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Capítulo 6

Durham

Diciembre de 1462

El castillo de Bamburgh, en la frontera norte, cayó en manos de los yorkistas el día de Navidad. El asedio había durado más de un mes y en los últimos días los lancasterianos cercados tuvieron que comerse a los caballos. Pero así sólo prolongaron su sufrimiento. El final era inevitable. Margarita estaba en Escocia y no envió sus fuerzas en auxilio de Bamburgh. Con el amanecer de la Navidad, el estandarte blanco y dorado del Sol en Esplendor relucía sobre las almenas y Juan Neville, ahora lord Montagu, aceptó formalmente la rendición de Bamburgh en nombre del rey yorkista.

Enrique Beaufort, duque de Somerset, sabía que era hombre muerto. Tenía las horas contadas, y sólo debía aguardar a que llegaran a Durham. Eduardo de York lo esperaba. Eduardo había enfermado una quincena atrás y no había podido comandar personalmente el sitio de Bamburgh. Había seguido atentamente los combates desde su lecho de convaleciente, pero sus primos Warwick y Juan Neville se habían encargado de dirigir las operaciones militares. Era Juan quien trasladaba a Somerset al sur, a Durham y a la muerte.

Somerset siempre había sabido qué le esperaba si caía en manos yorkistas. En la reyerta entre York y Lancaster, toda misericordia y magnanimidad habían muerto con Edmundo de Rutland en el puente de Wakefield. Somerset sabía que, a ojos yorkistas, sus pecados eran legión: Ludlow, Sandal, San Albano, Towton. Y en los veintiún meses transcurridos desde la cruenta victoria yorkista de Towton, le había dado a Eduardo más motivos para desear su muerte. Había viajado a Francia en un fútil intento de obtener respaldo francés para Margarita, había negociado con los escoceses en representación de ella, había capturado Bamburgh en nombre de ella. Margarita no tenía gente más leal que Somerset y sus hermanos menores, y Juan Neville había aceptado la rendición de Somerset con la adusta satisfacción de abatir una presa tras una persecución agotadora.

Ahora Somerset comprendía la amarga distinción entre encarar la muerte como una eventualidad y afrontarla como una realidad. No podía culpar a Eduardo de York por hacer lo que él mismo habría hecho de haber tenido la oportunidad. Nunca había cuestionado su propio coraje, ni lo cuestionaba ahora. Había desafiado a la muerte tantas veces que estaba seguro de que no deshonraría sus últimos momentos. Pero sólo tenía veintiséis años, poseía un cuerpo saludable y disciplinado que le había servido bien y amaba muchas cosas de la vida, aun siendo un rebelde perseguido bajo la Ley de Proscripción. Camino a Durham, entendió que el temor a la muerte en combate era comparable al temor al hacha del verdugo sólo en el sentido en que el miedo a la consunción era comparable a la lúgubre resignación de alguien que empezaba a toser y escupir sangre.

Durham estaba sesenta y cinco millas al sur de Bamburgh. Allí, en el priorato benedictino de San Cutberto, Eduardo pasaba las Navidades, por segunda vez desde que había tomado la corona de Inglaterra. Con él estaba su primo Warwick. También estaba su hermano menor, Ricardo, que gozaba de una breve tregua en sus estudios del latín, el francés, las matemáticas, el derecho, la música, los modales y las imprescindibles artes de la guerra y las armas en el castillo de Middleham de Warwick, a cincuenta millas de Durham.

Juan Neville se reunió de inmediato con su primo el rey. Somerset pensaba que lo llevarían a la mazmorra que estaba bajo el dormitorio principal de la enfermería. Se sorprendió cuando lo condujeron a una pequeña cámara cerca de la casa capitular. Allí, le informaron, confinaban a los frailes culpables de infracciones menores. El monje parpadeó con desconcierto cuando Somerset se echó a reír.

– ¡Infracciones menores! -jadeó-. ¿La llamaremos traición bala-di, entonces?

El monje no entendió la broma, si eso era. Se encogió de hombros y se marchó. Cuando cerraron la puerta, la corriente apagó la única vela. Somerset quedó solo en la oscuridad.

