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Castillo de Warwick
Agosto de 1469
La noche era insoportablemente calurosa. Eduardo se incorporó, se desabotonó la camisa. No sirvió de nada. Se inclinó, empezó a hurgar entre los libros apilados en el suelo junto a la cama. Escogió varios al azar, se recostó contra las almohadas.
El primero que abrió era un volumen delgado encuadernado en cuero marroquí, un poema en latín del siglo XIII, El debate del cuerpo y del alma. Se puso a leer.
Tú, que siempre en corcel brioso
cabalgabas por campos y ciudades;
tú, célebre por tus proezas insignes,
caballero de nombradía,
cuan menguada se halla tu honra ilustre,
cuan sumiso tu corazón leonino.
¿Do está ahora tu voz imperiosa,
tu mirada fulminante? Tú, otrora tan altivo,
¿qué haces ahí tendido, envuelto en vulgar mortaja?
Eduardo rió con amargura. Una buena pregunta. ¿Por qué, en efecto, estaba tendido en una alcoba sofocante en el castillo de su primo? Porque había sido necio y confiado, por eso. ¿Cómo se había dejado engañar por la estratagema de Robin de Redesdale? ¿Cómo podía haber sido tan crédulo?
¿Do están tus atavíos tachonados de oro,
tus divanes con espléndidas colgaduras,
las ágiles jacas y el corcel osado,
los halcones y sabuesos que alimentabas con la mano?
¿Do las huestes de amigos que otrora te rodeaban?
Otra pregunta interesante. Habría dado mucho por conocer la respuesta, por conocer el paradero de sus amigos, sus partidarios. ¿Todo el país había aceptado pasivamente su cautiverio? ¿Qué pasaba en Londres? Los londinenses siempre le habían tenido simpatía. ¿Ahora se sometían mansamente a la autoridad de Warwick?
Cerró el libro bruscamente. Eso era lo peor, no saber. El aislamiento total. Hacía once días que no tenía contacto con el mundo externo, y sabía tan poco sobre lo que ocurría en su reino como sobre lo que ocurría en Catay.
Su reino. ¡Extraña broma! Por el momento, era tan dueño de los acontecimientos como ese fantoche lamentable que leía sus misales en la Torre. Hacía cuatro años que Enrique de Lancaster había caído en manos yorkistas y se decía que parecía más dichoso en su confinamiento que en los tiempos de su reinado. Eduardo se preguntó si su primo Warwick habría notado que tenía en su poder nada menos que a dos reyes de Inglaterra. Sin duda que sí. Era la clase de ironía que halagaba la monumental arrogancia de Warwick.
De no haber sido por ese orgullo, pensaba Eduardo, él habría muerto once días atrás. Era la vanidad de Warwick, su glorificada imagen de sí mismo, lo que frenaba su mano, lo alejaba del asesinato. Por el momento.
Eduardo creía que Warwick estaba tan poco ansioso como el arzobispo de York de sobrellevar la carga de matar a un rey ungido. Pero conocía a Warwick, sabía que lo haría si consideraba que no tenía otra opción. Ahora estaba vivo porque había sorprendido a su primo con su rendición, con su disposición a acceder a los deseos de Warwick, a firmar lo que le pidieran, a cumplir el papel de rey títere. Todo bajo el disfraz de una impecable cortesía, el anfitrión gentil y el huésped agradecido. Él y su primo estaban trabados en un juego mortal. No sabía cuánto duraría, y dudaba que Warwick lo supiera.
Buscó otro libro, lo hojeó distraídamente.
El invierno despierta mi congoja
con sus ramas deshojadas y desnudas;
suspirando de pena desespero
de los efímeros placeres terrenales.
La verde simiente que planté se agosta.
Jesús, muestra tu noble propósito;
ahuyenta el infierno, pues no sé
cuándo me iré de aquí, ni adonde.
Era demasiado. Eduardo sucumbió a su impulso y arrojó el libro por los aires. Chocó contra la puerta, silenciando las voces que estaban fuera. Sin duda sus «guardaespaldas» se habían alarmado, preguntándose con qué se divertía el rey. ¡Divertía! Cielos, estaba enloqueciendo de aburrimiento. En cierto sentido, eso era aún peor que la incertidumbre que traía cada nuevo amanecer. Nunca había afrontado un periodo de inactividad forzada, nunca le habían negado esos placeres que daba por sentados.
