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"Supongo que desde el primer día que puse el pie en la tienda de Shri Ramlogan, di por sentado que iba a casarme con su hija", decía Ganesh en Los años de culpa. "Nunca me lo planteé. Todo parecía predestinado."Lo que ocurrió fue lo siguiente.
Un día que Ganesh entró en la tienda, Ramlogan llevaba camisa limpia. Además, parecía recién afeitado, con el pelo recién aceitado, y sus movimientos eran lentos y silenciosos, como si estuviera haciendo puja. Arrastró el banquito desde el rincón y lo colocó junto a la mesa; después se sentó y observó a Ganesh, que comía, sin pronunciar palabra. Primero miró la cara de Ganesh, después el plato y allí posó la mirada hasta que Ganesh hubo acabado el último puñado de arroz.
– ¿Qué, sahib? ¿Tienes la tripa llena?
– Sí, tengo la tripa llena.
Ganesh limpió el plato estirando el dedo índice.
– Sahib, debe de ser difícil para ti, con tu padre muerto. Ganesh se chupó el dedo.
– Pues la verdad, no le echo de menos.
– No, sahib, no me lo digas. Sé que tiene que ser difícil. Vamos a suponer, y es sólo un suponer, te lo digo por decírtelo, sahib, un suponer, que te quieres casar. A ver quién tienes que te arregle las cosas.
– Ni siquiera sé si quiero casarme.
Ganesh se levantó de la mesa y se frotó el estómago hasta que eructó, en agradecimiento por la comida de Ramlogan. Ramlogan arregló las rosas del jarrón.
– Pero tú eres un hombre con estudios, y podrías cuidar de ti mismo. No como yo, sahib. Yo trabajo desde que tenía cinco años, sin nadie para cuidar de mí. De todos modos, eso me ha servido de algo. Adivina de qué me ha servido, sahib.
– No se me ocurre. Dime de qué te ha servido.
– Me ha dado carácter y sentido de los valores. De eso me ha servido. Carácter y sentido de los valores.
Ganesh cogió el jarro de latón que había en la mesa y se acercó a la ventana de caña para lavarse las manos y hacer gárgaras.
Ramlogan se puso a alisar el hule con las dos manos y a quitar las migas, apenas motas.
– Comprendo que para un hombre como tú, con estudios y que se pasa noche y día leyendo libros, ser tendero es poca cosa -dijo como excusándose-. Pero a mí no me importa lo que piense la gente. Tú, sahib, y me lo digas como hombre educado que eres: ¿tú te preocupas por lo que dice la gente?
Haciendo gárgaras, Ganesh pensó inmediatamente en Miller y la pelea en el colegio de Puerto España, pero cuando escupió el agua al patio dijo:
– Quia. No me importa lo que dice la gente. Ramlogan cruzó ruidosamente la habitación y le cogió el jarro a Ganesh.
– Ya me llevo yo esto, sahib. Tú a sentarte en la hamaca. ¡Un momento! Voy a sacudirla un poco.
Una vez que hubo acomodado a Ganesh, Ramlogan se puso a dar vueltas alrededor de la hamaca.
– La gente no me puede hacer daño -dijo, con las manos a la espalda-. Sí, vale. No caigo bien a la gente. Y han dejado de venir a mi tienda. ¿Y a mí qué? ¿Eso va a cambiar mi carácter? Pues me voy a San Fernando y pongo un puestecito en el mercado. No, sahib, no me digas que no. Es lo que voy a hacer. Poner un puesto en el mercado. ¿Y qué pasa? A ver, dime, ¿qué va a pasar?
Ganesh volvió a eructar, suavemente.
– ¿Qué va a pasar? -Ramlogan soltó una risita siniestra-. ¡Pues zas! Que dentro de cinco años voy y tengo toda una cadena de tiendas. Y a ver, ¿quién se va a reír entonces, eh? Habrá que verlos viniendo a pedir: "Señor Ramlogan" (así me van a llamar entonces, señor Ramlogan), "señor Ramlogan, me dé usted esto, me dé usted lo otro, señor Ramlogan". Vendrán a pedirme que me presente a las elecciones y a saber cuántas tonterías más.
Ganesh dijo:
– A Dios gracias, ahora no tienes que abrir un puesto en el mercado de San Fernando.
– Eso es, sahib. Lo que tú dices. Todo es obra de Dios. Vamos a contar lo que tengo. Vale que soy un pobre inculto, pero tú sentadito ahí en la hamaca, y vamos a contar lo que tengo.
Ramlogan hablaba y paseaba con tan insólito vigor que rompió a sudar y empezó a brillarle la frente. Se detuvo bruscamente frente a Ganesh. Se quitó las manos de detrás de la espalda y se puso a contar con los dedos.
– Ochenta áreas cerca de Chaguanas. Y buena tierra que es. Cuatrocientas en Penal. A saber si no podré conseguir que pongan allí un pozo de petróleo. Una casa en Fuente Grove. No gran cosa, pero algo es algo. Dos o tres casas en Siparia. Suma todo eso y resulta que aquí tienes un hombre que vale unos doce mil dólares, limpios. -Se pasó una mano por la frente y por la nuca-. Ya sé que cuesta trabajo creerlo, sahib. Pero es verdad. Tan cierto como que hay Dios. Y creo, sahib, que es buena idea casarte con Leela.