Poco después llegó la convocatoria que Somerset esperaba con resignación. Siguió a los guardias al alojamiento del prior, entró en el salón abarrotado de cortesanos yorkistas. El gabinete también estaba atestado. Recibió befas y empellones mientras los guardias lo escoltaban en medio de una atmósfera más expectante que furiosa, muy similar al ánimo festivo de una multitud que se reúne para el ahorcamiento público de un salteador notorio.

Lo empujaron por la puerta del gabinete, se encontró en una amplia cámara. Reconoció la cámara privada del prior, y también reconoció al prior. John Burnaby era un hombre conocido para la familia Beaufort; había concedido a Somerset una noche de asilo en el priorato cuando Somerset huía hacia Escocia después de la batalla de Towton. Pero ahora actuaba como si no lo conociera, y sin aparentar mayor vergüenza.

Antes de que Somerset pudiera echar un vistazo, sus guardias lo empujaron, haciéndolo pasar por una puerta abierta sin la menor gentileza. Tropezó, recobró el equilibrio y miró a su alrededor con asombro.

Estaba en una cámara alumbrada por antorchas, tapizada de rojo para ahuyentar la fiebre, caldeada por un enorme hogar y braseros llenos de carbones humeantes. Dos enormes perros loberos y un alano más pequeño yacían junto al fuego; un halcón peregrino amarrado observaba sin pestañear desde un rincón. Cortaron las amarras de Somerset de un tajo, y cayeron al suelo. Se frotó las muñecas sin pensarlo e irguió la cabeza.

Los perros lo miraban con bonachona pereza, el conde de Warwick y Juan Neville lo escrutaban fríamente. Les sostuvo la mirada y buscó al rey yorkista. Eduardo estaba en la cama, totalmente vestido, apoyado en media docena de almohadas de plumas. Tenía un color pronunciado pero no mostraba otros efectos de su enfermedad reciente, y observaba a Somerset con ojos reflexivos.

Nadie habló. Los guardias retrocedieron hacia la puerta. Sólo entonces Somerset reparó en el muchacho que estaba sentado en unos cojines junto a la cama, con otro alano estirado en el suelo. Era un mozo de cabello oscuro que rondaría los diez años, y Somerset se escandalizó. No podía creer que ejecutaran su sentencia de muerte en la cámara de Eduardo de York, en presencia de un niño.

– Ya conocéis a mis primos Neville -dijo secamente Eduardo. Somerset lo miró, sonrojándose de furia impotente, y Eduardo señaló al niño sentado en el suelo-. Mi hermano Ricardo, duque de Gloucester.

El niño miró a Somerset con fría compostura.

– Nos conocimos en Ludlow -dijo, y Eduardo rió. Los Neville también rieron. Somerset sintió un odio que se impuso sobre el miedo.

– ¿Pensáis decapitarme en vuestra cámara, delante del niño? -exclamó con desafiante desdén.

Juan Neville se puso de pie.

– Cuidado, Somerset -murmuró-. Esta noche o mañana, para mí da lo mismo.

Warwick no se molestó en moverse, pero entornó los ojos oscuros, transmitiendo una animadversión más implacable y ominosa que la serena advertencia de su hermano.

Eduardo sacudió la cabeza.

– No sois tonto, Somerset -dijo con impaciencia-. ¿Entonces por qué habláis como tal? Por amor de Dios, hombre, ¿creéis que os haría traer a mi cámara privada si pensara separar vuestra cabeza de vuestros hombros?

Los Neville parecían tan azorados como Somerset. Sólo Ricardo permanecía impávido, mirando a su hermano con sumo interés.

Warwick habló el primero, desechando las palabras que había oído.

– No pensarás perdonarle la vida, Ned -dijo bruscamente-. ¡Precisamente a Somerset! Imposible.

Sin reparar en el tono perentorio de su primo, Eduardo añadió uno de los cojines de Ricardo a la pila que estaba sobre la cama y se recostó cómodamente sobre los codos.

– Decidme, Somerset -dijo con calma-. ¿Mi primo Warwick tiene razón? ¿Es en verdad imposible?

Somerset no supo qué responder. Esta súbita sugerencia de un perdón superaba sus defensas, lo sumía en emociones turbulentas. Sólo podía pensar que éste era un vengativo y cruel preludio a la ejecución.

