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Capítulo 8

Castillo de Middleham

Yorkshire Octubre de 1464

Apoyando el diario en las rodillas erguidas, Francis empuñó la pluma e inició la anotación del día, escribiendo pulcramente en la parte superior de la página:

Iniciado este día 14 de octubre, el vigésimo domingo después de Santísima Trinidad, en el castillo de Middleham, Wensleydale, Yorkshire, en el año de gracia de 1464, cuarto año del reinado de Su Gracia Soberana, el rey Eduardo.

Escribo esto en el gabinete de Su Gracia, el conde de Warwick. Ha ardido una cuarta parte de la leña del hogar desde que tocaron las vísperas en la aldea, así que pronto debemos acostarnos. Estuvimos jugando a las prendas con castañas asadas; Isabel, Ana, Will y Rob Percy, Dickon y yo.

Isabel es la hija del conde. Tiene trece años, cabello muy claro y ojos dorados y verdosos, como un gato. También escupe como un gato, cuando se enfada.

Su hermana Ana es diferente. Ana rara vez se enoja. Tiene trenzas rubias que a Dickon le gusta tironear, y ojos castaños como su padre, el conde. Cumple años en junio. Tiene ocho años, como Anna…

Vaciló, y luego escribió resueltamente «mi esposa». Esperaba que la repetición le ayudara a acostumbrarse a la idea. Tras aprovisionarse con una pila de castañas, continuó:

Will es Will Parr. Es menudo para tener trece años, como Dickon, pero con cara pecosa y ojos verdes. Es infaliblemente bondadoso y es mi amigo.

Rob Percy pertenece a los Percy de Northumbria. Su familia es yorkista, pero él es primo lejano del lancasteriano Henry Percy, conde de Northumberland, que murió en Towton, y de su hijo y heredero Henry Percy, enviado a la Torre esta primavera por orden del rey Eduardo. El título debió haber pasado a su hijo, pero el rey Eduardo se lo otorgó en mayo a Juan Neville como recompensa por la victoria de Hexham.

Rob no para de comentar cuánto le complace que Juan Neville sea conde de Northumberland. Creo que Rob teme que la gente lo confunda con sus primos lancasterianos, pues se ufana de ser más yorkista que nadie en Middleham, Dickon incluido. Como todos sus parientes, Rob tiene pelo claro y ojos azules. Es muy temperamental y amante de las bromas. Es más amigo de Dickon y Will que mío.

Dickon es mi amigo más fiel. Tiene pelo negro como la tinta y ojos oscuros de un color entre azul y gris. Tiene el brazo derecho en un cabestrillo de seda negra porque hace dos días el estafermo le provocó una fea caída. Su Gracia, lady Nan, estaba muy inquieta porque él se había dislocado el hombro en una caída similar hace unos años, poco después de venir a residir con el conde. Lo regañó severamente por su temeridad. Creo que sospecha que trataba de alardear ante sus primas, Isabel y Ana. Y tiene razón, así era.

– ¿Qué estás escribiendo, Lovell? -Rob Percy se puso de rodillas, se aproximó.

Por instinto, Francis trató de ocultar el libro, y la curiosidad de Rob se acrecentó.

– Déjame ver -exigió, y trató de arrebatarle el diario.

– De ninguna manera -replicó Francis, eludiendo el manotazo-. Es personal.

Rob insistió; arrancó la página y Francis cayó hacia atrás. Rob miró el fragmento que aferraba en el puño, ensanchó los ojos.

– ¡Cielos, está escribiendo sobre nosotros!

Se lanzó hacia el diario y, mientras los dos niños rodaban por el suelo, el cachorro lobero de Dickon se encaramó sobre sus cuerpos jadeantes y los llenó de besos húmedos. Francis logró recobrar el equilibrio y apartó al otro de un empujón. Rob se tambaleó y tropezó con la escudilla llena de castañas silvestres. Buscó apoyo para no caerse y cogió el cabestrillo de Ricardo, así que los dos se desplomaron con estrépito.

Rob vio que el otro niño estaba lastimado y se olvidó de Francis.

– Dickon… Vuestra Gracia. ¡Lo lamento, de veras!