– Vale -replicó Ganesh.
No volvió a ver a Leela hasta la noche de la boda, y tanto él como Ramlogan fingieron no haberla visto nunca, porque los dos eran buenos hindúes y sabían que no estaba bien que un hombre viera a su esposa antes de casarse.
Tuvo que seguir yendo a casa de Ramlogan, para los preparativos de la boda, pero se quedaba en la tienda y no pasaba a la trastienda.
– Tú no eres como ese imbécil que tiene Soomintra por marido -le dijo Ramlogan-. Tú eres un hombre moderno y debes celebrar una boda moderna.
De modo que no envió a nadie a que repartiera arroz teñido de azafrán entre amigos y familiares y anunciar la boda.
– Eso está pasado de moda -dijo. Quería tarjetas festoneadas y con un reborde dorado-. Y tenemos que poner palabras bonitas, sahib.
– Pero no se pueden poner palabras bonitas en una invitación.
– Tú eres el que tiene estudios, sahib. A ti se te ocurrirá algo.
– ¿R.S. VE?
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Nada, pero queda bien.
– ¡Venga, hombre, sahib, vamos a ponerlo! Tú eres un hombre moderno, y además, queda pero que muy bonito.
Ganesh fue a San Fernando para encargar las invitaciones. La imprenta, a primera vista, decepcionaba un tanto. Parecía oscura e inhóspita, al cargo de una sola persona, un joven delgado con andrajosos pantalones cortos de color caqui que silbaba mientras manejaba la prensa manual. Pero cuando Ganesh vio que las tarjetas entraban en blanco y salían con su prosa milagrosamente transformada por la autoridad de la letra impresa, le dio como respeto. Se quedó observando al muchacho, que preparaba un programa de cine. Silbando sin cesar, el chico no prestó la menor atención a Ganesh.
– ¿Es en esta máquina donde se imprimen los libros? -preguntó Ganesh.
– ¿Tú qué crees que hace?
– ¿Imprimís buenos libros últimamente?
El chico puso un poco de tinta en el rodillo.
– ¿Desde cuándo escribe libros la gente de Trinidad?
– Yo estoy escribiendo un libro.
El chico escupió en una papelera llena de papeles manchados de tinta.
– ¡Pues mira, esta tienda debe ser muy rara, porque no sabes cuántos vienen aquí a pedirme que imprima los libros que están escribiendo con tinta invisible!
– ¿Cómo te llamas?
– Basdeo.
– Muy bien, chico, Basdeo. Un día de estos te diré que me imprimas un libro.
– Claro, hombre. Claro. Tú vas y lo escribes y yo lo imprimo.
Ganesh pensó que no le gustaban los modales de Hollywood de Basdeo, y se arrepintió inmediatamente de lo que había dicho. Pero con respecto al asunto de escribir libros, parecía no tener voluntad propia: era la segunda vez que se comprometía. Todo parecía predestinado.
– Sí, son bonitas las invitaciones -dijo Ramlogan, pero en un tono nada alegre.
– ¿Y por qué pones esa cara tan larga, que parece un mango?
– Lo de los estudios es una cosa tremenda, sahib. Cuando eres un pobre inculto como yo, todo el mundo se quiere aprovechar de ti -Ramlogan se echó a llorar-. Ahora mismo, sin ir más lejos, ahora mismo, ahí estás tú, sentado en ese banco, y yo aquí, en este taburete, detrás del mostrador de mi tienda, viendo estas bonitas tarjetas, y no sabes lo que está intentando hacerme la gente. Ahora mismo hay un hombre en Siparia intentando robarme las dos casas que tengo allí, y todo porque no sé leer, y los de Penal se portan de una forma rara.
– ¿Y eso por qué?
– Ah, sahib. Así eres tú. Sé que quieres ayudarme, pero ya es demasiado tarde. Me han hecho firmar un montón de papeles muy bien escritos y todo eso, y resulta que… Resulta que lo he perdido todo.
Ganesh no había visto llorar tanto a Ramlogan desde el funeral. Dijo:
– Bueno, mira. Si lo que te preocupa es la dote, tranquilo. No quiero una dote grande.
– Es la vergüenza, sahib, eso es lo que me tiene consumido. Ya sabes que en las bodas hindúes todo el mundo sabe cuánto le da al chico el padre de la chica. Cuando, a la mañana siguiente de la boda, el chico se sienta y le dan un plato de kedgeree, y el padre de la chica tiene que soltar venga de dinero hasta que el chico se termina el kedgeree, todo el mundo verá lo que te doy y dirán: "Mira, Ramlogan casa a su segunda hija con un chico de estudios y sólo le da eso." Eso es lo que me tiene consumido, sahib. Sé que para ti, que tienes estudios y te pasas el día y la noche leyendo, no tiene mayor importancia, pero para mí, sahib, ¿qué pasa con mi carácter y mi sentido de los valores?
