38081.fb2 El vientre convexo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

El vientre convexo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

PRIMERA PARTE

No se sueña únicamente con su propia alma,

según me parece, se sueña de un modo anónimo

y común aunque con su propia materia.

El gran espíritu del cual tú no eres más que una

ínfima parte sueña a través de ti, a tu manera,

cosas que en secreto sueña de nuevo y sin cesar.

THOMAS MANN

I

Valentín Alsina no es Praga, y aunque la misteriosa tristeza de los tigres en la ciudad de oro pudiera asemejarse al sueño de extramuros en la inundación, el Riachuelo no es más que agua de arrabal sin sosiego y sin posibilidad de navegación alguna. Eso pensé recién llegado, después de tanto viaje donde se desbaratan las líneas rectas, con tantas paradas y complicaciones, que uno abandona cualquier plan para dedicarse a la reconstrucción de una historia que es un poco más de lo que se ve. La teoría cartesiana no permite distinguir las sensaciones de los recuerdos, sin embargo, venía hasta aquí dispuesto a precisar algo. Caminaba por la orilla del río en la noche, cálida para ese otoño; retuve la imagen de aquellos marinos con la luna justo sobre el mástil, que por audacia soportaron fiebres, conocieron las salvajías de una vida civilizada y luego pidieron confesión; hombres que convirtieron sus propios cuerpos en frontera, a los que un solo paso, como a mí, los beneficiaba o perjudicaba en sus planes personales. Creo que sus huesos aún siguen sedimentando los pilares de ése, uno de los más bellos puentes de estilo colonial que permiten el acceso a la Capital.

Me acomodé por unos pocos días en una pensión familiar. Me ponía durante las tardes en una mesa estrecha junto a un ventanuco para escribir mis primeras impresiones, falsas por su obviedad, que atendían más a un diario de viaje que a la necesidad de alguien que hizo una larga travesía, comparada con la corta estancia que proyectaba. La mirada es siempre desde el relámpago. La cortedad se convirtió en cuatro años, en que la transmigración del barro a la sociedad fabril de las chimeneas personalizó todavía más el recuerdo de lo que nunca pudo ser.

Muchas veces, aun después de ese viaje, me pregunté si había valido la pena haber estado allí; Valentín Alsina no es Marsella ni tampoco Liverpool, nunca hubo posibilidad ni ambición de puerto; pero la figura de un lanchón encallado, la forma concreta, detenida, sin brisas y sin corrientes, con la quilla derecha en precaución de vientos, marcaba la caída del sol mientras esperaba que un niño, atribulado, apareciera sobre el leve oleaje del poniente. Allí, al igual que en la placentera servidumbre de las casas de té de Tokio; en la zona más subterránea de la violencia del Harlem; en el mutismo premeditado de la gente de Oruro, o en el silencio que impone a sus inquilinos el Père Lachaise en París, existía el "para siempre" como voluntad del hombre ante lo finito, e implicaba desde el inicio mismo una separación; un capricho saludable, si se quiere, pero que no ofrecía posibilidad de confidencia alguna. La escenografía de las ciudades rompe deliberadamente con aquello que deviene permanencia natural, la complicidad está en aquello que no se dice y que, cuando se verbaliza, deja de serlo; los hombres comienzan entonces a ser socios y la traición cierto acto penoso al que ya no condena el sentido de la ética, sino la jurisprudencia; hombres juros, preguntando por lo que todavía acontece aunque en apariencia ya ha pasado.

Silueta de una larga noche, por falta de instrucciones precisas vagué solitario por recodos donde sólo quedaban latas, espinazos empetrolados, botellas sin mensajes, desagües, desperdicios de olores nauseabundos, descompensados; cementerios de materias contaminadas por cañerías fraudulentas que han perdido las ilustradas teorías del futuro industrial. Un buceo de sobras que acentuaba aun más las sombras en los viejos cascos de los barcos semihundidos para siempre. Un paseo por aguas tan sucias en las que sólo pudo enjuagarse Pilatos…

Más allá de toda elipsis mental y el descarrío de cualquier metáfora, bordeaba un río de barbarie abominablemente masculina, poblado en sus riberas por hombres a los que sólo se les permitía tener un trabajo mal pago, una dudosa rebeldía, y a sus mujeres, a veces, hablar de alguna planta de más arriba del trópico que, sin linaje curativo, vino a nacer en esta orilla y era utilizada por la Madame del Kimono y por la abuela Juana para provocar abortos.

Se lo dije, deme la mano, abuela, deme, esa cosa duele, se estira la panza; ¿qué saldrá de ahí adentro?, me duele, me quedo quieta, abro las piernas, eternos se contraen los tejidos, los gemidos son largos, aspiro, espiro, suelto el aire, llamen a la comadre, llamen a mi hombre; mi hombre me ama porque sólo ama a las infieles, ¿dónde está el dolor ahora?; la calma, el dolor, el hombre, todo hace que se va, pero vuelve más fuerte y más rojo; la calma, el dolor, no puedo, se dilata, ata el propio cordón, ¿se rompió la placenta?, ay, Cholito, van a calentar el agua, llamen a la comadre, ya viene, ya va, ella arregla todo este entuerto, ¿qué saldrá de ahí?, ¿qué es lo que viene?, la comadre llega y eso también se viene, el dolor, abuela, la calma, va a ser precioso, muy bonito, ¿va a tener alas?, ¿cómo puedo saber si no lo conozco?, no conocer es un razonamiento perfecto, tan perfecto como mi sexo piensa el Cholito, abuela; él me lo hizo y ahora no está, rece usted, yo grito, me retuerzo, son espasmos, hago fuerza, me agacho como para hacer caca, la comadre me ayuda a sentarme, entró el hombre ahí y va a salir niño, la palangana de agua fría, de agua caliente, se viene lo rojo, lo miótico, lo mío; se va, me salgo con eso, respiro hondo, de allí viene, ¿es un gurí?, ¿lo ve?; ay, ay, ay, respiro, ¿se asoma entre lo rojo?, aprieto, hago fuerza, no aflojes escucho, eso es, la comadre mete la mano, agarra el cuerpo, tira suavemente, está enredado en el cordón, se ahorca, se queja, me quejo, el agua fría, el agua caliente, el agua fría, cuando salga habrá que reanimarlo, no me deje, abuela, ¿qué es?, ¿usted lo ve?, no llora, es un inútil; ¿lo podré ver?, veo lo sucio, escucho lo mudo, está ahogado, lo frío, lo caliente, un grito único retumba adentro, gritó, abuela, estoy segura, gritó ahí adentro, se calló, tan calladito parece un muerto; un chirlo en el culo, un grito en el cielo, abuela; en la panza todavía tengo ecos, ¿está vivo?, estamos agotados, sucios, tengo sueño, abuela, ¿todavía no salió?, quiero descansar.

Descalza, con su bata de seda oriental desprendida, pintada a mano con tinturas en fuertes contrastes azules, amarillos, verdes y ocres, en la que se distinguía un pájaro que ha tenido el don de la palabra; sin ninguna prenda debajo para ocultar las estrías de los pechos vencidos, ni la mata negra del pubis con más de una fina cana, despidiendo un fuerte hedor selvático que disimulaba con un carísimo perfume francés; la Madame del Kimono, sentada sobre su mano tullida, almohadones de ahmardí y cojines de palio de Halap o Damasco, acostumbró usar brocatos para cubrirse, o simplemente plumas de ipacá cuando le fue necesario mostrar su naturaleza. Chaqueña cuarentona de grueso pelo azabache, labios carnosos y pequeños ojos pardos, alquilaba la pieza del frente en el conventillo bautizado el Irupé.

El Irupé estaba lejos del río en un terreno expropiado perteneciente a la terminal de tranvías, con siete casillas de madera dura, oportunamente robada en el puerto; esa que utilizaban en Europa para hacer los contenedores en que llegaban los Plymouth o los Benz importados para los niños de la alta sociedad; cuartos de madera de sello y techos de chapa acanalada, con las junturas cubiertas de brea, en el mejor de los casos, estaban separados de la cocina casi al aire libre y el baño, un pequeño cubículo en los fondos, que se extendía caprichosamente hacia el campo vecino según las urgencias. El conventillo terminaba en un improvisado gallinero con un bataraz descrestado y cuatro ponedoras flacas que estaban cada vez más lejos de la existencia y cada vez más cerca del puchero.

La Madame compartía la pieza con la abuela Juana y su hija, Anahí, en una suerte de triálogos intolerables por lo breves y por la mezcla cortada que supone el guaraní salpicado con el castellano, logrando una vocalización gutural caleidoscópica de imprecisa tonalidad. Las vocales castellanas abiertas se refractaban en los labios de una y otra, hasta desvanecer su estructura tonal en la oquedad de un quejido hacia adentro que no permitía establecer con claridad si su destino era humillar, señalar vergüenza o demostrar placer.

Sabían preparar una serie de pócimas que, de la curación al encantamiento, resultaban indescifrables, alimentando la creencia de su efectividad. Más de una vez apaciguaron heridas con polvo de bosta triturada en el mortero, que mezclaban en una olla con el sebo de las velas derretidas y así, caliente, volcaban esa pasta semilíquida sobre las heridas del hombre o del animal enfermo hasta llenarlas, por hondas que éstas fueran, esparciendo el resto a cuanto se podía cubrir. Por ésta y otras prácticas, se las sacralizó como brujas, murmurándose también sobre la eficacia de una yerba pestífera hecha con sabandijas ponzoñosas y sudor de sapos, vertida con la sangre que a las mujeres les baja en tiempo y cocinada en una cazuela; todo ese relajo descansado durante tres días lo vendían a sus clientas, convenciendo a las más ingenuas de sus pócimas y fragancias de Oriente, destinadas a destrabar al paciente, hacer "trabajos" para lograr uniones a distancia, o la temible ejecución de alguna venganza.

La Madame del Kimono ejercía su poder de pitonisa durante las tardes, como declarada vidente, lectora de tarot y cartas españolas. Invitaba con espléndidos bollos de chipá y sabrosos bocados de mandioca que sus clientes se servían arrodillados, no sin admirar en silencio la vajilla de porcelana japonesa, con dibujos esmaltados de hojas de ginkgo azul y blanco que se esfumaban desvaneciendo el color hacia los bordes laminados en oro; platillos donde, con manos en extremo pálidas, su hija depositaba los manjares indígenas. También tenía un 32 largo defensivo como el que ciertamente necesita una princesa. Cuando la ocasión lo exigía, una alfombra de origen persa, con la imagen erótica de una bailarina mazdea, recorría el piso de tierra desde la puerta de la casilla hasta donde se sentaba. Y ésa era una: poniendo su mano tullida con uñas largas y rojas sobre un as de oro echado sobre la mesa, le dijo a don Grimaldo que en el seno más profundo del río, exactamente debajo del puente que separa a los orilleros del barrio de Pompeya, había un cofre de piedras y metales prodigiosos tales como ónice, perlas, oro, plata, malaquitas y diamantes; un arcón con trece cofres repujados, confiscados por el general Belgrano cuando intervino al general Rondeau en su tienda oriental y lasciva durante la campaña del Ejército del Norte; un arcón que, según su videncia, manos poco escrupulosas y malentretenidas habían robado al gobierno del Río de la Plata para esconderlo allí.

Desde el primer día que lo escuché hablar, don Grimaldo Schmidl le echó, categórico, la culpa de las crecidas a los objetos. Aplicando el principio de Arquímedes, aduciendo la gran cantidad de ellos, que desde el principio de los siglos hasta hoy hacían presión sobre el líquido, cada vez que el río zozobraba se le escuchaba rezongar: "¡Y… le meten barcos, le meten barcos…!". Usando el mismo principio, sus hombros se elevaban en forma inversamente proporcional, con un pequeño arqueo escéptico que justificaba su lógica irrebatible.

