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Bajo las ramas del granado, en el espacio umbrío donde está la alberca en la que lavamos la hortaliza y la fruta a la caída de la tarde, mi padre y yo desayunamos con la primera luz de la mañana, cuando el sol aún no ha remontado los cerros del este y corre una brisa fresca y casi húmeda que levanta un rumor suave en las hojas de los árboles y trae consigo los olores limpios y precisos de la vegetación, de la tierra y del agua: el olor de las ovas en la alberca, el de las hojas ásperas y la savia picante de las higueras, el de las hojas tiernas y empinadas en el fresco del día de las matas de tomates, un olor tan intenso que se queda en las manos cuando las apartan delicadamente para no romperlas mientras tantean en busca de los tomates que ya están rojos, y que es preciso recoger a esta hora tan temprana del día, porque si se hace un poco más tarde el calor ya los habrá reblandecido y se aplastarán fácilmente. Es la hora de regar la tierra, para que el agua no se evapore demasiado pronto, y también la de cortar delicadamente los pimientos y las berenjenas en sus matas, y la de tantear con cuidado los higos a ver si ya están maduros, aunque puede saberse sin tocarlos, me explica mi padre, tan sólo por su color más oscuro y por el olor dulce que despiden, y por el modo en que su peso hace que se doblen en las ramas, en vez de permanecer tiesos sobre ellas, como cuando todavía están verdes. Hay que explorar las matas de pepinos, y que buscar entre las hojas enormes el verde oscuro y la curva lisa de las sandías, el amarillo o el verde de lomo de lagarto de los melones: el fruto es muy pesado, y el tallo que lo une a la mata muy frágil, de modo que hay que actuar con mucho cuidado, para no arrancar un melón o una sandía que no estén en sazón y serán desperdiciados. El verano es la estación de los frutos más opulentos y dulces, pero no basta haber cuidado las plantas a lo largo del año, haber escogido las mejores semillas, podado los árboles, labrado y estercolado la tierra: también hace falta una delicadeza última a la hora de la cosecha, una aproximación cautelosa que empieza por la mirada atenta y el olfato, por la observación de matices de color y síntomas de gravidez que sólo el ojo adiestrado percibe y que la mano secunda con una diestra sutileza, con una determinación que tiene algo de caricia. Hay que espantar a los pájaros, tan certeros en calibrar la sazón exacta de las frutas que les gustan, y hay que mantener a raya a los diminutos parásitos, a los grillos y a las curianas que anidan en el espesor fresco de las matas de tomates y se alimentan de ellos, a los escarabajos de caparazón rayado que ponen sus huevos en el envés de las hojas de las berenjenas y las patatas y pueden comérselas enteras con su mordedura ínfima y tenaz. A los gorriones les gustan las cerezas y vuelan en bandadas a picotearlas en cuanto empiezan a estar rojas y dulces, pero no prestan atención a los albaricoques, cuya pulpa naranja atrae tanto a hormigas y avispas. Cuando yo era más pequeño mi padre me mandaba a patrullar bajo las higueras, los cerezos y los ciruelos agitando un cencerro enorme de vaca para asustar a los pájaros, o me hacía recorrer las hileras de patatas, de berenjenas y pimientos buscando los escarabajos y echándolos a un cubo mediado de agua que llevaba conmigo.
Cuando había muchos en el cubo, lo volcaba sobre una zona dura y seca de tierra y los espachurraba a pisotones, y empezaba de nuevo.
Los frutos del verano son un sistema solar de cuerpos esféricos de diversos tamaños que mi padre y yo recogemos a la hora más fresca del día, cuando el mundo parece intacto y como recién creado, a salvo todavía del agobio del sol, recién salido de los procesos nutritivos de la noche.
Cuando veía de pequeño las ilustraciones de los planetas girando en sus órbitas alrededor del Sol me imaginaba que cada uno era una fruta, según su tamaño: Mercurio una cereza, Venus una ciruela, la Tierra un melocotón, Marte un tomate, Júpiter una sandía, Saturno un melón amarillo y redondo, Urano una manzana, Neptuno un albaricoque, Plutón un guisante remoto, todos flotando armoniosamente en el vacío, girando como los carricoches voladores en las atracciones de la feria.