– Deja de llorar y escucha. Cuando lo del kedgeree, me lo como rápido, y así no te da vergüenza. No demasiado rápido, porque entonces la gente va a pensar que eres más pobre que un ratón de sacristía. Pero no te voy a sacar mucho.
Ramlogan sonrió entre lágrimas.
– Es que tú eres así, sahib. No esperaba menos de ti. Así te viera Léela y supiera qué hombre le he elegido para marido.
– Pues a mí también me gustaría ver a Léela.
– Mira, sahib, sé que ahora hay gente moderna que ni siquiera les gusta esperar por el dinero para terminar de comerse el kedgeree.
– Pero, hombre, es la costumbre.
– Sí, sahib, la costumbre. Pero yo pienso que es una lástima en esta época moderna. De casarme yo, pues nada de dote, y diría: "¡A dejarse de bobadas y de kedgeree!"
En cuanto les dieron las invitaciones, Ganesh tuvo que dejar de ir a ver a Ramlogan, pero no estuvo mucho tiempo solo en su casa, que fue invadida por docenas de mujeres con sus hijos. No tenía ni idea de quién era la mayoría de ellas; de vez en cuando reconocía una cara y le costaba trabajo creer que aquella mujer rodeada de niños fuera la misma prima que no era más que una niña cuando él se marchó a Puerto España.
Los niños trataban a Ganesh con desprecio.
Un chiquillo con los mocos colgando le dijo un día:
– Me han dicho que eres tú el que se casa.
– Sí, soy yo.
Y el niño dijo: "¡Vaya, vaya!", y echó a correr riéndose y burlándose.
La madre del chico dijo:
– Hay que enfrentarse a esto hoy día: que los niños se están haciendo modernos.
Un día, Ganesh descubrió entre las mujeres a su tía, la que desempeñó un papel fundamental en el funeral de su padre. Se enteró de que no sólo lo había preparado todo, sino que además lo había pagado todo. Cuando Ganesh se ofreció a devolverle el dinero, ella se enfadó y le dijo que no fuera tonto.
– Esta vida es curiosa, ¿no? -dijo-. Un día se muere alguien y lloras. Dos días después alguien se casa y entonces te ríes. Ay, Ganesh, hijo, en un momento como este quieres tener a la familia al lado, pero, ¿qué familia tienes tú? Tu padre, muerto; tu madre, también muerta.
Estaba tan emocionada que no podía llorar; y Ganesh se dio cuenta, en aquel preciso momento, de lo importante que era su boda.
A Ganesh le parecía poco menos que un milagro que tantas personas pudieran vivir felizmente en una casa pequeña sin ninguna clase de organización. A él le habían dejado el dormitorio, pero pululaban por el resto de la casa y se las arreglaban como podían. Al principio la convirtieron en una especie de gran merendero; después, en una incómoda zona de acampada. Pero parecían contentos, y al final Ganesh descubrió que la anarquía sólo era superficial. Entre las docenas de mujeres que deambulaban libremente por la casa había una, alta y silenciosa, a quien se había acostumbrado a llamar Rey Jorge. Quizá fuera su verdadero nombre; él nunca la había visto. Rey Jorge mandaba en la casa.
– Rey Jorge tiene mano -dijo la tía de Ganesh un día.
– ¿Cómo que tiene mano?
– Que tiene mano para repartir las cosas. Tú le das a Rey Jorge un pastelito de nada para repartirlo entre doce niños y te puedes apostar hasta el último dólar que Rey Jorge lo reparte como es debido.
– O sea, que la conoces.
– ¡Que si la conozco! Soy yo quien ha traído a Rey Jorge. Pero mira, creo que he tenido mucha suerte de conocerla. Ahora me la llevo a todas partes.
– ¿Es de la familia nuestra?
– Más o menos. Phulbassia es una especie de prima de Rey Jorge y tú una especie de primo de Phulbassia.
Su tía soltó un regüeldo, no el eructo de cortesía después de haber comido, sino un ruido prolongado, balbuceante.
– Son los gases -explicó sin disculparse-. Hace tiempo, desde que murió tu padre, ahora que lo pienso, que tengo estos gases.
– ¿Has ido al médico?
– ¿Al médico? Lo único que hacen esos es inventarse cosas. Uno me dijo, ¿no lo sabías?, que tengo el hígado perezoso. Es una cosa que me pregunto desde hace tiempo: ¿cómo puede un hígado ser perezoso, eh?
Volvió a regoldar, dijo: "¿Lo ves?", y se frotó los pechos con las manos.
Ganesh pensó en ponerle a aquella tía suya Doña Eructadora y después la Gran Eructadora. Al cabo de unos días, ejercía un efecto devastador sobre el resto de las mujeres de la casa. Todas empezaron a eructar y a frotarse los pechos mientras se quejaban de los gases. Todas menos Rey Jorge.
Ganesh se alegró cuando llegó el momento en el que debían ungirle con azafrán. Durante aquellos días estuvo encerrado en su habitación, donde había yacido el cadáver de su padre y donde se reunían la Gran Eructadora, Rey Jorge y varias mujeres anónimas para frotarle. Cuando salían de la habitación entonaban canciones de boda en hindi, sumamente pesimistas, y Ganesh se preguntaba cómo lo estaría pasando Léela con su propia reclusión y su ungimiento.
