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Ciudad de York
Marzo de 1461
Margarita de Anjou ladeó la vela para que no cayera cera sobre su hijo. Sus nervios tensos se calmaron un poco, como siempre, al ver los rasgos ablandados por el reposo, las pestañas plumosas y doradas que caían sobre una tez tan suave al tacto como impecable para la vista. Se inclinó para besarle el pelo, con delicadeza, para no desmadejar la frágil urdimbre del sueño. Pero las pestañas se movieron, como a punto de echar a volar, y ella renunció a ese gesto afectuoso. Si se despertaba, se incorporaría y querría levantarse; se resistía tanto a acostarse que a menudo Margarita contradecía a la niñera, y le regalaba a su hijo las horas en disputa.
Su hijo tenía carácter. No le importaba que otros murmurasen que le faltaba disciplina. Esos tontos no lo entendían. ¿Cómo podían entenderlo?
Margarita tenía treinta y un años y jamás había conocido a un alma más paciente y piadosa que el hombre que dormía en la cámara contigua. Aun en sus peores ataques de locura, su esposo se aferraba a los resabios de la cortesía del pasado. Lo contrariaban esos actos que él consideraba indecorosas exhibiciones de lujuria o desnudez en público; aun así, cuando una vez se sintió agraviado por la exigua indumentaria de una troupe de bailarinas que actuaban en la corte en Navidad, huyó de la escena en vez de ordenar que expulsaran a las mujeres. Había sido muchos años atrás, pero Margarita no había olvidado.
Evocó un recuerdo mucho más reciente, pero no menos desagradable. A su regreso triunfante a York, los ciudadanos habían salido nuevamente para brindarles una cálida bienvenida. Para Margarita esa bienvenida se había malogrado por culpa de la extravagante conducta de su esposo en Micklegate Bar. Había procurado no mirar hacia arriba, apartando los ojos de las cabezas yorkistas empaladas, y en su prisa por atravesar la barbacana había soltado las riendas y había perdido el sombrero.
Estallaron risas burlonas entre los espectadores, y Margarita ardió de rabia impotente, con la frustración que siempre acompañaba a las apariciones públicas de su esposo. Después de todo, Henri era un rey ungido; mofarse de él era mofarse de Dios. Pero, tras diecisiete años en Inglaterra, no esperaba mucho más de los ingleses. No eran su pueblo ni lo serían nunca. Pero eran sus súbditos, y los de Henri, y nunca los entregaría a ese condenado muchacho, ese joven arrogante que osaba proclamarse Su Gracia Soberana, el rey Eduardo, cuarto de ese nombre desde la Conquista.
Alisó las mantas sobre su hijo. Sonrió al verle migajas encima de la boca, sabiendo que si lo tocaba encontraría una mejilla pegajosa con el mazapán que había insistido en llevarse a la cama. Su hijo Édouard sabía lo que quería, aun a los siete años; a diferencia de Henri, entendía que debía adueñarse de lo que deseaba. Los débiles no recibían nada en este mundo. Que otros se conformaran con aguardar las recompensas del más allá. Eso no era para ella. Y, por gracia de Dios y la resolución de su madre, Édouard tampoco sería como ellos.
Su esposo dormía en la cámara que les había cedido el abad Co-ttingham. Roncaba suave y rítmicamente, como si no se estuviera librando una batalla al sur de York, una batalla decisiva.
Sólo tres meses después de Sandal. ¿Cómo se las había ingeniado York para invertir la rueda de la fortuna en un tiempo tan breve? El día en que había frenado su yegua ante Micklegate Bar, Margarita había creído de veras que, como decía Clifford, había ganado su guerra. Pero en menos de dos meses Eduardo de York se las había apañado para que una levantisca turba londinense y un puñado de nobles desleales le ofrecieran la corona, y ahora desafiaba al ejército de Margarita en Towton, en lo que Somerset había llamado la última tirada de dados. A Margarita no le agradaba esa expresión; nunca le había gustado el juego.
Ahora sabía que había cometido un error al ceder Londres tan fácilmente a Eduardo de York. Se arrebolaba cada vez que pensaba en la tumultuosa bienvenida que había recibido, como si acabara de liberar Jerusalén de los infieles. Sólo los londinenses confundirían la llegada de un calavera de diecinueve años con el Segundo Advenimiento de Cristo. ¡Esa canaille londinense! En ocasiones Margarita pensaba que todos sus problemas con sus súbditos ingleses se originaban en Londres.
Se decía que más de cuatro mil personas se habían congregado en el frío del campo de San Juan aquel domingo. El hermano de Warwick, el obispo de Exeter, había inflamado a la turba con su labia, con la facilidad de un orador consumado; pronto logró que aceptaran a gritos que Lancaster había infringido la Ley del Acuerdo con la violencia cometida en el castillo de Sandal, y que ningún hombre tenía más derecho a la corona que Eduardo de York, auténtico rey de Inglaterra, el hombre que había liberado Londres de las amenazas del fuego y la espada. Margarita se asombraba de que no hubiera mencionado la inundación y la hambruna, se preguntaba cínicamente cuántos secuaces de Warwick se habían mezclado estratégicamente con la multitud para inflamar el entusiasmo de los espectadores.
Al cabo de dos días, Warwick condujo a una delegación de nobles y clérigos al castillo de Baynard para exhortar formalmente a Eduardo de York a aceptar la corona de Inglaterra. Horas después lo aclamaban en Westminster Hall, donde menos de cinco meses atrás su padre había hecho una reclamación similar en medio de un bochornoso silencio.