Don Grimaldo Schmidl, de dudoso rigor histórico, creía a pies juntillas en la existencia de los cofres repujados, escuchando resonar el agua del Riachuelo como agua que cae de un sueño y se desdobla en pájaro de oro, igual al que la adivina luce en la espalda de su bata. Un golpe de oro es un golpe de sol, pensaba; el agua se traga el oro y yo me trago el agua, decía; mientras sus dedos bajaban acariciando los carrillos hasta apretar directa y suave la garganta, presionando un poco más la nuez y mostrando en sus labios el pico de una ansiedad tan delicada como oculta.

Debía mantener el secreto, y pensar en secreto era pensar sin inocencia. La cuestión consistía en no divulgar demasiado lo que escuchó en aquella pieza, lograr las uniones convenientes o las posibles para reunirse con los trece cofres. Iba a necesitar con quien hablar; no con todos, claro; actuar con suma cautela; tendría que afirmar o desmentir una historia que, de no tener cuidado, pronto sería de voces; debía encontrar límites precisos, sonreír, hipar o toser, esconder hechos y cosas, usar todos los beneficios de sus razonamientos, porque sobre todas las cosas se sabe eso, un hombre que cree más en el método que en el azar.

Cuando uno cavila de este modo, la seguridad comienza a agriarse. Se dispuso a estudiar historia, leer marinería, guardar todo el material que estuviera ligado a la búsqueda. Ni ése ni los cuatro días subsiguientes salió del sótano de su casa. Con las cosas un tanto más claras, aprovechó la noche del quinto día para ir hasta lo de Eusebio y encontrar a Ramón, un esmirriado marinero que trabajaba en un arenero de Puerto Nuevo. Necesitaba que se encargara de conseguir un lanchón o una chalana a bajo precio, la que modificaría en draga, colocando dos o tres anclas pequeñas atrás utilizándolas a modo de peine. Un rastrillaje rudimentario. Un rastreo que resultaba ansioso pero no por eso menos esperanzado.

La noche se prestaba para caminar, pensó que había llegado su hora y estaba deseoso de prolongarla; caminó conversando consigo, solo. Un fanatismo esencial del mundo le decía que ese momento era para disfrutarlo en silencio. En la vereda la sombra reflejaba un hombre gesticulante, recurrente, impresionado…

La crueldad de abril no era sólo una corriente anímica y se extendía por los caseríos y los barrios bajos a los restantes meses del año. La descomposición de las miserias del río no cesaba, impregnó las orillas y unos cuantos centenares de metros hacia adentro; los efluvios fétidos de la crecida acentuaban con una lluvia delgada el aire insoportable de los potreros y los descampados. Las tardes eran habitadas por los moscardones y los tábanos que, lejos de retirarse por la humedad, se acercaban a los humanos, demandando en el acicateo la supervivencia de una memoria involuntaria; el zumbido pesado de las hélices transparentes en ruidoso ventileteo tendía a alivianar el vaho flotante en la atmósfera, pero desequilibraba los nervios de quien, como yo, no estaba acostumbrado al contraste climático de lo seco y lo mojado.

Dentro del bar del Eusebio, los olores se escindían en distintas direcciones; vaga ramificación desde los platos servidos por Julia, el aroma fragmentado de la fritanga inundaba la tertulia parroquiana y dos hurones mal alimentados, que el dueño dejaba escapar del sótano, sobre todo cuando había clientes nuevos, demostraban que el boliche estaba limpio de ratas.

Recién llegado, escuché a don Grimaldo invocar su falso teorema, a la vez que ofrecía comprar el alcohol de Ramón. Lo invitó a hacer rancho aparte. El hombre se sorprendió por la formalidad del convite y sonrió con cierta picardía. Don Grimaldo no sólo hablaba, sino que pensaba con parquedad. La ocasión era digna de un trago para probarse en la discreción.

– ¿Ese quién es? -increpó con un golpe de cabeza mirando hacia la ventana donde estaba sentado.

– Es nuevo. Le preguntó a Julia por una mujer -contestó Ramón.

– ¿Por una mujer? -quiso saber el cantonés, tratando de resolver algo complejo, intuyendo en la búsqueda un signo de debilidad.

Un interrogante si no es una necesidad es una imprudencia, pensó; y después de repartir los vasos puso el dinero de la cuenta sobre la mesa.

– Necesito de usted, Ramón.

– Usted dirá…

– Se trata de una búsqueda más interesante que la de ese hombre. Pero acá no. ¿Le parece bien mañana en mi casa?

Necesitaba el más absoluto sigilo. Terminó el trago, tomó las monedas del vuelto y se levantó para salir.

– ¿Dijo el nombre…?

– ¿De quién?

– De la mujer.

– Esther.

– Estoy de buenas. Dígale al Eusebio que lo invite una copa y lo mande de la Madame.

– No me diga que usted cree en esas cosas.

– Hágame caso.

Agradecí desde el rincón con una leve inclinación; perpendicular, sobre mi cabeza, un soplo de aire acunaba una araña muerta entre las moscas muertas, atrapada en su propio telar. El vaivén minúsculo del bicherío me distrajo y abrí más los ojos hacia un rincón del techo donde el yeso desvencijado desnudaba los listones de madera de la estructura humedecida.

Imaginé que el cielo raso tenía charcos.

La guerra de guerrillas es la guerra revolucionaria del pueblo en armas, contra la cual se estrellan los ejércitos que son utilizados para enajenar la soberanía de la Patria. Estamos seguros de que el ejército argentino no peleará en defensa de un gobierno que traiciona a la nación y que ha cerrado al pueblo todos los caminos normales. Confiamos en que, excepto los altos jerarcas militares entregados al oro extranjero, los oficiales, suboficiales y tropa con sentido de patria no lucharán en contra de los hermanos que quieren liberarla para todos. En cuanto a la topografía elegida para la acción toda ella es buena, incluso las ciudades, si hay corazones argentinos dispuestos a cumplir con su deber. Los que traicionen nuestras filas, quienes repriman a sangre y fuego nuestra gesta de liberación nacional, o los que torturen y cometan atrocidades con los integrantes de las guerrillas o sus simpatizantes en la retaguardia serán considerados por nosotros como criminales de guerra y pasados por las armas. Estamos seguros de que millones de hombres y de mujeres sumarán sus voluntades y la resolución de ofrendar sus vidas en los campos, pueblos y ciudades, antes que ver condenados a sus hijos a la miseria y la esclavitud. Las pruebas que hemos recibido nos afirman en tal actitud. Soy y no soy el único Uturunco. Dentro de poco habrá centenares de Uturuncos en el país, incluso en los bosques de cemento armado como son las grandes ciudades. Comandante Puma, desde algún lugar del Tucumán, 1959.

No recuerdo la cantidad de ginebra que tomé. Una brisa modulante en las mejillas me encontró, por instrucción de Julia, en la calle con Ramón camino al Irupé. En el trayecto le comenté que vine a Buenos Aires investigando antecedentes familiares; quizá por eso, la sinuosidad de su despedida.

La noche era intensa, azul negra y poco estrellada, la humedad se retiró y el calor se adueñó del chaperío; los malvones formaban una cerca rojiverde, en la textura áspera de sus hojas, las nervaduras sobresalían como las líneas de mis manos. Un apegado sentido de propiedad no me permitió granjear el alambre y las maderas que hacían las veces de puerta, golpeé las palmas avanzando tímido; los relumbrones que vinieron de los fondos me recordaron una fiesta navideña. Unos metros dentro, se prefiguró un hombre de buena estatura, membrudo, de cuerpo bien proporcionado y cara morocha. Se presentó como Gauderio, un mozo, me seguí enterando, nacido en Cuatreros, un pueblo cercano a unos cuarenta kilómetros de Ingeniero White y a otros tantos de Bahía Blanca, pero con distinta suerte la suya, aunque no por eso menos contradictoria, que la de Pedrito o el Lucas Hallado, me dijo: tras ser abandonados en su niñez, encontraron las mandíbulas de las hormigas y la muerte por frío en las puertas del cementerio.

Según su relato, sus choznos eran una esclava y un contrabandista portugués escapado de las cárceles del emperador del Brasil; las líneas de descendencia arribaron aquí, a la provincia de Buenos Aires y al igual que su bisabuelo, se jactaba de un insobornable espíritu de rebeldía. Haciendo chocar una imaginación notable con la rispidez verbal que le daba el alcohol para contar historias, de camisa raída y peor vestido, procuraba encubrir con uno o dos ponchos su mala traza y se hacía de una guitarrita que aprendió a tocar muy mal, cantando desentonadamente varias coplas que estropeaba, y muchas otras que sacaba de su cabeza, las que regularmente ruedan sobre amores o casos de la pampa. Sabía de maneas, cabezales, frenos, tiradores trenzados a mano, de la vida sosegada y de los arreos cada vez más difíciles de conseguir en el mercado de Liniers; su prodigio, decían, era verlo matar una vaca, sacarle el mondongo y con todo el sebo que juntaba en el vientre o un trozo de estiércol seco del mismo animal, hacer una sola brasa que prendía en el interior vacío de las vísceras; un fuego que desde su centro voraz hasta los variados núcleos de calor empezaba a arder y a comunicarse a la carne gorda y los huesos, dando formas impensadas de una extraordinaria iluminación; una manera de asar poco conocida y menos usada aún, en que unía el vientre de la vaca, dejando que respirara fuego por la boca y por el otro orificio.

Alrededor del asado estaban la Roña, el Checho, el Vasco, la Tetona, un hombre al que algunos llamaban "profesor", la abuela Juana y cuatro morochos curtidos. Eran pobres, gente que derrochaba lo que no tenía en la esperanza de la abundancia. Me senté callado junto a los demás cerca del asador y observé el espectáculo. Guardé la distancia y la pulcritud que me distingue como hombre de cierta urbanidad, y aunque se repetían en invitaciones desistí de comer.

La reunión era una relación de órbita fastuosa, el conventillo un cine cósmico, el asado un teatro de vísceras, la vaca una fosforescencia multicolor.

Escuché una voz a mis espaldas y reconocí la cita de San Ambrosio.

– No das al pobre de lo tuyo, sino que le restituyes de lo suyo -dijo el profesor Serrao palmeándome el hombro-, la historia está llamada a terminar con la religión pero a continuar con la tragedia.

– ¿Hace mucho que lee a Camus, profesor?

– "Un campesino en medio de una prédica que arrancó lágrimas a todos los fieles, permaneció indiferente. Y, a las gentes que le reprochaban su frialdad, les explicó que no era de la parroquia…"

En la cita elusiva del francés me di cuenta de que ni el profesor, ni ninguno de los que allí estaban, me iba a preguntar nada. Pasada la sobremesa la abuela, la Tetona y la Roña se retiraron. Era una reunión de hombres borrachos, nostalgiosos, solos: una reunión de ausencias, dijo la más vieja antes de irse.

Bebieron y bromearon hasta altas horas, me avine a escuchar de boca de Gauderio una historia sobre la famosa cuchillada que aplicó un tal Benigno, que fue de revés, a la altura de la cintura, y que por la poca o ninguna resistencia de armas ni de vestidos, ni aun de hueso, o parte del cuerpo que por aquello se tenga, y también por el buen brazo de don Benigno, se la partió toda en el otro con tanta velocidad y tan buen cortar que quedó el cristiano parado y dijo a Benigno: "Quédate en paz", para caer, dichas estas palabras, muerto en dos medios…

La forma de utilizar el lenguaje me resultó extraña, el cuentista hacía giros desusados que, sin embargo, pese a lo trabado de la construcción, aportaban fluidez al desarrollo del relato. ¿Cómo hubiera redactado yo ese cuadro telúrico-bruegueliano?; sonreí tratando de disimular la distracción, y apreté con el índice y el pulgar de mi mano derecha ambos lacrimales para aplacar el efecto del humo. Le pregunté al profesor por la pieza de la Madame.