Se quedaba todo el día en su habitación, consolándose con la Revista de la ciencia del pensamiento. Había leído de cabo a rabo todos los números que le había dado el señor Stewart, algunos varias veces. Durante todo el día oía a los niños retozar, chillar y recibir azotes; las madres repartían azotes, gritaban y andaban con ruidosas pisadas.
El día antes de la boda, cuando las mujeres fueron a frotarle por última vez, le preguntó a la Gran Eructadora:
– No se me había ocurrido hasta ahora, pero, ¿qué come toda esa gente? ¿Quién lo está pagando?
– Tú.
Ganesh estuvo a punto de incorporarse de golpe en la cama, pero el fuerte brazo de Rey Jorge se lo impidió.
– Ramlogan dijo que no debíamos preocuparte con eso -dijo la Gran Eructadora-. Dice que no te calentemos la cabeza con más preocupaciones. Pero Rey Jorge se ocupa de todo. Tiene cuenta con Ramlogan. Ya lo arreglará contigo después de la boda.
– ¡Dios mío! ¡Todavía no me he casado con la hija de ese hombre y ya empieza!
Fourways estaba casi tan agitada con la boda como antes con el funeral. En casa de Ramlogan comían centenares de personas, de Fourways y de otros sitios. Había bailarines, percusionistas y cantantes para aquellos a quienes no les interesaban los detalles de la ceremonia, que duraría toda la noche. El patio trasero de la tienda de Ramlogan estaba hermosamente iluminado con toda clase de luces, salvo eléctricas, y los adornos -sobre todo frutas colgadas de arcos hechos con hojas de cocotero- resultaban agradables. Todo aquello por Ganesh, y Ganesh se daba cuenta y le gustaba. Al principio, la idea de casarse le daba vergüenza; después, al hablar con su tía, le asustó; al final, simplemente le ilusionaba.
En el transcurso de la ceremonia tuvo que fingir, como todos los demás, que nunca había visto a Léela. Ella estuvo sentada a su lado, velada de pies a cabeza, hasta que les pusieron la manta por encima y Ganesh descubrió el rostro de Léela. A la suave luz, bajo la manta rosa, ella parecía una desconocida. Ya no era la chica tontorrona que se ocultaba riéndose tras las cortinas de encaje. Ya parecía sumisa e impasible, como una buena esposa hindú.
Todo acabó poco después, y ya eran marido y mujer. Se llevaron a Léela, y Ganesh se quedó solo para enfrentarse a la ceremonia del kedgeree a la mañana siguiente.
Aún con los distintivos de novio, ropas de satén y corona de borlas, se sentó en el patio, sobre unas mantas, ante el plato de kedgeree. Era blanco y no parecía apetitoso, y se dio cuenta de que le resultaría fácil resistir la tentación de probarlo.
Ramlogan fue el primero en ofrecer dinero para animar a Ganesh a que comiera. Estaba un poco ojeroso por haberse quedado despierto toda la noche, pero parecía complacido y contento al dejar cinco billetes de veinte dólares en el plato de latón que había junto al kedgeree. Retrocedió, se cruzó de brazos, miró el dinero, después a Ganesh, al grupito que estaba al lado, y sonrió.
Se quedó así, sonriendo, casi dos minutos; pero Ganesh ni siquiera miró el kedgeree.
– ¡Venga, a dar dinero al chico! -gritó a quienes le rodeaban-. Darle dinero. Venga, que parecéis más pobres que un ratón de sacristía.
Fue pasando entre ellos, riendo y tomándoles el pelo. Algunos depositaron pequeñas cantidades en el plato de latón.
Ganesh continuó sereno y frío, como un Buda con demasiada ropa.
Empezó a formarse una pequeña multitud.
– A ver, el chico tiene sentido común. -La voz de Ramlogan se tino de angustia-. En esta época, con los estudios que tiene… -Depositó otros cien dólares-. Venga, chico, a comer, a comérselo todo. No quiero que te mueras de hambre. Todavía no, por lo menos.
Se echó a reír, pero nadie le imitó.
Ganesh no empezó a comer. Oyó a un hombre que decía: "Bueno, esto tenía que pasar tarde o temprano."
La gente dijo:
– Vamos, Ramlogan. A darle dinero al chico, hombre. ¿Para qué te crees que está ahí sentado? ¿Para hacerse una foto?
Ramlogan soltó una breve carcajada, forzada, y se puso de mal genio.
– Si se cree que me va a sacar más dinero está pero que muy equivocado. Pues que no coma. ¿A mí qué me importa si se muere de hambre? ¿Os creéis que me importa?
Se marchó de allí.
La multitud aumentó; aumentaron las risas.
Ramlogan volvió y la multitud le aclamó. Puso doscientos dólares en el plato de latón y, antes de levantarse, le susurró a Ganesh: "Que te acuerdes, sahib. Lo has prometido. A comer, chico, hijo mío, a comer, sahib, a comer, pandit, sahib. Te lo ruego: come."
Un hombre gritó:
– ¡No! ¡No pienso comer! Ramlogan se levantó y se dio la vuelta.