Ricardo recobró el aliento, y apartó la mano de Rob cuando él intentó ayudarlo a levantarse. Rob retrocedió mientras Will y las niñas Neville se arrodillaban junto a Ricardo, parloteando.

– ¡Basta de revolotear! -rezongó Ricardo. Usando el brazo libre para sentarse, fulminó a Rob con la mirada-. ¿Ves lo que pasa cuando te portas como un tonto? A veces, Rob, actúas como si no tuvieras ni el seso que Dios le dio a una oveja.

Hizo una mueca cuando Ana trató de acomodarle el vendaje y Rob sintió un ataque de remordimiento.

– Fue culpa de Lovell -murmuró, y Francis, que observaba cautivado, barbotó una acalorada negativa que amenazó con reavivar la pelea. Isabel, con la imperiosa autoridad innata de una Neville, los silenció a ambos.

– ¡Qué par de torpes! -Señaló desdeñosamente el cuaderno caído, que estaba manchado y descuajeringado junto al hogar-. Llévate tus tontos garabatos. En cuanto a ti, Rob Percy, agradece que no hayas lastimado gravemente a Dickon. -Miró por encima del hombro-. Dickon, quizá debamos llamar al médico de mi madre.

– ¡Santo Dios, no! -exclamó Ricardo, con genuina alarma. Miró a los demás-. Y no perdonaré al que diga una palabra de esto a la señora condesa.

Viendo que su advertencia había surtido efecto, dejó que Will le ayudara a levantarse mientras Rob aprovechaba la oportunidad para retirarse y Francis para recobrar su diario.

– Ricardo… ¿te duele mucho?

– No, no mucho, Francis. -Ricardo optó por sentarse en el banco, con más parsimonia que de costumbre-. ¿De veras escribías sobre nosotros?

Francis asintió involuntariamente y sintió alivio cuando Ricardo abandonó el tema.

Isabel, aburrida, se marchó del gabinete y los demás, acomodándose ante la escudilla de castañas, reanudaron un conocido tema de conversación, escoger un nombre para el lobero. El perro, que a los cuatro meses ya era enorme y negro como un pecado proverbial, era un regalo de cumpleaños de su hermano el rey, y había llegado esa semana por correo especial.

El cachorro se desperezó a los pies de Ricardo y miró sigilosamente el blando cuero de su zapato. Francis sonrió al observarlo. Le había impresionado mucho que el rey recordara el cumpleaños de un hermano menor; no era típico de los hermanos mayores, al menos no de los que él conocía. Claro que Eduardo se había confundido un poco con la fecha, pues Ricardo había cumplido los doce el 2 de octubre, pero Francis sabía que Eduardo ni siquiera tenía en cuenta el cumpleaños de su otro hermano, Jorge, duque de Clarence, que tenía quince años.

No culpaba a Eduardo por eso. Francis no tenía en gran estima a Jorge, que ese verano había hecho una interminable visita al conde de Warwick. Francis agradecía que Jorge no viviera en la residencia del conde. Cuando lo provocaban, Jorge tenía una lengua viperina y un modo perturbador de encontrar humor en cosas que no divertían a nadie. Francis no entendía por qué Ricardo sentía afecto por Jorge, pero comprendía la devoción de Ricardo por su hermano mayor.

Eduardo había permanecido en York hasta mediados de julio, negociando una tregua con los escoceses. Antes de partir de Yorkshire, se había desviado al norte para aceptar la hospitalidad del conde de Warwick en Middleham. Su visita había generado un grato alboroto. Sus vecinos del norte, los Metcalf de Nappa Hall y lord y lady Scrope del cercano castillo de Bolton, fueron en procesión a Middleham para honrar al rey. Francis se sorprendió al notar que aun el poderoso conde parecía menos majestuoso en presencia de Eduardo.

Había envidiado a Ricardo en los días que siguieron a la visita de Eduardo, pues el rey prestaba mucha atención a su hermano menor y se quedaba con él después de la hora en que el niño debía acostarse, e iba a mirar a Ricardo cuando practicaba con la lanza y el espadón contra el estafermo.

Francis pensaba que el emblema favorito de Eduardo, el Sol en Esplendor, estaba muy bien escogido. La pálida sombra de Margarita de Anjou menguaba, bloqueada por el sol de York, y por primera vez Francis dio crédito a las anécdotas que le contaba Ricardo sobre las crueldades de la francesa. Quizá no fuera una heroína tan trágica, fue su triste conclusión.

