el sudor por la cara, toda roja. Como si no estuviera acostumbrado al calor.
– Yo le conocí en Penal -dijo Ramlogan-. Justo antes de mudarme aquí. Hace ocho o nueve meses. Todo el mundo dice que está loco.
Ganesh se enteró de que el señor Stewart había aparecido hacía poco en el sur de Trinidad vestido de mendigo hindú. Aseguraba ser de Cachemira. Nadie sabía de dónde era ni cómo vivía, pero en general pensaban que era inglés, millonario, y que estaba un poco loco.
– ¿Sabes, sahib? Es un poquito como tú. Piensa mucho. Pero, lo que yo digo, cuando tienes tanto dinero, bien que puedes permitirte el lujo de pensar mucho. Sahib, me da vergüenza de mi gente porque roban a ese hombre sólo porque tiene mucho dinero y lo regala. Llega a una aldea, regala el dinero, se va a otra, y lo mismo.
La siguiente vez que Ganesh le vio, en la aldea de Swampland, el señor Stewart estaba en apuros: le hostigaban unos chiquillos que intentaban quitarle la túnica amarilla. El señor Stewart no se resistía ni protestaba. Sólo miraba a su alrededor, aturdido. Ganesh se bajó de la bicicleta rápidamente y cogió un puñado de grava de un montón que había dejado Obras Públicas en el arcén y evidentemente había dado por perdido.
– ¡No les haga nada! -gritó el señor Stewart, mientras Ganesh perseguía a los chicos-. Sólo son niños. Deje esas piedras.
Los chicos huyeron en desbandada, y Ganesh se acercó al señor Stewart.
– ¿Está bien?
– Un poco de polvo en la ropa -admitió el señor Stewart-, pero por lo demás, perfectamente. -Se animó-. Sabía que volvería a verle. ¿Recuerda nuestro primer encuentro?
– Lo siento de verdad.
– No, si lo entiendo. Pero tenemos que hablar dentro de poco. Tengo la sensación de que puedo hablar con usted. No, no lo niegue. Noto las vibraciones.
Ganesh sonrió ante el cumplido y acabó por aceptar una invitación a tomar el té. Lo hizo por pura cortesía y no tenía intención de ir, pero cambió de idea tras una conversación con Ramlogan.
– Está muy solo, sahib -dijo Ramlogan-. Aquí no hay nadie a quien realmente le caiga bien, y puedes creerme, pienso que no está tan loco como dice la gente. Yo que tú, iría. Vas a llevarte bien con él, viendo que los dos sois personas con estudios.
Así que Ganesh fue a la choza con techo de paja a las afueras de Parrot Trace donde vivía por entonces el señor Stewart. Desde fuera parecía igual que cualquier otra barraca, con sus paredes de barro, pero dentro todo era orden y sencillez. Había una cama pequeña, una mesa pequeña y una silla pequeña.
– No se necesita nada más -dijo el señor Stewart. Ganesh estaba a punto de sentarse en la silla, sin que se lo pidieran, cuando el señor Stewart dijo:
– ¡No! En esa no. -Cogió la silla y se la enseñó-. La he hecho yo, pero me temo que es un poco inestable. Ya sabe, materiales de aquí.
A Ganesh le despertó más curiosidad la ropa del señor Stewart.
Iba vestido de forma convencional, con pantalones de color caqui y camisa blanca, y no se veía ni rastro de la túnica amarilla.
El señor Stewart adivinó el porqué de la curiosidad de Ganesh.
– No importa lo que te pongas. He llegado a la conclusión de que no tiene importancia espiritualmente.
El señor Stewart le enseñó a Ganesh unas estatuillas de arcilla de dioses y diosas hindúes que él había hecho, y Ganesh se quedó sorprendido, no por la calidad de la factura, sino porque las hubiera hecho el señor Stewart.
El señor Stewart señaló una acuarela en la pared.
– Llevo años trabajando en ese cuadro. Una o dos veces al año se me ocurre alguna idea y tengo que volver a pintarlo desde el principio.
La acuarela, en azules, amarillos y marrones, representaba una serie de manos marrones extendidas hacia una luz amarilla en el extremo superior izquierdo.
– Esto, me parece a mí, es bastante interesante. -Ganesh siguió con la mirada el dedo del señor Stewart y vio una mano azul encogida, alejándose de la luz amarilla-. Algunos ven la Iluminación -explicó el señor Stewart-. Pero a veces se queman y se apartan.
– ¿Por qué todas las manos marrones?
– Manos hindúes. Los únicos que hoy en día buscan lo indefinido. Parece usted preocupado.
– Sí, estoy preocupado.
– ¿Por la vida?
– Eso creo -respondió Ganesh-. Sí, creo que estoy preocupado por la vida.
– ¿Dudas? -tanteó el señor Stewart.
Ganesh se limitó a sonreír, porque no sabía a qué se refería.