– ¡Oye, tú, o te callas la boca o te la callo yo a bofetadas! No te metas donde no te llaman.
La multitud estalló en carcajadas.
Ramlogan volvió a inclinarse para susurrar: "¿Lo ves, sahib? Me estás dejando en vergüenza." En aquella ocasión, el susurro prometía acabar en lágrimas. "¿Sahib, ves lo que le estás haciendo a mi carácter y mi sentido de los valores?"
Ganesh no se inmutó.
La multitud empezaba a tratarle como a un héroe.
Al final, Ganesh le sacó a Ramlogan lo siguiente: una vaca y una ternera, mil quinientos dólares en efectivo y una casa en Fuente Grove. Ramlogan también anuló la factura pendiente de la comida que había enviado a casa de Ganesh.
La ceremonia acabó alrededor de las nueve de la mañana, pero Ramlogan llevaba sudando mucho más tiempo.
– Era una broma entre el chico y yo -decía una y otra vez-. ¡Anda si no sabría yo desde hace tiempo lo que le iba a dar! Estábamos de broma, nada más.
Ganesh volvió a su casa después de la boda. Tendrían que pasar tres días para que Léela se fuera a vivir con él, y entretanto, la Gran Eructadora intentó restablecer el orden en la casa. La mayoría de los invitados desapareció tan repentinamente como había aparecido, si bien Ganesh veía de vez en cuando a alguien que seguía remoloneando por la casa y comiendo.
– Rey Jorge se fue ayer a Arima -dijo la Gran Eructadora-. Se ha muerto alguien. Yo voy mañana, pero he mandado allí a Rey Jorge para arreglarlo todo. -Acto seguido, decidió informar a Ganesh de las cosas de la vida-. Estas chicas modernas son el mismo diablo -dijo-. Y por lo que veo y oigo, esa Léela es una chica moderna. Pero en fin, tendrás que conformarte con lo que te ha tocado. -Hizo una pausa para eructar-. Lo único que necesitas para llevarla derecha como una vela son unos cuantos golpes de vez en cuando.
Ganesh dijo:
– Verás, es que creo que Ramlogan está enfadado de verdad conmigo después de lo del kedgeree.
La pelea con Ramlogan
– No estuvo bien, pero Ramlogan se lo tiene merecido. Cuando un hombre se pone a ocupar el puesto de una mujer, a arreglar matrimonios, se lo está buscando.
– Pero ahora me tengo que ir de aquí. ¿Conoces Fuente Grove? Ramlogan tiene una casa allí, y me la da.
– ¿Pero qué vas a hacer en un poblacho dejado de la mano de Dios como ese? El único trabajo allí son las plantaciones de azúcar.
– No es eso lo que yo quiero hacer. -Ganesh guardó silencio, y después añadió, dubitativo-: Estoy pensando en dedicarme a lo de sanador.
Su tía se rió tanto que tuvo que eructar.
– Con estos gases, hijo, y encima… ¿Es que me quieres matar o qué? ¡Sanar a la gente! ¿Qué sabes tú de eso?
– Papá era un sanador bien bueno y yo sé todo lo que él sabía.
– Pero para esas cosas hay que tener mano. ¿Te imaginas lo que puede pasar si de repente todo el mundo se pone a decir: "Pues mira, que estoy pensando en dedicarme a lo de sanador"? En Trinidad hay tantos que como no se sanen los unos a los otros, ya me dirás tú.
– Creo que tengo mano. Como Rey Jorge.
– La mano que ella tiene no es de esas. Es que ella nació así. Ganesh le contó lo del pie de Léela. Su tía torció el gesto.
– No, si no me parece mal. Pero un hombre como tú debería hacer otra cosa. Cosas de libros, mira.
– También voy a hacer eso. -Y otra vez se le escapó-. Estoy pensando en escribir libros.
– Buena cosa. Los libros dan dinero, ¿sabes? Supongo que el que escribió el Almanaque del granjero de Macdonald se estará forrando. ¿Por qué no intentas algo como El libro del destino de Napoleón? Para mí que se te daría bien.
– ¿Y la gente va a comprar eso?
– Es justo lo que necesita Trinidad, hijo. Fíjate en todos los indios que hay en las ciudades. Y sin pandit ni nada. ¿Cómo van a saber lo que tienen que hacer y dejar de hacer, cuándo y cómo? Se lo tienen que imaginar.
Ganesh se quedó pensativo.
– Sí, es lo que voy a hacer yo. Un poco de sanar y otro poco de escribir.
– Conozco yo a un chico que te vende cualquier cosa que escribes, vamos, como rosquillas, por toda Trinidad. Por ejemplo: vendes el libro a dos chelines, cuarenta y ocho centavos. Al chico le das seis centavos por libro. O sea, imprimes cuarenta o cincuenta mil…
– Pues unos dos mil dólares, pero… ¡Oye, que todavía no he escrito el libro!
– Ya lo sé, hijo. En cuanto te pongas a ello, ya verás cómo escribes unos libros bien bonitos. Y eructó.