Y ésa era la diferencia peligrosa entre ellos, caviló Margarita. El motivo por el cual el hijo resultaba ser una amenaza mucho mayor que el padre. El duque de York no era un hombre que inspirase pasión en sus simpatizantes, que suscitara ninguna emoción más intensa que la admiración. A pesar de su rectitud, o quizá a causa de ella, no tenía la fuerza de personalidad para cautivar a una ciudad como su hijo Eduardo había cautivado a Londres.
Era irónico que el hijo de York hubiera sabido explotar tanto un factor que ella había considerado una desventaja, su juventud. Al principio ella lo había visto como un apéndice del cuerpo de Warwick, un brazo que debería tronchar antes de que pudiera asestar un golpe afortunado; estaba segura de que Eduardo caería si caía Warwick, de que no sobreviviría sin el conde, así como el brazo no podía existir sin el cuerpo.
Pero la victoria de Mortimer's Cross se atribuía a Eduardo, no a Warwick. Vivían en una época en que los hombres de su clase estudiaban las artes de la guerra desde la más tierna infancia; era de esperar que algunos fueran mejores alumnos que otros. Y ella tenía la condenada suerte de que Eduardo de York fuera uno de esos hombres, alguien que tenía una aptitud natural para el mando y las artes bélicas.
Lo más perturbador era que el joven duque yorkista que ahora se hacía llamar rey era un seductor además de un soldado. Había conquistado Londres no sólo con la espada sino con la sonrisa, algo que su padre jamás habría logrado.
Somerset concedía que Eduardo podía ser un enemigo peligroso en el campo de batalla. Pero seguía convencido de que, en cuestiones políticas, Eduardo era el títere de Warwick y se contentaba con serlo, un pelele enamorado del placer al servicio de un primo enamorado del poder. A menudo le recordaba a Margarita que Warwick mismo tenía pocos iguales en el arte de seducir multitudes. Los Neville tenían una irritante habilidad para jugar con las emociones de los simples y los crédulos, y Eduardo de York era medio Neville. ¿Por qué se sorprendía madame, entonces, de que ahora se mostrara tan diestro como ellos en las cuestionables maniobras destinadas a la exaltación de la chusma?
Margarita sonrió al recordar el desprecio de Somerset, pero la sonrisa no duró demasiado. Trataba de recordar la última vez que había visto a Eduardo de York frente a frente. Había sido, recordó, durante esa notoria farsa llamada el «Día del Amor», tres años atrás, cuando, a instancias de Henri y los Comunes, yorkistas y lancasterianos se habían congregado en San Pablo para oír una solemne misa de reconciliación. Entonces Eduardo tenía (Margarita calculó rápidamente) dieciséis años, y ya era más alto que la mayoría de los hombres adultos y muy consciente de sus encantos. Un niño bonito.
Margarita se mordió el labio, se limpió los restos de pintalabios de ocre. Sí, con un corcel blanco, una armadura brillante como un espejo bruñido y la armadura aún más potente de la juventud y la salud, era comprensible que deslumbrara a las turbas de Londres. Después de todo, estaban acostumbradas a su Henri.
Henri, que se obstinaba en usar túnicas largas y deformes, evitaba los elegantes zapatos puntiagudos, llevaba el cabello corto como un campesino. Qué cruel broma de Dios, pensó, que la única época de su vida en que Henri había lucido como un rey hubieran sido esos meses aterradores, dieciocho en total, en que había caído en trance como embrujado, sin poder hablar ni alimentarse, y por tanto tampoco había podido escoger su indumentaria.
Henri era tan pésimo jinete que debían darle castrados de carácter dócil y nunca parecía sentir la humillación de usar monturas tan poco viriles. Henri, que usaba camisas de pelo y prohibía los juramentos en su presencia y una vez había cabalgado desde la Torre hasta Westminster con una vaina vacía en la cadera porque se había olvidado la espada y ninguno de sus asistentes se lo había advertido.
No había vuelto a suceder; Margarita se había encargado de ello. Pero no podía borrar de la memoria las risotadas de la morralla londinense, las mordaces insinuaciones de los simpatizantes yorkistas, y Dios sabía que abundaban en Londres; las bromas que circulaban en las cantinas y tabernas, sobre el rey sin espada, sobre si sentía esa carencia más en el campo de batalla o en la alcoba.
Pero no era preciso preocuparse por los defectos de Henri. Somerset comandaba más de cuarenta mil hombres; Lancaster poseía una decisiva superioridad numérica. Y Somerset contaba con capitanes del temple de Clifford, Northumberland y Trollope. Mañana a esas horas, habría nuevas cabezas yorkistas en Micklegate Bar. Una de las primeras, juró en silencio, sería la de Juan Neville.
El hermano de Warwick estaba preso en el castillo de York, donde lo habían encarcelado desde la llegada a esa ciudad. Si Neville aún vivía, si no había ido al tajo inmediatamente después de ser capturado en San Albano el mes pasado, era gracias a Somerset y las desventuras del hermano menor de Somerset. Edmundo Beaufort había caído en manos yorkistas en Calais, una ciudad que siempre había sido leal a los Neville. Somerset temía, comprensiblemente, que su hermano Edmundo sintiera el filo de la venganza de Warwick si él ejecutaba a Juan Neville. Margarita había coincidido con él, a regañadientes. No podía negar la sensatez de la decisión; más aún, sentía cierta simpatía por Edmundo Beaufort. Así que Juan Neville aún vivía, pero se prometió que el final sería drástico en cuanto hubieran quebrantado el poder de Warwick.
