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Durante más de dos años Ganesh y Léela vivieron en Fuente Grove sin que pasara nada importante ni esperanzados
Desde el principio, Fuente Grove parecía poco prometedora. La Gran Eructadora había dicho que era un sitio dejado de la mano de Dios. Era una verdad a medias. Fuente Grove prácticamente no existía. Era tan pequeña, tan remota y tan despreciable que sólo aparecía en los mapas grandes del Instituto Cartográfico; el Ministerio de Obras Públicas la trataba con desprecio, y ninguna aldea pensaba siquiera en pelearse con ella. Fuente Grove no podía gustarle a nadie. Durante la estación seca, la tierra se cocía, se cuarteaba, se calcinaba, y durante la estación de las lluvias era un auténtico barrizal. Siempre hacía calor. Con árboles, habría sido diferente, pero el único árbol que existía era el mango de Ganesh.
Los aldeanos iban a trabajar a las plantaciones de caña en la oscuridad del amanecer para no sufrir el calor del día. Cuando regresaban, mediada la mañana, el rocío se había secado en la hierba, y se ponían a trabajar en sus huertos como si no supieran que lo único que podía crecer en Fuente Grove era la caña de azúcar. Pocas emociones tenían. La población era escasa y no había nacimientos, bodas ni muertes suficientes como para mantenerlos entretenidos. Un par de veces al año, los hombres hacían una excursión, todos alborotados, a un cine de San Fernando, aquel lugar lejano y de perversión. Aparte de eso, poca cosa ocurría. Una vez al año, en la fiesta de la cosecha, cuando ya se había recogido la caña de azúcar, Fuente Grove osaba hacer un despliegue de alborozo. Adornaban la media docena escasa de carros tirados por bueyes con serpentinas de crespón de color rosa, amarillo y verde; incluso ponían a los bueyes, con sus tristes ojos de siempre, cintas de colores vivos en los cuernos, y hombres, mujeres y niños golpeaban los carros con las piquetas y tamborileaban sobre las cacerolas, cantando sobre la generosidad de Dios. Era como la alegría de un niño medio muerto de hambre.
Los hombres se reunían todos los sábados por la tarde en la tienda de Beharry y se atiborraban de ron barato. Se ponían lo suficientemente contentos con sus mujeres como para darles una paliza aquella misma noche. El domingo se despertaban malos, echaban pestes contra el ron de Beharry, seguían malos todo el día, y el lunes se levantaban estupendamente, frescos como una rosa, preparados para el trabajo de la semana.
Eran esas borracheras del sábado lo que mantenía la tienda de Beharry. El no bebía porque era buen hindú y porque, como le dijo a Ganesh: "Mira, no hay nada como tener la cabeza clara." Y además, a su mujer no le parecía bien.
Beharry era la única persona de Fuente Grove de la que Ganesh se hizo amigo. Era un hombrecillo de aspecto intelectual, con una ligera tripita y el pelo gris y escaso. En Fuente Grove, sólo él leía los periódicos. Le llegaba todos los días un ejemplar del día anterior de The Trinidad Sentinel, con un ciclista de Princes Town, y se lo leía de cabo a rabo, sentado en un alto taburete delante del mostrador. Detestaba estar detrás del mostrador. "Es que me da la impresión de estar en un redil."
Al día siguiente de llegar a Fuente Grove, Ganesh fue a ver a Beharry y descubrió que estaba enterado de lo del Instituto.
– Es justo lo que le hace falta a Fuente Grove -dijo Beharry-. Vas a escribir libros y cosas, ¿no?
Ganesh asintió, y Beharry gritó: "¡Suruj!"
Un niño de unos cinco años entró corriendo en la tienda.
– Suruj, trae los libros. Están debajo de la almohada.
– ¿Todos, papá?
– Todos.
El niño llevó los libros, y Beharry se los fue dando uno a uno a Ganesh: El libro del destino de Napoleón, una edición escolar de Eothen sin tapas, tres números del Almanaque de Bookers's Drug Stores, el Gita y el Ramayana.
– A mí no me engaña nadie -dijo Beharry-. Seré cateto, pero no tonto. ¡Suruj!
El niño volvió a aparecer a todo correr.
– Cigarrillos y cerillas, Suruj.
– Pero papá, si están en el mostrador.
– ¿Es que te crees que no lo veo? Me los traes. El niño obedeció, y salió corriendo de la tienda.
– ¿Qué te parecen los libros? -preguntó Beharry, señalándolos con un cigarrillo sin encender.
Cuando Beharry hablaba, parecía un ratón. Se ponía nervioso y movía la boquita como si estuviera mordisqueando algo.
– Bien.
Entró en la tienda una mujer grandona de cara cansada.
– Poopa de Suruj, ¿es que no has oído que te estoy llamando para comer?
Beharry se mordisqueó los labios.
– Le estaba enseñando al pandit los libros que leo.
– ¡Leer! -Su rostro cansado se avivó con el desdén-. ¡Leer! ¿Quieres saber qué lee?
Ganesh no sabía adonde mirar.
– Como no esté yo al tanto, cierra la tienda y se mete en la cama con los libros. Todavía no le he visto terminar un libro, pero eso sí, no se conforma si no lee cuatro o cinco al mismo tiempo. Para algunos es peligroso aprender a leer.