No obstante, aún sentía pena por la reina lancasteriana, que ahora vivía bajo ciertas restricciones en Francia, con su hijo de once años y un puñado de simpatizantes fieles como Edmundo Beaufort, nuevo duque de Somerset, y su hermano menor, John Beaufort. También sentía pena por el rey Enrique, supuestamente refugiado en Escocia. Pero Francis no confiaba estos sentimientos a Ricardo, ni a nadie en Middleham. Debía hacer ciertos sacrificios en aras de sus nuevas amistades yorkistas, y uno de ellos era la discreción.

Abrió el diario que antes tenía en el regazo, evaluando los daños que había causado Rob Percy. ¡Maldito entrometido! No sabía si continuar con el diario, pues sin duda Rob le guardaría rencor. Percy lo hallaría en el escondrijo más secreto, y Francis prefería quemar todas las páginas antes que correr el riesgo de que Rob las leyera. Con actitud desafiante, cogió la pluma. Alisó la página con la manga y escribió:

Will prefiere el nombre de Gawain para el perro de Dickon, pues está fascinado por Gawain y el Caballero Verde. Ana prefiere Robin. Tiene una perra de aguas que llama Marian. Dickon dice que si el animal fuera hembra lo llamaría Margarita de Anjou. Eso divierte a Will, pero Ana no entiende la chanza.

Dickon está alterado esta noche. Le duele el brazo, creo. Dickon soporta el dolor sin quejas, pero no acepta las incomodidades de buen grado y está enfadado porque no puede coger castañas con la mano izquierda. Ana se ofrece para compartir las suyas.

Will sugiere que Dickon llame al perro Somerset, por el hombre que según el conde es el auténtico padre del hijo de Margarita, y Dickon se ríe. Pero me temo que el cachorro habrá envejecido antes de que él se decida.

– ¿Francis?

Movió bruscamente la pluma, manchó la página.

Ana se le había acercado en silencio desde el banco.

– Francis, si quieres puedo poner tu diario a buen recaudo. Sé que tienes poca intimidad, pues compartes tus aposentos con Rob, Dickon y los otros pajes. Te lo traería cuando quisieras escribir.

Él no respondió de inmediato, y ella se sonrojó.

– Juraría solemnemente, en nombre de Nuestra Señora, que no lo leería, y nunca profanaría ese juramento, Francis, te aseguro que no.

Francis le entregó el diario sin más titubeos.

– No necesito ese juramento, Ana. Te estaría muy agradecido si lo guardaras en tu cámara.

– No le diré a nadie que lo tengo -prometió ella gravemente-. Ni siquiera a Dickon.

Él no tuvo oportunidad de responder. Isabel había vuelto, sin aliento y ansiosa de revelar sus noticias.

– ¡Dickon! ¡Padre está aquí! Acaba de entrar en el castillo, y con él vienen el tío Johnny y Jorge.

Ricardo parecía complacido.

– Pensé que permanecería en Reading con Ned hasta después del día de San Martín. ¿Han cambiado la fecha para el parlamento de York?

Isabel no tenía interés en los parlamentos. Se encogió de hombros, meneó la cabeza.

– No sé. Pero sí puedo decirte que algo anda muy mal. Vi a padre un instante cuando subía la escalera del torreón, y está que arde de furia. Nunca lo he visto tan enfadado. -Hizo una pausa. Tenía un I alentó intuitivo para lo dramático-. ¡Y es tu hermano quien lo ha contrariado!

Ricardo no se sorprendió.

– ¿Qué ha hecho Jorge ahora?

– No Jorge, sino Ned -dijo ella triunfalmente.

– ¿Ned? -repitió Ricardo con incredulidad, y ella asintió.

– Dickon -dijo con más calma, y seriedad-, Ned debe de haber hecho algo realmente espantoso.

No tuvieron que esperar mucho tiempo. Al cabo de un rato, el joven duque de Clarence entró en el gabinete, llamando a Ricardo a gritos mientras trasponía la puerta que conducía al salón.