Tenía motivos de sobra para ser optimista. Disponía del ejército más numeroso jamás reunido en Inglaterra. Había logrado que Eduardo y Warwick fueran hacia ella, que lucharan en un territorio tradicionalmente hostil a la Casa de York. Tenía confianza en Somerset, Clifford y Northumberland. Pero, ¿por qué aún no había recibido noticias? Se esperaba que la batalla se iniciara al amanecer, y ya había anochecido. La lucha debía de haber terminado varias horas atrás. ¿Por qué no tenía noticias?
Margarita ni siquiera intentó dormir. Permaneció sentada con un libro de horas abierto sobre el regazo, sin registrar ninguna de las plegarias grabadas en las páginas que hojeaba con dedos cada vez más torpes, que se negaban a realizar la más sencilla de las tareas. Después de derramarse cera caliente en la mano y vino en la manga del vestido, soltó una imprecación, primero en francés y después en inglés. Pidió su capa, escapó de la cámara del abad y se dirigió al jardín de la abadía.
La nevisca había cesado, pero en las inmediaciones quedaban los rastros de una tormenta inusitadamente feroz, aun para Yorkshire; era Domingo de Ramos, y sólo faltaban dos días para abril. Un silencio perturbador rodeaba el monasterio, intensificado por los montículos de nieve que se interponían entre ella y la distante casa de guardia. Apenas podía discernir la forma de los muros de la abadía. Aunque Santa María no estaba intramuros de la ciudad, Margarita no temía por su seguridad, pues los muros del monasterio eran igualmente inexpugnables, y aislaban a la comunidad religiosa del resto del mundo. ¡Jésus et Marie, qué oscuro estaba! Le daba la sensación de estar sola en un mundo súbitamente despojado de gente. Ningún sonido vital. Ninguna luz. Ningún movimiento más allá del remolino espectral de las sombras, que siempre habían albergado una multitud de demonios para ella, una niña imaginativa. Hasta que aprendió que era preciso enfrentarse a los demonios.
A su izquierda se hallaba la gran iglesia de la abadía, y a cierta distancia la casa de guardia, invisible en la oscuridad y la lejanía. Era el único acceso al terreno de la abadía y por un momento pensó en aguardar allí para interceptar al mensajero de Somerset. Pero para llegar allá tendría que trajinar por una nieve profunda. Y hacía mucho frío; retazos de hielo chispeaban ominosamente a la luz de la antorcha. Por la mañana, una gruesa costra de hielo cubriría el terreno del monasterio, un infierno glacial para esos monjes calzados con sandalias.
¿Y qué se vería por la mañana en los campos que se hallaban allende la aldea de Towton? Cuerpos apilados en la rígida y desganada postura de la muerte, poses grotescas que ningún hombre viviente podía emular, la sangre congelada bajo capas de hielo oscuro y descolorido, para empapar el suelo con siniestros cuajarones con el primer deshielo. Margarita sabía lo que podía encontrar. Ya había visto campos de batalla. ¿Pero de quiénes serían los cuerpos, la sangre?
Vio que algunos monjes habían trabajado con la sal y la pala; una senda angosta se internaba entre los montículos. Quizá, si subía a la torre de Marygate, pudiera montar guardia.
Tenía a la vista los muros que bordeaban Bootham cuando oyó el grito. Se paró tan bruscamente que tuvo que aferrar a su sirviente para apoyarse, y prestó atención. El grito se repitió. Parecía venir del norte, de la casa de guardia.
Su corazón dio un salto, empezó a palpitar tumultuosamente. Jadeando, maldiciéndose por haber intentado esa necia excursión en la oscuridad, se apresuró a desandar el camino. Al fin sus ojos captaron movimientos, luces fluctuantes. Alguien salía de la cámara del abad.
– Mueve la antorcha -le ordenó al sirviente-. Sí, ya nos han visto.
Cuando los otros se aproximaron, reconoció al abad. Alzaba un farol, y tenía el aire de quien viene a anunciar una muerte súbita a un pariente desprevenido.
– Madame -dijo.
Margarita no lo miró a él sino al soldado. La cota de malla ensangrentada, el cuero desgarrado sobre la lámina de metal. La insignia con el rastrillo en el pecho, emblema heráldico de Beaufort. El feo tajo embadurnado de sangre que iba de la sien al pómulo. Una hinchazón le achicaba el ojo izquierdo, rodeado por un tejido tumefacto y descolorido que contrastaba repulsivamente con el resto de la cara, inflamada por el viento y la escarcha. Lo que le atraía, sin embargo, era el ojo sano, de un verdor inusitadamente vivido, totalmente fuera de lugar en un rostro tan joven.
– Vuestra Gracia… -comenzó. Intentó arrodillarse, pero sé desplomó en la nieve.
Fue Margarita quien se arrodilló, cogiéndole la mano.
– Cuéntame -dijo con voz ronca-. No me ocultes nada.
– Todo está perdido. York ha obtenido la victoria.
Ella sabía que diría esas palabras, pero el impacto no fue menos brutal. Jadeó, aspiró aire helado con pulmones súbitamente encogidos, petrificados.