Beharry volvió a meter el cigarrillo en el paquete.
– Este mundo será diferente y mejor el día que hagas un niño -dijo la mujer, saliendo a toda prisa de la tienda-. La vida ya es bastante difícil contigo, por no hablar de tus tres hijos, que no valen para nada.
Después de que se hubo marchado se produjo un breve silencio.
– La mooma de Suruj -explicó Beharry.
– Así son ellas -replicó Ganesh.
– Pero la verdad es que tiene razón. Si todos empezaran a hacer lo mismo que tú y yo, sería un mundo de locos. -Beharry se mordisqueó los labios y le guiñó un ojo a Ganesh-. Te lo digo yo. Esto de la lectura es muy peligroso.
Suruj volvió a entrar a todo correr en la tienda.
– Ella te está llamando, papá.
Tenía el tono irritado de su madre.
Cuando Ganesh salía de la tienda oyó decir a Beharry:
– ¿Cómo que ella? ¿Así llamas a tu madre? ¿Quién es ella? ¿La gata?
Ganesh oyó un bofetón.
Iba con frecuencia a la tienda de Beharry. Beharry le caía bien y le gustaba la tienda. Beharry la alegraba con anuncios de colores para artículos que él no ofrecía, y estaba tan seca y limpia como la de Ramlogan grasienta y sucia.
– No entiendo qué le ves a ese Beharry -le dijo Léela-. Piensa que puede llevar una tienda, pero a mí me da risa. Tengo que escribir a papá para contarle qué tiendas tienen en Fuente Grove.
– Hay una cosa que tienes que decirle a tu padre que haga. Montar un puesto en el mercado de San Fernando. Léela se echó a llorar.
– ¡Hay que ver lo que te mete en la cabeza ese Beharry! Ese hombre es mi padre.
Y otra vez se echó a llorar.
Pero Ganesh siguió yendo a la tienda de Beharry.
Cuando Beharry se enteró de que Ganesh iba a establecerse como sanador se mordisqueó los labios nerviosamente y movió la cabeza.
– Mira, has elegido algo bien difícil. Hoy día das una patada y te sale un sanador o un dentista. Mismamente uno de mis primos (bueno, en realidad es primo de la mooma de Suruj, pero la familia de la mooma de Suruj es como mi propia familia), un chico bien majo, también va a empezar con esto.
– ¿Qué? ¿Otro sanador?
– Un momento, espera. Las Navidades pasadas la mooma de Suruj se llevó a los niños a donde la abuela y este chico le dijo, como si tal cosa, que se iba a meter a lo de dentista. Figúrate la sorpresa de la mooma de Suruj. Y después, vamos y nos enteramos de que ha pedido dinero para comprar una de esas máquinas de dentista y que le saca las muelas a la gente, así, sin más. El muchacho va matando gente a mansalva, y le siguen yendo. La gente de Trinidad es así.
– Yo no quiero sacar muelas. Pero al chico le va bien, ¿no?
– Pues de momento sí. Ya ha pagado la máquina. Pero acuérdate de que en Tunapuna hay mucha gente. Veo que llegará un día en que a los sacamuelas les va a costar trabajo sacar dos centavos para comprar pan y un poco de mantequilla colorada.
La mooma de Suruj entró del patio acalorada y llena de polvo con una escoba de cocoye.
– Venía yo decidida a barrer la tienda, y mira lo primero que oigo. ¿Por qué llamas sacamuelas al chico? No es que no lo esté intentando. -Miró a Ganesh-. ¿Sabes que le pasa al poopa de Suruj? Pues que le tiene envidia al chico. Él no puede ni cortar las uñas de los pies, y ese chiquillo saca las muelas a personas crecidas. Le tiene una envidia tremenda al chico.
Ganesh dijo:
– Algo de razón llevas, maharaní. Es como yo y lo de ser sanador. No me voy a meter en eso así como así. Estudio y aprendo un montón, de mi padre. No es una cosa de sacamuelas.
A la defensiva, Beharry se mordisqueó los labios.
– No quería decir eso. Sólo le estaba explicando al pandit que si se establece como sanador en Fuente Grove lo va a tener difícil.
Ganesh no tardó mucho en descubrir que Beharry tenía razón. En Trinidad había demasiados sanadores, y resultaba inútil anunciarse. Léela se lo dijo a sus amigos, la Gran Eructadora a los suyos, Beharry prometió escribir a cuantos conocía, pero pocos se molestaron en ir con sus achaques hasta un sitio tan alejado como Fuente Grove. Y los aldeanos estaban muy sanos.
– Oye -dijo Léela-. Creo que no se te da bien lo de ser sanador.
Y llegó un momento en que él mismo empezó a dudar de sus poderes. Podía curar una nara, una simple dislocación de estómago, como cualquier sanador, y también la rigidez de articulaciones. Pero no se animaba a acometer operaciones más arriesgadas.
Un día fue a verle una chica con un brazo torcido. Ella parecía tan contenta, pero su madre estaba hundida, llorando.
– Lo hemos intentado con todos y con todo, pandit. No ha pasado nada. Y la chica se va haciendo mayor, pero, ¿quién va a querer casarse con ella?