El señor Stewart se sentó en la cama, a su lado, y dijo:
– ¿A qué se dedica usted? Ganesh se echó a reír.
– A nada en absoluto. Supongo que a pensar mucho.
– ¿Meditación?
– Sí, meditación.
El señor Stewart se levantó de un salto y se apretó las manos ante la acuarela.
– ¡Típico! -exclamó, y cerró los ojos, como extasiado-. ¡Típico! -Después abrió los ojos y dijo-: Pero bueno, el té…
Se había tomado muchas molestias para preparar la merienda. Había emparedados de tres clases, galletas y pastas. Y aunque a Ganesh empezaba a caerle bien el señor Stewart, se le rebelaron todos sus instintos de hindú y sintió asco al probar un emparedado frío de huevo y berros.
El señor Stewart lo comprendió.
– No importa -dijo-. Además, hace demasiado calor.
– No, si me gusta. Lo que pasa es que tengo más sed que hambre. Hablaron y hablaron. El señor Stewart estaba ansioso por saber cuáles eran los problemas de Ganesh.
– No crea que pierde el tiempo meditando -dijo-. Yo sé qué le preocupa, y pienso que algún día encontrará la respuesta. Un día, incluso podrá ponerlo por escrito, en un libro. Si no me diera tanto miedo comprometerme, a lo mejor yo también habría escrito un libro. Pero tiene que encontrar su ritmo espiritual antes de empezar a hacer nada. Tiene que dejar de preocuparse por la vida.
– De acuerdo -replicó Ganesh.
El señor Stewart hablaba como si llevara años ahorrando conversaciones. Le contó a Ganesh toda su vida, sus experiencias en la primera guerra mundial, sus decepciones, el rechazo del cristianismo. Ganesh quedó fascinado. Aparte de empeñarse en ser hindú de Cachemira, el señor Stewart estaba tan cuerdo como cualquier profesor del Queen's Royal College, y a medida que fue avanzando la tarde, sus ojos azules dejaron de darle miedo y le parecieron tristes.
– Entonces, ¿por qué no se va a la India? -preguntó Ganesh.
– La política. No quiero comprometerme con eso. No sabe cómo me tranquilizo aquí. Quizá un día vaya usted a Londres -espero que no-, y entonces comprobará el asco que da ver desde un taxi las caras crueles, de imbéciles, de las multitudes en las calles. Allí no puedes evitar comprometerte. Aquí no hace falta.
La noche tropical cayó de repente y el señor Stewart encendió una lámpara de petróleo. La choza parecía muy pequeña y muy triste, y Ganesh lamentó tener que irse y dejar al señor Stewart con su soledad.
– Debe poner sus pensamientos por escrito -dijo el señor Stewart-. Podrían ayudar a otras personas. Siempre había pensado que conocería a alguien como usted, ¿sabe?
Antes de que Ganesh se marchara, el señor Stewart le regaló veinte números de la Revista de la ciencia del pensamiento.
– Me han servido de gran consuelo -dijo-. Y a usted quizá le resulten útiles.
Sorprendido, Ganesh dijo:
– Pero no es una revista india, señor Stewart. Aquí dice impresa en Inglaterra.
– Sí, en Inglaterra -replicó el señor Stewart con tristeza-. Pero en una de las zonas más bonitas. En Chichester, Sussex.
Así acabó la conversación, y Ganesh no volvió a saber nada del señor Stewart. Unas tres semanas más tarde, cuando pasó por la choza, la encontró ocupada por un joven jornalero y su mujer. Se enteró de lo que le había pasado al señor Stewart muchos años después. Al cabo de unos seis meses de su conversación, regresó a Inglaterra y se alistó en el ejército. Murió en Italia.
Ese era el hombre cuyo recuerdo tan generosamente honraba Ganesh en la dedicatoria de su autobiografía:
PARA LORD STEWART DE CHICHESTER
Amigo y consejero durante muchos años
Ganesh no sólo iba con frecuencia a ver a Ramlogan, sino que además comía allí todos los días, y cuando aparecía, Ramlogan no consentía que se quedara en la tienda, sino que le invitaba inmediatamente a pasar a la trastienda. Entonces, Léela se retiraba al dormitorio o a la cocina.
E incluso la trastienda empezó a experimentar mejoras. En la mesa apareció un hule; los tabiques, sin pintar y llenos de moho, se alegraron con enormes calendarios chinos; una hamaca hecha con un saco de harina sustituyó a la del saco de azúcar. Un día apareció un jarrón sobre el hule de la mesa, y al cabo de menos de una semana, en el jarrón florecían rosas de papel. También a Ganesh se le trataba con más honores. Al principio, le daban de comer en platos de esmalte. Después, en platos de loza. No conocían mayor honor.
Incluso la mesa le ofreció otra sorpresa. Un día, vio sobre ella una serie de folletos, "El arte de vender".