En cuanto Léela se fue a vivir con Ganesh y el último invitado hubo abandonado la aldea, Ramlogan le declaró la guerra a Ganesh, y aquella misma noche pasó por todo Fourways dando alaridos, proclamando: "¡Ver cómo me ha robado! Yo, que tengo a mi mujer muerta, sin hijas ni nada, un pobre viudo! ¡Ver cómo se le olvida lo que he hecho por él! Se le olvida lo que le he dado, que le ayudé a quemar a su padre, se le olvida que le he ayudado. Y ahora, ver cómo me roba. Ver cómo me pone en vergüenza. Mirarme, que Dios me ayude, si no voy a por ese hijo de perra ahora mismo."
Ganesh le ordenó a Léela que cerrase puertas y ventanas a cal y canto y apagara las luces. Cogió uno de los bastones de su padre y se plantó en el centro del salón.
Léela se echó a llorar.
– ¡A mi propio padre le quieres dar de bastonazos!
Ganesh oyó a Ramlogan gritando en la carretera:
– ¡Ganesh, mamón, conque quieres mi hacienda, ¿eh?! ¡Pues te la llevarás, pero con los pies por delante! Ganesh dijo:
– Léela, en el dormitorio hay un cuadernillo. Me lo traes. Y un lapicero en el cajón de la mesa. Ve y me traes eso también.
Léela llevó el cuaderno y el lápiz, y Ganesh escribió: Llevarme su hacienda con los pies por delante. Debajo escribió la fecha. No tenía ninguna razón especial para hacer semejante cosa, pero estaba asustado y pensó que algo tenía que hacer.
Léela chilló:
– ¡Le estás haciendo magia a mi padre! Ganesh dijo:
– Léela, ¿por qué estás asustada? No nos vamos a quedar aquí mucho tiempo. Dentro de unos días nos vamos a Fuente Grove. Tú no tengas miedo de nada.
Léela siguió gritando y Ganesh se quitó el cinturón y le pegó. Ella gritó:
– ¡Ay, Dios, ay, Dios mío! ¡Que me mata hoy mismo!
Fue su primera paliza, un formalismo, sin ira por parte de Ganesh ni rencor por parte de Léela, y aunque no formaba parte de la ceremonia de la boda propiamente dicha, significaba mucho para los dos. Significaba que habían crecido y eran independientes. Ganesh ya era un hombre; Léela, una esposa tan privilegiada como cualquier otra mujer adulta. También ella podría contar detalles sobre las palizas de su marido, y cuando volviera a casa podría parecer triste y taciturna, como debía parecer toda mujer.
Fue un momento único.
Léela lloró un ratito y dijo:
– Me estoy empezando a preocupar por papá, hombre.
Otro comienzo: ella le había llamado "hombre". Ya no cabía duda: eran adultos. Tres días antes, Ganesh era poco más que un muchacho, nervioso y apocado. De repente había perdido tales características, y pensó: "Mi padre tenía razón. Tendría que haberme casado antes."
Léela dijo:
– Mira, me estoy empezando a preocupar de verdad por papá. Esta noche no te va a hacer nada. Gritará un montón y se irá, pero no te va a olvidar. Una vez le vi dar zurriagazos a un hombre en Penal.
Oyeron a Ramlogan gritando en la carretera:
– ¡Ganesh, te lo advierto por última vez! Léela dijo:
– Mira, tienes que hacer algo para calmar a papá, hombre. Si no, no sé yo…
Ramlogan había enronquecido de tanto gritar:
– ¡Ganesh, esta noche voy a afilar un machete para ti! Te voy a mandar al hospital, y yo iré a la cárcel, lo tengo decidido. Ten cuidado: te estoy avisando.
Y a continuación, como había previsto Léela, se marchó.
A la mañana siguiente, después de que Ganesh hubo hecho puja y tomado la primera comida que Léela le preparaba, dijo:
– Léela, ¿tienes alguna fotografía de tu padre? Estaba sentada a la mesa de la cocina, limpiando arroz para la comida del mediodía.
– ¿Para qué la quieres? -preguntó preocupada.
– Te olvidas de quién eres, chica. ¿Es que eres policía, para hacerme preguntas a mí? ¿Es una foto vieja? Léela lloró sobre el arroz.
– Pues no tan vieja. Hace dos o tres años papá fue a San Fernando y Chong hizo una foto a papá él solo y otra a papá, Soomintra y yo. Justo antes de casarse Soomintra. Eran unas fotos muy bonitas, con pinturas y plantas delante.
– Sólo quiero una foto de tu padre. Lo que no quiero es que llores.
La siguió hasta el dormitorio, y mientras se ponía la ropa de ciudad -pantalones caqui, camisa azul, sombrero marrón, zapatos marrones- Léela sacó su maleta, regalo de los cupones de los cigarrillos Anchor, de debajo de la cama y buscó la fotografía.
– Dámela -dijo Ganesh, y se la quitó-. Con esto le arreglo yo las cuentas a tu padre.
Léela corrió tras él hasta la escalera.
– ¿Pero adonde vas?
– Mira, Léela, para ser una chica que no lleva casada ni tres días, eres muy descarada.
Ganesh tenía que pasar por delante de la tienda de Ramlogan. Puso buen cuidado en balancear el bastón de su padre, y actuó como si la tienda no existiera.