Era una chica guapa, con unos ojos muy vivos en un rostro impasible. Sólo miraba a su madre; ni una sola vez miró a Ganesh.
– Veinte veces le han roto el brazo a la chica, por falta de una -añadió la madre-. Pero no se le arregla.
Ganesh sabía lo que habría hecho su padre. Le habría dicho a la chica que se tumbara, le habría puesto un pie en el codo, levantado el brazo haciendo palanca hasta que se rompiera y después lo habría vuelto a colocar. Pero tras examinarla, Ganesh se limitó a decir:
– A la chica no le pasa nada, maharaní. Sólo tiene un poquito de sangre mala, nada más. Y además. Dios la hizo así y no es cosa mía interferir en la obra de Dios.
La madre de la chica dejó de sollozar y se colocó el velo rosa sobre la cabeza.
– Es mi destino -dijo, sin tristeza. La chica no pronunció ni una palabra. Más tarde, Léela dijo:
– Oye, al menos podrías haber intentado arreglarle el brazo primero y después ponerte a hablar de la obra de Dios. Pero no te importa lo que me estás haciendo. Parece que lo único que quieres es echar de aquí a la gente.
Ganesh siguió ofendiendo a sus pacientes al decirles que no les pasaba nada; cada día hablaba más sobre la obra de Dios, y si le presionaban, daba un brebaje que había preparado siguiendo una receta de su padre, un líquido verde a base de diversas hierbas y hojas del árbol neem. Replicó:
– Los hechos son los hechos, Léela. No tengo mano para ser sanador.
Sufrió otra decepción en su vida. Al cabo de un año quedó claro que Léela no podía tener hijos. Perdió interés por ella como esposa y dejó de pegarle. Léela se lo tomó bien, pero Ganesh no esperaba menos de una buena esposa hindú. Léela siguió atendiendo la casa y con el tiempo llegó a ser un ama de casa eficaz. Cuidaba el jardín de atrás y se ocupaba de la vaca. Nunca se quejaba. Al poco era ella quien mandaba. Mangoneaba a Ganesh y él no se oponía. Le daba consejos y él le prestaba atención. Empezó a consultar con ella casi todo. Con el tiempo, aunque jamás lo habrían reconocido, habían llegado a quererse. A veces, cuando pensaba en ello, a Ganesh le resultaba extraño que la mujer alta y dura con la que vivía fuera la chica que le había preguntado con descaro en una ocasión: "¿Tú también sabes escribir, sahib?"
Y tener que apaciguar a Ramlogan continuamente. El recorte de periódico con su fotografía estaba colgado, con su marco, en la tienda, por encima del anuncio de Léela sobre los asientos para dependientas. El papel había empezado a ponerse pardo en los bordes. Siempre que, por una u otra razón, Ganesh iba a Fourways, Ramlogan no dejaba de preguntarle: "Dime, ¿cómo va lo del Instituto?"
"No dejo de pensar en ello", contestaba Ganesh. O: "Pues ya lo tengo todo en la cabeza, pero no me metas prisas."
Todo parecía ir mal y Ganesh temía haber interpretado mal los signos del destino. Hasta más adelante no vio la intervención de la Providencia en las decepciones de aquellos meses. "Nunca somos lo que queremos ser, sino lo que debemos ser", escribió.
Había fracasado como sanador. Léela no podía tener hijos. Tales decepciones podrían haber destrozado a cualquier otro hombre; a Ganesh le sirvieron para dedicarse muy en serio a los libros. Desde luego, siempre había tenido intención de leer y escribir, pero cabe preguntarse si lo habría hecho con tal entrega si hubiera triunfado como sanador o padre de familia numerosa.
– Voy a escribir un libro -le dijo a Léela-. Un libro grande.
Existe una editorial norteamericana llamada Street y Smith, personas versátiles y enérgicas que habían llevado sus publicaciones hasta el sur de Trinidad. A Ganesh siempre le habían impresionado profundamente Street y Smith, desde niño y, sin decirles una palabra ni a Beharry ni a Léela, se sentó una noche a la mesita del cuarto de estar, encendió la lámpara de petróleo y escribió una carta a Street y Smith. Les decía que estaba pensando en escribir libros y que si les interesarían a alguno de ellos.
La respuesta llegó al cabo de un mes. Street y Smith decían que estaban muy interesados.
– Se lo tienes que contar a papá -dijo Léela.
Ganesh enmarcó la carta de Street y Smith en paspartú y la colgó en la pared, por encima de la mesa en la que había escrito su carta.
– Esto es sólo el principio -le dijo a Léela.
Ramlogan fue un día desde Fourways y cuando vio la carta enmarcada se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Sahib, esto es algo importante para los periódicos. Sí, hombre, sahib, les escribas los libros.
– Eso es justo lo que le dice Beharry, el tendero, por así llamarlo, de Fuente Grove -dijo Léela.
– No importa -replicó Ramlogan-. Yo sigo creyendo que debería escribir los libros. Pero me apuesto cualquier cosa a que te sientes orgulloso, ¿eh, sahib?, de que los americanos te rueguen que les escribas un libro.