– ¿Cómo? -exclamó-. Nuestro ejército era más numeroso… ¿Cómo? -Era una estratega tan hábil como cualquier hombre, y sabía librar la guerra como otras mujeres sabían dirigir un hogar. Sabía que el número no bastaba para decidir una batalla. Aun así, repitió obtusamente-: ¿Cómo pudimos perder? ¡Nuestra fuerza era superior!
– Eso nos favoreció al principio, madame. En las etapas iniciales de la batalla, los yorkistas cedieron terreno… Pero York estaba por doquier, en lo más fiero de la lucha, y los contuvo, madame. Peleamos todo el día, nos enzarzamos como locos, y los muertos… ¡Dios mío, madame, los muertos! Había tantos cuerpos que teníamos que trepar sobre nuestros caídos para llegar a los yorkistas, para descubrir que también ellos estaban cercados por muertos y moribundos. Jamás he visto…
– ¿Y Somerset? ¿Está vivo?
La interrupción pareció enervarlo.
– Sí -dijo dubitativamente-. Al menos eso creo, madame. Al fin pudimos escapar del campo, cuando vimos que toda esperanza estaba perdida… cuando las reservas yorkistas aparecieron de golpe en nuestro flanco derecho. Era el duque de Norfolk, madame. Vi su estandarte. Seguimos luchando, pero con su llegada la batalla estaba perdida, lodos lo sabíamos. Nos empujaron hacia el Cocke, hacia el pantano, y rompieron nuestras líneas, y allí empezó la verdadera carnicería. -Tiritó, no de frío, y dijo con consternación-: Mi señor Somerset me encomendó que os trajera la noticia de nuestra derrota, para que os vayáis de aquí. Mi señor Somerset dijo que debíais escapar a Escocia, madame. Dijo que no debíais permitir que el rey y vos cayerais en manos del usurpador yorkista.
– ¿Qué hay de los otros lores? ¿Northumberland? ¿Trollope? ¿Exeter y Clifford? ¡No pueden haber muerto todos!
– Oímos decir que el conde de Northumberland fue abatido en la lucha. Sé con certeza que Trollope murió. No sé nada de Exeter. Fue una masacre, madame. Deben de haber muerto miles. Antes de la batalla dimos la orden de no dar cuartel, y se dice que York ordenó lo mismo. Diez horas duró la batalla, madame, diez horas. Con el viento soplando del sur y arrojándonos la nieve en la cara hasta que el hielo cerraba los ojos de los hombres y nuestras flechas no llegaban al blanco, y ellos las recogían y las usaban contra nosotros. Y el río… ¡Santo Jesús, el río! Tantos hombres ahogados que formaban un puente de cadáveres para los vivos, y nunca vi nada semejante, millas de agua roja…
Se estaba perdiendo en esta recitación de horrores, reviviéndola al contarla, y Margarita le hundió las uñas en la palma para interrumpir el flujo de palabras.
– ¡Basta! -rugió-. ¡Ahora no hay tiempo! ¿Qué hay de Clifford? ¿También ha muerto?
– ¿Clifford? -El ojo verde se ensanchó. Margarita estaba tan cerca de él que vio la contracción de la pupila-. Por Dios, madame, ¿no lo sabéis? Clifford murió ayer al mediodía en Ferrybridge, el cruce del río Aire, a diez millas de Towton.
Margarita soltó un gemido. Si Somerset era su roca, Clifford había sido su espada.
– ¿Cómo? -preguntó, tan rígidamente que tuvo que repetirlo.
– Los yorkistas mandaron una partida para reparar el cruce de Ferrybridge, pues habíamos quemado el puente. Lord Clifford sabía que intentarían repararlo; los tomó por sorpresa y muchos murieron. Allí estaba Warwick en persona, madame. Pero Eduardo de York había enviado una segunda partida para que vadeara el puente río arriba. Cruzaron en Castleford y sólo nos enteramos cuando embistieron contra el flanco derecho de lord Clifford. En la retirada que siguió, pereció la mayoría de sus hombres. Creo que sólo escaparon tres. Una flecha abatió a Clifford por casualidad. Le perforó la gorguera, le atravesó la garganta. Se ahogó en su propia sangre -añadió gratuitamente, con tan evidente falta de aflicción que Margarita lo miró con severidad, recordando el nombre que Clifford se había ganado cuando cundió la noticia de la muerte de Edmundo en Wakefield. Estaba desquiciado de furia cuando se enteró; había acudido a Margarita, la única que lo escuchaba, para maldecir y despotricar. Le ofendía que sus propios hombres lo apodaran «Carnicero», precisamente a él, lord Clifford de Skipton-Craven.
Margarita volvió a reparar en el frío; la nieve le había empapado las sandalias y no sentía los pies. Su falda y su enagua también estaban húmedas y se le adherían a los tobillos, y los pliegues pegajosos la frenaron cuando procuró levantarse.
Se levantó antes de que el abad pudiera ofrecer ayuda, pero al mover la linterna, él se la acercó involuntariamente a los ojos. El resplandor la deslumbró y retrocedió hacia un traicionero fragmento de hielo. No pudo impedir la caída, y se desplomó con un doloroso golpe en la espalda. El abad lanzó una exclamación, soltó la linterna para tratar de levantarla, perdió el equilibrio, casi cayó sobre ella. El soldado tuvo la sensatez de quedarse donde estaba y tosió para cubrir una risa tan involuntaria como un estornudo e igualmente despojada de humor.
