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Capítulo 21

Aire, Borgoña

Enero de 1471

Philippe de Commynes, chambelán de Borgoña, tenía sólo veinticinco años, pero nadie gozaba de mayor estima y mayor confianza con el hombre que tanto íntimos como enemigos llamaban Carlos el Temerario. Philippe era valorado como confidente, consejero astuto, diplomático habilidoso. A finales de diciembre, cuando cambió de opinión e instó a Carlos a reunirse con su cuñado de York, Carlos escuchó y recapacitó. El 26 de diciembre invitó a Eduardo a reunirse con él a principios de enero en Aire, Artois.

Ni Carlos ni Philippe conocían personalmente a Eduardo de York, aunque ambos tenían sus prejuicios sobre ese Plantagenet hedonista que era tan renombrado por sus proezas en la alcoba como en el campo de batalla. Carlos, un hombre que había escandalizado a la corte con la pintoresca creencia de que un marido debía ser fiel a su esposa, estaba dispuesto a sentir antipatía a primera vista por el exiliado inglés. Philippe, que admiraba la disciplina más que ninguna otra cualidad, también estaba seguro de que no le agradaría ese príncipe autocomplaciente y arrogante que había perdido el trono por negligencia.

Mientras su señor y el rey yorkista intercambiaban cautas cortesías, Philippe tuvo la oportunidad de evaluar al adversario. Se decía que Eduardo Plantagenet era el hombre más guapo que había agraciado el trono inglés, y Philippe coincidía con esa apreciación. Eduardo de York tenía voz resonante, rasgos armoniosos, ojos de un azul que rara vez se veía fuera de Dublín y el cabello dorado común entre los príncipes Plantagenet desde que el primero de ese linaje, Enrique Fitz-Empress, había reclamado la corona en 1154. Pero aunque la descripción física coincidía con el hombre, no ocurría lo mismo con la reputación, y Philippe se puso a observar atentamente al inglés, buscando las claves de un carácter que no era lo que él había esperado.

Philippe no se interesaba en la suerte de la casa real inglesa; no tenía ninguna predilección personal en el duelo dinástico entre York y Lancaster. Sabía que Enrique de Lancaster era idiota y hasta ahora tenía pocos motivos para pensar mejor de Eduardo de York. Cuando Eduardo buscó refugio en Borgoña, Philippe había compartido el rechazo de su soberano por ese inesperado giro de los acontecimientos. A instancias de Carlos, había viajado a Calais en octubre, en un intento de contrarrestar el daño provocado por la presencia de Eduardo en su país. La visita había sido una revelación.

Philippe se enorgullecía de su enfoque pragmático y objetivo de la política; a menudo deseaba que su terco y tempestuoso duque tuviera más en común con su enemigo más acérrimo, el calculador rey de Francia. No obstante, lo había sorprendido la cínica celeridad con que Calais había abrazado el Oso y el Báculo Enramado.

Mientras cenaba con lord Wenlock y los lores ingleses de Calais, se había divertido al escuchar que todos los presentes insultaban a Eduardo de York con los términos más agraviantes. Philippe decidió que no era tan realista como se había creído. Le había asombrado la decisión de Warwick de sacrificar a su hija por una ganancia política, y esos lores ingleses que cambiaban York por Lancaster con tanta premura le provocaban desconcierto y desprecio. Su sentido de superioridad moral no le impidió, empero, asegurar a Wenlock y compañía que el problemático Eduardo de York era hombre muerto.

Así había ganado tiempo para su señor y para su tierra, pero sabía que la dilación sería efímera. Tarde o temprano él y su duque deberían lidiar con Francia. Philippe sabía que la guerra era inevitable. Sólo cabía preguntarse si era posible impedir una alianza francoinglesa dirigida contra Borgoña, y Philippe era cada vez más pesimista en ese sentido.