Cerró los ojos, postergó un rato más la llamada de un sirviente. Warwick procuraba satisfacer sus necesidades, y había designado a un hombre para que actuara como su escudero personal. Eduardo no lo atribuía a la generosidad de Warwick. Sabía que mientras él cooperarse, a Warwick le convenía mantener su aura de rey.
Al cabo volvió a incorporarse, acomodó la almohada. No todas sus necesidades eran satisfechas. Salvo por raros periodos de enfermedad o de campaña, éste era el tiempo más largo que había pasado sin una mujer en el lecho. Y ahora, más que en ningún momento de su vida, necesitaba alivio, distracción. Debía recordarle a su primo que era tradicional ofrecer una última comida al condenado.
Previsiblemente, esos pensamientos le hicieron evocar a Isabel. No le preocupaba la seguridad física de su esposa, pues no creía que Warwick dañara a una mujer. Pero ella debía de estar frenética, desencajada de miedo, y con sobrados motivos. Se había reunido brevemente con él en Fotheringhay el mes anterior y le había dicho que le parecía que estaba encinta.
Aún no estaba segura y no le había dicho a nadie. ¡Gracias a Dios! Él sólo se lo había mencionado a Ricardo, y el muchacho tendría el buen tino de frenar la lengua. No, era mejor que Warwick no supiera que Isabel esperaba otro vástago, que quizá llevara en el vientre al hijo varón que arrebataría a Jorge la dudosa distinción de interponerse entre las hijas de Eduardo y el trono.
Aunque no sabía si Warwick se proponía reclamar la corona para Jorge. Sabía, sí, que los dos habían pensado en ello con frecuencia. Si creían que podían salirse con la suya, que el país aceptaría a Jorge… Si podían persuadir a Johnny de no entrometerse…
Sabía que se atormentaba en vano, pues esas especulaciones febriles no le hacían ningún bien, pero no podía detenerse. Volvía a palpitarle la cabeza, que le había dolido durante días. Se le notaba la tensión. De noche despertaba empapado de sudor, desvelado por los latidos de su propio corazón.
Se encontró recordando una broma socarrona que había hecho una vez cuando Will lo regañó por errar por Londres con una escolta simbólica. ¿Quién lo mataría, había respondido él, sabiendo que eso significaba que Jorge sería rey? Los presentes se habían reído, pero el recuerdo no resultaba gracioso para Eduardo.
Se abrió la puerta. Era uno de sus guardias, manifiestamente incómodo.
– Vuestra Gracia… Mi señor de Warwick ha llegado esta noche de Coventry. Requiere que os reunáis con él en la sala de audiencia.
Eduardo no se movió, lo miró fijamente. Recordó una noche estival, dos años atrás, en que había negado a Warwick una audiencia a medianoche. Y ahora estaban cerca de medianoche, calculó.
Los documentos estaban extendidos sobre la mesa, esperando su firma. Eduardo leyó deprisa. No le sorprendía que Warwick reclamara la función de presidente de la corte suprema y chambelán de Gales del Sur, un puesto antes ocupado por lord Herbert, a quien habían ejecutado dieciocho días atrás por orden de Warwick. Garrapateó su firma, tomó el siguiente documento.
Éste le dio que pensar. Warwick designaba a Will Hastings chambelán de Gales del Norte. Eduardo sintió alivio, pues eso significaba que Warwick había decidido contar a Will entre los suyos. Pero también sintió inquietud. Will era su amigo, y le tenía suma confianza. Pero esa confianza no era la misma de otrora. En un tiempo había confiado en Warwick, había creído que Warwick jamás recurriría a la rebelión armada después de todo lo que habían compartido.
Ya no podía confiar en nadie sin reservas. En nadie. Ni en Johnny. Ni en John Howard. Y mucho menos en los Woodville. Ni siquiera en Will y Dickon, pues Dickon era un mozalbete inexperto y Will… Will era el cuñado de Warwick. Pensó lúgubremente que acababa de descubrir otro aspecto desagradable del confinamiento, la erosión de la verdad.
– Te aseguro que todo está en orden, primo.
Eduardo alzó la vista, miró a Warwick a los ojos.
– No tengo la menor duda -replicó-, pero alguien me dijo que un hombre que firma un papel sin leerlo es un tonto de capirote.
Warwick curvó la boca como si reprimiera una sonrisa.
– Si mal no recuerdo, fui yo quien te dio ese consejo.