– No lo entiendo -confesó, y aun esa admisión le resultó difícil.

– Hace veintiún meses que trajináis por una causa perdida. Vuestra reina puede suplicar en todas las cortes de Europa, y no le servirá de nada. Inglaterra es mía, hombre. ¿Podéis aceptarlo? ¿Podéis aceptar una monarquía yorkista?

Somerset guardó silencio. Ya no estaba seguro de que esto fuera un engaño cruel, la venganza de York por el castillo de Sandal. Miró a Eduardo y a los incrédulos Neville, viendo de pronto que Margarita estaba en lo cierto en su valoración de Eduardo y que él estaba equivocado, que este indolente joven de veinte años no era pelele de nadie, que sólo halagaba a sus parientes Neville cuando le convenía.

– ¿Y si pudiera? -dijo fatigosamente, negándose a abrazar la esperanza, negándose a creer que la sencilla oferta de Eduardo fuera sincera.

– Yo estaría dispuesto a ofreceros un indulto. A recibiros en mi corte. -Eduardo hizo una pausa-. Y a devolveros los títulos y tierras que fueron confiscados bajo la Ley de Proscripción, aprobada contra vos por mi primer parlamento el año pasado.

– Por Dios -jadeó Somerset, incapaz de disimular más, pues sólo podía maravillarse ante la magnitud del ofrecimiento de su enemigo.

Eduardo miró de soslayo a sus atónitos primos y a su embelesado hermano menor antes de volverse hacia Somerset.

– ¿Y bien? -pregunté-. ¿Qué respondéis?

– Habláis en serio, ¿verdad? -barbotó Somerset, tan arrebolado que por un instante pareció el más joven de los dos. Por primera vez en muchos años, el orgullo no contaba para nada. Sólo sentía confusión y una embriaguez de los sentidos, tan intensa que corría peligro de emborracharse con sólo respirar.

– ¿Tengo razón al suponer que aceptáis mi ofrecimiento? -preguntó Eduardo con una sonrisa, tan contagiosa que el azorado Somerset también sonrió.

– ¡Sería un tonto rematado si no aceptara! -se oyó confesar, y Eduardo soltó una sonora carcajada. Somerset cruzó la cámara y, mientras Eduardo se incorporaba en la cama, se arrodilló ante el joven rey yorkista y prestó el juramento de lealtad debido al soberano.

Warwick se acercó a Ricardo con una sonrisa.

– Dickon, ¿por qué no llevas los perros al jardín para que corran? Han estado encerrados aquí toda la noche, y necesitan ejercicio.

– Sí, milord. -Ricardo se disponía a levantarse obedientemente cuando Eduardo le cogió el brazo y lo arrastró riendo a la cama.

– A decir verdad, Ricardo, nuestro primo Warwick piensa reñir conmigo y quiere mantenerte a salvo, fuera del campo de batalla. -Sonrió, meneó la cabeza-. Deja que el muchacho se quede, primo. Le resultará más ameno que salir con tus abominables perros.

Ricardo los miró dubitativamente. Había comprendido que la sugerencia de Warwick era una estratagema. La furia de su primo era palpable y le había causado mucha consternación. Desde que vivía en la residencia de Warwick en Middleham, Ricardo se había apegado mucho al primo que muchos empezaban a llamar «Hacerreyes». Le impresionaba el expansivo buen humor de Warwick, su munificencia, su instinto infalible para el gesto dramático, la hazaña llamativa, y las periódicas visitas de Warwick a Middleham eran ocasiones notables para Ricardo. Su primo llevaba un hervidero de actividad, animaba la rutina cotidiana y provocaba un alboroto cuando entraba en el patio del castillo con un séquito aún mayor que el cortejo de Eduardo. Pero la verdad era más sencilla: Warwick, que no tenía hijos varones, le había prestado más atención en trece meses de la que Ricardo había obtenido de su padre en ocho años.

La idea de que su primo riñera con Eduardo le resultaba profundamente perturbadora. Miró más atentamente a Eduardo y notó que su hermano estaba muy compuesto, sin dar señales de furia. Se relajó. Si Ned estaba tan poco preocupado por esta confrontación, él tampoco debía inquietarse. Se instaló discretamente al pie de la cama, dichoso de estar incluido en estos interesantes asuntos de adultos, agradeciendo que Eduardo lo considerase un digno testigo de un acontecimiento tan emocionante como la capitulación de Somerset.