Desde mediados de diciembre, enviados franceses habían deliberado con Warwick en Londres. Había rumores perturbadores, aún no confirmados, de que el rey francés estaba tentando a Warwick con la promesa de territorio flamenco, como botín para el Hacerreyes en la guerra contra Borgoña. Con estos ominosos portentos en el viento, Philippe consideró que era hora de evaluar nuevamente las opciones, y una de ellas era el hombre que estaba sentado a la mesa frente a él.

– He oído hablar mucho del chambelán de mi cuñado de Borgoña, más que suficiente para provocar mi curiosidad, monsieur de Commynes -dijo la opción de Philippe, y Philippe agradeció el cumplido, si eso era, con una cortesía inocua.

La lengua inglesa le irritaba los oídos y estaba enfadado con el duque por insistir en que la conferencia se realizara en el idioma de sus huéspedes. Eduardo hablaba francés, como todos los ingleses bien nacidos, y bien podían haber conversado en esa lengua, mucho más familiar para Philippe. Pero Carlos, que hablaba francés, flamenco, inglés, latín y un poco de italiano, estaba orgulloso de su dominio del inglés y no podía resistir la oportunidad de exhibir su habilidad lingüística.

Carlos se inclinó hacia delante; despreciaba la sutileza como otros hombres deplorarían la pereza o la codicia.

– Decidme, amigo yorkista, ¿por qué debería ayudaros? ¿Por qué debería correr el riesgo de provocar la hostilidad del hombre que gobierna Inglaterra en aras de un hombre que no tiene un cobre ni un soldado?

Philippe hizo una mueca. ¿Cuándo aprendería su señor a detenerse en esa delgada línea que separaba la osadía del insulto? Eduardo, sin embargo, no se dio por ofendido. Al contrario, parecía disfrutar del momento.

– Porque, mi señor, no podéis daros el lujo de no ayudarme -dijo con una sonrisa, y Philippe notó con interés que no había vacilado en cambiar la cortesía por la franqueza.

– ¿De veras? ¿Podéis tener la amabilidad de explicaros? -dijo fríamente Carlos-. Estaría sumamente interesado en vuestra respuesta.

También Philippe estaba interesado, y no apartó los ojos del inglés.

– Borgoña es un estado muy rico y poderoso -dijo Eduardo-. Pero ni siquiera Borgoña podría librar una guerra en dos frentes. Quizá Vuestra Gracia pueda triunfar sobre Luis de Francia. No obstante, dudo que podáis resistir un doble ataque de Francia e Inglaterra. Ambos sabemos que Luis daría su alma por ver la flor de lis flameando sobre Borgoña. En vuestro lugar, yo no dormiría tranquilo sabiendo que Inglaterra será gobernada por una francesa y un soldado curtido que siente demasiado afecto por el rey francés.

– Concedido -dijo Carlos sin titubeos-. Pero hacéis una suposición, mi señor, que aún no está demostrada: que Warwick está dispuesto a ir a la guerra por el rey de Francia. Por mucho que le agrade Luis, dudo que esa amistad valga tanto para Warwick.

– Opino lo mismo -convino Eduardo.

– ¿Entonces? -preguntó Carlos con impaciencia, frunciendo el ceño.

– Los hombres no van a la guerra por amistad, en eso tenéis razón. Luchan por objetivos más tangibles: conservar una alianza necesaria, eliminar una amenaza potencial. Y con frecuencia, mi señor y estimado cuñado, luchan por una ganancia personal.

Philippe se enderezó; el inglés hablaba como quien tiene una carta de triunfo. Quería saber cuál era.

– ¿Ganancia personal, Vuestra Gracia? -inquirió cortésmente.

– Holanda y Zelanda, monsieur de Commynes. Yo calificaría la adquisición de provincias lan ricas como una ganancia.

– ¿Qué estáis diciendo? -preguntó Carlos-. ¿Que Luis ha prometido territorio borgoñés a Warwick a cambio del respaldo inglés?