Ramlogan dijo:
– Seguro que echarás en falta todos los libros grandes y las cosas que tenías en Puerto España, ¿eh, sahib? Ganesh dijo que no. Ramlogan intentó hablar en tono despreocupado.
– Yo tengo unos cuantos libros. Léela los ha puesto en la mesa.
– Parecen bonitos.
– La educación es una cosa muy buena, sahib. Verás, a mí no se molestaron en llevarme al colegio. Cuando tenía cinco años me pusieron a cortar hierba. Pero mira a Léela y la hermana. Las dos saben leer y escribir, sahib. Aunque a Soomintra no sé qué le pasa desde que se casó con ese idiota de San Fernando.
Ganesh pasó unas cuantas páginas de uno de los folletos.
– Sí, parecen unos libros buenos de verdad.
– En realidad, los compré para Léela, sahib. Me dije, digo, si la chica sabe leer, habrá que darle algo de leer. ¿No te parece, sahib?
– No es verdad, papá.
Era una voz de chica, y al mirar, vieron a Léela en la puerta de la cocina.
Ramlogan se volvió rápidamente hacia Ganesh.
– Ella es así, sahib. No le gusta que presuman de ella. Es vergonzosa. Y si hay algo que no soporta son las mentiras. La estaba poniendo a prueba, para demostrártelo.
Sin mirar a Ganesh, Léela le dijo a Ramlogan:
– Le compraste esos libros a Bissoon. Cuando se fue te enfadaste tanto que dijiste que si le volvías a ver le ibas a dar una buena. Ramlogan se echó a reír y se dio una palmada en el muslo.
– Ese Bissoon es un vendedor listo de verdad, sahib. Habla como un catedrático, no tan bien como tú, pero bien también. Pero por lo que me compré los libros es porque nos conocimos cuando éramos pequeños y estábamos en la misma cuadrilla de segadores. Eramos unos chicos ambiciosos, sahib.
Ganesh repitió:
– Creo que son buenos libros.
– Pues te los llevas a casa, hombre. ¿De qué vale un libro si no se lee? Te los llevas a casa y los lees, sahib.
Poco después Ganesh vio un gran cartel nuevo de cartón en la tienda.
– La propia Léela lo ha hecho -dijo Ramlogan-. Y fíjate, que yo no se lo pedí. Se sentó una mañana después del té y lo escribió enterito, ella sola.
Decía lo siguiente:
¡aviso!
por, el, presente; se anuncia: que, se, ¡facilitan!
asientos: para, las; ¡dependientas!
Ganesh dijo:
– Léela sabe mucho de signos de puntuación.
– Sí, sahib. La chica se pasa el día hablando de los signos de puntuación esos. Ella es así, sahib.
– ¿Pero dónde están las dependientas?
– Léela dice que hay que poner el anuncio por ley. Pero, la verdad, no me gusta la idea de tener ninguna chica en la tienda. Ganesh se había llevado los folletos sobre ventas y los había leído. Ya desde las portadas, en amarillo chillón y negro, le parecieron interesantes, y lo que leyó le dejó encantado. Quien lo había escrito tenía un fuerte sentido del color, la belleza y el orden. Hablaba entusiasmado sobre pinturas nuevas, expositores deslumbrantes y estanterías brillantes.
– Son libros de primera -le dijo Ganesh a Ramlogan.
– Tienes que decírselo a Léela, sahib. Mira, la voy a llamar y se lo cuentas tú, a ver si quiere leer los libros.
Se trataba de una ocasión importante, y Léela actuó como si se diera plena cuenta de ello. Cuando entró no alzó la vista, y cuando habló su padre, se limitó a bajar un poco más la cabeza y a soltar unas coquetas risitas.
Ramlogan dijo:
– Léela, mira lo que dice el sahib. Le gustan los libros. Léela soltó más risitas, pero recatadas. Ganesh preguntó:
– ¿Tú has escrito el anuncio?
– Sí, he sido yo la que ha escrito el anuncio. Ramlogan se dio una palmada en el muslo y dijo:
– ¿Qué te decía yo, sahib? Esta muchacha sabe leer y escribir de verdad.
Y se echó a reír.
Entonces, Léela hizo algo tan inesperado que a Ramlogan se le cortó la risa. ¡Se dirigió a Ganesh, haciéndole una pregunta!
– ¿Tú también sabes escribir, sahib?
Le cogió desprevenido. Para disimular la sorpresa, se puso a colocar los folletos en la mesa.
– Sí -contestó Ganesh. Y añadió, a tontas y a locas, casi sin saber lo que decía-: Y algún día voy a escribir libros como estos. Igual que estos.
Ramlogan se quedó con la boca abierta.
– Estás de broma, sahib.
Ganesh dio un manotazo a los folletos y se oyó decir: "Sí, igual que estos. Igual que estos."
Los grandes ojos de Léela se agrandaron aún más y Ramlogan movió la cabeza, impresionado y fascinado.