Mi padre no ha ido hoy al mercado a vender aunque es viernes, porque es la fiesta nacional, el 18 de julio. Me ha despertado cuando aún era de noche, cuando nadie estaba despierto todavía en la casa, ni siquiera mi madre. Yo me había dormido muy tarde, escuchando en la radio la última crónica del corresponsal desde Cabo Kennedy, y al principio me tambaleaba de sueño y se me cerraban los ojos. Hemos salido a la plaza de San Lorenzo y el cielo empezaba a volverse azul oscuro sobre las copas de los álamos, donde aún no piaban los pájaros. Todavía estaban encendidas las bombillas de las esquinas y se filtraba un hilo de luz amarilla entre los postigos de la habitación en la que agoniza Baltasar. Mi padre baja por las calles empinadas hacia el camino de las huertas montado en el mulo, y yo, medio dormido, le sigo sobre la burra de mi abuelo, que también se queja de soportar mi peso liviano, como un sirviente marrullero y gandul. La luna en cuarto creciente palidece en el cielo del valle, donde aún es visible Venus.
– La estrella de la mañana -dice mi padre, con el ánimo despejado y jovial que le produce el madrugón, la cabalgata demorada hacia el campo.
– No es una estrella, sino un planeta.
– ¿Y cuál es la diferencia? -Que una estrella tiene luz propia, y un planeta refleja la del Sol, igual que la Tierra.
– ¿Y en ese planeta hay gente, igual que aquí, y madrugan, y van al campo, y comen, y hacen de todo, como nosotros? -El cielo está siempre cubierto de nubes y hace muchísimo calor, más de cuatrocientos grados, y la atmósfera está llena de gases venenosos -leo tan fervorosamente las enciclopedias de Astronomía de la biblioteca pública que los datos más peregrinos se me adhieren sin ningún esfuerzo a la memoria-. Si hay alguna forma de vida no se parecerá nada a las de la Tierra.
– Pues si vive alguien seguro que quiere venirse aquí, a disfrutar de este fresquito.
Mi padre arrea al mulo hasta imponerle un trote ligero, que la burra quejumbrosa no secunda. Hemos dejado atrás las últimas casas de Mágina y tenemos delante de nosotros la extensión verde de las huertas que cubren la ladera y más allá, en la llanura, los olivares ondulándose hacia el río y la sierra. Este paraíso tan propicio a la vida no existiría con sólo que la Tierra estuviera un poco más cerca o un poco más lejos del Sol:
los olivos, las higueras, los granados, la hierba tierna y jugosa en las acequias, el resplandor de oro de los trigales por donde ya avanzan lentas cuadrillas de segadores encorvados manejando las hoces, los pinares y encinares que oscurecen las estribaciones azuladas y violetas de Sierra Mágina. Éstos son los azules que ven los astronautas desde el espacio: quizás ahora mismo distinguen el perfil pardo y despejado de la Península Ibérica, tan remoto para ellos y tan poblado de vida invisible como una gota de agua lo es para mí. Desde el espacio, a esa distancia, no se puede saber que la Tierra es un planeta habitado, hirviente de una infinidad de formas orgánicas. ¿Dios creó una por una todas las especies de insectos, de hierbas, de gusanos y caracoles y grillos y pájaros, todos los frutos de la tierra, con el único fin de alimentar al hombre? ¿Utilizó sus matemáticas sagradas para determinar la distancia exacta entre la Tierra y el Sol a fin de que los océanos no se evaporasen, pero cuidando también de que el planeta no estuviera tan lejos que el frío excesivo hiciera imposible la vida? Los dos dedos índices del padre Peter se juntan verticales y huesudos delante de su cara, y él se olfatea las uñas de manera casi imperceptible:
