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XLVII

Bajaron por Osvaldo Cruz hacia Montes de Oca. El establecimiento que visitaron en 1927 era actualmente una casa de familia. Maidana dijo:

– ¿Cómo serán las señoritas que viven aquí?

– Serán como todas -contestó Antúnez.

– Con la diferencia -comentó Pegoraro.

– Yo no veo qué tiene de particular -aseguró Antúnez.

– Para divertirlas -continuó Maidana- los muchachos del barrio harán toda clase de alusiones.

Entraron en varios almacenes. El doctor parecía ofendido con Gauna. Éste lo miraba con un afecto renovado, en que había algo de filial. El resentimiento de Valerga casi lo conmovió, pero no lo preocupaba demasiado; le importaba la reconciliación, el impulso de amistad que él ahora sentía. No eran las fatigas de la confusa jornada, ni las muchas copas, lo que lo llevaba a olvidar y a preferir los enconos de la mañana; eran, sin duda, lo que sintió en el bar de la plaza Díaz Vélez, cuando el diálogo de esos desconocidos había perturbado y vejado, por así decirlo, muchas de sus más cariñosas creencias y cuando Valerga, fiel a sí mismo o a la idea que de él había tenido Gauna en los primeros tiempos, se levantó como una torre de coraje.

Por Montes de Oca buscaron algún hotel para pasar la noche. Casi entraron en el de Guimaraes y Moreyra, pero como vieron que abajo había una cochería, siguieron de largo.

– Lo mejor -opinó Valerga- será que veamos al rengo Araujo.

El rengo Araujo era el propietario, o más bien, el sereno, de un corralón de materiales de construcción de la calle Lamadrid. Los muchachos quedaron maravillados. Ladeando la cabeza, comentaban el caso increíble. Pegoraro hacía notar:

– Un hombre de Saavedra, como el doctor, ¡con una red de conocidos en los parajes más remotos y hasta en barrios considerablemente apartados, por no decir periféricos!

– Tan adherido a Saavedra como el propio parque -añadió Antúnez.

– No me parece extraordinario -aventuró Maidana-. Nosotros también somos de Saavedra y aquí nos tienen.

– No seas bárbaro, che, son otras épocas -lo reconvino Pegoraro.

– Éste -dijo Antúnez indicando a Maidana-, con el prurito de restar méritos, no respeta a nadie.

Pegoraro alcanzó al doctor, que iba adelante, con Gauna, y le preguntó:

– ¿Cómo se las arregla, doctor, para tener tantos conocidos?

– Aparcero -contestó Valerga, con una suerte de triste orgullo-, cuando todos ustedes hayan vivido lo que yo, verán que si no fueron siempre los grandes trompetas, habrán cosechado por este mundo de Dios una caterva de amigos, porque de algún modo hay que llamarlos, que en la hora de necesidad no le negarán asilo para la noche, aunque más no sea en este corralón infestado de ratas.

Mientras el doctor llamaba a la puerta, Gauna pensaba: «Si fuera otro, como castigo del destino, por haber dicho esa frase, le negaría la entrada; pero el doctor es el tipo de persona a quien eso nunca ocurre». Por cierto que no le ocurrió. Del otro lado de la tapia, Araujo se acercaba, interminablemente al parecer, rengueando y protestando. Abrió por fin la puerta y en medio de los saludos apenas insinuó un movimiento de retroceso y de alarma cuando advirtió, en la sombra, a los muchachos. El doctor se apoyó en la puerta, acaso para impedir que el amigo cerrara, y habló con voz tranquila:

– No se me asuste, don Araujo. Hoy no venimos para asaltarlo. Los caballeros, aquí, salieron a favorecer las fiestas y ¿qué me dice?, tuvieron la gentileza de pedirle a este viejo que los acompañara. Bueno, la noche se nos vino encima y yo pensé: Antes de ir a dar a un hotel, más vale acordarse del rengo.

– En lo que hizo perfectamente -declaró el rengo, ya calmado-. En lo que hizo perfectamente.

El doctor continuó:

– A nuestra edad, no hay levante, amigo Araujo. Si usted sale con gente joven, el que tiene picardía lo toma por un maestro de paseo con los alumnos; si en cambio sale con los de su edad, es cosa de ir al banco de la plaza a tomar el sol y hablar a gritos. Yo creo que no nos queda más que sentarnos a matear solos, hasta que venga el señor de las pompas.