– Los condados y señoríos de Holanda y Zelanda -dijo Eduardo, como citando de memoria. No se explayó, y Philippe no pudo menos que admirarlo, pensando que aunque esto fuera sólo un farol, Eduardo jugaba muy bien sus naipes.

– Si puedo pediros una aclaración, mi señor… Mi inglés no es tan bueno como debería… ¿Monseigneur de Warwick tomará nuestras tierras de Holanda y Zelanda como recompensa por participar en una guerra contra Borgoña? ¿Eso queréis decir?

– Exactamente.

Carlos y Philippe se miraron. Carlos asintió imperceptiblemente y Philippe sonrió, sacudiendo la cabeza con aire contrito.

– Perdonadme, mi señor, si parezco dudar de vuestra palabra… Es sólo que me asombráis con esa noticia. ¿Puedo preguntar dónde obtuvisteis esta información?

– De alguien que está más cerca de mi primo de Warwick que un amigo.

– ¿Un yerno, quizá? -sugirió Philippe, y Eduardo se encogió de hombros.

– Quizá.

Carlos perdió la paciencia; había ocasiones en que su chambelán podía ser fatigosamente francés en su preferencia por el enfoque oblicuo y circular.

– ¿Vuestro hermano Clarence está pensando en una nueva traición? -preguntó sin rodeos.

Eduardo sonrió.

– Yo prefiero considerarlo un hereje que vuelve a la fe verdadera.

– Yo diría que el duque de Clarence cambia de fe como otros cambian de ropa -dijo Carlos tras un breve silencio, pero pronunció el sarcasmo casi distraídamente, sin resentimiento. Estaba reflexionando, notó Philippe, sobre el complot que les habían sugerido; Clarence como el caballo de Troya del bando de Warwick. Philippe concedió que alteraba bastante el equilibrio de fuerzas.

Carlos echó la silla hacia atrás, sometiendo a su cuñado yorkista a un desafiante escrutinio crítico.

– Supongamos que Clarence dice la verdad y Warwick tiene buenas razones para guerrear contra Borgoña. Aun así, no se deduce necesariamente que mi respaldo a vuestra causa resuelva mis problemas. -Hizo una pausa-. Con franqueza, mi señor de York, no veo que tengáis muchas probabilidades de derrotar a Warwick. Y otros comparten mi parecer. Quizá hayáis oído lo que dijo el embajador milanés sobre vuestras perspectivas: «Es difícil entrar por la ventana después de salir por la puerta». -Carlos le sonrió a Eduardo y añadió, con una pizca de malicia-: Asegura que si intentáis regresar a Inglaterra, dejaréis allá vuestro pellejo.

Eduardo rió y su risa sonó genuina aun para los suspicaces oídos de sus interlocutores.

– Acepto esa apuesta -replicó con desenfado-. ¿Y vos? ¿Queréis apostar, Charles le Téméraire? Mi pellejo contra una Inglaterra yorkista enemiga de Francia… ¿Cómo podéis perder?

Philippe alzó la mano tardíamente para ocultar su sonrisa, y al cabo de una pausa Carlos rió a regañadientes.

– Me gustáis más de lo que esperaba -concedió-. Pero dudo que me gustéis tanto como para financiar una expedición condenada al fracaso.

Eduardo aún sonreía.

– Mi hermana me previno que no teníais pelos en la lengua. Permitidme que sea igualmente franco: sólo podéis perder si no hacéis nada. Si me respaldáis, os aseguro que mantendré a mi primo Warwick demasiado ocupado para interesarse en guerras de conquista. Si no me respaldáis, afrontaréis una fuerza anglofrancesa antes del deshielo de primavera.

– ¿De veras creéis que podéis ganar? -preguntó Carlos, con más curiosidad que escepticismo, y tanto Eduardo como Philippe notaron el cambio de tono.