Y, sin duda, oyó a Ramlogan gritando:
– ¡Ganesh! Conque haciéndote el hombrecito esta mañana, ¿eh? Moviendo el bastón y todo, como si fueras un maestro. Pues mira, chico, cuando vaya a por ti, te va a faltar tiempo para salir corriendo.
Ganesh pasó sin decir palabra.
Léela confesó más tarde que había ido a la tienda aquella mañana para avisar a Ramlogan. Le encontró encaramado en el taburete, hundido.
– Papá, te tengo que contar una cosa.
– Yo no tengo nada que ver ni contigo ni con tu marido. Sólo quiero que le des un recado. Le dices de mi parte que Ramlogan dice que sólo se va a llevar mi hacienda con los pies por delante.
– Anoche escribió eso en un cuaderno. Y esta mañana, va y me pide una foto tuya, y la tiene.
Ramlogan se deslizó, prácticamente se cayó, del taburete.
– ¡Ay, Dios mío, ay, Dios mío! No sabía que fuera esa clase de hombre. Parece tan tranquilo… -Se puso a pasear con fuertes pisadas tras el mostrador-. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué le he hecho yo a tu marido para que me persiga de esta manera? ¿Qué va a hacer con la foto?
Léela sollozaba.
Ramlogan miró la vitrina del mostrador.
– Todo esto lo hice por él. Yo no quería una vitrina en mi tienda, Léela.
– No, papá, tú no querías una vitrina en la tienda.
– Fue por él por quien compré la vitrina. ¡Ay, Dios mío! Léela, sólo hay una cosa que puede hacer con la foto. Magia y obeah, Léela.
En su agitación, Ramlogan se tiraba del pelo, se daba palmadas en el pecho y el vientre y golpeaba el mostrador.
– Y encima quiere más cosas.
La voz de Ramlogan vibraba de auténtica angustia.
Léela chilló:
– ¿Qué le vas a hacer a mi marido, papá? Sólo hace tres días que me casé con él.
– Soomintra, la pobrecita Soomintra, ella me lo dijo cuando íbamos a hacernos las fotos. "Papá, creo que no deberíamos hacernos fotos." ¡Ay, Dios mío, ay, Dios mío! Léela, ¿por qué no haría caso a la pobrecita Soomintra?
Ramlogan pasó una mano mugrienta por el trozo de papel de estraza de la vitrina y se secó las lágrimas de un manotazo.
– Y anoche me pegó, papá.
– Ven aquí, hija. Ven, Léela. -Se inclinó sobre el mostrador y apoyó las manos sobre los hombros de Léela-. Es tu destino, Léela. También es mi destino. No podemos luchar contra él, Léela.
– ¿Qué le vas a hacer, papá? -gimió Léela-. Es mi marido, tienes que entenderlo.
Ramlogan retiró las manos y se enjugó los ojos. Golpeó el mostrador hasta que la vitrina tembló.
– A eso le llaman educación hoy día. Enseñan una nueva asignatura. El robo.
Léela soltó otro grito.
– ¡Ese hombre es mi marido, papá!
Horas más tarde, cuando Ganesh volvió a Fourways, se sorprendió al oír gritar a Ramlogan:
– ¡Ah, sahib! ¿Qué pasa? ¿Aquí al lado de mi tienda y no me dices nada? Se van a pensar que estamos enfadados.
Ganesh vio a Ramlogan con una sonrisa de oreja a oreja tras el mostrador.
– ¿Qué quieres que te diga si tienes un machete afilado debajo del mostrador, eh?
– ¿Un machete? ¿Un machete afilado? Estás de broma, sahib. Venga, hombre, sahib, ven a sentarte un rato. Venga, vamos a echar una charla. Como en los viejos tiempos, ¿eh, sahib?
– Las cosas han cambiado.
– Venga, sahib. No me digas que estás enfadado conmigo.
– No estoy enfadado contigo.
– Enfadarse es para la gente tonta e inculta como yo. Y cuando la gente inculta se enfada se pone a pensar en hacer magia y todo eso. Las personas con estudios no hacen esas cosas.
– Te vas a llevar una sorpresa.
Ramlogan intentó que Ganesh se fijase en la vitrina.
– Es bonita y moderna, ¿verdad, sahib? Una cosita bien bonita y moderna. -Una mosca adormilada zumbaba fuera, deseosa de reunirse con sus compañeras de dentro. Ramlogan dio un rápido manotazo sobre el cristal y la mató. La quitó de un lateral y se limpió las manos en los pantalones-. Estas moscas son una molestación, sahib. ¿Cómo puede uno librarse de estas molestaciones, sahib?
– Yo no sé nada de moscas. Ramlogan sonrió y volvió a intentarlo.
– ¿Cómo te va de casado, sahib?
– Estas chicas modernas son el mismísimo diablo. No saben dónde está su sitio.
– Te lo tendría que haber contado, sahib. Sólo tres días casado y ya lo has descubierto. Es la educación de los valores. ¿Quieres un poco de salmón, sahib? Es tan bueno como cualquier salmón de San Fernando.
– No me gusta la gente de San Fernando.