– ¿ La Madame?, casi a la entrada, guíese por el olor a remolacha, ¿o usted es de aquellos que no dominan los sentidos?; guíese por el olor del sándalo… acá le va a hacer falta olfato…

Ahora la conversación del grupo versaba sobre el Uturunco, pero le presté poca atención. Sin dejar de agradecer el convite elegí la sombra para retirarme.

– ¿Así que el mozo es escritor? -me preguntó Gauderio antes de irme.

La forma capciosa dice lo que dice y lo que se oculta.

– Si uno se pone pretencioso y quiere deslumbrar a la gente, se vuelve desagradable -agregó alcanzándome un vaso, invitándome a encontrarnos de nuevo, no sin jactarse antes del artificio logrado con el fuego; señalando desde algún costado de su borrachera, si yo era capaz, como la vaca, de sacar fuego por el culo.

II

No es que yo dijera otra cosa, abuela, vi una mancha, ¿todavía no salió?, estoy segura, una mancha y un eco adentro, créame, un eco marítimo, agua sucia como la de este río mezclada con sangre, plasma; estoy llena de odio, también hay sudor, líquidos mióticos, transparentes, mucosidad roja, tengo impaciencia por ver su cara, reconocer, ¿se parece al Cholito?, no se burle, abuela, voy a destilar miedo, voy a desaparecer en el miedo; sustancias aglutinadas en una mancha, una sombra, voy a desaparecer en el miedo; son coincidencias desdichadas, este pibe tiene un padre neutro ¿Cholito?, ¿el holandés?, no voy a entregarme, cada uno es un eco; si no lo veo es porque no nació, está ahí pero está ausente, ¿por qué no quiere salir el desgraciadito?, no, abuela, simplemente no hay nadie, no me contradiga, no quiere salir, ¿piensa crecer allí?, se me estiran los tejidos, abuela, me duele el tiempo adentro, abajo del estómago; se está colocando desde la noche anterior pero no da indicios, no puede ser; ¿se agrandó la panza?, mucha desmesura es el dolor cuando no se lo entiende como dolor, abuela; voy a desaparecer en el miedo, dígale a la matrona que meta la cabeza, que le hable, lo convenza, debe salir, ser un hombre como los demás, dígale que la soledad nunca es medida, que cuando uno está solo tampoco sabe cuán solo está; la soledad es inconmensurable como el eco de uno mismo, el eco se produce cuando no hay recuerdos, cuando no hay historia personal, cuando hay nada más que vacío; no es dolor, abuela, es la prueba de lo que uno sospecha desde hace mucho tiempo, la contundencia; primero despacio y después más fuerte, más vertiginoso; las pulsiones internas en los tejidos, llame a la matrona, tengo pérdidas; llame al padre, al Cholito para que entre por aquí como antes, que entre, lo convenza, tiene que salir, ¿si lo tentamos con caramelos, con alfeñiques?, las finísimas arrugas del vientre ahora son estrías, la juventud se me va en esto, háblele usted, abuela, háblele en castellano, en guaraní, hay que convencerlo de alguna manera.

La Madame no atendía a esa hora. Una mano deforme se asomó sin correr la cortina de la pieza y me entregó una foto ajada, a modo de tarjeta, con un horario de visita. Me impresionó la extraña contorsión de los dedos. La mano tullida, se chismeaba, era por masturbar a cambio de unas pocas monedas a los obreros que entraban de madrugada al frigorífico; la mano, acariciadora de rincones deliciosos que los hombres miraban entre el agradecimiento y el desprecio, era el resultado de una artritis que amenazaba con avanzar ante la impotencia de la medicina convencional y la extraña dejadez que produce la culpa. Insistí y me dejó pasar. Para ella era sólo un recuerdo triste, un recuerdo quieto, dijo, acariciando la deformidad con la mano sana. Se veía a sí misma como una mujer joven muy hermosa y, por eso, se comparaba con la virgencita de la vetusta fotografía que lucía un turbante, sacando procazmente la lengua hacia la cámara. En la misma postal, la Madame del Kimono levantaba entre el pulgar y el índice de su mano derecha la pollera europea un poco más arriba de las rodillas, mientras que con la otra, ahora atrofiada, escondía las delicadezas más oscuras de sus pequeñas prominencias dans la poitrine. Una foto sacada en la India, dijo; cuando todavía era amante del embajador, diplomado en Exteriores, quien la llevó durante muchos años a cuanto destino le tocara, prestándola por una noche a determinados personajes de los negocios mundiales, como una muestra del exotismo amoroso latinoamericano. Época de gloria en grandes hoteles internacionales, con bañeras desbordantes de champagne donde convirtió las vicisitudes en indiferencia, lo leve en soborno y la ilusión en insoportable brevedad.

Al diplomático le gustaba comer caviar en los pezones, recalcó, riendo con un gesto carnoso y evocativo, recordando un agregado de comercio holandés, un rubio lechoso y regordete al que le enseñó a gritar rojaiju en el momento del éxtasis. Época que lamentó con sordos quejidos matacos, en un intento malicioso de hacer pasar al niño como producto no querido de una de esas relaciones. Se tejía por ahí que vendió al niño en el extranjero, en un precio aceptable, a dos homosexuales checos; que el dinero de la venta le permitió vivir casi un año sin prostituirse, y que ese tiempo sirvió para amenguar los efectos de la culpa pero no es cierto, dijo, porque harto es sudar agua y tratar de venderla por vino. Tiempo en que el Cholito ya no está en su vida y descubre que su capacidad sensorial no se limita únicamente al placer, sino también a ver ciertas cosas del más allá, confirmando poco a poco su poder intuitivo para cada oscuridad. Edad que en épocas de inocencia la inició en lo inferior, acentuó su vena lúbrica y ese reservado juego extrasensorial, hasta que la artritis terminó por fijar, como memoria del dolor, la imagen del niño. En esa imagen descubrió que tenía lágrimas.

Un mediodía paró frente a la casilla un Káiser Carabela negro con chapa oficial. Un chofer de librea abrió la puerta trasera y descendió un mensajero portando un inmenso sobre blanco y todos saben que los sobres blancos grandes traen buenas noticias.

Se corrió la voz de una pensión graciable.

El Káiser Carabela negro se detuvo en la puerta del Irupé, atrajo la atención del Vasco y el Lutero que desviaron su mirada cuando sospecharon que otra, premonitoria e inflexible, partía desde atrás de aquellas cortinas; con las cabezas agachadas sobre el tablero de damas intentaron una concentración imposible, en los escaques se reflejaba un observador del que presentían, desde la sombra, su desprecio.

Las cortinitas de las ventanillas se mantuvieron cerradas por la cercanía impertinente de la Rupe que, nerviosa, husmeó hacia adentro como una muerta de hambre; ¿quién se escondía al amparo del improvisado telón? El asesor se dirigió hacia el conventillo con cierta prudencia y torpeza, tratando de afirmarse para saltar la zanja y esquivar el barro de la improvisada vereda. Intentaba apoyarse sobre las esparcidas lajas con suerte diversa. En la puerta, palmadas secas y fuertes lo comunicaron con la pieza, pero tuvo que esperar, porque según le dijo la abuela Juana, la Madame estaba ocupada.

– Debo entregarle este sobre a la señora…

– ¿Usted es el mensajero?

– El edecán.

– Entonces me lo deja a mí.

– Tengo que entregarlo en mano.

– Acá no entra cualquiera -dijo la abuela Juana con sequedad-, acá entran de embajadores para arriba. Dígale que baje, que deje que le reconozca.

– Imposible. Él no está en el auto.

La vieja se dio vuelta con desconfianza y pegó un grito hacia la pieza.

– ¡Icha… te buscan!…

Casi un cuarto de hora después Julia salió de la pieza con un preparado de muña muña y jazmines en un frasquito rojo que, le explicó la abuela Juana, debe frotárselo al marido por la espalda y sin despertarlo; lo va a usar durante tres noches seguidas acompañado de tres ave y un padrenuestro; se va a convertir en el mejor amante, pero si no lo reanima con esto, que siga imaginando con el radioteatro, le dijo, sin que Julia asimilara del todo la ironía.

La bocina del Káiser Carabela sonó impaciente, el edecán interrumpió los recados de la curandera.

– Pregúntele a la señora si puedo pasar…

– Decile que entre -se escuchó desde la pieza.

Una vez adentro lo invadió el aroma del sándalo y el nardo con que la Madame del Kimono acababa de sahumar. Le pidió que no fuera descortés y que se quitara los zapatos. No dudó en hacerlo. El perfume lo ayudó a relajarse como para aceptar un vaso de agua de aquella mano tullida y le entregó el sobre. Los primeros sonidos que llegaron a sus oídos fueron de una fonética irreconocible, hiedra selvática mezclada con raspaduras de zinc; una fonética olorosa, deforme para la urbanidad que se practicaba en las clases altas y las embajadas.

– ¿Él está afuera?

– No. El señor embajador está de viaje. Mi presencia se debe a que el excelentísimo desea saber si…

– Dígale que no sé nada -interrumpió la Madame.

– Bien. ¿Desea que le manifieste algo más?

– No.

El edecán se retiró. La abuela Juana y la Rupe entraron como mandadas a llamar.

– Quería saber sobre el niño -les dijo.

El Káiser Carabela, por diseño propio, tenía algo de embajada ambulante; lustroso, señorial, cercano a la pomposidad solemne de los actos oficiales, seguramente terminará su vida útil prestando servicio para otras pompas. Al menos eso pensó el escribano Farnesio, mientras esperaba su turno para comprar malva y té de seda, cuando vio pasar frente a su puerta el rodado negro con tazas que imitaban diseños de platería peruana, una franja blanca circular en los costados externos de los neumáticos y un adorno en plomo representando una cabeza de ciervo en el capó. El auto dejó de ser un sueño y pasó a ser una obsesión.

Farnesio se había asociado al doctor Germano en el servicio funerario, un invento de la Capital que sacaba a los muertos de las casas. Pensó el negocio con meticulosidad y como todo lo bien pensado, como aquello que se razona desde sus costados más oscuros e imposibles, resultó un éxito desde el primer entierro. La sociedad jamás se hizo pública, la casa de velatorios era una especie de consulado del más allá, donde se pactan las minucias de los negocios de la muerte y las instancias terrenales de tales y tan delicados menesteres. Nadie mejor que el doctor para saber el estado de los futuros clientes, los desahuciados, y hablar, en forma disimulada pero convincente, de las bondades del servicio. Nadie mejor que él, el escribano, para solucionar a la familia los engorrosos trámites sucesorios o hereditarios.

Una carroza de dos caballos tan negros como el Káiser Carabela, acompañada en cortejo por un Chevrolet del mismo color, con los tapizados raídos, permitía a los deudos mostrar su clase, reconocida como "los de casa de material"; frase que los separaba de la canalla que vivía en el Irupé a expensas de los terrenos de los tranvías.

Al paso del auto por el empedrado, Farnesio reconocía que el viejo carro de caballos con pelaje de luto era un anacronismo; mantener esos animales en buen estado no era otra cosa que luchar con la comida, el olor de la bosta y el cansancio o la enfermedad de las bestias. En más de una oportunidad el sodero lo había sacado del paso, facilitándole alguno de sus percherones. El Káiser Carabela en cambio, con alguna adaptación, era lo que se llama una embajada ambulante y, después de todo, una embajada siempre tiene algo de glorioso oropel y todo lo glorioso algo de réquiem.

Esta actitud de indisimulada envidia lo llevó a encoger nerviosamente sus dedos, empañando con transpiración el frasco estéril que le vendió el boticario, para su análisis de orina.

Para el doctor Germano la diferencia entre un cadáver y un cadáver profesional residía, a su leal saber y entender, en la realización o no de la autopsia. Con claridad pedagógica explicaba a sus pacientes que una revisación, por ejemplo, un chequeo general, o cualquier estudio por simple o nimio que fuera, era lo más parecido a una autopsia anticipada.