– ¡Dickon! Espera a que oigas… -Se interrumpió, echando un vistazo al cabestrillo de seda negra de Ricardo-. ¿Qué demonios te ha ocurrido? ¡Te aseguro que no podrás creerlo! ¡Se ha vuelto loco de remate!

Ricardo frunció el ceño.

– ¿De qué hablas, Jorge?

– Estábamos en Reading y se reunía el consejo. Nuestro primo Warwick informó que se estaban realizando exitosas negociaciones para el matrimonio de Ned con la cuñada del rey francés, y Ned anunció que semejante matrimonio era impensable, y que se debía desechar de inmediato. Y cuando le insistieron sobre el asunto, se encogió de hombros y dijo que ya tenía esposa.

Jorge hizo una pausa, creando una gratificante expectativa.

– Parece que Ned se casó secretamente en mayo -dijo con sarcasmo-, pero se olvidó de mencionarlo durante varios meses, mientras nuestro primo hacía tentativas para negociar un matrimonio en Francia.

– ¿Un matrimonio secreto? -repitió Ricardo. Estaba pasmado, y Francis entendía por qué. Si Jorge decía a verdad, Eduardo había hecho algo que ningún rey de Inglaterra había osado hacer en los cuatrocientos años transcurridos desde la Conquista normanda, había elegido esposa por placer.

Jorge asintió.

– Ya me oíste, hermanito. ¡Un matrimonio secreto… con una mujerzuela que le resultaba grata a los ojos! ¡No me extraña que nuestro primo Warwick se sienta agraviado!

– ¿Quién es ella? -preguntaron al unísono Ricardo e Isabel.

– Se casó en una ceremonia clandestina en mayo, en Grafton Manor, Northarnptonshire… con Isabel Grey.

– ¿Quién es Isabel Grey? -preguntó Ricardo en nombre de todos.

Jorge volvió sus brillantes ojos azules hacia Ricardo, unos ojos que reflejaban la luz como la turquesa.

– Ésa es la parte más increíble de esta farsa. Es una Woodville, la viuda de sir John Grey, que murió luchando por Lancaster en San Albano. Tiene dos hijos de Grey, uno casi de tu edad, Dickon. ¡Y es cinco años mayor que Ned! -Se echó a reír-. Una viuda de veintisiete años con dos hijos -repitió, regodeándose en sus palabras-. Y, por si fuera poco, es pariente lejana de Margarita de Anjou. ¡Su tía estaba casada con un tío de Margarita! Por Cristo crucificado, Ricardo, ¿entiendes por qué digo que Ned debe de estar loco?

– O embrujado.

Todos los ojos se volvieron hacia Isabel.

– ¿Qué otra explicación puede haber, Jorge? ¿Por qué la desposaría, a menos que ella haya recurrido a la hechicería?

Jorge se persignó debidamente, pero parecía escéptico.

– Conociendo a Ned -dijo cínicamente-, para embrujarlo no necesitaría más que unos muslos blancos, un vientre redondo y…

– ¡Contén la lengua, por amor del Cielo! -interrumpió Isabel-. Sabes que mi madre no consiente esos comentarios procaces delante de Ana. Ni de mí -añadió al cabo, y ella y Jorge sonrieron.

– ¡Vaya, te has quedado mudo, Dickon! -Jorge miró inquisitivamente a su hermano menor. Ricardo no dio ninguna respuesta y él se echo a reír-. Es raro que calles tu opinión. ¿Qué dices de la locura de nuestro hermano? ¿Está embrujado, como sospecha Bella? ¿O sólo ansioso de montar la yegua gris?

Se rió, pero Ricardo no.

– Quisiera saber -musitó-por qué la reyerta entre Ned y nuestro primo te complace tanto.

Jorge dejó de reír.

– Estás loco -barbotó.

Entonces el conde de Warwick entró en el gabinete.

Francis tiritaba. Las corrientes barrían el asiento de la ventana del muro norte. Pero no quería moverse, para no llamar la atención. ¡Ojalá hubiera aprovechado la oportunidad de escabullirse con Will! Estaba seguro de que él no estaba destinado a ser testigo de la ira del conde. Después de todo, Ricardo y Jorge eran primos de Warwick. Pero él no era consanguíneo, y aguardaba con aprensión a que el conde reparase en su molesta presencia, que lo hiciera expulsar del gabinete para recibir unos azotes.