– Sí, lo sé. Fue durante esos meses que pasamos en Calais, cuando tuvimos que huir de Ludlow.
Se sostuvieron la mirada. Junto al hogar, Jorge observaba el enfrentamiento. Había muchas cosas que no entendía en la relación de su primo con Ned. Pensaba que Warwick tenía buenos motivos para odiar a Ned y casi siempre actuaba como si lo odiara. Y de pronto se dejaba embobar por un recuerdo común. Una vez, para exasperación de Jorge, los había sorprendido riendo juntos por un estúpido episodio de años atrás. Le irritaba que Warwick no pudiera cortar todos los lazos con el pasado, que diera importancia a los recuerdos. Sólo contaba el día de hoy. Y hoy Ned era una amenaza.
Jorge no confiaba en Ned, por afable que pareciera. Lo conocía demasiado, y por primera vez se preguntó si la percepción que Warwick tenía de Ned no era errónea. Lamentablemente, sabía que Warwick no le prestaría atención. En ocasiones Jorge pensaba que el hombre que era su suegro desde hacía un mes lo tomaba tan poco en serio como Ned.
Habría sido mucho más fácil si Ned hubiera presentado resistencia en Olney, si hubiera muerto en la lucha. Jorge estaba seguro de que sucedería así, y se había asombrado cuando Ned se rindió sin combatir. Sólo recientemente se lo había confesado a sí mismo, y nunca lo diría en voz alta, pero hubiera preferido que su hermano hubiera muerto. La muerte de Ned sería la solución de todos sus problemas.
Sin embargo, no quería participar en el asesinato de Ned. Pensaba en su madre, en Meg y en Ricardo. No podría mirarlos a la cara si eso sucedía. Nunca. A menos que Ned no les dejara opción.
Bien, quizá no llegaran a tanto. Warwick tenía un plan, y ese plan entusiasmaba a Jorge. Después de todo, no se requería la muerte para deponer a un rey. Existía, había señalado Warwick, ese rumor que habían puesto en circulación los enemigos de York: que Ned era ilegítimo, que no era hijo del duque de York.
Nadie debía de creer semejante cosa, ni siquiera los lancasterianos más fervientes, pero no era importante que lo creyeran. Se podía usar, podía dar al parlamento la excusa que necesitaba para actuar, para entregarle la corona a él. No se permitía enturbiar este sueño pensando en la reacción de su madre ante esa acusación. Se había convencido de que ella entendería que era obra de Warwick. No de él.
Aun así, era arriesgado. Muy arriesgado. Su sonrisa se disipó. No, sería mucho mejor para ellos que Ned muriese. Estudió a su hermano con ojos fríos. ¡Qué lástima que no hubiera muerto en Olney!
Eduardo cogió el último documento que le habían presentado. Con las primeras palabras, se puso rígido, abrió los ojos con incredulidad.
– El rey, al venerable padre en Cristo, Thomas, cardenal y arzobispo de Canterbury, salud. Como Nos decretamos celebrar un parlamento en York el viernes anterior a la venidera fiesta de San Miguel, os ordenamos que comparezcáis en el día y lugar antedichos…
Eduardo irguió la cabeza bruscamente y vio que Warwick lo observaba con una sonrisa socarrona.
– Como ves, Ned, habrá un parlamento en York el 22 del mes próximo. En consecuencia, quiero que envíes órdenes con tu sello personal a los prelados y pares del reino.
Eduardo le clavó los ojos. Su mente se aceleró. Un parlamento… ¿para qué? ¿Para entregarle la corona a Jorge?
– Entiendo -dijo lentamente.
– Sabía que entenderías, primo. -Warwick vio con satisfacción que Eduardo había perdido parte de su famoso control; su boca revelaba una súbita tensión-. Jorge pensaba que te negarías. No sé por qué.
Warwick se divertía. Había ocasiones en que la irrealidad de la situación lo embestía con fuerza abrumadora y le resultaba imposible creer que él y Ned hubieran llegado a esto. Pero no ahora. Gozaba de este momento, le parecía una generosa retribución por lo que consideraba años de humillaciones infligidas por los Woodville.
– Le dije a Jorge que se equivocaba, desde luego. Le dije que estarías dispuesto a colaborar, que apreciarías… las imposiciones de la necesidad.
Eduardo apretó el puño. Miró los nudillos blancos, el rojo anillo de coronación. Pasó un instante, otro. Y luego cogió la pluma.