?Explica el azar todas esas circunstancias excepcionales en el Sistema Solar, la distancia justa hacia el Sol, la composición de la atmósfera, incluso la velocidad de la rotación y la traslación y la ligera pero decisiva inclinación del eje de nuestro planeta, gracias a las cuales se suceden armoniosamente el día y la noche y las estaciones? Quién sabe lo que habrá debajo de las nubes densas de ácido sulfúrico de Venus, donde un día dura doscientos cuarenta y tres días terrestres y la temperatura llega a ser tan alta como para fundir el plomo.}En 5, y probablemente mucho antes, en 1980,} ha predicho Wernher von Braun,}habrá vuelos tripulados a Marte, y antes de fin de siglo se llegará a Venus}. Pero también he leído una historia que se desarrolla en 1990 y en la que la Tierra se ha vuelto tan inhabitable como Venus por culpa de las emisiones de dióxido de carbono que han envenenado irreparablemente la atmósfera y han hecho que suban tanto las temperaturas que los hielos polares se han fundido y el mar se ha tragado las ciudades costeras. Piratas submarinos saquean las cámaras acorazadas de los bancos de Nueva York buscando cargamentos de oro y una raza de mutantes anfibios coloniza los túneles sumergidos del metro. Cómo seré yo, si estoy vivo, en 1980, en 1985, en ese fin de siglo del año 2000, que no parece una fecha posible de la realidad, sino una encrucijada en el tiempo tan fantástica como las colonizaciones planetarias y como los diversos porvenires de apocalipsis nucleares o desastres naturales propiciados por la ceguera humana que abundan en las historias de ciencia ficción, y también en las noticias de actualidad:
cuando vuelvan a la Tierra los astronautas del Apolo Xi tendrán que vestir trajes y escafandras especiales y pasarán tres semanas en cuarentena para evitar el peligro de que hayan traído de la Luna gérmenes desconocidos que siembren epidemias exterminadoras contra las que el organismo humano no tenga defensas. Cómo será tener cuarenta y cuatro años, tres más de los que tiene mi padre ahora mismo, mi padre a quien el pelo ya se le ha vuelto blanco y le resalta por contraste la juventud de su cara ancha y enérgica, el color moreno de su piel.
De pronto el futuro resplandeciente de las predicciones científicas se me vuelve sombrío cuando pienso que en el año 2000 mi padre será un hombre de setenta y dos, y mi madre cumplirá setenta, y mis abuelos probablemente estarán muertos.
Con la ayuda de una navaja mi padre corta en pedazos pequeños una loncha de tocino sobre un gran trozo de pan.
Desayuna de pie, ensimismado y tranquilo, examinando con deleite de propietario la parte de la huerta que sus ojos abarcan desde aquí, el paisaje familiar que la rodea, las huertas de los vecinos, el ancho camino de tierra que sube hacia la ciudad, la casilla blanca y los cobertizos, las terrazas llanas, cruzadas por canteros rectos y acequias, donde verdean las hojas de las hortalizas, las líneas de higueras, granados y frutales, que dan sombra a las veredas y que separan entre sí las zonas de cultivo. Ésta es su isla del tesoro y su isla misteriosa, y en ella se siente como Robinson Crusoe cuando ya había colonizado la suya, y si tuviera que abandonarla se pasaría el resto de la vida añorándola. Su padre y su abuelo labraron esta misma tierra, pero nunca llegaron a poseerla, trabajando siempre como aparceros de otros que les esquilmaban la mitad de los frutos de su esfuerzo y los trataban como a siervos. Él ha podido comprarla, ahorrando desde que era muy joven, renunciando a tener una casa propia, llenándose de deudas cuyos plazos rondan siempre sobre él y algunas noches le quitan el sueño.