– Quia, no -se apresuró a contestar Ganesh-. Te equivocas en eso. No me siento nada orgulloso. ¿Sabes cómo me siento? Pues si te digo la verdad, humilde. De lo más humilde.
– Ahí se demuestra que eres un gran hombre, sahib.
La escritura del libro preocupaba a Ganesh y la posponía continuamente. Cuando Léela preguntaba: "Pero, hombre, ¿por qué no estás escribiendo el libro que te piden los americanos?", Ganesh respondía: "Mira, Léela, precisamente es esa forma de hablar lo que destruye la ciencia del pensamiento de un hombre. ¿Es que no te das cuenta de que estoy pensando, pensando todo el tiempo?"
No llegó a escribir el libro para Street y Smith.
– Yo no prometí nada -decía-. Y no creo estar perdiendo el tiempo.
Street y Smith le habían hecho pensar sobre el arte de escribir. Al igual que muchos trinitenses, Ganesh sabía escribir correctamente en inglés, pero le daba vergüenza hablar otra cosa que no fuera dialecto salvo en ocasiones especiales. De modo que, con el aliento de Street y Smith, mientras perfeccionaba su prosa de influencia victoriana, seguía hablando como los trinitenses, muy a su pesar. Un día dijo:
– Léela, va siendo hora de que nos demos cuenta de que vivimos en un país británico y creo que no nos deberíamos avergonzar de hablar bien el idioma.
Léela estaba acuclillada ante el fogón chulha, avivando un fuego de ramitas secas de mango. Tenía los ojos enrojecidos y llorosos por el humo.
– Vale. Lo que quieras.
– Chica, empezamos ya mismo.
– Lo que tú digas, hombre.
– Muy bien. Vamos a ver. Ah, sí. Léela. ¿Encendiste el fuego? No, un momento. ¿Hay que decir "encendiste" o "has encendido"?
– Mira, me dejes en paz, que me se está metiendo el humo en los ojos.
– No te fijas en nada, chica. Querrás decir que se te está metiendo el humo en los ojos.
Léela tosió con el humo.
– Oye, mira. Tengo más cosas que hacer que rascarme los pies, ¿sabes? Te vas a hablar con Beharry y ya está. Beharry se entusiasmó.
– ¡Es una idea magistral, pero bueno! Es uno de los problemas de Fuente Grove, que no puedes de hablar bien con nadie. A ver, ¿cuándo empezamos?
– Ya mismo.
Beharry se mordisqueó los labios y sonrió, todo nervioso.
– Venga, hombre, me dejes un poco de tiempo para acostumbrarme.
Ganesh insistió.
– Bueno, vale -dijo Beharry con resignación-. Allá vamos.
– Hoy hace calor.
– Ah, ya entiendo. Hoy hace mucho calor.
– Mira, Beharry, no tiene ninguna gracia. Hay que echar una mano a la gente. Venga, empezamos otra vez. El cielo está muy azul y no veo ni una nube. Oye, ¿de qué te ríes?
– ¿Sabes qué, Ganesh? Que estás muy gracioso.
– Pues mira que te digo, que tú también estás muy gracioso.
– No, si lo que quiero decir es que es gracioso verte así y hablando así.
El arroz estaba hirviendo en la chulha cuando Ganesh volvió a casa.
– ¿Dónde ha estado usted, señor Ramsumair? -preguntó Léela.
– Hemos estado charlando, Beharry y yo. Tendrías que ver lo gracioso que se ha puesto intentando hablar bien. Entonces fue Léela quien se rió.
– Creía que empezábamos con esta historia de hablar bien.
– Mira, chica, tú me haces bien la comida, ¿entendido?, y hablas bien sólo cuando yo te lo mande.
Ese fue el momento en el que Ganesh pensó que tenía que responder a todos los anuncios para rellenar los cupones que ofrecían folletos gratuitos. Encontró los cupones en las revistas estadounidenses que había en la tienda de Beharry, y le hizo mucha ilusión enviar unos doce cupones de una vez y esperar la llegada, que ocurrió un mes después, de doce voluminosos paquetes. A los de Correos no les hizo ninguna gracia, y Ganesh tuvo que sobornarlos para que enviaran a un cartero en bicicleta con los paquetes hasta Fuente Grove por la noche, cuando hacía fresco.
Beharry tuvo que darle una copa al cartero. El cartero dijo: -Se están haciendo muy famosos ustedes dos en Princes Town. Por todos lados me pregunta la gente: "¿Quiénes son esos dos? Parecen americanos, oye." -Miró el vaso vacío y lo balanceó sobre el mostrador-. Y adivinen qué hago yo cuando me preguntan. -Era su forma de pedir otra copa-. ¿Que qué hago? -Trasegó el segundo vaso de ron de un trago, torció el gesto, pidió agua, se la dieron, se limpió la boca con el dorso de la mano y dijo-: ¡Pues les digo sin más quiénes son!
Beharry y Ganesh estaban fascinados con los folletos y los tocaban con sensual respeto.
– Chico, esa América, ahí es donde hay que vivir -dijo Beharry-. No les importa nada regalar libros así. Ganesh se encogió de hombros, y asintió.
– Es que para ellos no es nada. En menos que canta un gallo, ¡pum!, tienes un libro impreso.