Los que tienen una piel dura, tirante y seca, mueren sin sudar, explicó; aquí no se abre nada pero se ve todo, dijo mientras con una cuchara aplastaba deformando lengua y paladar del Checho para auscultarle mejor la garganta.

– Tengo un buraco acá -dijo el Checho señalándose el centro del pecho.

– Esto es una angina. La pulmonía y la tuberculosis se presentan como fantasmas, aunque sin tos ni expectoración con sangre se puede pensar en daños menores.

El diagnóstico del doctor no lo convenció, no eran anginas ni nada parecido, se trataba de otra cosa, algo acerca de la naturaleza de los vientos, un aire en el interior del cuerpo de los animales, un aire que se instaló donde no hay nada.

– Tengo un grito.

– ¿Un grito?

– Sí. Un grito en La Menor -dijo, como si la sintética definición musical fuera de ayuda para la ciencia-. Un grito que no sale porque el aire se escapa por el agujero y no tengo fuerzas para sacarlo.

Hizo un círculo con el índice de su mano derecha en el medio del pecho. Los dedos pasaron del martilleo a palmadas afligidas y luego a golpes desesperados con el puño cerrado. El doctor Germano no veía ningún agujero. Para cerciorarse, le indicó que se levantara la camisa escocesa y colocándole una toallita blanca en la espalda le pidió que respirara hondo repitiendo treinta y tres, hasta dejar escapar todo el aire contenido en los pulmones.

– Exhala, carajo.

Un ronquido seco, no precisamente tabacal, le hizo insistir en la operación. El último treinta y tres fue un desafinado fragmento operístico.

– ¿Fumás? -preguntó apretándole la laringe.

– No.

– ¿Tenés hemorroides?

– No.

– Vestite.

El paciente terminó de vestirse. El doctor, de puro pensamiento hipocrático, sabía que la aparición de hemorroides es de buen pronóstico en los melancólicos.

– Si tuvieras un agujero allí -dijo, señalándole el pecho- estarías muerto…

El Checho lo escuchó con mucha atención. Con el pecho abierto y Anahí lejos, sin duda había algo de cierto.

Era difícil comprender las implicancias y los significados del as de oro invertido, ni qué sueños saboreaba don Grimaldo al despertar a un tesoro de tal naturaleza. Después de la visita, llamó al herrero que trabajaba en los carros municipales de recolección de basura para que realizara, en el comedor de su casa, el estilizado símbolo fijo de una heráldica singular.

En pocas semanas y sobre la pared más importante, detrás de la silla en la cabecera de la mesa, un escudo de dudosa genealogía era la vista obligatoria de todo comensal invitado. El blasón, de hierro forjado y pintura sin esmaltar, constaba de tres campos tan esotéricos como caprichosos: tres pelotas con forma de cápsulas copiadas del scudetto de los Médici -una roja, una amarilla y una verde, provistas vaya a saberse de qué ocultas sustancias- definían el campo superior izquierdo; mientras que el superior derecho delineaba tres bandas, parecidas a la bandera garibaldina, ostentando un contradictorio crucifijo sin la deidad. El campo inferior era uno solo y mostraba un plano alzado a mano de Valentín Alsina, con un dibujo amarillo de su casa atravesada en su centro por una línea horizontal donde se leía "Ecuador" y otra vertical donde se leía "Greenwich". En su base, dos cordeles bordó y cintas argentinas a modo de lazo imponían la presencia nacional junto a una leyenda de sello con letras góticas doradas, seguidas de otras minúsculas latinas demasiado borroneadas, que ni siquiera don Grimaldo sabía qué querían decir.

En el marco solemne de una pretendida alcurnia que el escudo no contemplaba, el cantonés, no desafecto a los placeres de aquellas cortes, acentuó en esos días sus extravagancias de hombre poco distinguido. ¿ La Madame del Kimono se habría equivocado? Con rostro más preocupado que severo, se preguntó por la identidad y la procedencia del vaticinio que lo sindicaba como el elegido. Un arrebato esperanzado de éxito le devolvió tranquilidad, pero, ¿y si fracasaba? Pensó en la muerte y en la resurrección; Dios sabe que no quiero decir nada, pero ella lo vio; el as de oro estaba sobre la mesa. El miedo sobre aquello que Dios no quiere que así sea le dio escalofríos, pensó en recluirse, mantenerse fuera de toda tentación. También por esos días pensó en ser sacerdote y llegar a Papa, cosa que lo llevó a hablar de cosas tristes y edificantes.

Aprender a vivir como un elegido era aprender a morir de igual manera. En esa convicción grandilocuente, mandó también a construir un féretro de nogal oscuro, amplio, con herrajes plateados, para lucimiento de una delicada mortaja de seda color marfil y tres almohadillas magníficamente blandas.

Un féretro, por diseño, puede navegar. Lo ubicó, cerrado, en la pared que enfrentaba al escudo, desprovista en parte del revoque fino y cruzada por una grieta que, en más de una ocasión, resultó una herida narcisista para sus pensamientos de grandeza. La grieta no cerraba por sí sola, ni era una enfermedad que se venía a manifestar justamente ahora. Decidió taparla y para ello nada mejor que encargarse un retrato. Un retrato, sí. Se dio cuenta de que eso lo había impresionado siempre.

El almacén y bar de Eusebio era el punto obligado de cualquier reunión para aquellos que nunca cruzaban el río. Los parroquianos se juntaban allí para jugar al tute cabrero y escuchar en disco de pasta a Merentino cantando con la orquesta de Troilo, o los revolucionarios discos de vinilo que, desde los parlantes adicionados al Wincofon, dejaban escuchar la voz del Tarateño Rojas.

Se está poniendo de moda

en toda la Capital,

el vaivén del zucu zucu

zucu zucu te voy a dar…

El lineal ir y venir de los versos y los naipes permitía sobradas muestras de crudeza verbal y burla en los juicios, cosa que siempre terminaba lastimando a alguien. Gauderio No Hallado insistió con la historia de los guerrilleros. Habían robado un camión de Obras Sanitarias de la provincia y lo condujeron por la ruta que va desde Catamarca a Lujan, donde se encontraron con otros guerrilleros llevados allí por un camión de gitanos. El operativo fue en Frías, tres armas para ocho personas: una ametralladora PAM, una 45 y un 36 corto; después del asalto, al mando del Uturunco, el Taño, Polo, Búfalo, Rulo, Azúcar y el Mejicano se internaron en el monte; los diarios anunciaron más de mil seiscientos allanamientos. Restregándose las manos y dele frotarse las rodillas, desafiaba las inclemencias de un invierno recién llegado, por demás duro, al que acusó de expoliador igual que el dueño de la barraca; sin olvidarse de aclarar que las cosas dejarían de ser así, que sin duda iban a ser mejores, que en poco tiempo tendría más noticias sobre los alzados.

Los presentes no entendían mucho lo que escuchaban de boca del moreno, pero la sola mención de los Uturuncos hizo que las ventanas del bar se agrandaran levemente, ampliando los resquicios del vano, dejando entrar con los vientos del noreste aires de un mundo que, paradójicamente, por fuerza de una mística todavía no corroborada en sus almas, los hacía respirar más expansivos. Las ventanas crecieron, las paredes se limpiaron solas imprimiendo una claridad inusitada y las yemas de los dedos, que se deslizaban por manteles de papel, ahora lo hacían sobre bordados cabrilleantes, con motivos de lunares celestes suspendidos, tan almidonados y sedosos, que alguien brindó desde cárceles arcaicas por los esclavos. Las copas estaban más llenas y con mejores alcoholes; a tal punto que Eusebio comprobó cómo su vino común, convertido en un frutal elixir reserva sin arenilla ni lastre, bajaba suave por su garganta y aquello que antes sólo era quemazón, ardor en la boca del estómago, era ahora un suave chardonnay de delicado y prestigioso mosto.

Los campamentos de los Uturuncos estaban en Tucumán a la vera del Cochuna, un río helado que baja de las altas cumbres despeñándose por las laderas abruptas de las montañas, enmarañadas de bosque; un balcón semicircular que asomaba a un profundo abismo verde. También estaban en la Cuesta de Zapata, en la Sierra de Belén, en Catamarca; subían y bajaban faldeando el cerro, esquivando el cerco hecho por piquetes de policías y soldados.

Mientras Alhaja y Uturunco bajaban para establecer el contacto que habían perdido, se supo que un grupo se bandeó y cayeron detenidos, dicen que el menor contaba con quince años. El comandante Puma en tanto resistía en la selva y, seguro, junto a Zupay y los que quedaron agarraron las cosas necesarias, armas y documentos, para tratar de eludir el cerco policial. Creyeron que el grupo se dirigía a Catamarca y se extremó el patrullaje, pero subieron hacia el norte, a unos tres mil quinientos metros de altura, en la zona boscosa que ofrecía cobertura contra los vuelos. Empezaron a caminar, y a caminar, y a caminar forzando la marcha y, en un día, recorriendo cincuenta kilómetros, bajaron a la zona del ingenio Providencia donde fueron protegidos en casas de obreros y luego les dieron refugio en el prostíbulo de la Turca Fernández para terminar en una iglesia donde se reencontraron con el Gallego.

Se dice también que los hay en Santiago del Estero, describe Gauderio, que hablaba del tableteo de las ametralladoras, cifradas onomatopeyas de una lucha encarnizada entre árboles gigantes en los que a su sombra florecen lirios rojos.

Bajarán desde allí, prosiguió, la tarea era convocar a la resistencia y convertir el barrio en zona liberada, ya que éste sería el paso neurálgico y obligado de las fuerzas irregulares; ¿y los terrenos?, preguntó Eusebio; ¡qué importan ahora los terrenos!, ¡los expropiaremos!, gritó el profesor entusiasmado. Ellos bajarán por todas partes, discurría Gauderio, mientras Julia sacaba de la heladera de hielo un delicioso espumante tipo chianti. El vino entonó la garganta y los genitales del Vasco: el buen alcohol hace de las bombachas de las mujeres bolsitas húmedas, pensó, mirando a la Te tona; y decidiéndose, compulsivo, volvió rápido a su casa y despertó a su mujer.

Hay que estar preparados, esto no lo puede derrumbar cualquier mal tiempo, quizás el último tramo lo hagan por el Riachuelo, especulaba Gauderio, quizá vengan por el agua como los peces… ¿y el almacén?, ¡qué importa ahora el almacén, Eusebio! ¡También lo expropiaremos!, se escuchó, cuando sobrevino la carcajada general. Los hurones corrieron a su escondrijo. La rutilancia era completa, los caireles de una araña de dieciséis lámparas cambiaron la calidad de las luces que antes daban los tubos fluorescentes. Pepe Saldívar se quejó de los oídos y se metió el meñique tratando de llegar al tímpano para serenar un zumbido pegajoso que amenazaba dejarlo sordo.

El jolgorio místico se interrumpió cuando Ramón comentó, ante el entusiasmo general, que en el piringundín de la calle Rivadavia, las chicas tienen vestidos nuevos y en el frente hay un cartel luminoso que reemplaza al de chapa, en el que puede leerse con intermitencias mayúsculas la palabra BOITE.

La mayoría de los hombres conocía a las chicas que trabajaban en el keko. Era más barato y se podía exigir. Salmuera, el dueño, las tenía cortitas y si hacía falta era pródigo en cachetazos. Pensaban, con algún criterio, que Anahí iba a terminar conchabada allí, que la vendería como al niño. Era virgen y el himen es una tela que cotiza bien a las mujeres en cualquier parte del mundo.

Todos dejan la mesa y salen apresurados a comprobar el cambio. Eusebio no fue de la partida; pasado de alcohol, siguió disfrutando de su añejo elixir y soñó por primera vez con un gran cartel cuya fuerza cortara de un solo golpe lumínico la oscuridad del río.