– Creo que el mejor modo de responder es con una pregunta, cuñado. ¿Alguna vez habéis oído decir que el conde de Warwick puede derrotar a Eduardo de York en el campo de batalla?

– Sois persuasivo, mi señor de York -dijo Carlos-. Pero olvidáis mi afecto por la Casa de Lancaster. ¿Acaso no soy bisnieto de Juan de Gante, el primer duque de Lancaster? Aunque desposé a vuestra hermana, y me alegro de ello, siempre sentí simpatía por Lancaster. Como bien sabéis, hace varios años que dos de los más poderosos señores lancasterianos, los duques de Somerset y Exeter, residen en mi corte.

Eduardo asintió.

– Hombres valientes, ambos -dijo fríamente-. Y leales a Lancaster hasta la muerte. Si yo estuviera en vuestro lugar, ¿sabéis qué haría con esos nobles señores?

– Me lo imagino -dijo Carlos con una sonrisa adusta-. Los enviaríais a Dios.

– No, los enviaría a Inglaterra.

Carlos quedó demasiado sorprendido para ocultar su asombro.

– Pero han consagrado su alma y corazón a Lancaster.

Eduardo sonrió, no dijo nada.

Philippe permaneció impasible, pero necesitó un esfuerzo de voluntad. Procuró no mirar al inglés a los ojos, pues de lo contrario revelaría que había descubierto un espíritu afín en Eduardo de York. En cambio se volvió hacia Carlos.

– En efecto, Vuestra Gracia -coincidió-. Pero creo que Su Gracia de York está más interesado en sus enemistades que en sus lealtades. Ninguno de los dos siente amor por el conde de Warwick. -Dirigió a Eduardo una mirada cortésmente inquisitiva-. ¿Me equivoco, mi señor?

– No, monsieur de Commynes, claro que no -dijo Eduardo con compostura-. Siempre hubo rencillas entre los Beaufort y los Neville. En cuanto a Exeter, hace tiempo que les tiene inquina a los Neville. Culpa a Warwick por sus años de exilio. Al menos, eso me han dicho.

Carlos dejó de mirar al cuñado para dirigirse al chambelán.

– Y después dicen que Luis es el Rey Araña -dijo secamente.

Era el retrato de un hombre treintañero. El cabello era grueso y negro como la pez; los ojos eran de un azul asombrosamente vivido; el rostro era redondo, los rasgos armónicos; la tez morena atestiguaba la sangre de su madre portuguesa, y la mandíbula prominente un temperamento terco e inflexible.

Retrocediendo para estudiar la pintura desde otro ángulo, Ricardo exclamó con admiración:

– Cielos, qué bien hecho, Meg. ¿Quién es el artista?

Margarita se juntó con su hermano frente al retrato de su esposo, enmarcado con elegancia.

– Rogier van der Weyden. Un talento notable, ¿verdad? Lo pintó cuando Carlos aún era conde de Charoláis y es mi favorito, sin lugar a dudas. Es como si Carlos estuviera aquí, ¿no crees?

– Ojalá estuviera. Así la espera habría terminado.

Margarita sonrió y le acarició el cabello.

– No te preocupes tanto, Dickon. Como te dije, creo que Carlos respaldará a Ned. Ven a sentarte. Para pasar el tiempo, te mostraré cómo se juega al primero, que en nuestra corte es aún más popular que trump y all fours.

Ricardo obedeció con visible desgana, y Margarita repartió expertamente los naipes en la mesa de tabla de mármol.

– Recuerda que cada baraja tiene el triple de su valor y la sota de corazones es la quinona, que vale por cualquier naipe de cualquier palo que quieras… ¡Dickon, presta atención!

Ricardo arrojó los naipes a la mesa.

– ¡Meg, no puedo concentrarme en una partida de naipes cuando hay tantas cosas en juego!

– De acuerdo. No me extraña que tengas los nervios de punta. ¿De qué quieres hablar, pues, mientras esperamos a Ned?