– Ganesh, tú que tienes educación universitaria, ¿cuántos libros crees que imprimen al año en América?
– Unos cuatrocientos o quinientos.
– Estás loco, hombre. Son más de un millón. Lo leí no sé dónde el otro día.
– Entonces, ¿para qué me preguntas? Beharry se mordisqueó los labios.
– No, por nada. Para estar seguro.
Después mantuvieron una larga discusión sobre si un hombre podía llegar a saber todo sobre el mundo.
Beharry fastidió un día a Ganesh cuando le enseñó un catálogo. Dijo como sin darle importancia:
– Mira lo que me ha mandado esa gente de Inglaterra. Ganesh frunció el ceño. Beharry se lo vio venir.
– Oye, que yo no lo he pedido. Te vayas a creer que quiero competir contigo. Me lo han mandado, sin más.
El catálogo era demasiado bonito para que a Ganesh le durase el enfado.
– Pero supongo que a mí no me lo van a mandar así por las buenas.
– Te lo lleves, hombre -dijo Beharry.
– Sí, te lo lleves antes de que lo queme yo. -Era la voz de la mooma de Suruj, desde dentro-. No quiero más porquerías en mi casa.
Era un catálogo de Everyman Library.
Ganesh dijo:
– Novecientos treinta libros a dos chelines cada uno. Todo junto son…
– Cuatrocientos sesenta dólares.
– Es mucho dinero. Beharry dijo:
– Son muchos libros.
– Si alguien se lee todos los libros, no hay quien le tosa en cuestión de cultura. Ni el gobernador.
– Mira, de eso hablaba con la mooma de Suruj el otro día, sin ir más lejos. No creo yo que el gobernador y todos esos sean gente culta de verdad.
– ¿Qué quieres decir?
– Si fueran cultos, no se irían de Inglaterra, donde imprimen libros día y noche, para venirse a un sitio como Trinidad. Ganesh dijo:
– Novecientos treinta libros. Y cada libro de unos cinco centímetros y medio de grosor, supongo.
– O sea, unos veintitrés metros.
– Pues con estantes en dos paredes, te cogen.
– Yo es que prefiero los libros grandes.
Las paredes del cuarto de estar de la casa de Ganesh fueron objeto de intenso examen aquella noche.
– Léela, ¿hay una regla por ahí? Léela se la llevó.
– ¿Qué, pensando en hacer cambios?
– Estoy pensando en comprar unos libros.
– ¿Cuántos, oye?
– Novecientos treinta.
– ¡Novecientos! Léela se echó a llorar.
– Novecientos treinta.
– ¿Ves las ideas que te mete Beharry en la cabeza? Tú lo que quieres es dejarme en la miseria. No tienes bastante con robarle a mi propio padre. ¿Por qué no me llevas ya al asilo?
Así que Ganesh no compró la Everyman Library completa. Sólo compró trescientos libros, y Correos se los llevó en una furgoneta un día a últimas horas de la tarde. Era una de las cosas más importantes que habían ocurrido en Fuente Grove, e incluso Léela se quedó impresionada, muy a su pesar. Sólo la mooma de Suruj permaneció imperturbable. Aún estaban metiendo los libros en casa de Ganesh cuando le dijo a Beharry en voz bien alta, para que se enterase todo el mundo:
– Y no te vayas tú ahora a poner a copiar a nadie para hacer el imbécil, ¿entendido? Léela, que se vaya al asilo, pero yo, ni hablar.
Pero la reputación de Ganesh, que había mermado por su torpeza como sanador, aumentó en la aldea, y empezaron a aparecer campesinos que, con el mugriento sombrero de fieltro entre las manos, le pedían que les escribiera cartas dirigidas al gobernador o que les leyera cartas que, curiosamente, les había enviado el gobierno.
Para Ganesh fue sólo el comienzo. Tardó unos seis meses en leer lo que quería en los libros de Everyman; después, empezó a pensar en comprar más. Iba cada cierto tiempo a San Fernando y compraba libros, grandes, de filosofía e historia.
– ¿Sabes una cosa, Beharry? Que a veces voy y me paro a pensar. ¿Qué pensaban esos de Everyman cuando me empaquetaban esos libros? ¿Crees que se imaginaban que hay un hombre como yo en Trinidad?
– Yo no sé de eso, pero me estás empezando a enfadar, Ganesh. Se te olvida casi todo lo que lees. A veces no puedes ni terminar lo que acababas de empezar a recordar.
– Vale. ¿Y qué hago?
– Mira, tengo aquí un cuaderno que no lo puedo vender porque la tapa tiene grasa (ese muchacho, Suruj, haciendo el bobo con las velas), y te lo voy a regalar. Mientras lees un libro, tomas notas de las cosas que te parecen importantes.
A Ganesh nunca le habían gustado los cuadernos, desde el colegio; pero la idea de los cuadernos de notas sí le interesaba. Así que hizo otro viaje a San Fernando y recorrió la sección de papelería de uno de los grandes almacenes de la calle Mayor. Hasta entonces no se había dado cuenta de que el papel pudiera ser tan bonito, de que hubiera tantas clases de papel, de tantos colores, con tantos olores deliciosos. Se quedó inmóvil, pasmado, en actitud reverente, hasta que oyó la voz de una mujer.