III

Me acomodé bajo el ventanuco de la pensión para revisar papeles relacionados con Esther y escribir impresiones tan íntimas que no sabía si se trataban de un sentimiento o de un sentido. Ella no estaba, viajaba mucho; el único recuerdo lejano es una vieja, llevándome en brazos al Hospital de Niños en el tranvía; y el niño mirando, por el vidrio de la luneta trasera, el trabajo del guarda para colocar los brazos metálicos y paralelos en los rieles. El chisporroteo de la electricidad impresionaba como bengalas despedidas hacia todos los costados, me hacían abrir bien grandes los ojos. Nunca supe si ese viaje lo hacíamos un lunes, un jueves o un domingo; sin embargo, en aquella época, la noción del tiempo comenzó a filtrarse en mi infancia.

Toda búsqueda en sus generalidades es dudosa. Me doy cuenta de que pienso según mis palabras y no según mis ideas, el principio del placer tiene en la poesía una insistencia particular. Mi época discute sobre la apropiación del relato anecdótico para la ficción, la consecuencia de "relatar" o "describir" para mostrar los verdaderos movimientos de la vida. La exigencia del "plan", "las combinaciones de efectos", los problemas relativos a los datos, "los cálculos de fondo" y el orden anecdótico, es decir, la organización de la materia a tratar en un orden temporal, me gustaba menos; quería elegir bien las palabras, resolver los problemas de nominación. Comprendí que estaba en un mundo donde no era el único que buscaba. La búsqueda guarda el anhelo de llegar, pero también se puede llegar a ninguna parte.

Sin duda, el ningún lugar, el "para nada", era el mejor recurso tanto de quien busca como de quien escribe. Llevaba ya más de ocho meses sin poder desentrañar el motivo que me trajo. Recuerdo lejos una abuela delgada, vestida de negro, a paso ligero conmigo en brazos esquivando lo seco y lo mojado, limpiando con la pollera los vidrios empañados de sus lentes. No recuerdo si la vieja justificaba o renegaba por la ausencia de Esther, pero su ausencia es la que despertó en mí la noción del tiempo.

La imaginación se ligó a lo finito y entonces el niño dio su primer paso mortal.

Aunque de entrada don Grimaldo no le comentó la totalidad de sus planes, Ramón intuía que el tema que se traía el cantonés era tan misterioso como para no preguntar de más; sobre todo porque también estaba el "profesor" y porque don Grimaldo apeló a un falso espíritu comunicativo para describir trivialidades que no coincidían con su verdadera intención.

Serrao desatendía con disimulo la perorata, pero Ramón trataba de descifrar algún indicio; los nervios le dieron al marinero más agudeza y sensibilidad; su poca altura y delgadez parecían ponerlo en permanente estado de tensión, igual que aquellos animales siempre atentos a la descarga de una escopeta del 12. Sentados a la mesa, cada uno a su manera, pensaban en oler algo.

Si no hay confesión no hay conflicto. Don Grimaldo habló de maniguetas, marchapie de gavía, eslora, burda del mastelero, y contó anécdotas costeras, añadía historias que le contó el profesor sobre Hipólito Bouchard, alférez de la incipiente armada, que se hizo corsario del gobierno del Río de la Plata, llevando a cabo operaciones piratas, apoderándose de naves surtas en los puertos del Caribe, hasta hacer flamear el pabellón argentino en las costas de la Florida.

Ramón lo comparó con el Corto Maltés.

Serrao, haciendo gala de sus conocimientos, agregó que el francés fue el arrojado granadero que, en la batalla de San Lorenzo, arrancó la vida del abanderado y la bandera enemiga que San Martín entregara luego como trofeo en Buenos Aires. El cantonés llegó más lejos en su marinería, navegó con los conquistadores en bergantín, se hizo testigo del avance sobre los Carios en la ciudad de Lambaré, estaban allí, a tiro de arcabuz. Contaba de manera entusiasta, enfático, superponiendo dichos como que el río tenía un corazón, que se trataba de una vena marrón con salida al naciente… que algo latía allí…

Ramón entendió que era el momento de preguntar, pero no se animó. El cantonés tenía en su rostro la felicidad evasiva de quien guarda un buen secreto.

– Bueno, usted dirá…

– Necesito una embarcación.

Salvo la verborragia de don Grimaldo, la cosa no tenía nada de extraño. Ramón se aburría con la charla, le parecía un verdadero dislate; pero intuyó, con cierta complicidad de ánimo, que la embarcación era para algo más que un paseo. La ginebra y la historia corrieron parejas; en confianza, le acercó la botella y le ofreció al suizo una copa, otra, luego otra y otra más, esperando que el perdigón se disparara solo.

No llegó Ramón a preguntar el para qué, cuando el cantonés se desvió de los apuntes de la historia y se largó a hablar.

– Se trata de encontrar un tesoro, Ramón, como cuando éramos niños, pero un tesoro de verdad.

Ni la más mínima alarma lo detuvo. La voz de don Grimaldo se adelantaba a sus pensamientos sin ninguna dirección, diciendo que había mucha plata de por medio, oro tan antiguo como el sol, oro que el agua usa como sedimento junto con el barro y otros elementos calcáreos; oro convertido en un inmenso caracol depositado en el fondo, que el agua vuelve tan maleable y tan blando con el paso de los años que se puede tragar; nos vamos a hacer buches con él, dijo, con cara expresiva y feliz, como quien no necesita saber nada más de sí. Va a poder tener una casa de material, rápidamente se distinguirá del chaperío asentado alrededor de un futuro cada vez más incierto; le va a agregar unos terrenos para plantar y mejor que eso, va a dejar el río y hacer jardinería. Va a vivir de rentas. ¿Rentas? Sí, no va a trabajar más, hombre; hay que conseguir un buzo, alguien que sepa nadar bien, que pueda caminar por ahí abajo; debemos hacer todo en silencio, Ramón; mantener la boca bien cerrada, hablar lo necesario sobre el río y nada de nuestros planes. Ramón asintió y le ofreció una última ginebra que don Grimaldo, por cortesía y como forma de sellar el secreto, aceptó, levantando la copa por ellos y por el profesor, quien, extrañamente para Ramón, brindó por el general Belgrano.

La inversión, la verdadera inversión, comenzaría después del brindis. Arreglaron los porcentajes, setenta y cinco por ciento para él que financiaba la expedición y el resto para el marinero. Serrao se descartó solo, no iba a participar del viaje; lo suyo era vocación, amor a la historia y además, su asesoramiento en el posible hallazgo le permitiría jerarquizar su trabajo frente a la academia, una especie de venganza personal con los historiadores de la "capilla".

Don Grimaldo extrajo de su bolsillo un pequeño paquete hecho con papel de diario y dejó en manos de Ramón parte de sus ahorros para contratar no ya una chalana, sino una pequeña balandra bautizada La Pepa y también, por consejo del marinero, a un buzo de origen irlandés que sabía trabajar en la Isla Maciel en el tirado de cables eléctricos que pronto, muy pronto, llevarían luz a los barrios más bajos.

El cansancio se apoderó de los tres. El profesor Serrao, con el entusiasmo de un licor obstinado, les detalló la muerte que en el "baile de los mendigos" le diera el capitán Abriega al comandante Mendonça, allá en Paraguay, para hacerle luego una molestísima guerra de guerrillas al mismísimo Irala. Tras el comentario se quedó dormido sobre la mesa.

Ya de madrugada Ramón se fue. ¿Hizo bien en contarle? Si el marinero abría la boca echaría todo por tierra. Estaba inseguro, el secreto explicitado es un corcho en el agua y en breve, fácil, puede salir a la superficie. La idea de encontrar el tesoro podía tentar a algún aventurero. Temió no dormir, se preparó una taza de passiflora y mientras bebía, anotó en la lista de las compras "reforzar con tilo"; se venían días de mucha ansiedad.

Pensó por un momento en los ojos de la Madame, no podía entender la videncia sin imaginar esos ojos abiertos, moviendo en el vacío el sentido de apropiación, si no ya del cofre, al menos de la videncia; buscó legitimar cada palabra, manteniendo viva la codicia y la no menos comentada lascivia del general Rondeau que, después de todo, como dijo el profesor, era un afrancesado; es decir, culturalmente un colonizado, y ya sabe uno cómo terminan las campañas que inician generales como éste.

La operación Frías se cumplió a la perfección tal cual fue proyectada. Lo mismo sucederá con las próximas. Nadie espere de nosotros operaciones diarias ni golpes espectaculares, pues nuestra misión es liberar definitivamente a la nación, y ello es una tarea larga y penosa. Hasta ahora sabemos de golpes y malos tratos a los compañeros que cayeron. Si confirmamos los malos tratos, los cobraremos oportunamente. La lucha recién comienza y termina con el regreso del General Perón a la Patria. Nosotros no hacemos discriminación ideológica respecto de los que quieren ser combatientes por la liberación de la Patria. Nuestras banderas alcanzan al ochenta por ciento de la población, que en su diferente condición social pueden y deben participar de la lucha. Comandante Puma, El Churqui, 1959.

El comunicado mimeografiado pasó de mis manos a las de ella. Caminábamos calle abajo hacia el almacén de Eusebio; en pleno mediodía decidimos protegernos debajo de un plátano de copa voluminosa. Quedamos muy juntos, el pudor la hizo vacilar. Para un porteño los lugares que citaba el comunicado parecían lejanos, otro país; pero a la Tetona, que todos sus amigos consideraban demasiado carnívora, El Churqui le sonó a comida.

– El Churqui es una localidad, Tetona -le aclaré sin saber dónde quedaba.

La Tetona dormía seguido con don Grimaldo, sabía parte de sus manías personales y estaba acostumbrada a los delirios; quizá por eso no se dejaba impresionar por el conocimiento de nadie. Mientras leía percibí que el plátano florecía en un tris cobrando verdes, dorados inusuales; una brisa de calor acompañó la complicidad; sus pechos comenzaron a inflamarse y sus muslos, descarados, con la fuerza de las bacantes, rozaban en su ropa interior, ahora de raso azul italiano y finas puntillas de seda negra; era una Nini Marlene vernácula, Mecha Ortiz, invitándome a desviar el camino con un gesto tan sensual como sugestivo.

Llegamos rápidamente hasta la puerta del Irupé. Enhiesto, el oscuro pezón quedó entre mis labios; la urgencia marcaba el camino de mi lengua. Veinte minutos más tarde, estábamos desnudos en el bañito del fondo, mojándonos en la improvisada ducha hecha con un balde agujereado.

– ¿Qué es una épica? -preguntó sin que mediara razón alguna.

Para desembarazarme, no sabiendo discernir en forma sencilla el tema, gesticulé levantando el cuello y montando los labios uno sobre otro; sus ojos, cada vez más felices, demostraron no saber y que, además, no le importaba.

Me confesó que días antes, en la cama del profesor Serrao, hizo la misma pregunta…

– Algo así como decir que el General es el Cid Campeador -le contestó el profesor.

Días más tarde, la Tetona hizo la misma pregunta entre las sábanas de Zarza.

– Algo así como decir que Fidel Castro es Espartaco -sintetizó.

No pudo terminar con su intriga, porque nada conocía de ninguno de los dos. De ninguno de los cuatro.

No pude decir que mi encuentro con Gauderio fue exactamente casual, pero algo de eso había. Nunca hablé de política desde los sentimientos, lo había hecho con intelectuales que adulteraban la emoción clasista con un desapego formal y una distancia, que desde su privilegio de "pensadores progresistas" enclaustraban a los obreros en un gueto cultural; artistas ligados al existencialismo que discutían el estreno de Los secuestrados de Altona coincidiendo con el compromiso del arte para con las causas de liberación nacional, como era el caso de Argelia, ya que bien enterados estábamos de los métodos del coronel Massu que aplicaban allí los paracaidistas franceses. Luego de la cita obligada de Fanon y Reich nos sumergíamos en las encantadoras delicias del carpe diem. En estas charlas ni la revolución ni el sexo resultaban urgentes, sino que eran signos civilizadores contra aquello que no dudábamos en llamar el establishment. No tenía conocimiento de la cotidianidad, lo que se llamaba praxis y que, en el fondo, me hizo sentir como un chef al que lo mandan a lavar las ollas.