Isabel tenía razón; Warwick ardía de rabia, con una cólera asombrosa aun en un hombre cuyo temperamento era famoso a lo largo y ancho de Inglaterra. En principio, despotricaba frente a lady Nan, la condesa, y su hermano Juan, ahora conde de Northumberland. Pero Francis intuía que Warwick hablaba para un solo hombre, su primo el rey, diciendo todo lo que había tenido que callarse en Reading. Pues sin duda no se había atrevido a decirle a Eduardo lo que ahora decía en el gabinete de Middleham. Al menos, Francis pensaba que no se había atrevido; aun para el Hacerreyes, tales palabras rayaban en la traición.

– Los Woodville -escupió Warwick, y en su boca ese nombre era un insulto-. Es increíble, Johnny. Anthony Woodville luchó contra Ned en Towton, ¿y ahora debemos aceptarlo como cuñado?

– Así parece -dijo Juan. Levantándose del banco, se aproximó al conde-. Dick, me gusta tan poco como a ti, pero ya está hecho. Está casado con esa mujer y ella será reina, al margen de lo que pensemos de su familia.

– ¿Reina? Santo Dios, hombre, ¿cómo puedes decir esas palabras sin atragantarte? La nieta de un escudero, la viuda de un caballero lancasteriano… ¡Qué gran esposa ha elegido Ned! ¡Si ella es adecuada para ser reina de Inglaterra, yo podría suplantar a Su Santidad el papa!

Juan no discutió, y al cabo de un rato se marchó en silencio del gabinete. Francis ansiaba seguirlo. No le sorprendía que Juan cediera; había pocos hombres dispuestos a vérselas con el conde de Warwick cuando montaba en cólera. Francis sintió una súbita admiración por el rey Eduardo, que había afrontado la ira del conde con tanto desparpajo.

Lady Nan estaba junto al conde, hablando en voz demasiado baja para que Francis oyera, y aprovechó la oportunidad para ver cómo sus compañeros resistían esta prolongada exposición a la rabia de Warwick. Nunca había visto caras tan tensas e infelices, con una sola excepción. Jorge seguía las palabras del conde con sumo interés, arqueando la boca en una vaga sonrisa. Francis pensó que Ricardo tenía razón, que disfrutaba de esa reyerta. Sabía que existía cierta tensión en la relación entre Eduardo y Jorge, pero sólo ahora veía cuan profunda era.

Dejó de mirar a Jorge para echar un vistazo a las calladas hijas de Warwick, y luego buscó los ojos de su amigo. Pero Ricardo estaba inclinado sobre el cachorro y Francis sólo vio la mata de pelo oscuro que le tapaba la cara.

– ¿Cómo esperas que reaccione, en nombre de Dios? -exclamó súbitamente Warwick, con tal violencia que Francis se estremeció-. Me tomó por tonto, Nan. ¿Debo olvidar que guardó silencio mientras yo negociaba con los franceses, procurando concertar un matrimonio que beneficiara a Inglaterra? ¿Debo permitirle que me humille ante toda Europa en nombre de una pelandusca advenediza? ¡No lo toleraré! ¡Me ha transformado en el hazmerreír de Inglaterra, y todo por una mujerzuela que ha tenido la astucia de mantener las piernas cerradas hasta que él estuvo tan cachondo como para casarse con ella!

Francis quedó pasmado. El conde nunca hablaba con tal crudeza en presencia de sus hijas. Jorge se echó a reír, un sonido alarmante en el repentino silencio. Eso debió ganarle una reprimenda de la condesa, pero ella ni siquiera se dignó mirar en su dirección, pues no apartaba los ojos de su esposo.

Hubo un sonido ahogado; Isabel tosió, trató de contener una risita nerviosa y, para horror de Francis, resultó contagiosa. Se sorprendió luchando contra un diabólico afán de reírse, hasta que vio la expresión de Ricardo. Ante las palabras de Warwick había erguido la cabeza, y Francis sintió que el corazón le palpitaba frenéticamente contra las costillas. Ricardo estaba arrebolado, tenso como la cuerda de un arco, y por un instante de horror, Francis pensó que estaba a punto de hablar. Por favor, Dickon, no lo hagas, pidió en silencio, y suspiró de alivio cuando Ricardo se mantuvo callado.