– De ti. Hemos pasado muy poco tiempo juntos y sólo hemos hablado de política. Quiero saber cómo estás. ¿Eres feliz? ¿No te arrepientes de nada?

Margarita había cumplido veinticinco años ocho meses atrás, pero la sonrisa que le dedicó a Ricardo era inconfundiblemente maternal.

– De nada, querido. Me agrada mi vida de duquesa de Borgoña. Pero agradezco que te preocupes por mí. A veces eres muy tierno.

– Y cada octubre cumplo años -le recordó él-. Ya no tengo quince años, Meg.

– Mea culpa -concedió ella con una carcajada-. Confieso que es difícil pensar en ti como un hombre crecido. Pero lo intentaré. -Se sonrieron, compartiendo tácitos recuerdos de Fotheringhay Castle, donde habían nacido, donde ellos y Jorge habían pasado los primeros años de la infancia-. Estos dos años que estuvimos apartados fueron agitados para ti, ¿verdad? Ned piensa que tienes pasta de comandante militar.

– ¿De veras? -Ricardo sonrió, y Margarita asintió. Tenía encantadores ojos verdes, como su madre, pero ahora chispeaban con una picardía muy ajena a la duquesa de York.

– No, no eres el hermanito que yo recuerdo -concedió jovialmente-. Has aprendido el arte de la guerra desde la última vez que te vi. Y también el arte de la seducción, aparentemente… Ned dice que tuviste una hija la primavera pasada.

Ricardo se sobresaltó, para diversión de ella.

– A veces Ned habla demasiado -protestó, y Margarita rió entre dientes.

– No me confundas con nuestra madre -le reprochó-. ¡Aunque sospecho que está tan preocupada por la magnitud de los pecados de Ned que no tiene tiempo de pensar en faltas menores como las tuyas!

Ricardo rió.

– No obstante, prefiero que no repare en ellas -confesó, y Margarita también rió.

– ¿Recuerdas, Dickon, que ella podía avergonzarnos con sólo una mirada? Y siempre sabía cuando habíamos hecho alguna trastada. Jorge juraba que ella poseía clarividencia.

La mención de Jorge les quitó las ganas de reírse. Ella se apoyó en la mesa, le tocó la mano.

– Dickon, quiero pedirte un favor.

– Sabes que sólo tienes que mencionarlo.

– Te dije que creía que Carlos escucharía la petición de ayuda de Ned. Lo creo tanto que he estado pensando en vuestro regreso a Inglaterra… y en Jorge. Se siente muy desdichado, Dickon. Ahora sabe que Warwick lo tomó por idiota. Piensa que ya no puede confiar en Warwick y teme por su vida bajo un gobierno lancasteriano, un temor muy lógico. Creo que está dispuesto a reconciliarse con Ned. Ojo, no lo ha dicho literalmente, pero lo conozco. Una vez que regreséis a Inglaterra, creo que pensará seriamente en volver a ser leal a York.

– Lo hará si piensa que Ned puede vencer -dijo Ricardo, y de inmediato lo lamentó, pues notó que el sarcasmo había herido a Margarita.

– Habría esperado esa respuesta de Ned -le reprochó ella-, pero no de ti. En un tiempo amaste a Warwick, y sabes que puede ser muy persuasivo. No odies a Jorge por ser débil. No puede evitarlo, de veras. Ned no lo entiende, pero pensé que tú entenderías…

– Lo entiendo, Meg, pero no me resulta fácil perdonarlo.

– Si no puedes perdonarlo por él mismo, hazlo por mí, Dickon.

Él sonrió, reconociendo el poder de esa súplica.

– Si lo dices de ese modo…

– Sé que Jorge cometió una grave ofensa, pero creo que desea rehabilitarse. ¿Por qué otro motivo me escribiría que el rey francés estaba tentando a Warwick con la promesa de Holanda y Zelanda?