– Señor.
Al volverse vio a una mujer gorda, con vestigios de polvos blancos en su cara negra y un vestido de un espectacular floreado.
– Señor. ¿A cuánto sale el… -sacó un papelito del bolso y lo leyó-, libro de lectura Introducción, de Nelson?
– Oiga, yo no vendo nada -dijo Ganesh sorprendido. La mujer se puso a reír como loca.
– ¡Anda, ahí ve! ¡Y yo que pensaba que era usted un dependiente de esos!
Y se fue a buscar a un dependiente, riéndose y doblándose para intentar contener la risa.
Una vez a solas, Ganesh se puso a oler disimuladamente el papel y, cerrando los ojos, pasó las manos por muchas clases de papel, para apreciar mejor su textura.
– Vamos a ver. ¿Qué se ha creído que es esto? -Era un chico, con camisa blanca, corbata (señal inconfundible de autoridad) y pantalones cortos de sarga azul-. ¿Es que estamos en el mercado para que manosee el ñame o la mandioca o qué?
Asustado, Ganesh compró una resma de papel azul claro.
Después, con un deseo irresistible de escribir en aquel papel, pensó en darse otra vuelta por la imprenta de Basdeo. Fue a la estrecha calle, que hacía cuesta, y se llevó una sorpresa al ver que en lugar del edificio que él conocía había otro, todo nuevo, de cemento y cristal. También había otro letrero: IMPRENTA ELÉCTRICA ÉLITE, y un eslogan: Cuando se imprime la mejor impresión nosotros la imprimimos. Oyó el estruendo de la maquinaria y apretó la cara contra una ventana para mirar. Había un hombre sentado ante una máquina que parecía una enorme máquina de escribir. Era Basdeo, con pantalones largos, bigote, ya adulto. No cabía duda de que la vida le iba bien.
– Tengo que escribir el libro -dijo Ganesh en voz alta-. Tengo que hacerlo.
Pero se entretuvo en otras cosas. Empezó a apasionarse por los cuadernos de notas. Cuando Léela se quejó, dijo:
– Los hago y después los guardo. Nunca se sabe cuándo te van a hacer falta.
Llegó a ser un auténtico experto en los olores del papel. Le dijo a Beharry: "Fíjate, con sólo oler un libro, puedo decirte cuántos años tiene." Sostenía que el libro con mejor olor era el diccionario de francés e inglés de Harrap, que había comprado, según le contó a Beharry, sencillamente por su olor. Pero oler papel era sólo una parte de su reciente pasión, y cuando sobornó a un policía de Princes Town para que robara una grapadora del Palacio de Justicia, su júbilo fue total.
Al principio, rellenar los cuadernos de notas suponía un serio problema. Por entonces, Ganesh leía cuatro, a veces cinco libros a la semana, y mientras leía señalaba una palabra, una frase, o incluso un párrafo entero, en preparación para el domingo, que se había convertido en un día de ritual y absoluto júbilo. Se levantaba temprano, se bañaba, hacía puja, comía; después, mientras aún hacía fresco, iba a la tienda de Beharry. Leían el periódico y hablaban, hasta que la mooma de Suruj asomaba la cabeza, toda enfadada, por la puerta de la tienda y decía: "Poopa de Suruj, siempre abriendo la boca. Si no es para comer, es para hablar. Pues se acabó la charla. Es hora de comer."
Ganesh entendía la indirecta y se marchaba.
La parte menos agradable del domingo era la vuelta a casa. El sol caía implacable y los bultos del tosco asfalto se notaban blandos y calientes al pisar. Ganesh jugueteaba con la idea de cubrir toda Trinidad con un enorme toldo de lona para protegerla del sol y recoger el agua de la lluvia. Estos pensamientos le tenían entretenido hasta que llegaba a casa. Después comía, volvía a bañarse, se ponía la ropa hindú buena, dhoti, camiseta y koortah, y se dedicaba a sus cuadernos de notas.
Sacaba el montón de un cajón de la cómoda que había en el dormitorio y copiaba los párrafos que había señalado durante la semana. Había ideado un sistema para tomar notas. Parecía sencillo al principio -papel blanco para las notas sobre el hinduismo, azul claro para la religión en general, gris para la historia, y así sucesivamente- pero con el tiempo le resultó difícil mantener ese sistema y lo dejó.
Nunca utilizaba un cuaderno hasta el final. Empezaba cada uno con las mejores intenciones, escribiendo con letra fina, inclinada, pero al llegar a la tercera o la quinta página perdía interés por el cuaderno, la escritura se reducía a garabatos apresurados, cansados, y abandonaba el cuaderno.
Léela se quejaba del despilfarro.
– Nos vas a dejar en la miseria. Como Beharry a la mooma de Suruj.
– ¿Qué sabrás tú de estas cosas, chica? Lo que copio no es un anuncio, ¿te enteras? Vale, es copiar, pero pienso mucho al mismo tiempo.
– Ya me estoy cansando de oírte hablar y venga a hablar. Dices que viniste aquí a escribir tus maravillosos libros, y que si a sanar a la gente. ¿A cuántos has sanado? ¿Cuántos libros escribes? ¿Cuánto dinero sacas?