Entorpecida por la falda empapada, sin aliento, mirando al abad que pataleaba en la nieve, mientras su criado procuraba mantener el equilibrio y le tendía la mano, Margarita se echó a reír en borbotones de júbilo estrangulado, un sonido de pesadilla.
– ¡Madame, no perdáis la compostura! -El abad, menos tímido que el criado para tocar a la realeza, le aferró los hombros, la sacudió enérgicamente.
– Pero es muy divertido, ¿no lo veis? Tengo un niño pequeño y un loco tierno e indefenso durmiendo en vuestro alojamiento, y no tengo dinero, y me acaban de anunciar que ya no tengo ejército. ¡Miradnos, señor abad! ¡Sacré Dieu, miradnos! ¡Si no me río, podría creer que todo esto está sucediendo de veras, y que me está sucediendo a mí!
– Madame… -El abad titubeó, y luego continuó valerosamente-: No es preciso que huyáis. York no dañaría a una mujer, y menos a un niño. Estoy seguro de que vuestras vidas estarán a salvo con él. Quedaos aquí, madame. Implorad la misericordia de York, aceptadlo como rey. Aunque lleguéis a Escocia, ¿qué haréis después? Ah, madame, ¿no podéis desistir?
La luz del farol ya no alumbraba la cara de Margarita, y él no pudo discernirle la expresión, pero le oyó cobrar aliento, un siseo sibilante de intensidad felina. Ella se zafó la mano.
– Oui, monseigneur -escupió-. ¡En mi lecho de muerte! -Logró levantarse, tan rápidamente que él la miró boquiabierto. Ella añadió incisivamente-: En vuestro lugar, monseñor abad, estaría demasiado preocupado por mi abadía para ofrecer consejos políticos imprudentes que nadie ha pedido. Santa María es una de las casas más ricas de vuestra riquísima orden, ¿verdad? Os convendría pasar varias horas de rodillas, rogando que Eduardo de York os deje un par de monedas que podáis considerar propias. ¿Qué creéis que ocurrirá con esta ciudad una vez que él la entregue a sus hombres para que se diviertan?
– ¿Madame? -El soldado se había puesto de pie-. En verdad, poco me interesa lo que haga York con esta ciudad. Pero tengo un interés supremo en vuestra seguridad y la del rey. Soy el hombre de confianza del duque de Somerset; él mismo me mandó a vos. Creo que no hay tiempo que perder. Quizá monseñor abad tenga razón al suponer que York no cometería violencia contra una mujer o un niño. Sin embargo, preferiría no poner a prueba esa creencia.
Ella lo miró y asintió.
– Ven conmigo -le dijo, cogiéndole el brazo antes de que él pudiera moverse-. Apóyate en mí si flaqueas. ¿Crees que puedes cabalgar?
Bien. Ahora… -Hizo una pausa y concluyó, con voz tensa y controlada-: Ahora debo despertar a mi hijo. -Otra pausa-. Y a Henri. -Hablaba en voz tan baja que él apenas le oía, con una inflexión emocional que no pudo identificar-. Así es. No debemos olvidar a mi esposo, el rey. Él le echó una ojeada, vio sólo ese bello perfil, la cascada de cabello lustroso y negro, desmelenado después de la caída en la nieve, vio sólo lo que ella quería que viera.
El abad se incorporó penosamente, quitándose nieve del hábito, sacudiéndola de los pliegues de la cogulla que le caía sobre los hombros, una figura solitaria enfundada en el atuendo negro de los benedictinos, rodeado por ráfagas de blancura implacable. Movía los labios. Había tomado a pecho el sarcasmo de Margarita de Anjou, y rezaba por la ciudad que amaba y la magnífica abadía de Santa María, que era su vida.
El lunes por la mañana los habitantes de York se despertaron con temor. La noticia se propagó rápidamente por la ciudad. Towton, la batalla más cruenta jamás librada en suelo inglés, era la coronación sangrienta de Eduardo de York. No quedaba nadie que cuestionara su soberanía. Inglaterra era suya y la gente de York no le había dado motivos para estimar esa ciudad.
El sol pálido emprendía avances vacilantes y retiradas presurosas, y la nieve y los desechos barridos por el viento daban a las calles un aire de absoluta desolación. Algunos aprendices buscaban en la leña madera para tapiar las tiendas de sus maestros. Los pisos altos de las casas de madera tenían los postigos cerrados. Los principales mercados de la ciudad, Thursday Market y Pavement, estaban casi desiertos; los puestos, que tendrían que haber estado abarrotados de pescado para la Cuaresma, mantequilla de manzana y hierbas, estaban desnudos, o ni siquiera estaban instalados. Se hablaba de multitudes que se agolpaban en los muelles, al pie del puente de Ouse, donde atracaban las naves marítimas al llegar a York.
En general, sin embargo, la ciudad estaba tranquila, y reinaba más aprensión que pánico. Algunos mencionaban la fuga, pero sólo los muy tontos y los muy asustados. York era la segunda ciudad de Inglaterra, con una población de quince mil habitantes. Quince mil personas no podían lanzarse a la campiña helada, librando a su suerte a los ancianos y los enfermos. Habían cometido el gran pecado de respaldar al bando equivocado en una guerra civil y se preparaban valerosamente para afrontar las consecuencias de ese error de criterio. Hubo una concurrencia inusitadamente alta para la misa de alborada en las cuarenta y una iglesias parroquiales de la zona. Luego comenzó la espera.