Lo reconocí de inmediato mientras sacaba el boleto, estaba en la segunda fila y me saludó levantando la mano. No reconocí en él al héroe. Dejó el asiento para poder conversar saltando un molesto intermediario que mantuvo los ojos en el diario sin preocuparse. De pie, soportando los barquinazos, me preguntó si había leído el panfleto y comenzó a describir la ruta por la que, de seguro, andarían los Uturuncos. Algo ligado a la acción nominativa de la demostración generaba un clima distinto. No atiné a contestarle. Me comentó que se hacían estallar algunos "caños" de fabricación casera, a los que me atreví a otorgarles un poder un tanto inofensivo pero de alto valor emocional: pólvora prensada dentro de un bulón más la sal gruesa fría. Sabotaje tras sabotaje, para apoyar a los compañeros y responder a la represión que desde hacía cuatro años se había instaurado, "caños" que acompañan y refuerzan la gelinita que llegaba desde las minas bolivianas a Jujuy, donde se la colocaba debajo de los vagones hasta Tucumán para ser distribuida por todo el país.

Me comentó también que a principios de año se desató una huelga de aquellas y en la Capital, un enorme sector de la ciudad, comprendido entre las Avenidas Olivera y General Paz, que abarcaba los barrios de Mataderos, Villa Lugano, el Bajo Flores, Villa Luro y parte de Floresta, fue ocupado durante cinco días consecutivos por obreros y jóvenes que se sumaban a la lucha; cortaron totalmente el alumbrado público de la zona, voltearon árboles para obstruir calles y aprovechando el adoquinado levantaron barricadas en las avenidas de acceso; de esta manera, al amparo de la oscuridad total, los grupos combatientes pudieron moverse con relativa facilidad y neutralizar la acción del ejército.

Desconocía los lugares que nombró; el micro, sin suspensión, parecía quebrarse a cada barquinazo. Se acomodó el peine o los documentos en el bolsillo trasero del pantalón y mencionó que se venía otra igual, acá en el sur, a la que se sumarían los Uturuncos; para alquilar balcones dijo, suponiéndolo un espectáculo imperdible para alguien que escribía. Me preguntó, rascándose la cabeza, si podía darle una mano. Entendí que su deseo era que escribiera o corrigiera algún comunicado, pero no: la cosa era otra, comentó que algunos sindicatos, sobre todo los menos intransigentes, tenían trabajando a suboficiales del ejército que se habían plegado a la lucha clandestina, pero no se fiaba de ellos. Necesitaba de alguien que no conocieran para esperar unos impresos, él me diría tiempo y forma; yo le caía bien y no deseaba enterarse de mi nombre ni mi circunstancia; lo mejor era alguien que no tuviera apariencia de pobre, evitando poner en evidencia el envío.

El colectivo aminoró la marcha, se me ocurrió preguntarle por qué depositaba tanta confianza en alguien que había visto una sola vez. Se sonrió y dijo, aunque no con estas palabras, que intuía mi debilidad por las causas justas y que además él era un baqueano en viajes hacia lo extraño.

Me bajé tres cuadras antes de la pensión camino a la farmacia.

No era un lugar altamente concurrido, estaba mucho más cerca de ser una herboristería que una farmacia, como el consejo de profesionales exigía; no faltaba la carqueja para los bronquios, el té sedante de manzanilla, la muña muña, la cola de quirquincho para la virilidad y otro montón de pastos sanadores; bien podría haber sido una casa de especias, un campo perceptivo para los olores de este lado del mundo.

Ese día el viejo Zarza reetiquetaba los frascos color caramelo cuando la Rupe, acompañada por la Tetona, entró en la botica dispuesta a comprar unas gotas para los oídos del Pepe Saldívar, que después de una charla con Gauderio y un desconocido, no pudo quitarse un ruido extraño, parecido al zumbido del moscardón, que no lo dejaba dormir.

– Necesito un preparado pa' las orejas.

– Cómo no.

Aprovechó mi extranjería y la desaparición de Zarza tras la cortina floreada de narcisos rojos sobre fondo blanco, que dividía el despacho al público del laboratorio, para comentarle a la Teto na lo del sobre blanco.

– Una carta, sí, ella asegura que adentro del auto estaba el embajador en persona que no quiso verla.

– ¿El embajador?

Serrao, al que la abuela Juana recomendó largar la peperina si quería tener contenta a alguna hembra, golpeó la vidriera mirando hacia adentro, indiferente a la presencia de las mujeres.

– ¿Cuánto es? -dijo la Rupe extrayendo la plata del delantal que llevaba puesto, para retirarse mientras contaba las moneditas del vuelto.

Con un gesto de Zarza, Serrao se mandó para los fondos, dando un buen día altisonante y saludándome muy afectivamente. Nacido en Lobos, librepensador y melómano, el profesor vivía de dar clases particulares, jactándose de enseñar a pensar y que justamente por eso, por pensar, jamás alumno suyo aprobó en las escuelas oficiales. Se autoproclamaba investigador y revisionista, e intentaba demostrar por todos los medios la existencia de la batalla de El Saucecito; polemizaba sobre la historia con quienes denominó despectivamente de "la capilla", con una parafernalia de argumentos que pensaba documentar oportunamente. Fue en El Saucecito donde las tropas federales, al mando del general Estanislao López, derrotaron en el litoral santafecino a los unitarios que comandaba Luciano de Montes de Oca; una batalla que demostró la picardía de los "panzaverdes", vencedores tras enfrentar una mayoría desprevenida y, sobre todo, por las estrategias del protector confederado. Escuchábamos este aspecto de los hechos, que según su mentor necesitaban de un revisionismo exhaustivo que la historia oficial negaba, al desconocer la existencia de una localidad llamada El Saucecito y sosteniendo que Luciano de Montes de Oca era jefe naval.

– ¿Usted ve la historia como otra forma de la literatura?

– O viceversa -se sonrió-. No es para tanto, joven.

Comenzaba a impacientarme, estaba estupefacto por la tardanza, deseaba llevarme un antibiótico; el clima, lo seco y lo mojado, había hecho estragos en mi organismo, no sabía si exigir o suplicar que me atendiera; Zarza se desacodó del mostrador y me hizo señas minuteras. El profesor, atendiéndose solo, abrió la vitrina y extrajo un frasco de Bálsamo del Perú, que alejó rápido de sus ojos para sobrellevar mejor la presbicia en su lectura. Comentó sin suspicacia que, gracias a su prestigio personal como historiador, recibió un llamado de don Grimaldo para cenar en la casa de fachada amarilla, que le habló a medias de no sé qué cosa secreta sobre Belgrano y de unos cofres aparentemente sin importancia. Su amor por la historia lo llevó allí. De todos modos y aunque él era un escéptico, asistiría a una segunda cena, con la esperanza de que largara menos disparates y más datos, haciéndonos reír de los gestos ampulosos que acentuaban la demagogia de don Grimaldo al hablar de faraónicos hallazgos y nobles proyectos con una seducción grandilocuente, contrapuesta al escarnio que producía la pinza de depilar que el cantonés se metió en las fosas nasales para quitarse unos pelos largos y negros francamente desagradables; una conjunción de humedad mucosa y pilosa, comentó descriptivo, en la que preparó la descarga del estornudo.

– Una verdadera charla al pedo -remató.

Mientras le cobraba, Zarza agregó que no se preocupara por lo de la abuela Juana, ella no estaba capacitada para diagnosticar ni siquiera un resfrío. Esas brujas creían saberlo todo, pero carecían de drogas y laboratorio para una alquimia sofisticada.

– Venga a verme cuando quiera, joven -me invitó-, estoy en el Irupé.

Serrao estaba por cruzar la puerta cuando el farmacéutico, trayendo mi pedido, le preguntó.

– ¿Y si lo de los cofres es cierto?

– Cuando falta poder y sobra tiempo, se piensa en cualquier cosa… fíjese, hasta hay gente que escribe -dijo soltando una carcajada-; mire, todos esos generales de la independencia eran putos viejos, pero sabían lo que hacían; es improbable que Belgrano, uno de los pocos maricones de laya, hubiera devuelto esos cofres al gobierno del Río de la Plata sin incautarlos, al menos en parte, para comprar hierro y fundir armas para la revolución.

– ¿Belgrano era puto? -preguntó Zarza sorprendido.

– Belgrano solo, no. Todos los héroes son putos. Para ser héroe hay que estar decididamente del otro lado. Y si no, mírelo a su amigo Fidel Castro.

– Usted tomó ajenjo -le reprochó Zarza.

– No -dijo Serrao-, tomé un vino mientras charlaba con Gauderio, un cabernet tan pesado como esos cofres de los que habla don Grimaldo.

Ramón pasó a buscarlo por su casa muy de madrugada en un Rastrojero IKA cargado de palas de distintos tamaños, lámparas de querosén, ganchos, cables eslabonados, cuerdas de acero y otro montón de elementos destinados a la búsqueda, la seguridad y el rescate. Conocía la casa de fachada amarilla que hacía esquina con los terrenos tomados. Cuando detuvo el motor en la puerta, don Grimaldo, impaciente, le ordenó subir los pertrechos. Comenzaba la expedición, cargaban y enumeraban las cosas una a una, temían olvidar algo que los hiciera perder el día.

El Irlandés los esperaba debajo del puente con el bolso entre las piernas y restregándose las manos para evitar el frío. Si es cierto que los hombres cambian con el tiempo su apostura y sus olores, lejos estaba el buzo, subido a la escotilla con su chaqueta raída, los botones colgando a modo de condecoraciones y la petaca de grapa a punto de extinguirse, de parecerse al almirante Brown; aunque seguramente los unía, por origen, un catolicismo consuetudinario.

Don Grimaldo explicó la ruta a seguir. Comenzarían justo allí, debajo del puente, haciendo los descensos desde un bote, que la draga remolcará, removiendo lentamente el lecho del río.

– ¿Qué hora es? -preguntó don Grimaldo.

– Five o'clock -dijo el Irlandés.

– ¿Qué hora?

– Tea time -reafirmó.

Para el buzo siempre eran las cinco, es decir, la hora de empinar una grapa; no conocía otra manera de calentar el cuerpo para entrar en el agua.

Al borde de la ribera se encontraba La Pepa, una balandra de soldaduras sólidas, pintada de celeste y blanco, a la que le colocaron un motor de escasa potencia, reciclándola como draga. Disponía de espacio para dos marineros y un práctico. Una trinidad acuática ocupó la cabeza del capitán cuando, leve, el viento sudeste desacomodó su pelo acariciándole las mejillas y dándole a su gesto algo que los otros, sin hablar y sin saber, reconocieron como épico.

El primer paso de la draga removió siglos. Don Grimaldo Schmidl pospuso sueños para hablar de presunciones. Los sueños podían partir de cualquier lado, pero las presunciones debían hacerlo desde conjeturas y formas equilibradas: inflexión en grado cero; y qué mejor comienzo que el centro debajo del puente donde lo determinó la videncia.

Cada vez que el Irlandés sacaba la cabeza del agua meneando una negativa, don Grimaldo indicaba más a la derecha o más a la izquierda, clavando su gesto sobre el centro del río. Ramón prendía o apagaba el motor de la draga siguiendo las órdenes de mando que, pese al esfuerzo conjetural del capitán, eran un cálculo sin dirección donde los centímetros o los metros podían llegar a ser kilómetros. El Irlandés volvió a asomar la cabeza repitiendo el gesto negativo. Luego de seis horas se decidió terminar la búsqueda, el cantonés propuso que la próxima semana trabajaran sobre millas, sobre medidas inglesas, que por algo eran los mejores marinos de la historia.