Son cuatro cuerdas, apenas dos hectáreas según las medidas oficiales que constan en el registro, pero la huerta está bien orientada, el agua que fluye del venero en la alberca es sana y abundante y la tierra muy fértil. Cada día al atardecer el mulo y la burra suben al mercado cargados con sacos y grandes cestas de mimbre rebosantes de hortalizas y frutas, sobre todo ahora, en los meses de verano, cuando la tierra no se cansa nunca de producir suculentas maravillas, que a la mañana siguiente se apilan en un orden magnífico sobre el mármol del mostrador de mi padre, en un esplendor planetario de tomates rojos y macizos, rotundas berenjenas moradas, sandías como bolas del mundo, ciruelas de luminosidad translúcida, melocotones con una pelusa de mejillas fragantes, cerezas de un rojo dramático de sangre, higos perfumados, pimientos rojos y verdes y guindillas de un amarillo muy intenso, patatas grandes y de formas rocosas como meteoritos, rábanos que salen de la tierra con una maraña de finas raíces embarradas y al lavarse bajo el chorro frío de la alberca revelan un rosa casi púrpura, cebollas con cabelleras de medusa. Según vaya terminando el verano llegarán las uvas y las granadas, que al partirse revelan en su interior una lumbre de granos jugosos tan roja como los fuegos centrales de la Tierra, que son de hierro y de níquel fundidos, hirviendo a seis mil grados de temperatura.
En la primera luz y en el aire fresco y perfumado de la mañana de julio mi padre desayuna en pie pan con tocino y mira en torno suyo la tierra que le pertenece, la que ha cuidado, labrado, limpiado de malas hierbas, sembrado en cada momento justo, abonado con el mejor estiércol y roturado según una geometría inmemorial de acequias, caballones y surcos, nivelándola para que el agua del riego avance sobre ella a la velocidad precisa, de modo que no se desborde pero que tampoco se quede inmóvil y empozada: es una tierra en la que no hay nada de ilimitado o de agreste, en la que todo está calculado con arreglo a una larga experiencia y a la medida de fuerzas humanas casi siempre solitarias o de grupos muy reducidos de trabajadores diestros en un cierto número de saberes que requieren sobre todo celo y constancia. Con una caña y un carrete de hilo bramante mi padre sabe trazar, sobre la tierra recién labrada y tan mullida que los pies se hunden en ella, las líneas rectas, los ángulos, las paralelas de los surcos, igual que lo haría hace quinientos años un campesino morisco o hace cuatro mil un agrimensor egipcio. Ahora mira de soslayo a su hijo, que desayuna una torta de manteca espolvoreada con azúcar sentado en un muro bajo de piedra a la sombra del granado y parece encontrarse muy lejos de aquí, aturdido de sueño por la insana costumbre de quedarse hasta muy tarde leyendo, perdido en cualquiera sabe qué cavilaciones sobre la atmósfera de Venus o sobre los astronautas que dentro de dos días llegarán a la Luna: su hijo, que lee demasiado y no sabe manejarse con las herramientas ni con los animales, que se duerme tardísimo y se levantaría más tarde aún si lo dejaran, que se pierde por las habitaciones altas de la casa o por los parajes más recónditos de la huerta y no contesta cuando se le llama, y cuando vuelve no parece enterarse bien de lo que se le dice. Hoy, al menos, me ha hecho levantarme a una hora saludable y va a tenerme todo el día con él en la huerta, enseñándome a hacer las cosas que me gustaban tanto cuando era pequeño, a distinguir los frutos maduros de los que no lo están, a coger un tomate sin dañar las ramas largas y frágiles de la mata, a trabajar a su lado, aprendiendo habilidades tangibles que algún día me serán útiles en la vida, endureciéndome las manos que de pronto son mucho más torpes y menos sensitivas que las suyas, poniéndome moreno, de una manera honrada, con el sol del trabajo, no como esa gente holgazana y parásita que se tumba al sol y se unta de cremas en las playas, mientras otros siegan y trillan para que ellos se encuentren el pan blanco con el desayuno o trabajan doblados sobre la tierra para recoger los frutos con los que ellos se deleitarán. A mi padre le parece que la gente adulta y vigorosa que se lanza en coche a las carreteras en estos días de la fiesta del 18 de julio para tostarse en las playas o en las orillas de los pantanos o los ríos es de una baja categoría moral, de modo que no es extraño que se maten en las carreteras o que se ahoguen por un corte de digestión.
– Ya verás esta noche en las noticias, cuántos se habrán matado en el coche, cuántos ahogados habrá.