Eso fue demasiado para Ricardo.

– Vamos, Meg -rezongó-. Tú me mostraste esa carta, ¿recuerdas? Él no escribía como si compartiera una confidencia de gran peso. ¡Más bien parecía ofendido porque Luis no le había hecho una oferta similar!

– Concedo que él no dijo explícitamente que deseaba ayudaros. Pero sabía que yo le confiaría la noticia a Ned. Y también habrá sabido que Ned procuraría aprovechar esa información del mejor modo posible.

– Quizá -dijo Ricardo dubitativamente-. Nunca sabes qué motiva a Jorge. Si prefieres creer que se proponía prestarnos un servicio, ¿quién soy yo para afirmar lo contrario?

Lo dijo con tanto escepticismo que Margarita imploró:

– ¿No podemos darle el beneficio de la duda, Dickon? No es mucho pedir, ¿verdad?

– No, supongo que no. Si tú… ¡Ned!

Eduardo estaba solo. Entró, cerró la puerta, la trabó con el pestillo. Ricardo quedó petrificado y Margarita, que parecía tan confiada, derramó el mazo sobre la mesa.

– ¿Ned?

La expresión de él era inescrutable, y por un instante de pasmo, breve pero muy amargo, Margarita invocó a la Virgen María, temiendo que Carlos hubiera dicho que no. Pero aun mientras este temor blasfemo cobraba forma, Ricardo se puso de pie.

– Por Dios -murmuró-, lo has logrado…

Eduardo asintió una vez.

– Espero estar en Inglaterra en Pascua, quizá antes -les confió en voz baja, y sonrió-. ¿Qué dices, Dickon? ¿Te gustaría ir a casa?

Eso rompió el hechizo. Margarita se puso de pie mientras los hermanos se estrechaban jubilosamente, y cayó en brazos de Eduardo, y él le besó la mejilla, los ojos, el cabello, y Ricardo también la abrazó, y de nuevo a Eduardo. Y ahora que había concluido, ahora que habían ganado, ella se atrevió a confesar cuánto temor había sentido.

– ¿Carlos está convencido, pues, de que Jorge se propone traicionar a Warwick a la primera oportunidad?

Eduardo asintió y sonrió.

– Eso espero, Dickon. ¡Hice todo lo posible por darle esa impresión!

Era el comentario que Margarita había esperado.

– Ned -se apresuró a decir-, creo que Jorge abandonaría a Warwick… si pensara que obtendría el perdón.

– ¿De quién? ¿De Dios? -Ella no se dejó amilanar por el sarcasmo. Había esperado esa respuesta, y se acercó a Eduardo mientras él decía-: «Perdona a Jorge, él no sabe lo que hace». Repites esas palabras desde que tengo memoria, Meg, y cuando no lo decías tú, lo decía Dickon. Nunca logré entenderlo. Me gustaría saber qué hay en Jorge para que ambos lo defendáis aun ahora. ¿Qué veis en él que yo no veo?

– Yo lo veo como un niño -dijo Margarita sin vacilar-. Lo recuerdo tal como era durante los años que pasamos en Fotheringhay… antes de que fuera conquistado por nuestro primo Warwick. Siempre fue terco y empecinado, pero entonces no había en él ninguna malicia…

– ¿Ninguna malicia? -repitió Eduardo con incredulidad, y se echó a reír.

– Sé que te ha dado pocos motivos para amarlo -concedió ella-. ¿Pero no entiendes por qué? Te tiene envidia, Ned. Siempre la ha tenido. Ve en ti todo lo que él no es…

– Ya, me ve como rey de Inglaterra.

Margarita notó que era inútil. Él no la escucharía. Ni perdonaría a Jorge.

– Tú sacas lo peor de Jorge. Siempre ha sido así. Él sabe que no lo amas. Sabe que siempre preferiste a Dickon…

– Tú misma reconoces que me ha dado pocos motivos para amarlo -replicó Eduardo con impaciencia, y Ricardo decidió que era momento de intervenir.