– ¿Qué les diré a los franceses? ¿Cómo les explicaré que no habrá ninguna alianza, ninguna prometida francesa, porque mi primo el rey es tan necio que valora el cutis blanco y los ojos verdes de una cualquiera más que el bienestar de Inglaterra?

– ¡No!

– Santo Jesús, Dickon -susurró Francis con labios congelados mientras el conde giraba sobre los talones.

– Ven aquí, Dickon.

Ricardo se levantó lentamente y se acercó obedientemente a Warwick.

– ¿Dijiste algo, muchacho?

Ricardo se quedó atónito, y Warwick escrutó el intenso rostro del niño fingiendo serenidad.

– Puedes hablar sin reservas -dijo-. Eres hermano de Ned, y este matrimonio también te afecta. Dime tu opinión.

Ricardo tragó saliva. Siempre hablaba en voz baja, pero ahora era casi inaudible.

– Será mejor que no, primo.

– ¿Acaso apruebas este matrimonio, Dickon? ¿Acaso crees que esta mujer merece el trono?

– No -concedió Ricardo, y Francis se reclinó en el asiento de la ventana, sintiendo un alivio que se disipó con las siguientes palabras de Ricardo-. Pero esa elección no ha sido mía, sino de Ned.

– Entiendo -murmuró Warwick-. ¿Estás diciendo, pues, que yo no debo juzgar esta elección, puesto que es de Ned?

– Primo…

– Por Dios, Dickon, ¿no has oído una palabra de lo que dije? ¿Cómo puedes justificar los actos de Ned? Una boda clandestina con una viuda lancasteriana… ¿En qué beneficia eso a Inglaterra?

Ricardo titubeó.

– Estoy esperando tu respuesta -rugió Warwick-. ¡Dime en qué ha beneficiado tu hermano a Inglaterra con este condenado matrimonio!

– No lo sé -concedió Ricardo-. Sólo sé que Eduardo nunca actuaría deshonrosamente.

– ¿De veras? -dijo Warwick, y la inflexión de su voz causó un escalofrío a todos los presentes.

Francis temblaba, ardiendo con una rabia blasfema, dirigida contra el conde de Warwick, el Hacerreyes, que desquitaba en Ricardo su furia contra el rey. Ana sollozaba, Isabel estaba a punto de llorar y Jorge, que ya no se divertía tanto, se mordía el labio inferior, mirando nerviosamente a su primo, su hermano y lady Nan.

Ese silencio pareció dar resultado, pues ella dio un paso hacia su esposo. Pero no avanzó más, ni habló.

– Conque Ned no actuaría deshonrosamente -se burló Warwick-. Cielos, tienes un extraño concepto del honor. Se casó en secreto, con una mujer que no tiene atributos para ser reina, y tan sólo porque deseaba su cuerpo. Y no dijo nada mientras yo negociaba un matrimonio en Francia, sabiendo muy bien que esos planes no llevarían a nada. Dime qué honor hay en eso, Dickon. ¡Me gustaría saberlo!

Ricardo miraba a su primo con la expresión tensa y exhausta de un condenado que ya no tiene esperanzas de salvarse.

– No puedo hablar en nombre de Ned. Pero fuiste tú quien buscó ese matrimonio en Francia, primo. Quizá interpretaste mal a Ned. Quizá actuaste sin asegurarte de que él deseaba ese matrimonio. Ned… Ned me dijo esta primavera que pensaba que estabas demasiado apegado a tu amigo, el rey de Francia…

Se interrumpió al notar que había cometido una indiscreción. Warwick se puso rojo. Avanzó un paso hacia el niño y un estrépito de metal golpeando madera sonó a sus espaldas. Habían puesto una bandeja de plata y una jarra de vino en la maciza mesa de roble. La bandeja, la jarra y las copas estaban desparramadas en el suelo. Una mancha rojiza oscurecía la alfombra flamenca y goteaba vino de las patas de madera bruñida de la mesa, salpicando el corpiño verde lima de su hija.

– ¡Por Dios, Ana! -Clavó los ojos en su hija y en los objetos desparramados. Ana también clavó los ojos en el desastre que había causado y rompió a llorar. En ese momento Juan Neville regresó al gabinete.