El verano cosmopolita y risueño del que habla la televisión, el de los anuncios a todo color de cremas solares y apartamentos junto a la playa, con zonas ajardinadas y piscinas, que vienen en las revistas de mi tía Lola, no existe para mi padre, o no le merece ningún crédito. En el telediario de ayer por la noche un locutor anunció triunfalmente, entre las noticias de inauguraciones y signos de progreso que robustecían la celebración del Xxxiii aniversario del Alzamiento, que de la fábrica SEAT había salido el automóvil un millón y que acababa de llegar al aeropuerto la turista diez millones, una chica de Pennsylvania de minifalda tentadora y pelo largo y liso a la que le fueron impuestas una montera de torero y una capa española. (Me enamoré de ella instantáneamente, de su pelo lacio caído a los lados de la cara y su sonrisa extranjera, y habría querido rescatarla con bravura novelesca de aquel séquito de tunos y dignatarios franquistas con gafas oscuras y bigotes de cepillo que la tenía secuestrada).
Pero mi padre, más allá de su huerta y de su puesto en el mercado, ve el verano como una extensión tórrida de secanos con atascos de tráfico y chatarra de accidentes en las cunetas, con ríos y pantanos traicioneros en cuyas orillas se arraciman paletos en calzoncillos que no saben nadar, se hieren los pies con los guijarros y los cristales de botellas y mueren por una insolación o porque se tiran al agua después de hincharse de paellas aceitosas y sangría.
– El dieciocho de julio -dice, pensativo y sarcástico-. El Glorioso Alzamiento.
– ¿Tú te acuerdas de aquel día? -Como si fuera ayer, aunque era más chico que tú ahora.
– Tenías ocho años.
– ¿También sabes eso? -Como habías nacido en mil novecientos veintiocho…
– A mí las cuentas del mercado se me dan muy bien, pero las de los años no me salen nunca.
Terminamos de desayunar, y mi padre se frota las palmas ásperas de las manos y guarda la navaja. Hay que ponerse a trabajar, todavía con la fresca. Con una canasta de mimbre al hombro cada uno bajamos por la vereda hasta los canteros de tomates. Si hay un millón de coches en España -y eso de una sola marca-, ¿cuántos habrá en todo el mundo, escupiendo en la atmósfera dióxido de carbono, dentro de veinte años? Nubes oscuras cubren perpetuamente el cielo de ciudades cruzadas por puentes de autopistas que unen entre sí los rascacielos y la gente circula por las calles con mascarillas de gas que dan a las multitudes un aire aterrador de colonias de insectos.
– Pon cuidado, hombre, que no te fijas.
Mi padre corta hojas de higuera y me enseña a superponerlas en capas que cubren el fondo de la canasta, para que los tomates no se dañen al contacto con las varas entrelazadas de mimbre. El olor de las hojas es la fragancia de las mañanas de verano, igual que el de los dondiegos o galanes perfuma las noches.
– Era sábado, y hacía mucho calor en casa -dice mi padre, mientras tantea delicadamente una mata, descubriendo bajo su espesura un gran tomate rojo que yo no habría sabido ver-.
Pero mi madre no me dejaba que saliera a jugar a la calle. Yo no entendía por qué. Miraba por la ventana y no veía nada. Entonces vi a un vecino que bajaba corriendo, gritando algo, con una camisa blanca. Estaba muy cerca, en la otra acera, junto a la esquina. Era muy raro ver a alguien corriendo a la hora de la siesta, con el calor que hacía. Tropezó y se cayó al suelo, y parecía que había sonado un cohete, como los de la feria. Yo entonces no había oído nunca tiros.
El vecino estaba de rodillas, apoyándose en la esquina, y tenía toda la camisa llena de sangre. La mancha de la sangre se hacía grande muy rápido en la camisa blanca. Estuvo dos días allí, con la boca abierta, con todo el calor, hinchándose como un burro muerto.