Eran preguntas retóricas y lo único que pudo responder Ganesh fue:
– ¿Lo ves? Cada día te pareces más a tu padre. Hablas como un abogado.
Más adelante, en el transcurso de una semana de lectura, se topó con la respuesta perfecta. Tomó nota en el mismo momento, y la vez siguiente que se quejó Léela, dijo:
– Mira, calla y escucha esto.
Rebuscó entre los libros y los cuadernos hasta encontrar uno de color verde guisante con el título de Literatura.
– Oye, me dejes sentar antes de empezar a leer.
– Y mientras escuchas no te duermas. Es una de tus desagradables costumbres, ¿sabes, Léela?
– Es que, mira, no lo puedo evitar. Es empezarme a leer y me entra el sueño. Sé de gente que les entra el sueño nada más ver una cama.
– Son personas de mente limpia. Pero chica, escucha esto: "Una persona puede remover media biblioteca para hacer un solo libro." Y no me lo he inventado yo.
– ¿Y cómo sé que no me estás engañando, lo mismo que con papá?
– ¿Y yo para qué iba a querer engañarte?
– Que te enteres: ya no soy la jovencita boba con quien te casaste.
Y cuando Ganesh le llevó el libro y le enseñó la cita en letra impresa, Leela guardó silencio, maravillada. Pues por mucho que se quejara y que le vilipendiara, no dejaba de pasmarse ante aquel marido suyo que leía páginas y páginas de letra impresa, capítulos enteros de letra impresa, bueno, hasta libros gordos; aquel marido que, despierto por la noche en la cama, hablaba, como si tal cosa, de escribir algún día un libro e ¡imprimirlo!
Pero Leela lo pasó mal cuando fue a casa de su padre, como le ocurría casi siempre en las vacaciones más importantes. Ya hacía tiempo que Ramlogan consideraba a Ganesh un perdido y encima un estafador. Y además, enfrentarse a Soomintra. Soomintra se había casado con un ferretero y era rica. Aún más: parecía rica. Tenía un hijo tras otro, y se estaba poniendo rolliza, con aspecto de matrona, de persona importante. A su hijo le había puesto el nombre de Jawaharlal, como el dirigente indio, y su hija se llamaba Sarojini, como la poetisa india.
– El tercero, el que estoy esperando, si es niño, le voy a poner Motilal; si es niña, Kamala.
No podía existir mayor admiración por la familia Nehru.
Soomintra y sus hijos cada día parecían más fuera de lugar en Fourways. Ramlogan estaba aún más mugriento y la mugre de la tienda iba a la par. Al quedarse solo, parecía haber perdido todo interés por el mantenimiento de la casa. El hule de la mesa estaba gastado, arrugado y tenía un montón de cortes; la hamaca hecha con un saco de harina se había puesto parda, los calendarios chinos estaban llenos de cagadas de moscas. Los hijos de Soomintra cada día llevaban ropa más cara y más aparatosa y hacían más ruido, pero cuando andaban por allí, Ramlogan no tenía ojos para nadie más. No paraba de acariciarlos y mimarlos, pero muy pronto dejaron bien claro que consideraban demasiado elementales sus tentativas de mimarlos. Querían algo más que unos caramelos recubiertos de azúcar de uno de los tarros de la tienda. De modo que Ramlogan les dio piruletas. Soomintra estaba más rolliza y parecía más rica, y a Leela le costaban grandes esfuerzos no fijarse demasiado cuando su hermana doblaba el brazo derecho y las pulseras de oro tintineaban o cuando, con la licencia que concede la riqueza, se lamentaba de que estaba cansada y necesitaba vacaciones.
– Ya he tenido el tercero -dijo Soomintra en Navidad-. Quería escribir para decírtelo, pero ya sabes lo difícil que es.
– Sí, sé lo difícil que es.
– Es una niña, y le he puesto Kamala, como te dije. Ay, chica, pero si se me olvidaba: ¿y tu marido? No he visto ningún libro de los que escribe. Pero la verdad es que yo no leo gran cosa.
– Todavía no ha terminado el libro.
– Ah.
– Es un libro muy, muy grande.
Soomintra hizo tintinear las pulseras de oro y carraspeó al mismo tiempo, pero no escupió; en ello reconoció Leela otra afectación de los ricos.
– También el padre de Jawaharlal empezó a leer el otro día. Siempre está diciendo que si tuviera tiempo escribiría algo, pero con tanto trajín en la tienda el pobre no tiene tiempo. Supongo que Ganesh no estará tan ocupado, ¿eh?
– No te puedes hacer ni idea de la cantidad de gente que viene a verle como sanador. Si te enteras de alguien que quiere masaje o algo, dile lo de Ganesh. No es tan difícil llegar a Fuente Grove, ya sabes.
– Niña, ya sabes que haría cualquier cosa por ayudaros. Pero no tienes ni idea de la cantidad de gente que dice que es sanador. Esos les quitan el trabajo a quienes son buenos de verdad, como Ganesh. Pero esos chavales que les ha dado por ser sanadores, para mí que son una pandilla de vagos que no sirven para nada.
En el dormitorio, Kamala se puso a llorar, y el pequeño Jawaharlal, con un traje de marinero recién estrenado, entró y balbuceó:
– Mamá, Kamala se ha hecho pis.