– Meg no defiende lo que Jorge ha hecho, Ned. Trata de hacerte entender por que actuó de ese modo, nada más.

– Si puedes darme una explicación satisfactoria de los actos de Jorge, Dickon, supongo que también podrás decirme cuántos ángeles bailan en la cabeza de un alfiler.

– Conozco muy bien los defectos de Jorge, pero también tengo otros recuerdos de él, Ned. Recuerdos de días más felices y de ocasiones en que lo necesité y él me respaldó. Jorge y yo compartimos muchas cosas. Estuvimos juntos en Ludlow, ¿recuerdas? Tuvimos que presenciar el saqueo de la aldea. Jorge… Bien, él me protegió todo el tiempo. Hizo lo que pudo por mí. También compartimos el exilio. Es algo que no olvidaré. Recuerdo que ma mère nos llevó a bordo, pidiéndonos que fuéramos valientes y diciéndole a Jorge que me cuidara. Y él me cuidó, Ned. Sobre todo, esa primera noche en el mar, cuando yo no caía en la cuenta de lo que había pasado ni por qué. ¡Ni siquiera sabía dónde estaba Borgoña! Entonces fue bueno conmigo, Ned. No sólo esa noche, sino en las semanas que siguieron, mientras aguardábamos noticias de Inglaterra. Me escuchaba cuando yo le confesaba mi temor y mi nostalgia, y nunca se burló de mis miedos. -Ricardo sonrió-. Bien, casi nunca. Convendrás en que no es fácil olvidar estas remembranzas. Pues bien, ahora sabes lo que recuerdo cuando defiendo a Jorge.

Margarita se inclinó para besarle la mejilla.

– Gracias -susurró, y se volvió hacia Eduardo-. ¿Ahora lo entiendes, Ned?

Eduardo aún observaba a Ricardo.

– No dudo que Jorge te haya protegido, Dickon. Y no me sorprende. Jorge no es un monstruo. Sabe ser amable si no le cuesta nada. Estoy seguro de que te guardaba afecto a su manera… y le diste una providencial oportunidad para hacer de valeroso hermano mayor. Sospecho que la disfrutó inmensamente.

Ricardo iba a hablar pero se contuvo, decepcionado pero no sorprendido. Margarita, en cambio, había esperado una respuesta más compasiva después del atento silencio de Eduardo.

– No piensas darle el beneficio de la duda en nada, ¿verdad? -dijo amargamente.

– No.

La respuesta fue lacónica y brutal; los ojos de Eduardo eran azules como el hielo. Ella contuvo el aliento, y se giró para apelar a Ricardo. Eduardo se puso de pie, le cogió la muñeca.

– No haré nada por Jorge. Pero lo haré por ti, Meg. ¿Qué quieres de mí?

Ella le clavó los ojos.

– Quiero que lo perdones, Ned -murmuró, y él asintió-. ¿De veras? ¿Lo harás?

Él asintió de nuevo.

– No puedo olvidar sus traiciones, Meg, ni siquiera por ti, y por nada del mundo volveré a confiar en él. Pero te prometo esto: si él quiere separarse de Warwick y regresar a York, haré lo posible por convivir con el pasado.

– Gracias, Ned. -Ella le echó los brazos al cuello. Él la estrechó un instante, y luego ella retrocedió. Tenía una sonrisa radiante-. Ahora debo reunirme con Carlos. No quiero que me considere ingrata.

Se levantó, volvió a besar a Eduardo y al pasar estrechó rápidamente a Ricardo.

– Puedes repetirle a Jorge mis palabras, Meg, si deseas -le dijo Eduardo cuando ella llegó a la puerta.

Ella rió.

– Sabes muy bien que lo haré.

Eduardo se sentó y miró de soslayo a Ricardo.