– ¿Cómo te van las cosas allí, sahib?
– Mañana, Dios mediante, veremos qué pasa.
– ¡Ay, Dios mío! Sahib, anoche no quise decir nada malo. Estaba un poquito borracho, sahib. Nada más. Soy viejo y no me sienta bien el alcohol, sahib. No me importa cuánto quieres que te dé. Soy buen hindú, sahib. Si te lo llevas todo me da igual, siempre que me dejes con mi carácter.
– Eres un tipo muy curioso, ¿sabes?
Ramlogan intentó matar otra mosca y se le escapó.
– ¿Qué va a pasar mañana, sahib?
Ganesh se levantó del banco y se sacudió los fondillos del pantalón.
– Ah, mañana. Es un gran secreto.
Ramlogan frotó el borde del mostrador con las manos.
– ¿Por qué lloras?
– Ay, sahib. Yo soy un hombre pobre. Debes compadecerte de mí.
– Léela estará bien conmigo. No tienes que llorar por ella.
Encontró a Léela en la cocina, acuclillada ante el fogón de chulha, removiendo el arroz hirviendo en una cacerola de esmalte.
– Léela, vengo decidido a quitarme el cinturón y darte unos buenos azotes antes incluso de lavarme las manos o hacer nada.
Léela se arregló el velo en la cabeza antes de volverse hacia él.
– ¿Y ahora qué pasa, hombre?
– Mira chica, ¿cómo dejas que toda la mala sangre de tu padre te corra por las venas? ¿Por qué haces como si no supieras nada cuando vas contando mis cosas a todo el mundo?
Léela volvió a mirar la chulha y a remover el arroz.
– Oye, si empezamos a discutir ahora se quedará blando el arroz y ya sabes que no te gusta así.
– Vale, pero quiero que me contestes más tarde.
Después de comer Léela confesó y se llevó una sorpresa cuando Ganesh no le dio una paliza. De modo que se envalentonó y preguntó:
– Oye, ¿qué has hecho con la foto de papá?
– Creo que ya le he arreglado las cuentas a tu padre. Mañana no habrá nadie en Trinidad que no le conozca. Mira, Léela, como te pongas a llorar otra vez, te vas a enterar. Empieza a hacer las maletas. Nos mudamos mañana mismo a Fuente Grove.
Y a la mañana siguiente aparecía esta noticia en la quinta página de The Trinidad Sentinel:
INSTITUTO CULTURAL FUNDADO POR UN BENEFACTOR
Shri Ramlogan, comerciante de Fourways, cerca de Debe, ha donado una considerable suma de dinero con el fin de fundar un instituto cultural en Fuente Grove. El objetivo de dicho instituto, que aún no tiene nombre, consistirá en la promoción de la cultura y la ciencia del pensamiento hindúes en Trinidad.
El presidente del instituto, según se sabe, será Ganesh Ramsumair, licenciado.
Y en lugar destacado, aparecía una fotografía de un Ramlogan bien vestido y más delgado, con una maceta al lado, sobre fondo de ruinas griegas.
El mostrador de la tienda de Ramlogan estaba cubierto de ejemplares de The Trinidad Sentinel y de The Port of Spain Herald. Ramlogan no alzó la vista cuando Ganesh entró en la tienda. Miraba fijamente la fotografía e intentaba fruncir el ceño.
– No te molestes con The Herald -dijo Ganesh-. Yo no les he contado la historia.
Ramlogan continuaba sin alzar la vista. Frunció el ceño con más intensidad y dijo:
– ¡Hum! -Volvió la página y leyó un breve artículo sobre el peligro de las vacas tuberculosas-. ¿Te han pagado algo?
– Querían que yo pagara.
– Hijos de perra.
Ganesh hizo un ruido, a modo de asentimiento.
– Así que, sahib.… -Y Ramlogan alzó por fin la vista-. ¿Era para esto para lo que querías el dinero, de verdad?
– De verdad, de verdad.
– ¿Y de verdad que vas a escribir libros en Fuente Grove y todo eso?
– De verdad que voy a escribir libros.
– Sí, sí. Yo estoy leyendo, sahib. Es estupendo, y tú eres un gran hombre, sahib.
– ¿Cuándo has empezado a leer?
– Intento aprender todo el rato, sahib. Sólo sé leer un poquito. Mira, hay cien mil palabras que no me dicen nada. Mira, sahib, ¿me lo lees tú? Cuando tú lees, te escucho con los ojos cerrados.
– Después te portas raro. ¿Por qué no miras la foto y ya está, eh?
– Es una foto bonita, sahib.
– Pues a seguir mirándola. Yo me tengo que ir.
Ganesh y Léela se mudaron a Fuente Grove aquella tarde; pero justo antes de que se marcharan de Fourways llegó una carta. Contenía la documentación de los derechos del petróleo, y también la información de que el petróleo se había agotado y que no iba a recibir más dinero.
La dote de Ramlogan resultó providencial. Fue otra extraordinaria coincidencia que convenció aún más a Ganesh de que le esperaban grandes cosas.
– Van a pasar cosas pero que muy importantes en Fuente Grove -le dijo Ganesh a Léela-. Pero que muy importantes.