El alcalde William Stockton aguardaba con los sheriffs John Kent y Richard Claybruke ante Micklegate Bar. Detrás de ellos estaban reunidos los chambelanes, concejales y regidores. Todos llevaban una túnica ceremonial de manto escarlata orlado de piel, para honrar al rey yorkista. Todos parecían muy incómodos.
Una pequeña multitud se acumuló con el transcurso de la mañana: los que siempre habían apoyado a la Casa de York, los que ansiaban granjearse el favor del nuevo soberano, los intrépidos, los jóvenes, los morbosamente curiosos. Pero aún no pasaba nada; mataron el tiempo inventando rumores extravagantes y mirando al hombre que estaba junto al alcalde.
Juan Neville tenía treinta años, aparentaba muchos más, con el rostro curtido de un soldado y ojos hundidos que no pasaban nada por alto. Al enterarse de la derrota lancasteriana en Towton, los notables de la ciudad habían ido deprisa al castillo de York para liberar al hombre que era hermano del poderoso conde de Warwick, primo del rey. Había escuchado impasiblemente mientras le imploraban que hablara a favor de la ciudad, y él sólo les respondió con frases corteses, de modo que no sabían con certeza cuáles eran sus emociones ni sus intenciones.
John Kent, el sheriff más joven, se le aproximó.
– Milord -preguntó-, ¿es verdad que Su Gracia el rey prohibió a sus hombres cometer robos, violaciones o sacrilegios, so pena de muerte?
Éste era el rumor más reconfortante que circulaba por el momento, y tenía cierta credibilidad, porque ya había circulado antes de la victoria yorkista.
Juan Neville se encogió de hombros.
– No soy el más indicado para responder esa pregunta, maese Kent. Hace seis semanas que soy prisionero de Lancaster. Me temo que no estoy al corriente de las actividades de Su Gracia.
– ¿Os parece probable que lo hiciera? -insistió Kent, pero Juan Neville había alzado la mano para protegerse del resplandor desparejo del sol de invierno en el circundante mar de nieve.
– Se aproximan jinetes -dijo cuando los centinelas de las murallas gritaron, volviendo la cabeza hacia la carretera del sur.
Al ver a su hermano, el conde de Warwick sonrió y frenó su caballo. El rostro sombrío de Juan Neville se transformó; sonrió, rejuveneciendo, y se adelantó mientras Warwick se apeaba. Se aferraron las manos.
¡Nunca creí que me alegraría tanto de verte, Johnny!
Tuve suerte -dijo Juan, y Warwick rió.
Ned y yo teníamos la esperanza de que no te ejecutaran, pero erauna esperanza endeble. ¡Gracias a Dios que Somerset se consideró el guardián de su hermano!
– Ella se marchó, Dick. Anoche.
– Eso esperábamos -dijo Warwick, asintiendo.
– ¿Tan aplastante fue la victoria? ¿Cuáles fueron nuestras pérdidas?
– Sí, Johnny, la victoria fue aplastante. Pero las pérdidas… increíbles, nunca vi nada semejante. Estaremos cavando tumbas durante días. ¡No me sorprendería que los muertos lleguen a veinte mil cuando hayamos terminado de contar!
– ¡Santo Dios!
– Hace seis semanas que no te veo, y no has visto a Ned desde diciembre, ¿verdad? Hay mucho que contar, Johnny. No sé por dónde empezar.
– Creo que sería amable que empezaras por saludar al alcalde y a todas esas almas afligidas que esperan como ovejas en el matadero -sugirió Juan con una sonrisa. Su hermano rió, se dispuso a ser acogido por el preocupado alcalde de York.
Warwick fue más comprensivo de lo que el alcalde osaba esperar, y escuchó con alentadora atención mientras ellos juraban lealtad al rey, ofrecían felicitaciones por su espléndida victoria en Towton y expresaban la profunda esperanza de que el rey fuera caritativo a pesar de que York había sido leal a Lancaster.
La respuesta de Warwick fue neutra pero cálida y alentadora, y con renovada confianza se dispusieron a presenciar la llegada del joven rey.
Los yorkistas de la multitud lanzaron una ovación espontánea que fue repetida con prudencia por los demás. Eduardo vio sonrisas en cada rostro, un impresionante despliegue de rosas blancas yorkistas, y su insignia del Sol en Esplendor, el escarlata de Neville y el azul y morado de York. También vio al alcalde y los regidores y, con un arrebato de placer, a su primo Juan. Juan sonrió, alzó la mano en un saludo marcial. La palma cortó el aire de canto; era un gesto de la infancia, un lenguaje de señas que Eduardo y Edmundo habían compartido con sus primos Neville, expresando la aprobación que reservaban sólo para las hazañas más audaces. Eduardo rió, espoleó suavemente a su montura.
Entonces vio las cabezas empaladas en Micklegate Bar.
Tiró de las riendas tan bruscamente que el sorprendido caballo corcoveó, y los pasmados espectadores pensaron que Eduardo se caería de la silla y el animal perdería el equilibrio. Estallaron gritos. La multitud era pequeña y todos veían lo que sucedía. No hubo los empellones de costumbre, pero varias personas avanzaron hacia el camino como para contener al encabritado caballo. Las cabezas más frías prevalecieron y varios soldados los hicieron retroceder. Eduardo ya dominaba al caballo pero, mientras calmaba al asustado animal, era evidente que actuaba por instinto, sin fijarse en lo que hacía. Aún miraba Micklegate Bar.
La multitud callaba, y también los soldados yorkistas. Hasta los caballos parecían petrificados. Ese momento de inmovilidad parecía estirarse eternamente, como si no fuera a terminar nunca.