Cargaron las cosas en el Rastrojero, el frío los había vencido; viajaron en el más absoluto silencio, concentrados, aunque ya con cierta lejanía, en la borrasca del río. Para don Grimaldo, ensimismado, las bocacalles se sucedían maquinalmente, sin notar las cenizas que caían sobre su pantalón; el Irlandés pidió que se detuvieran y bajó, cerrando de un fuerte golpe la puerta del vehículo. El invierno de junio suavizó la temperatura y a los pasajeros. Don Grimaldo viajaba en silencio, tenía preguntas enormes, estallaban en el adoquinado. Ya abajo, saludó el arranque de la camioneta; la mano de Ramón, fuera de la ventanilla, se perdía con las primeras sombras del crepúsculo.

– Ahora sé cuando sé -se dijo en voz alta.

Cualquier reflexión a los oídos del buscador resultaba una paradoja y a esa altura cualquier paradoja era puro veneno. Él apostaba a la intuición, Ramón apostaba a su imaginación, el Irlandés, estaba seguro, sólo a la paga.

IV

El Uturunco, también llamado Runa, era un hombre-tigre. Se trataba por lo general de un viejo indio que en horas de la noche se convertía en jaguar, revolcándose en la piel de este animal. Aparecía comúnmente en los caminos y atacaba por sorpresa a la víctima, ciego de furia, despedazándola con sus garras. Sus correrías duraban hasta el amanecer, hora en que recuperaba su forma, y si alguien lograba seguirlo comprobaba con sorpresa que las huellas de sus pezuñas se convertían en pisadas humanas.

Dicen que el diablo, a cambio de su alma, le entregó una piel mágica y que su odio estaba ligado a las injusticias sociales recibidas. Por esa razón se alejaba de los hombres y vivía entre los cerros sin otro objetivo que vengarse de los responsables de su desdicha. Cuando lo buscaban por acá, aparecía por allá y cuando lo buscaban por allá, aparecía por acá, sin que las balas le hicieran daño alguno.

Muchos mestizos se disfrazaron de tigres para cometer bajo dicha apariencia toda clase de fechorías, sirviéndose de esta vieja leyenda y acrecentando el mito. Dicen que los pobres están contentos porque saben que el Uturunco reparte lo robado entre ellos, que a los ricos les salió un domingo siete y que ya no pueden dormir tranquilos.

El dedo jugaba en el ojal del pullover, la lana se abrió deformando el trenzado del tejido; sentado en una silla de esterilla, con el dinero apretado en un puño y los pies cruzados hacia atrás haciendo palanca, yendo y viniendo hasta un poco más allá del cuadrado de la sentadera y un poco más acá de apretarse los testículos, el Checho se balanceaba maquinalmente y cuanto más nervioso, más se afirmaba en sus pies para adquirir una velocidad y una tensión inusitadas. Sentía vergüenza, pudor; bajó la mirada y escarbó con angustia el ojal de lana gris mientras ella se desvestía.

Anahí estaba molesta.

– ¿Puedo tocarla?

– No -respondió la Madame del Kimono-. Si querés, ella te toca a vos.

El Checho rehuyó de las manos pequeñas y blancas.

– ¿Y si me toco solo?

– Como quieras. El precio es el mismo.

La lana retorcida tapaba en sus pliegues la yema y la uña sucia del dedo índice que encogía o estiraba el tejido, escondiéndose y asomándose sin dirección premeditada. Anahí dejó caer su vestido rojo; sus pechos, apenas prominentes, asomaban como diminutas torres que no tenían asignada otra misión que el cuidado de un joven viñedo protegido en ese valle. Era hermosa. El Checho metió su otra mano dentro del pantalón, aplicando sentido a lo que rozaba.

El fingimiento de Anahí engendró mil sueños, todo era intermitencia volátil, suavidad, no soportó mirarla, deliró. La imagen de la niña, la bondad de la virgen, era una utopía negra, se trataba de un felino flexible que conocía sus movimientos al detalle. Checho la vio frágil, pensó que iba a herirla un poquito más; que la virgen iba a llorar, inmaculada, mientras continuaba con su operación. La tela se calentó, el miembro buscaba el exterminio o la salida.

Anahí terminó de vestirse y le dijo a su madre algo en guaraní. El pantalón del Checho tenía la mancha de lo orgánico que su cuerpo había segregado.

Las formas disgregadas recobraban sus líneas para hacer aparecer algo que, desde hacía mucho tiempo, estaba allí; la pregunta en juego tenía la apariencia de un hombre excluido, de un niño que lloraba en las faldas de la abuela y conforme a esa representación, a esa definición mínima del dolor, atravesaba un límite tan íntimo como ambiguo.

Me quedé en la pensión esperando ingenuamente que alguien, enterado de mi búsqueda, me acercara información. Tendido sobre la cama, con las manos tras la nuca, observaba en el espejo del ropero el ángulo del techo, rosa viejo, con la pintura desflecada; mis estados de ánimo habían variado con el correr de los meses, pero no dejaba que la congoja me oprimiera el pecho.

Pensé en visitar al profesor a la mañana siguiente, seguramente con él estaría de la manera que soy. Fui a la cocina y me preparé un café; con el pocillo en la mano, me acomodé debajo del ventanuco con mis escritos, releía lento buscando encontrar alguna huella, las voces que me rodeaban marcaron regiones y fronteras que necesitaba traspasar. La verdad es fatigosa y además se la odia. La mía no era curiosidad frívola, no tenía ni lo visto ni lo oído; comencé a sumar, añadir, aumentar lo relevante; aferrarme a la memoria frágil, al goce lineal de la historia que se repetía en ese viaje al hospital sobre las faldas de una vieja; el deseo de acumular experiencia me llevaba a cosas contrarias a las anteriores, la experiencia no desentraña nada por sí sola y lo problemático se mantiene tapado, escondido.

Me acosté y tomé el libro de Cocteau sobre el opio; no vomitaba bilis como él, pero "aproveché el insomnio para intentar lo imposible: describir la necesidad".

Delante de la casilla del profesor Serrao en el Irupé hay un ciruelo octogenario, rodeado por un cantero pintado a la cal. Al costado de la persiana de mimbre, en caprichoso equilibrio, un montón de objetos obsoletos y desvencijados permanecían apoyados contra la madera mal barnizada. Me llamó la atención una palangana con ropa remojándose en jabón, los grumos tomaban el efecto de la manteca cortada, se olía que llevaban muchos días allí. Desde el interior Radio Nacional dejó escuchar un piano virtuoso, extraño.

Palmeé. La voz anuente del profesor me franqueó la entrada.

– Adelante, joven -dijo, reconociendo la visita a través de las maderitas faltantes en la persiana.

Arropado, tomando un té, entre temblores de fiebre, se concentraba en un libro de Tertuliano.

– ¿Liszt?

– No, El último adiós, de Marcial del Adalid.

– No sabía que amaba a los románticos, profesor.

– Los representantes ultraterrenos.

El profesor Serrao me detuvo con su mano mientras escuchaba la caída intimista de los arpegios finales. Lo puse al tanto de mi búsqueda: la mujer debió tener más o menos cincuenta y ocho años, no muy alta, de cara trigueña; el color de pelo era dudoso, nunca supe si se teñía. Calculé que como historiador debía tener mejor registro del lugar, pero se excusó:

– No sé qué pasa en este barrio, pero todo el mundo busca seguridad en asuntos fluctuantes y borrosos. ¿Vive en la Capital?

– No. En el exterior.

– ¿Para qué vuelve? -dijo tanteándose la garganta-, la gente debe volver si realmente se espera su regreso.

Buscaba su mirada indagando, quería dialogar con ella, pero los ojos del profesor se elevaron hacia la chapa del techo. Era un hombre sensible, pero daba la impresión de que ni siquiera lograr éxito con la aceptación de su batalla lo haría saltar de la cama.

– ¿Le gusta la música clásica? Es una de mis debilidades -continuó-. Lo que acaba de escuchar no es una obra difícil ni atrevida en su concepción, el tejido nunca degenera en confusión; el piano en el romanticismo es como las velas, acompaña a esa tradición, pero si las notas no azuzan el pabilo la construcción no sirve.

No tenía esperanza de que el profesor me confirmara ningún dato.

– No hace tanto tiempo que vivo aquí, joven, aunque la relatividad marca que hace mucho que muero aquí.

Seguía dispuesto a impresionarme o seducirme con su coloquio, hablaba de variaciones infinitas, dibujando en el aire un pentagrama para mi búsqueda, señalando que no debía confundir el hecho artístico de lo que se persigue en la vida, con un mero hecho policial.

– La va a encontrar si ése es su verdadero deseo.

El deseo. Estaba decidido a contarle la historia cuando se escuchó un nuevo golpe de palmas a la puerta. Otro asentimiento del profesor dejó entrar a Saldívar. Traía un tapón de gasa en el oído y, desabrochándose el gabán azul marino, se dispuso a saludar.

– ¿Cómo anda, Serrao?

– Profesor… -sentencia.

– Me dijo Farnesio que lo venga a ver.

– ¿Quién?

Una tarjeta queda sobre la mesa y la respiración del Pepe Saldívar se vuelve más distendida. Serrao nos presenta, pero Saldívar interrumpe precisando que ya me conoce.

– Lo vi hace unos días en lo del Eusebio.

– ¿Farnesio? -pregunta Serrao volviendo a lo suyo.

– El hombre es escribano público y asesor del Ministerio del Interior, trabaja directamente en el Plan Conintes.

– ¿Un plan continental…?

– Déjese de pavadas, Serrao: "Conmoción Interior". ¿Entiende? Aunque esté vestido con esta pinta, no me confunda con esos negros de mierda, no mueva la cabeza, profesor, son "tetes nuar", por eso están proscriptos. ¿Gauderio?, no es por él que estoy acá; de ese cocoliche, Farnesio y su gente saben más que usted y que yo.

A Gauderio le debe un zumbido, que se le instaló en la oreja derecha y que cada día le resulta más difícil soportar.

– Una mecha de taladro -dice, ojeando los cigarrillos importados que dejé sobre la mesa-; a tipos como ése la autoridad no les significa nada. No me confunda, Serrao, tengo la camisa arrugada y la corbata un poco sucia, nada más; si usted nos hace un favor, nosotros, quiero decir…

– No entiendo.

– Farnesio se lo pagaría muy bien.

El mediodía pega en la ventana de la casilla, Saldívar hace visera con las manos sobre los ojos entrecerrados para mirar al profesor, exagera y se aprovecha de esa situación.

– Farnesio sabe que usted anda con don Grimaldo y don Grimaldo anda en algo… -dijo frunciendo el ceño -; ahí tiene la tarjeta, profesor, llámelo…

Dicho esto giró hacia mí y a boca de jarro descerrajó el nombre de la mujer.

– Esther, ¿no?

– Sí -respondí sorprendido.

– Yo no preguntaría tanto, es un nombre muy judío como para no estar fichada… quizá por unos pesos…

Se abrochó el gabán y alisó las solapas, abundantes manchas trazaban un paisaje tan desagradable como la visita; le extendió la mano al profesor sin que éste le correspondiera el gesto.

– El "tete nuar" es lo de menos -dijo, invocando a Gauderio-; cuando le conté a Farnesio lo de la otra noche, me dijo que no me preocupara, que un milagro siempre termina en una crucifixión.