Warwick vio que Ricardo quería quedarse, y no halló motivos para cuestionar la presencia del niño. Además, ya no podía contener su furia.

– ¡Ned, debes de estar loco! Margarita no tiene un aliado más firme que Somerset. Siempre contó con el respaldo de los Beaufort, y no es de extrañar. Es muy probable que Somerset sea medio hermano de ese pequeño bastardo que ella osa llamar hijo de Lancaster. ¿No recuerdas cuan abiertamente favorecía al padre de Somerset?

– No recuerdo muy bien. Yo sólo tenía once años cuando nació ese mocoso. -Warwick no festejó la chanza y Eduardo se reclinó contra las almohadas, poniéndose serio-. Te entiendo muy bien, Dick. Si Enrique de Lancaster cree que el Espíritu Santo engendró al hijo de Margarita, yo diría que el duque de Somerset es tan buen candidato como cualquiera. Pero el que me preocupa es el actual duque de Somerset. La familia Beaufort ha sido para Lancaster lo que los Neville-han sido para York… un aliado invalorable. Si puedo ganar a los Beaufort para York, habré dado un gran paso para que el país acepte mi soberanía. ¿Acaso lo niegas?

Juan Neville habló por primera vez.

– No creo que sea posible, Ned.

– Quizá tengas razón, Johnny. Pero creo que vale la pena hacer esa apuesta, pues la ganancia que se puede obtener merece el riesgo que se corre.

– No veo ningún riesgo en separar la cabeza de Somerset de su cuerpo -espetó Warwick, y por un instante la impaciencia ensombreció el rostro de Eduardo.

– Ambos sabéis que no me opongo a derramar sangre si es necesario. Ya he aportado mi cuota. La mayoría por necesidad y otros… -Hizo una pausa y concluyó, con una sonrisa torva-. Bien, otros por auld lang syne.

Era una expresión escocesa que Ricardo desconocía, pero la alusión a «los viejos tiempos» era inequívoca y él no sabía ofrecer consuelo, sólo compartir el dolor. Eduardo lo notó y abrazó al niño. Era propenso a dar una respuesta física a la necesidad emocional, sobre todo con las mujeres y los niños; con éstos, un abrazo era la forma más efectiva de reconfortar, y con las mujeres podía conducir a ofrecimientos más gratos que el mero consuelo. Sonrió a su hermano menor y miró a sus primos.

– Os concedo que «necesidad» es una palabra tan indefinida como la virtud de una ramera de Southwark -dijo fríamente-. Pero no estoy convencido de que sea necesario ejecutar a Somerset. Si estoy en lo cierto, hay mucho que ganar. Si él demuestra que me equivoco… -Se encogió de hombros.

Warwick le clavó los ojos. Había estado a punto de recordarle a Eduardo las decapitaciones que había ordenado después de Mortimer's Cross y Towton. Se alegró de no haberlo hecho, desarmado por la franca admisión de que Eduardo había ordenado ciertas ejecuciones por mera venganza. También recordaba el inusitado desborde emocional de Eduardo en Micklegate Bar, ese breve atisbo de una pesadumbre que buscaba alivio en la cólera. Habían pasado dos años desde la batalla de Sandal, tiempo suficiente, pensaba, para que sanaran todas las heridas, pero no veía motivos para verificar si había cicatrices. Si Ned necesitaba tascar ese freno, que así fuera. Tendría que aprender con Somerset por las malas, y quizá eso tuviera sus ventajas.

– De acuerdo, Ned. Lo haremos a tu manera. -Puso la sonrisa resuelta de un buen perdedor-. Quizá tengas razón, después de todo… Quién sabe.

– Quién sabe, en efecto -repitió Eduardo, y aunque lo dijo plácidamente, incluso con un deje de ironía, Juan Neville se acercó rápidamente al aparador y, sin llamar a un criado, sirvió el vino, entregando copas a su hermano y su primo.

– Brindemos, pues, por la conversión de Somerset a la fe verdadera -bromeó, y sintió un alivio vago pero muy real cuando tanto Eduardo como Warwick se rieron.