– Creo que Meg es la única que ha amado a Jorge de veras. Ojalá él sepa valorarla… Pero, conociendo a Jorge, lo dudo.

Ricardo calló y Eduardo lo estudió con los ojos.

– No querías que Meg intercediera por Jorge. ¿Por qué?

– No era necesario -dijo Ricardo con voz cortante.

Eduardo no lo negó.

– ¿Entonces por qué te molestaste en hablarme de Ludlow y Borgoña? -preguntó Ricardo con curiosidad.

– Porque Meg lo deseaba. Y porque creí que podría ayudarte a ver a Jorge a través de nuestros ojos. Tal como ambos lo recordamos.

– ¿Es eso lo que te molesta? ¿Que yo no pueda ver a Jorge tal como lo veis Meg y tú?

– Creo que sabes lo que me molesta. Dejaste que Meg te implorase que perdonaras a Jorge cuando no era preciso que fuera así. Siempre había sido tu intención.

– No le mentí a Meg, Dickon -dijo Eduardo sin alterarse-. Hará frío en el infierno antes de que vuelva a confiar en Jorge.

– Quizá no confíes en él, pero usarás su descontento. Serías un tonto si no lo hicieras, y nunca he conocido a un hombre menos tonto.

– Te lo agradezco, pero no creo que lo digas como un cumplido -dijo Eduardo, más divertido que enfadado-. Tienes razón, por cierto. Jorge está al mando de un ejército y Warwick no tiene más opción que fiarse de él. Eso lo transforma en un aliado valioso. Supongo que no me culparás por eso.

– No, por eso no, sino por hacerle creer a Meg que lo hacías por ella.

– ¿Qué tiene de malo? Sabes cuánto amo a Meg. ¿Qué tiene de malo tratar de hacerla feliz?

– Maldición, Ned, le hiciste creer que harías las paces con Jorge porque ella te lo pidió, cuando sólo defiendes tus intereses. Y si Meg no estuviera tan desesperada por salvar a Jorge, ella también lo habría notado.

– Concedido, necesito a Jorge. Pero le debo mucho a Meg. Si puedo hacerle creer que es responsable de la reconciliación, ¿qué daño hay en ello? Ella siente un profundo afecto por Jorge. ¿No crees que le complace creer que lo ha ayudado? ¿Por qué negarle eso?

Ricardo puso una expresión incrédula.

– Jesús -dijo al fin, sacudiendo la cabeza.

Eduardo rió.

– Si el fin es lo que ambos deseamos, ¿por qué reñir en cuanto a los medios, Dickon? Trae esa jarra de vino del aparador. ¡Quizá nunca tengamos mejores motivos para festejar que esta noche?

Ricardo puso la jarra sobre la bruñida superficie de mármol y sirvió vino blanco en copas de plata con guardas de oro. En ninguna parte había visto tanto lujo como en la corte borgoñesa de su cuñado. Recordó la última vez que había bebido con su hermano, en picheles de peltre sucios, ante una deforme mesa de madera manchada de vino y salpicada con las gotas de apestosas velas de sebo.

– Nunca hubo un rey de Inglaterra que perdiera el trono y luego lo recobrara, Dickon. Enrique de Lancaster es un pelele, sólo un títere al servicio de Warwick. Y los otros que perdieron la corona pronto perdieron la vida.

– Hasta ahora -murmuró Ricardo, y Eduardo le sonrió. En ese momento, Ricardo supo que también su hermano recordaba esa velada en el Gulden Viles.

– ¿Por qué brindamos, Ned? ¿Por Inglaterra?

– Tengo una idea mejor. No es la temporada para ello, pues aún faltan cuatro días para Epifanía, y sospecho que nuestra madre nunca me perdonaría por decirlo. Pero, aunque sea una blasfemia, creo que es adecuada.

Chocó la copa de Ricardo con la suya.

– Por la Resurrección -dijo.