– ¿Y sabes por qué lo mataron? -Cualquiera sabe -mi padre ha terminado de llenar su cesta y la cubre con hojas de higuera, irguiéndose luego, para descansar la espalda y los riñones, las manos en la cintura-.
Fue el primer muerto que vi en mi vida. Después los veía en las cunetas, cuando iba al campo con mi padre. A casi todos se les habían salido las alpargatas o los zapatos, y tenían los ojos llenos de moscas. Ahí mismo, en ese camino, delante de la huerta, vimos a algunos, tirados en el terraplén. Mi padre me decía que no mirara, y que me tapara la nariz.
Quiero imaginar a mi padre, de la mano del suyo, mi abuelo paterno, un anciano vigoroso y callado, con el pelo muy blanco, en quien yo no sé ver al hombre joven que fue, al que bajaba con su hijo por estos mismos caminos, en un verano casi idéntico de hace treinta y tres años, los caminos con muertos rígidos e hinchados en las cunetas, con moscas en los ojos, sin alpargatas, sin zapatos, quizás con un pie descalzo y con otro cubierto a medias por un calcetín tirados sobre la tierra áspera de julio, sobre la maleza seca. Pero ahora comprendo que mi padre no hablaría tanto si no estuviera a solas conmigo.
– A mi padre se lo llevaron a la guerra y yo me quedé solo con mi abuelo en la huerta, un viejo y un niño solos para sacar adelante el trabajo y mantener a la familia.
– ¿No ibas a la escuela? -Me gustaba mucho, pero ese año ya no pude ir, ni el otro, ni el otro.
Ya no volví nunca.
– ¿Ni cuando terminó la guerra? -Si no había ni para comer, con qué iban a comprarme los cuadernos y los lápices. Y ya era muy grande además, me parecía que me había hecho un hombre, y estaba orgulloso de ganar un jornal. Me habría dado vergüenza ir a la escuela. Me gustaba ir a galope por estos caminos, montado a pelo en una yegua blanca que tenía mi padre…
– ¿No hubieras querido estudiar algo? -¿Cómo iba a querer una cosa que era imposible? -De pequeño, cuando ibas a la escuela, ¿no te imaginabas que de mayor harías una carrera? -Las carreras sólo eran para los señoritos. Pero tenía un maestro que me quería mucho, y me decía que si me empeñaba podría estudiar.
– ¿Para médico, o para abogado? -Para ingeniero agrónomo. Eso era lo que mi maestro quería que yo estudiara. Luego a él lo mataron los nacionales cuando ganaron la guerra.
Qué les habría hecho el pobre hombre a los muy malnacidos.
El sol ya está alto, y nos quema en el cuello y en las espaldas dobladas, pero mi padre y yo hemos terminado de recoger los frutos más frágiles, que se dañarían si el calor los reblandeciera: los tomates, las ciruelas, los higos. Los riñones me duelen cuando me incorporo, y la cuerda de esparto con que cargo a la espalda una canasta llena me lacera el hombro. En la penumbra de la casilla, que sirve sobre todo de almacén y de refugio contra el calor, y en invierno contra el frío y la lluvia, mi padre, sentado en una silla vieja, examina algunos de los mejores tomates, que serán los que guarde para conservar sus semillas.
Parte uno por la mitad con su navaja y me muestra la carne maciza y rosada que tiene al contraluz un brillo suculento.
– Fíjate: no hay nada de hueco, todo carne jugosa. Por eso les pusieron ese nombre que tienen.
– ¿Cómo les llaman? -}Carne de doncella}.
Con la punta de la navaja mi padre extrae las semillas diminutas, y las va dejando sobre una hoja de papel de periódico. "Cada pepita tiene dentro una mata entera", murmura, pensando en voz alta, "qué misterio más grande".