Se quedó en la puerta, estudiando la escena. El llanto de su sobrina, el alivio que iluminó la cara de Jorge en cuanto lo vio a él, la furia de su hermano. Pero sobre todo miró a Ricardo, vio la desesperación del niño. Comprendió, y su temperamento habitualmente flemático estalló.

Warwick aferró a su hija.

– ¿Qué pasa contigo, niña? ¡Mira lo que has hecho!

Ana sollozó, tartamudeó lo que habría sido una súplica de perdón si se hubieran entendido sus palabras. Una algarabía estalló en el gabinete.

– ¡Pero fue un accidente! -exclamó Isabel.

– ¡Vaya, Ana, qué torpe! -protestó la condesa.

Ricardo se apresuró a intervenir, volviendo a llamar la atención de Warwick.

– No culpes a Ana, primo. La culpa fue nuestra. La contrariamos con nuestra riña.

Warwick soltó a su hija, se volvió hacia Ricardo. Tenía tal expresión que instintivamente Ricardo retrocedió un paso. Warwick también actuó instintivamente. Aferró al niño para impedir una fuga y lo atrajo bruscamente hacia sí. En ese instante, Juan entró. Atravesó el gabinete en tres trancos y cogió la muñeca de Warwick.

– Quiero hablar contigo… hermano -dijo con voz tensa, y Warwick, que no había reparado en su regreso, quedó sobresaltado por la pasión que reflejaban esos ojos normalmente plácidos.

Antes de que Warwick pudiera responder, Juan le asió el brazo con fuerza y literalmente remolcó a Warwick hasta la puerta. Tan raro era este arranque que Warwick lo siguió, sorprendido.

Juan cerró de un portazo. En la desierta imponencia del salón, se enfrentaron. Fue Warwick quien rompió el silencio.

– Bien, Johnny -barbotó-, ¿qué es tan importante que no podía esperar?

– ¿Qué diantre estás haciendo? -preguntó Juan acaloradamente-. Entiendo tu enfado con Ned. Pero responsabilizar a Dickon por lo que ha hecho Ned… Por Dios, hombre, ¿qué tienes en la cabeza? Es sólo un niño. No puedes culparlo por ser leal a su hermano. ¡Sabes cuánto admira a Ned! -Sacudió la cabeza con repulsión-. En verdad me sorprendes. Pensaba que te habías esforzado para ganar el afecto de Dickon. Más aún, siempre actuaste como si le tuvieras cariño.

– Claro que siento cariño por Dickon -dijo Warwick con impaciencia-. Él es importante para mí, para mis planes…

– Te sugiero, entonces, que trates de recordarlo en el futuro -dijo Juan con un tono que Warwick no habría aceptado en ningún otro hombre-. Sólo piensa en esto: ¿qué habría pasado si Ana no hubiera volcado esa bandeja?

Warwick se aplacó.

– Quizá perdí los estribos -concedió. Guardó silencio, echó a andar de aquí para allá-. Sí, tienes razón. No quiero que Dickon me guarde rencor por lo que haya dicho o hecho en el calor de la furia. Ése no es el modo…

Se volvió y, sin esperar a Juan, abrió la puerta del gabinete.

Francis Novell aún estaba petrificado en el asiento de la ventana. Bajo la mirada crítica de su madre, Ana recogía las copas desparramadas y las apoyaba en la mesa. Isabel miraba compasivamente, pero no había ofrecido ayuda. Ricardo la había ofrecido, pero la condesa replicó fríamente que ya había causado bastantes problemas esa noche y que Ana podía apañárselas por su cuenta. Él se había ruborizado ante la reprimenda, se había acercado al hogar. Se le aproximó Jorge, que al parecer no sabía si ofrecerle consuelo o darle un pescozón. Optó por consolarlo, pero retrocedió deprisa cuando vio que Warwick estaba en la puerta.

Al ver a su padre, Ana abandonó su tarea y corrió hacia él. Él miró sus ojos implorantes y oscuros, le acarició la mejilla húmeda. Ella le cogió la mano, se irguió de puntillas.

– No sigues enfadado con Dickon, ¿verdad, papá? -susurró.