Warwick siguió la mirada de Eduardo. Él también había visto las cabezas, al frenar ante la puerta; había mirado hacia arriba y había desviado la vista. El espectáculo no era agradable, pero el reconocimiento era imposible al cabo de tres meses de exposición a la intemperie en el invierno de Yorkshire. No había esperado esta reacción. Eduardo no se irritaba fácilmente, y desde su adolescencia había demostrado una compostura notable para su edad. El aplomo del muchacho irritaba a Warwick en ocasiones, pero comprendió hasta qué punto dependía de la certeza de que Eduardo sabría mantener la calma bajo presión, sabría frenar sus emociones. Eso lo transformaba en un aliado valioso, un compañero agradable.
Ahora se encontraba ante un desconocido. Eduardo se había pues-to blanco; la sangre se le había ido de la cara, y parecía enfermo. No había apartado los ojos del espectáculo truculento, pero Warwick notó que había anudado las riendas, se había envuelto el puño con un tramo, lo tensaba y lo aflojaba metódicamente. Warwick conocía la fuerza de Eduardo, y miró con expectación esas riendas, vio que el cuero cedía, se partía en las manos de su primo.
El caballo corcoveó. Eduardo también se sobresaltó, se miró las manos como si actuaran por cuenta propia. La tira de cuero rota voló por el aire, cayó a los pies de un espectador. Él retrocedió como si lo hubieran azotado, pero un joven avanzó, la recogió y la alzó para mostrarla a los demás, mirando a Eduardo con la admiración que se debía a alguien que podía lograr semejante proeza con tan poco esfuerzo.
La gente volvió a moverse, despertando de su parálisis. La multitud se agitó y se oyeron murmullos inquietos. Eduardo encaró al alcalde y los regidores, preguntó por qué las cabezas de su padre y su hermano seguían empaladas en Micklegate Bar. La voz crispada de furia era irreconocible aun para quienes mejor lo conocían.
Se quedaron atónitos, imaginando York en llamas, reducida a cenizas y cuerpos carbonizados. Algunos miraron con desesperación a Warwick, pero fue Juan Neville quien intervino, aproximándose al caballo de Eduardo.
– No hubo tiempo, Ned -murmuró-. La francesa huyó de la ciudad hace pocas horas, y no se podía hacer nada mientras ella era dueña de York. Y luego… Bien, el miedo no permite pensar con lucidez. En el poco tiempo que quedaba, dudo que se les hubiera ocurrido, pues temían que cobraras a York el precio que pagó Ludlow. Y, con franqueza, también podrías culparme a mí. Yo pude haber dado la orden, pero no lo hice. Me temo que tampoco yo pensaba con mucha lucidez esta mañana. -Sonrió levemente-. Sólo pensaba que el día de hoy significaría el fin de mi confinamiento, de un modo u otro. ¡Pero ese «otro» me tenía a mal traer!
Eduardo le clavó los ojos. Un músculo se movió en su mejilla. Alzó la mano para aquietarlo. Nadie hablaba. Todos esperaban.
– Quiero que las bajen ya -dijo Eduardo, muy despacio-. Encárgate de ello, Johnny.
Juan asintió. Por un momento se sostuvieron la mirada, y luego Eduardo se volvió en la silla, miró hacia Micklegate Bar.
– ¡Mi señor de Warwick! -exclamó con voz dura y resonante.
– ¿Vuestra Gracia? -Warwick había quedado hipnotizado por esta imprevista exposición de un pesar que no había sanado, se había sorprendido al ver que no conocía a su primo tanto como creía. Se acercó a Eduardo y preguntó con voz compuesta-: ¿Qué desea Vuestra Gracia?
– Los prisioneros… -Eduardo clavó en Warwick unos insondables ojos azules que irradiaban un brillo escalofriante-. No veo motivos para demorar las ejecuciones. Que las lleven a cabo. Ya.
Warwick asintió.
– El alcalde me ha informado de que el conde de Devon no huyó con Margarita. Estaba en cama, afiebrado, y ahora lo retienen en el castillo, esperando vuestra decisión. ¿Lo liberamos de su fiebre?
El humor patibulario de Warwick no era del gusto de su hermano; Juan acababa de salir de una celda, y tenía escrúpulos para ejecutar a un prisionero enfermo. Abrió la boca para hablar, vio que su joven primo miraba de nuevo las cabezas de Micklegate Bar. En el rostro de Eduardo había poca juventud, y ninguna misericordia. Todos los presentes sabían lo que respondería.
– Llevad a Devon al mercado llamado Pavement. Hacedlo decapitar frente a la picota.
– Se hará de inmediato -dijo afablemente Warwick-. ¿Y luego? -urgió, previendo acertadamente la próxima orden de Eduardo.
– Luego quiero ver su cabeza allá donde ahora están mi hermano y mi padre.
Warwick asintió de nuevo.
– Como desee Vuestra Gracia -dijo en voz alta, y bajó la voz para que sólo le oyera Eduardo-. ¿Te encuentras bien? Por un momento te noté muy enfermo…
– ¿De veras? -dijo Eduardo con voz seca, y en ese momento Warwick no tuvo idea de lo que pensaba el muchacho. Su rostro no evidenciaba nada, nada en absoluto.
Por un momento incómodo callaron, y luego Eduardo puso a su caballo en marcha.