– ¿Por qué no? -dijo, y Warwick le sonrió de soslayo a su yerno.
– Es un rasgo que siempre he admirado en ti, Ned -dijo afablemente-. Siempre has sido realista.
Se dirigió al aparador, le indicó a un sirviente que le sirviera vino.
– Tu hermano Edmundo, en cambio, encaraba los acontecimientos con pesimismo. Y Dickon, pobrecillo, es un idealista y un moralista. Pero tú siempre has tenido una visión lúcida de la vida, sin el estorbo de elevadas ideas caballerescas o altos principios morales. Eso es meritorio, primo, de veras.
Warwick oyó que Jorge se reía, pero Eduardo no mordió el cebo.
– Has omitido a tu yerno. ¿Qué hay de Jorge?
– Creo que él puede hablar por su cuenta. Dinos, Jorge, ¿cómo te describirías?
Jorge no dejó de mirar a Eduardo mientras respondía a la juguetona pregunta de Warwick.
– Como un hombre que sabe aprovechar una oportunidad -murmuró.
Se hizo silencio después de esas palabras. Warwick y Jorge observaban a Eduardo mientras escribía. Warwick sorbió el vino, paladeando el sabor y lo que vendría a continuación.
– Hay algo más, Ned. Debes prepararte para un viaje. -Vio que Eduardo hacía una pausa y luego seguía escribiendo, y sintió un brote de admiración. Pocos hombres podían afrontar una crisis con tanta compostura. Con una sonrisa casi afectuosa, añadió-: Sí, he decidido que sería conveniente que residieras en Middleham.
Eduardo no pudo contenerse; su pluma dio un salto. ¡Middleham! A doscientas cincuenta millas de Londres. En una región que durante largo tiempo había sido favorable a Lancaster, y que tenía gran estima por Warwick. Pero no por él, ni por la Casa de York. Vio que había manchado su firma con tinta; las primeras cuatro letras de Edwardus Rex eran ilegibles. La tachó, escribió encima de ella en un garabato inclinado muy disímil de su cursiva habitual, y luego alzó la vista.
– Hace cinco años que no voy al norte. Diría que una visita es más que oportuna -contestó, y vio que su serena respuesta divertía a Warwick, aunque no a Jorge.
Era extraño, pensó Eduardo, que Jorge fuera el más difícil de tratar. Nunca había comprendido cuánto lo detestaba Jorge. Los lazos de sangre significaban tanto para Eduardo que se había negado a reconocer que podían significar muy poco para su hermano.
– Sabes, Ned -dijo Jorge burlonamente-, siempre me he preguntaba cuánto apreciabas a los Woodville. Es obvio que esa mujer te atrajo por motivos que todos entendemos muy bien. ¿Pero qué dices del resto del clan? ¿Qué sientes por ellos? Tu suegro, por ejemplo.
– No sé qué importancia tiene eso, Jorge, ni en qué te concierne -dijo Eduardo sin inmutarse, y Jorge sonrió con indolencia.
– Pero me importa, Ned. Siento curiosidad. Dame ese gusto.
El resto de la paciencia de Eduardo se agotó en el silencio caliente y pegajoso que siguió.
– Isabel viene de una familia numerosa. Cabe esperar que yo no sienta el mismo grado de afecto por todos ellos -suspiró Eduardo, e hizo una breve pausa antes de añadir-: Lamentablemente, hermano Jorge, un hombre no puede elegir a sus parientes como puede elegir a sus amigos.
Asombrosamente, la sonrisa de Jorge no se borró. Eduardo se puso alerta; su hermano nunca aceptaba los insultos con bonhomía.
– Eso me tranquiliza, Ned, pues hay algo que debo decirte.
Eduardo sabía que se esperaba que pidiera detalles. No dijo nada.
– ¿Sabías…? No, claro que no. Has estado aislado estos once días, ¿verdad, Ned? Bien, sucede que el padre de tu esposa y su hermano John fueron capturados el otro día cerca de Chepstow. -Eduardo estaba muy tieso, clavaba los ojos en Jorge. Su hermano no parecía tener prisa para hablar. Vació la copa de vino, la apoyó en los juncos del suelo, le chasqueó los dedos a un alano de Warwick, alzó la vista, sonrió-. Los hicimos decapitar ayer al mediodía, frente a los muros de Coventry.