Warwick no pudo contener una risotada. Para ser una niña tímida, podía ser asombrosamente insistente. Pero le agradaba su lealtad hacia su primo; después de todo, él la había fomentado. Sin darse cuenta, Ana le había ofrecido una apertura, y Warwick la aprovechó.

– No, Ana. No estoy enfadado con Dickon. -Cruzó la habitación y llamó a Ricardo. El niño se le acercó con renuencia-. Dickon, cuando los hombres se enojan, suelen perder la mesura. Me temo que eso nos pasó esta noche. Quiero que entiendas que no te culpo por tus palabras precipitadas. -Hizo una pausa y apoyó la mano en el hombro de Ricardo-. Eres hermano de Ned y es correcto que te sientas obligado a serle leal. Aun así, me has decepcionado, primo. Creo que yo también merezco tu lealtad.

Ricardo se sorprendió.

– ¿De veras?

– Eso espero, Dickon -dijo lentamente Warwick-. Pues confieso que sería doloroso creer lo contrario.

Francis y Ricardo estaban solos en el gabinete. Warwick se había retirado para seguir deliberando con el hermano y con Jorge, que se sentía halagado de ser incluido en una discusión política entre adultos. La condesa de Warwick había conducido a sus hijas hacia la puerta, dando un cálido abrazo a Ricardo ahora que había recobrado el favor del conde.

Francis se hundió en los cojines de la ventana.

– Dios nos guarde -murmuró. Quería decirle a Ricardo que lo admiraba por defender a su hermano, pero no creía que Ricardo se interesara en ese cumplido. Nunca lo había visto tan perturbado como en ese momento. No, más valía no hablar del conde de Warwick.

Ni siquiera pensó en mencionar el tema del increíble matrimonio del rey Eduardo. Francis entendía muy bien por qué Eduardo había procurado mantenerlo en secreto. ¿Pero qué mosca le había picado para casarse con una viuda lancasteriana? ¿Amor? ¿Lascivia? ¿Brujería, como había sugerido Isabel? Habría sido interesante especular sobre las razones de un acto inaudito en la historia de la monarquía inglesa. Pero Francis sabía que más valía no hablar de ello, sabía que Ricardo jamás diría a nadie lo que pensaba de la asombrosa conducta de su hermano. Jorge de Clarence, en cambio, era otra cuestión.

– ¿A tu hermano de Clarence no le gusta Su Gracia el rey, Dickon?

Ricardo contuvo súbitamente al cachorro, rescatando una vela que se había caído al suelo con la bandeja de plata.

– A veces me hago esa pregunta, Francis -confesó-. En ocasiones pienso que le tiene envidia…

Calló, pues había dicho más de lo que se proponía. La vela estaba tan masticada que le pareció mejor deshacerse de la prueba acusatoria, y se dirigía al hogar cuando abrieron la puerta y Ana entró corriendo en el gabinete. Fue hasta el banco, se arrodilló y se levantó con el diario de Francis en la mano.

Miró a Francis pidiendo disculpas con una sonrisa.

– Buenas noches, Francis y Dickon -murmuró.

Cuando pasó junto a Ricardo, él le aferró una trenza rubia.

– Si quieres, Ana, puedes elegir el nombre de mi perro lobero.

– Me gustaría -dijo ella, asintiendo. Aferró el diario con fuerza y retrocedió hacia la puerta sin quitarle los ojos de encima. En la puerta se detuvo, miró pensativamente al perro y dijo-: Llamémoslo Gareth… como el caballero.

Ricardo probó el nombre con la lengua, y miró al perro.

– ¡Gareth! Ven aquí, Gareth. Ven aquí, muchacho.

El cachorro bostezó y ambos niños rieron, no porque les pareciera gracioso, sino porque la risa parecía el mejor modo de liberar las tensiones acumuladas en una noche que ninguno de los dos olvidaría.

Francis se levantó, aterido de frío.

– Dickon… -Calló, comprendiendo que era mejor no decir nada de nada.

Salieron en silencio al puente de madera techado que franqueaba el patio interior y conectaba el torreón con los aposentos del muro oeste. Mientras chasqueaba los dedos para apurar al cachorro rezagado, Ricardo aminoró la marcha.

– Quién sabe…

– ¿Qué, Dickon?

Él miró a Francis con gravedad.

– Quién sabe cómo es ella… Isabel Woodville Grey.