– ¡Estos crios! -exclamó Soomintra, saliendo de la habitación a grandes zancadas-. ¡Ay, chica, no sabes la suerte que tienes de no tener ninguno, Léela!
Ramlogan entró desde la tienda con Sarojini sobre una cadera. Mientras chupaba una piruleta de limón, la niña investigaba con los dedos lo pegajosa que estaba.
– Lo he oído -dijo Ramlogan-. Soomintra no tiene mala intención. Se siente un poco rica y quiere presumir.
– Pero él va a escribir el libro, papá. Me lo ha dicho él mismo. No para de leer y escribir. Un día os lo enseñará a todos, ya verás.
– Sí, ya sé que va a escribir el libro. -Sarojini estaba pasándole la piruleta a Léela por la cabeza, que llevaba descubierta, y Ramlogan intentaba obligarla a que la dejara en paz, sin conseguirlo-. Venga, no llores, que Soomintra vuelve ahora mismo.
– ¡Ay, Léela! Le caes bien a Sarojini. La primera persona que le cae bien, así sin más ni más. ¡ Ay, ay, qué mala eres, niña! ¿Por qué juegas con el pelo de tu tía?
Ramlogan dejó a Sarojini por imposible.
– Es una monada, con un nombre muy mono -dijo Soomintra-. ¿Sabes que tenemos una familia famosa, Léela? El nombre de la nena es el de una mujer que escribe una poesía bien bonita, y encima tu marido, que está escribiendo un libro bien grande.
Ramlogan dijo:
– No, si pensándolo bien, creo que somos una buena familia. Eso sí, manteniendo el carácter y el sentido de los valores. Fijaros en mí. Vamos a suponer que la gente no me quiere y deja de venir a la tienda. ¿Eso me va a hacer daño? ¿Va a cambiar mi…?
– Vale, papá, pero tú tranquilo -le interrumpió Soomintra-. Vas a despertar a Kamala otra vez con esos pisotones y hablando tan alto.
– Bueno, pero la verdad es la verdad. Un hombre se siente a gusto rodeado por su familia y viéndolos felices. Lo que yo digo es que en toda familia tiene que haber un radical, y me siento orgulloso de tener a Ganesh.
– Así que eso dice Soomintra, ¿eh? -Ganesh intentaba mantener la calma-. ¿Y qué te esperabas? En lo único que piensan, ella y su padre, es en el dinero. No le importan nada los libros y esas cosas. Es la gente como esa la que se reía del señor Stewart, ¿sabes? ¡Y dicen que son hindúes! Mira, si yo estuviera en la India, me vendrían personas de todas partes, con comida, con ropa. Pero en Trinidad… ¡ En fin!
– Pero oye, tenemos que pensar en el dinero. Llegará un momento en que no nos quede ni un centavo.
– Mira, Léela. Vamos a verlo de una forma práctica. ¿Necesitas comida? Tienes un huertecito ahí atrás. ¿Necesitas leche? Tienes una vaca. ¿Necesitas un techo? Tienes una casa. ¿Qué más quieres? ¡Aj! Me haces hablar como tu padre.
– Para ti todo es estupendo. Tú no tienes que enfrentarte a ninguna hermana y ver cómo se ríen de ti.
– Léela, todo el que quiere escribir tiene que enfrentarse a eso: todo escritor tiene que sufrir la pobreza y la enfermedad.
– Pero tú no estás escribiendo nada, ¿no? Ganesh no replicó.
Siguió leyendo. Siguió tomando notas y haciendo cuadernos de notas. Y empezó a adquirir cierta sensibilidad hacia la tipografía. Aunque tenía casi todos los Penguin que se habían publicado, no le gustaban como libros porque la mayoría estaba impresa en el tipo "times", y según le dijo a Beharry, le parecía vulgar, "como de periódico". Las obras del señor Aldous Huxley sólo podía leerlas en "fournier"; aún más: consideraba ese tipo propiedad exclusiva del señor Huxley.
– Pero es justo el tipo de letra que quiero para mi libro -le dijo a Beharry un domingo.
– ¿Y tú te crees que tienen ese tipo en Trinidad? Si lo único que tienen es una cosa espantosa, como una pasta.
– Pero ese chico del que te he hablado, bueno, ese hombre que conozco, Basdeo, tiene una imprenta nueva. Es como una máquina de escribir grande.
– Lino-tipia. -Beharry se pasó la mano por la cabeza y se mordisqueó los labios-. Ahí se ve lo atrasada que está Trinidad. Cuando ves esas revistas americanas, ¿no piensas, ojalá se pudiera imprimir así en Trinidad?
Ganesh no pudo decir nada porque justo en aquel momento la mooma de Suruj asomó la cabeza por la puerta y entendió la indirecta: tenía que marcharse.
Encontró la comida dispuesta en la cocina, como de costumbre. Había un jarro de latón lleno de agua y un platito con chutney de coco recién hecho. Cuando terminó, levantó el plato de latón para lamerlo y encontró una breve nota debajo, en una de sus mejores hojas de papel azul claro.
No, puedo; vivir: aquí, y, aguantar; los, insultos, de, mi: familia!