En el interior de cada pepita está contenida la forma de cada una de las miles de hojas y de las largas ramas quebradizas y sinuosas y de cada uno de los tomates que brotarán primero como pequeñas bolas verde claro entre los sépalos que dejen las flores al marchitarse e irán creciendo poco a poco y volviéndose rosados gracias al efecto del sol, adquiriendo esa carne que es a la vez un depósito de agua y un almacén para las nuevas semillas, algunas de las cuales, las que intuye mejores, mi padre seca al sol y luego guarda en una bolsa de tela como las monedas de un tesoro que volverán a fructificar el año que viene, en el futuro previsible y tranquilizador que es idéntico al pasado. Y luego nos comemos cada uno en dos bocados su mitad del tomate, tan fresco todavía, tan oloroso a savia, y nos limpiamos con la mano el jugo que nos rebosa de la boca.
Hace años, cuando yo tenía siete u ocho, mi padre me llevó con él una noche al cine de verano. Es raro ese recuerdo, porque mi padre y yo raramente estábamos solos fuera de la huerta, y porque con quien yo iba al cine era con mi madre y con mis abuelos, y también muy lejanamente con mi tía Lola, antes de que su novio empezara a llevársela de nuestro lado. A mi padre ir al cine en familia no debía de apetecerle mucho, y además, como madrugaba siempre tanto, solía ya estar dormido cuando empezaba la primera sesión, a la caída del anochecer, a las nueve. A mi madre, a mis abuelos y a mí nos gustaba tanto el cine, y estaba tan cerca de casa, en los jardines de la Cava, que nos íbamos casi todas las noches, y algunas veces no nos saciaba una sola función y nos quedábamos a la segunda, para ver otra vez la misma película, sobre todo las noches calurosas, cuando era una delicia disfrutar la brisa que se levantaba hacia medianoche, viniendo de los pinares y las huertas que había al otro lado de los muros blancos del cine. Sobre nuestras cabezas se prolonga el chorro de luz que venía de las ventanillas horizontales de la sala de proyección y cubría de imágenes el rectángulo inmenso de la pantalla.
Miraba uno hacia arriba y veía una niebla de millones de puntos luminosos, un polvo estelar en el que misteriosamente viajaban las figuras, los paisajes, las caras y las voces de la película. Pero lo que daba vértigo era que por encima, muy lejos, mucho más arriba, brillaban con una tenue intermitencia las constelaciones que cuajaban el cielo azul muy oscuro, cruzado por una larga nube inmóvil que parecía un jirón remoto de niebla, hecho de una materia más sutil que el polvo que flotaba en la luz cónica del proyector. Si uno lograba contar sin equivocarse todas las estrellas que había en el cielo en una noche de verano Dios lo castigaba con la muerte inmediata. Y esa nube larga y misteriosa que no se movía nunca era el Camino de Santiago, y Dios lo había puesto en el cielo para guiar por la noche a los peregrinos que caminaban hacia el Finisterre en busca de la tumba y del santuario del Apóstol.
Había estrellas que cruzaban a toda velocidad y se extinguían tan rápidamente como habían aparecido. Otros puntos de luz se movían con mayor regularidad y no desaparecían tan rápido: incluso parpadeaban rítmicamente, a veces con una claridad rojiza, y eran aviones que volaban de noche, quizás camino de América, adonde llegarían dentro de muchas horas. También podían ser satélites artificiales, o naves que navegaban por el espacio, sin que nadie las pilotara, o llevando dentro a un perro o a un mono que respiraban en el interior de una escafandra de cristal o habían sido amaestrados para manejar los mandos, según contaban con incredulidad los mayores, que lo habían escuchado en la radio.
El suelo del cine de verano era de una grava muy fina de la que se levantaba polvo bajo las pisadas, y las sillas plegables eran de hierro. Bajo la pantalla, y a lo largo de los muros encalados, había arbustos de boj y de galanes de noche. El sonido de la gravilla bajo los pasos apresurados de quien no quería llegar tarde, el olor del polvo, el aroma de los galanes de noche, el crujido de las sillas metálicas, la música de moda que sonaba en los altavoces cuando aún estaban encendidas las luces, el picor en el paladar de las gaseosas muy frías, recién compradas en el ambigú, eran una parte tan sustancial de la felicidad de ir al cine como la misma película, como los colores vibrantes sobre la pantalla, recortada contra un fondo de cielo oscuro de verano y palmeras, cuyo rumor cuando el viento las estremecía llegaba a confundirse con el de la tormenta imaginaria en tecnicolor que estaba haciendo naufragar a un velero contra los arrecifes de una isla.