– Avísame cuando esté hecho -dijo por encima del hombro-. Pero ningún prisionero que esté por debajo del rango de caballero. No acusaría a un hombre por una hogaza entera cuando sólo comió migajas. Encárgate de ello, primo.
Frenó la montura ante el alcalde Stockton y los regidores. El alcalde se armó de coraje, inició una valerosa aunque vana perorata en nombre de la ciudad, pero Eduardo lo interrumpió.
– Señor alcalde, estoy agotado. Sólo quiero un baño caliente, una cama mullida y una bebida fuerte. Con franqueza, no estoy de ánimo para oír explicaciones sobre vuestra lealtad a Lancaster. Ahorrémonos una súplica que no es preciso presentar ni escuchar.
El alcalde asintió en silencio, tan desconcertado por esta réplica inusitada que se sorprendió dando su acuerdo como si Eduardo hubiera planteado una pregunta que requiriese una respuesta.
– No me propongo saquear la ciudad de York -dijo Eduardo, conteniendo una sonrisa-. Vuestros temores son infundados, y no me halagan. Mi reyerta es con la Casa de Lancaster, no con las buenas gentes de York.
Escrutó los rostros vueltos hacia él, vio un asomo de alegría, les sonrió.
– Habéis demostrado que podéis ser muy leales a un soberano. Siendo soberano vuestro, eso no puede desagradarme, ¿verdad?
Cuando logró hacerse oír de nuevo, provocó otra ovación al sugerir que quizá el alcalde quisiera escoltarlos hacia la ciudad.
Warwick observó a la multitud que se apretujaba para entrar por la barbacana mientras las campanas de las iglesias repicaban en toda la ciudad, y hombres y mujeres salían a las calles para comprobar que estaban a salvo.
– No es mal comienzo, Johnny -le dijo a su hermano, mirándolo de soslayo-. Muchos revoltosos lancasterianos querrían fomentar el desorden, pero ahora habrá otros que recordarán el filo de la espada en la garganta, y que optamos por envainarla sin sangre.
Juan asintió.
– Pero me inquietó por un momento. Él necesita desesperadamente desquitarse, necesitaba alguien a quien culpar, y temí que se desquitara con York. ¡Dios sabe que era el blanco más visible!
– Confieso que pensé lo mismo -concedió Warwick, y sonrió-. Pero hice mal en preocuparme. Es un buen muchacho, Johnny. Sabe conservar la calma cuando hace falta. ¡Su historial era casi perfecto hasta hoy! Es sumamente extraño. He luchado junto a Ned en el campo de batalla, he compartido el exilio, me he embriagado con él, reclamamos juntos una corona, y ésta fue la primera vez que lo vi realmente conmocionado. ¡Y después de todo lo que ha padecido! ¡Extraño!
– Si crees que puedes soportar dos conmociones similares en una sola mañana, te confesaré que tampoco yo tuve uno de mis mejores días cuando atravesé esa condenada puerta por primera vez.
Warwick miró a Juan extrañamente.
– Es una cuestión de disciplina, Johnny. Sólo ves lo que quieres ver; ése es el secreto. Si miras la puerta y te imaginas que ves a Tom, o Ned hace lo mismo y ve a Edmundo, por Dios, hombre, claro que te revolverá el estómago. Ahora bien, yo sólo veo…
– Prefiero no saberlo, Dick -interrumpió Juan, sonriendo agriamente-. Quizá tengas razón, pero si alguna vez mi cabeza termina en Micklegate Bar, preferiría que mis seres queridos no lo tomaran tan filosóficamente.
Warwick rió. De todos sus parientes, este hermano era el que más quería.
– ¡Lo tendré en cuenta!
Mirando en torno, pidió su caballo.
– Bien, será mejor que me encargue de esas ejecuciones que ha pedido nuestro joven primo el rey. Y supongo que iremos a San Pedro para hacer una ofrenda y oír misa…
Regresó después de impartir las órdenes necesarias, sabiendo que se obedecerían de forma expeditiva y sin tropiezos. Todos los que estaban al servicio de Warwick eran disciplinados y fiables, y la mayoría eran devotos de él; pagaba con más generosidad que ningún lord de Inglaterra y su insignia del Oso y el Báculo Enramado otorgaba una envidiable distinción social al usuario.
– Ned dijo que se alojaría con los franciscanos -comentó, reanudando la conversación-. También te encontraremos alojamiento allí, Johnny. ¿No era allí donde se albergaba la ramera francesa? No me extrañaría que hubiera envenenado el pozo o, peor aún, los toneles de vino, como regalo de despedida para nuestro primo el rey.
– Creo que se alojaba en Santa María -dijo Juan distraídamente, y luego repitió-: Nuestro primo el rey.
– ¿Qué?
– Nuestro primo el rey -volvió a repetir Juan-. ¿Has notado que usaste dos veces esa expresión durante nuestra charla?
– ¿Y con eso?
– No sé. Pero creo que me sentiría más cómodo si hubieras dicho «el rey, nuestro primo».
Warwick lo miró un instante y se echó a reír.
– ¡Por Dios, Johnny, te eché de menos estas seis semanas! ¿Sabes lo que más extrañé de ti? ¡Esa nube de pesadumbre que siempre arrastras como una manta!
Sin dejar de reír, montó con agilidad y cruzó Micklegate Bar al trote. No miró arriba al atravesar la puerta, ni miró hacia atrás. Juan Neville lo observó, sonrió para sus adentros, montó a caballo y siguió a su hermano.