Rengueando y tosiendo, Araujo opinó que para ellos dos el destino reservaba mejores esparcimientos y muchos años de vida. Hablaron de cómo pasarían la noche.

– Gran lujo no puedo ofrecerles -continuó el rengo-. Para el doctor, el sofá corto del escritorio. De veras me temo que no lo encuentre de su entera comodidad; pero nada mejor hay en la casa. En mis buenos tiempos lo he practicado: me echaba, de tarde en tarde, a ensayar un sueñito y al día siguiente era de ver: salía más encorvado que el viejo de la joroba. Yo malicio que los reumatismos no provienen, como pretenden algunos, de la situación poco saludable del mueble, sino de aplastarse la cabeza contra el respaldo. A los señores les daré unas bolsas limpitas. Rebúsquense algún lugar aparente y échense nomás, como si estuvieran en su casa.

Gauna estaba muy cansado. Guardó un confuso recuerdo de haber andado a tientas en la oscuridad, entre formas blancas. Muy pronto debió de echarse a dormir.

Soñó que llegaba a un salón, iluminado con velas, donde había una mesa redonda, muy grande, a la que estaban sentados los héroes, jugando a la baraja. No se encontraban allí ni Falucho, ni el sargento Cabral, ni nadie que Gauna pudiera identificar. Había unos mozos medio desnudos, no salvajes, tan blancos de cara y de cuerpo que parecían de yeso; le recordaban el Discóbolo, una estatua que hay en el club Platense. Jugaban a la baraja con naipes de tamaño doble y -otra circunstancia notable- de esos que tienen tréboles y corazones. Los jugadores se disputaban el derecho de subir al trono, vale decir, de ocupar el puesto principal y de ser considerados el primero de los héroes. El trono era un asiento como de salón de lustrar, pero más alto y más cómodo todavía. Gauna advirtió que un camino de alfombra roja, como la que había, según es fama, en el Royal, llevaba directamente hasta el asiento. Cuando procuraba entender todo esto, despertó. Se encontró echado entre estatuas, que, después explicó el rengo, mientras mateaban: eran Jasón y los héroes que lo acompañaron en sus aventuras. Gauna trató de llamar la atención de los muchachos sobre el hecho de que él hubiera soñado con esos héroes antes de saber que existían y antes de ver las estatuas. Pegoraro le preguntó:

– ¿No te dijeron que aburrís cuando contás sueños?

– No sé -contestó Gauna.

– Es tiempo que lo sepas -declaró Pegoraro.

Araujo les pidió que, si no lo tomaban a mal, se retiraran un poco antes de las ocho, hora en que empezaban a llegar los peones y la señorita fea de la oficina. Disculpándose, agregó:

– Nunca falta el que va con el cuento y, ¿quién sabe?, a lo mejor, al patrón no le gusta.

– Con mucho voulez-vous -comentó el doctor- este rengo atrabiliario se permite despacharnos.

El doctor no hablaba en serio; quería, simplemente, mortificar al amigo. Este protestaba:

– No diga eso, doctor. Por mí, quédense.

En un almacén de Montes de Oca al seiscientos se desayunaron con un café con leche completo, con felipes y medialunas. Ya cerca de Constitución, entraron en una casa de baños y, mientras «quedaban como nuevos con unos turcos», según la expresión del doctor, les plancharon y cepillaron la ropa. Almorzaron a todo lujo, en plena Avenida de Mayo; después, en un cinematógrafo, vieron El precio de la gloria, con Barry Norton, y en el Bataclán una revista que «francamente -comentó Pegoraro- no estuvo a la altura».

Comieron en un boliche del Paseo de Julio. Por unas monedas contemplaron vistas de la rambla de Mar del Plata, de la exposición de París de 1889, de unos obesos pugilistas japoneses en tomas y posturas y otras de personas de ambos sexos. Después, en un taxímetro de marca Buick, con la capota abierta, pasearon por los corsos y llegaron al Armenonville. Antes de bajar, Pegoraro marcó unos sietes, con el cortaplumas, en el cuero rojo del tapizado.

– Ya le puse la firma -dijo.

Hubo un momento desagradable, cuando el portero del Armenonville quiso negarles la entrada; pero Gauna le alargó un billete de cinco pesos y ante nuestros héroes se abrieron las puertas de aquel palacio encantado.