Pero esta noche de mi recuerdo yo había ido al cine sólo con mi padre y la película era antigua y en blanco y negro,}Los hermanos Marx en el Oeste}.
– Ya verás cómo te va a gustar -dijo mi padre, apretándome la mano, para que caminara más aprisa, porque acabábamos de entrar en el cine y ya se habían apagado las luces y sonaba la música del noticiario-. Yo la vi de chico, durante la guerra.
– ¿En la guerra la gente también iba al cine? Al principio no me enteraba de mucho ni entendía por qué mi padre se reía tanto, como no solía hacerlo cuando estaba en casa. La risa hacía que se le pusieran los ojos brillantes. A mí me alarmaban aquellos personajes apresurados y estrambóticos, que estaban siempre huyendo de algo o corriendo hacia algo que yo no sabía lo que era, el charlatán del bigote negro pintado de un brochazo en la cara, el pequeño del sombrero cónico y la expresión de pillo, y sobre todo el otro, el mudo de los ojos fanáticos y la peluca rubia y la carcajada silenciosa, que sacaba toda clase de objetos de los bolsillos sin fondo de su gabardina desastrada y corría como un mono detrás de las mujeres.
Casi todas las noches me llevaban al cine, pero yo veía las películas como yuxtaposiciones de imágenes poderosas y aisladas o como secuencias discontinuas, que me hechizaban más porque no tenían trazas de similitud con el mundo real y porque mi imaginación no podía organizarlas en historias. Una película era sobre todo una sostenida alucinación que seguía actuando a la salida del cine, primero en el recuerdo y luego en los sueños.
Era el eco enorme de las voces amplificadas en la noche de verano, el enigma del chorro moteado de luz que flotaba sobre mi cabeza y se convertía en imágenes planas y desmesuradas en la pantalla, sin explicación posible; era el mareo de mirar hacia arriba y ver en la negrura cóncava las puntas innumerables de alfiler que nadie habría sido capaz de contar nunca y quizás la Luna ancha y pánfila que parecía mirar hacia nosotros como una cara redonda asomada al brocal de un pozo.
Pero ahora yo miraba la película con la misma atención que mi padre, y había empezado a reírme tan sonoramente como él, como el público entero del cine que aplaudía y silbaba a nuestro alrededor, coreando las órdenes dementes del hombre de las gafas de broma, el bigote pintado y el puro entre los dientes:
– ¡Más madera! ¡Esto es la guerra! Por algún motivo que yo no llegaba a entender el hombre del bigote, el del gorrito redondo y el mudo de la peluca rizada iban en un tren a toda velocidad, pero la locomotora se estaba quedando sin combustible. Y entonces empezaban a desguazar las puertas, a arrancar los asientos, a destruir con una felicidad demente todo lo que encontraban para quemarlo en la caldera, y cuanto más rápido iba el tren y estaba más en peligro de descarrilar, con más ahínco aquellos tres lunáticos destrozaban a hachazos los vagones y se iban quedando sin una plataforma que los sustentara, entregados triunfalmente a un desastre cuya consigna repetían como un grito de batalla el hombre del bigote y el público entusiasta y ruidoso:
– Más madera! Cuando volvíamos a casa, a la salida del cine, yo revivía con voz aguda y excitada la escena del tren, y mi padre imitaba el vozarrón engolado de Groucho Marx en la película, quizás recordando a través de mí al niño que él había sido y que la había disfrutado tanto treinta años atrás, en un verano de la guerra, cuando su padre estaba en el frente y él había empezado a madrugar y a trabajar como un hombre. Durante mucho tiempo nos acordamos él y yo de aquella noche singular en la que habíamos estado solos en el cine, y cuando nos contábamos de nuevo el uno al otro los pormenores de la aventura del tren destrozado a hachazos, el grito de}más madera} tenía algo de contraseña secreta entre nosotros.