Se nos acusa de ser terroristas, de emplear métodos guerrilleros de inspiración comunista a través de las doctrinas de Mao Tsé Tung. Y respondemos que, como los miembros del Honorable Consejo no ignoran, la guerra de guerrillas no es un invento comunista, sino que es vieja, como el arte de la guerra. Ya Vercingetórix, el gran caudillo galo, combatió a las legiones romanas de Julio César con este método. Es que siempre que un pueblo se ve invadido por fuerzas extranjeras superiores, recurre a la lucha popular por excelencia: la guerra de guerrillas. En nuestra patria, el general Martín Güemes y sus dragones infernales guerrillearon en forma eficaz y magistral contra el invasor godo. ¡Y qué son, si no la más perfecta y acabada expresión de la guerra de guerrillas, aquellas heroicas y bravías montoneras que siguieron a José de Artigas, al general Quiroga, al general Francisco Ramírez, al brigadier Juan Facundo Quiroga, al general Ángel Vicente Peñaloza, al general Felipe Varela, al coronel Santos Guayama, al general Ricardo López Jordán y a tantos esforzados caudillos para defender a punta de chuza y tacuara la integridad de nuestros territorios y las autonomías provinciales! Debe buscarse entonces la inspiración de nuestros métodos guerrilleros no en los libros de Mao Tsé Tung, sino en la Guerra Gaucha, de Leopoldo Lugones. Uturuncos (¿?), El Lachal (¿?), 19…

O uno creía en la causa de los pobres o, como decía el profesor, Gauderio tenía mucho poder de convencimiento. Me ofrecí por única vez para recibir los panfletos. Fumaba en la parada cuando una mujer, que era mi contacto, bajó del tranvía y dejó en mis manos un paquete; era mi primera prueba en una misión, me recomendó calma y sobre todo entereza. Recordé un comentario de Zarza sobre los republicanos catalanes. Antes del combate se alentaban con estas tres palabras: "ánimo, valor y miedo". Debía llevar lo recibido a la barraca, se lo entregaría, subrepticiamente, al Vasco; la cosa estaba difícil, la visita de los cubanos le puso los pelos de punta a más de uno en el gobierno central.

El frío parecía concentrarse en esa esquina, el informe verbal de la mujer continuó: ya se dispuso la entrega de la CGT, así que, seguro, el Lobo, Rosendo y otros compañeros nos representarán, pero no hay que confiarse, se sigue en estado de alerta; Zabala Ortiz se bajó de los aviones que bombardearon Plaza de Mayo y se subió al discurso antiimperialista; pero el más peligroso es Toranzo Montero, que en otro intento golpista anda por el sur y se tuvo que mandar la gendarmería para ayudar a la policía provincial.

Nervioso, intentaba guardar los panfletos en el bolsillo del sobretodo, temblaba atemorizado. Ella se rió, dijo que me sacara los guantes, que así iba a ser más fácil.

– ¿Y los Uturuncos?

– Han incendiado una gomería en Concepción, pero falló la toma del cuartel de bomberos. La última acción fue registrada en Tafí del Valle: si logran quebrar el cerco seguramente se dirigirán a la selva, el impenetrable chaqueño -me explicó-, Gauderio dice que quizás elijan venir, por el camino de Mate Cosido o del Gaucho Lega, con ellos nunca se sabe…

– ¿Llegarán?

– No hay tiempo que perder -continuó sin responderme-, debemos movernos rápido. El comandante Puma sabrá en qué momento lanzar alguna nueva proclama.

Casi veinte minutos después, en las vías, a escaso medio metro de la plazoleta, se detenía otro tranvía; con agilidad felina se colgó del pescante camino al viaducto de Sarandí. Tenía la sensación de estar cometiendo una travesura. Con convicción inexplicable y el vagón alejándose, me gritó que debíamos encontrarnos al mediodía con Gauderio en el bar del Eusebio. La cita era allí, las disposiciones de seguridad eran las de siempre.

El calor nos iba abandonando de a poco, el sol sobre las chapas horneaba y el almacén del Eusebio no era la excepción. El mostrador en forma de U separaba el despacho de bebidas del almacén; desde las puertas, cada una destinada a distinto menester, se promovían olores tan cotidianos como inusuales por su mezcla; las mesas, dispuestas estratégicamente por su dueño, eran todos los mediodías punto obligatorio para los trabajadores de la curtiembre. Charlaban en voz alta mientras trituraban los sándwiches de salchichón o mortadela hechos por Julia con anticipación.

Ese mediodía éramos pocos. Pedí un café y planté un libro delante de mis ojos, pero no podía concentrarme. Eusebio tosía. Me acordé de Kafka: ¿cuánto tiempo habrá escupido sangre?, ¿cómo podía hacer una asociación de esa naturaleza?, ¿cómo podía emparentar las toses hemorrágicas de un escritor con las de un almacenero atragantado?; estaba nervioso, temía no poder disimularlo, en tiempos de acción la escritura no es el mejor de los oficios. Me decidí a cambiar de mesa y sentarme junto al Vasco, seguramente llegaba con noticias frescas.

– ¿Estás seguro de que va a venir…? -pregunté incrédulo.

Las horas se decantaban tensas; cuando entró la Roña, se notó en la cara de Julia que no era bienvenida. La Roña era tartamuda y tenía fama de peleadora, vivía sola en una de las casillas del Irupé; cuando se emborrachaba le daba por arrancar ciruelas, tirarlas sobre las chapas del techo del profesor y bailar descalza, hasta que tambaleando llegaba al gallinero para echarse a dormir; Saldívar aprovechaba ese estado y la refregaba, inconsciente, cuadrupeando entre las rebarbas del maíz y la mierda seca. Serrao lo confirmó, diciendo, entre la risa general, que los gallos del Irupé en vez de cacarear, jadean.

– ¿Estás seguro de que va a venir…? -volví a preguntar incrédulo.

La espera comenzaba a estirarse. Zarza, diario en mano, leyó en voz alta un párrafo del discurso de Palacios en el Senado en homenaje a la revolución cubana. La alocución se salpicaba con noticias de la Capital, los cuestionamientos militares eran cada vez más fuertes, el Presidente tuvo que suspender la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas y darle arresto a un almirante, un tal Rial, que cuestionaba a varios de sus asesores como extremistas de izquierda; un acto declarativo de menor importancia, pero la cosa pasó a mayores; Toranzo Montero, por cuestiones internas del ejército, se declaró en rebeldía, haciéndose fuerte en la Escuela de Mecánica.

– ¿Ustedes creen que éste aguanta? -preguntó Serrao refiriéndose al Presidente.

Las preguntas empezaron a rebotar; detrás de la esperanza, un aire de temor nos puso a todos en una súbita inmovilidad; queríamos cerrar los ojos o mirar de soslayo hasta que el milagro se cumpliera.

Julia tendió un mantel usado y acomodó la vajilla. Pesados, con la resaca de la noche anterior, tratábamos de mejorar nuestras dotes para la conversación. El Checho nos interrumpió tímidamente y habló de la Anahí.

– Estás caliente con la pendeja -le dijo el Eusebio.

– Con esa pendeja están calientes unos cuantos -retrucó su mujer.

La Roña, como todos los mediodías, venía a recoger las sobras; para su sorpresa esta vez eran un poco de sopa de tortuga, dos trozos de pechuga de pavita mechadas con ciruelas, una botella de mistela casi terminada y dos pedazos de torta galesa.

Mientras los hombres jugaban un truco, Julia se arregló para salir, se iba sola al cine de Avellaneda.

– Estrenan Tierras blancas, dirigida por Hugo del Carril -dijo, apoyando la mano derecha sobre el hombro de su marido.

Gauderio contó que los militares habían decidido la exhibición compulsiva de la película La cabalgata del circo, intentando disolver el aura de la abanderada, a la que mostraban como una actriz de segunda en un melodrama mediocre, cuando los comandos se robaron la copia de la cinta que se iba a proyectar para enviarla de regalo a Panamá.

En el diario se veía una foto del comandante Puma en el campamento de Santiago del Estero; se corrió la voz de que estaban todos presos. La voz respondía a una forma comedida del miedo.

– ¿Vendrán…? -preguntó el Vasco como eco de mis dudas.

Julia se acercó a una de las ventanas del bar e intentó cerrarla.

– Está cerrada -le indicó Eusebio.

– Entra frío igual -respondió Julia, colocándose un ramito minúsculo de florcitas celestes para adornar su pecho, flores que se usaban según el comentario de Serrao con la primavera, como agasajo y recordatorio de la madre.

No me olvides. No me olvides.

No me olvides.

Es el novio de la Patria,

de la Patria que le espera.

No me olvides. No me olvides.

Es la flor del que se fue.

No me olvides. No me olvides.

Con la flor del no me olvides

no olvidando esperaré.

declamó el Checho en un torpe ensayo de piropo hacia Julia mezclando los versos de manera antojadiza, mientras escapaban de su boca a la servilleta trozos del sándwich. ¿Quién le había enseñado a macanear estas cosas en voz alta?, se preguntó Eusebio, mientras un eco disminuido en los labios de su mujer completaban la estrofa con un "no me olvides, no me olvides, volveremos otra vez". El profesor le atribuyó los versos a un tal Jauretche, un campechano radical que unos cuantos años antes abrazó la causa.

La payasada del bobo nos hizo reír y olvidar que Gauderio había hecho crecer el marco la noche anterior, pero los postigos quedaron descuajeringados y para el atardecer las palabras del negro eran arpegios melancólicos.

– Todas las revoluciones tienen alguna falla -comentó Zarza, que todas sus meriendas las tomaba allí, entroncando a los muchachos de Sierra Maestra con la lucha de los Mau Mau en Kenia, la de Patrice Lumumba, el enfrentamiento de los argelinos contra la política colonial francesa y la llegada de los Uturuncos. Repitió las palabras revolución y "para siempre" alentándose a desentrañar la fórmula de lo posible.

– Ése es el problema, Zarza -dijo el profesor-, la voluntad es a la mística como el pragmatismo a la política.

Julia, con cara de escuchar, se cambiaba las alpargatas mirando distraída la tardecita a través de la ventana. Se pintaba los labios trabajando sobre ellos con torpeza. Era junio, arreciaban lo seco y lo mojado; el cielo era una esponja a punto de desbordar.

– Va a ser un invierno lluvioso -dijo, señalando al este.

– El agua se corta allá y comienza acá, vamos a estar otra vez con el barro hasta los tobillos -respondió el Eusebio.

Cada huella era un faro para los policías que, se decía, venían desde la Capital para avivar a los hombres de Sherí Campillo.

Pepe Saldívar escuchó hablar a Gauderio y comprobó que sus palabras produjeron acciones de una eficacia inexplicable; cuando nombró al comandante Puma, un rugido convertido en zarpa atacó sus sentidos con un movimiento que no pudo describir. No eran alteraciones de índole natural para las que se podía encontrar alguna explicación; no entendía qué se había dicho, no sabía bien si esas palabras le produjeron envidia o miedo, pero para su desgracia, algo se instaló en sus oídos presintiendo lo definitivo.

Si bien podía dudar de Gauderio, no podía hacerlo con los Uturuncos, sobre los que se enteró por la radio y los diarios. Aunque las noticias sobre la guerrilla eran muy escasas, se informó de la presencia de agitadores en los centros urbanos y sobre un combate durante el copamiento a una comisaría en Las Lomitas, una pequeña localidad del Chaco Central.

Mi ansiedad cesó cuando entró Gauderio. Tranquilo, vaso de vino en mano, relató una versión distinta de los sucesos. Antes de entrar al pueblo, para ver cómo procedía, habían preguntado dónde quedaba el centro a un policía, que les indicó, ingenuo, el camino correcto. Ya en la jefatura, una vez bajados del camión, encararon a la guardia ordenándole la rendición: "¡Ríndanse, la revolución ha triunfado!". La situación, de índole gloriosa en los oyentes, me resultó hilarante, tanto que tuve que tapar, disimulado, mi boca con la mano. Sin prestar atención a mi escepticismo, Gauderio terminó con el relato: los desnudaron a todos y los metieron en el calabozo; uno de los milicos quiso irse con ellos, pero no lo dejaron. El balance del operativo fue que se alzaron con las armas, setecientos cincuenta pesos y un chancho asado que se comieron en el camino de regreso.

– ¿Los apoyaban los vecinos del lugar?

– Los Uturuncos sólo han hecho que la indignación deje de ser un acto de rebeldía, para convertirse en un hecho político. La radio y los diarios informaban que el copamiento se inició a eso de las seis de la mañana, para terminar a las seis y cinco con el juicio revolucionario, pero no hablaban de ningún ajusticiamiento.

La mesa del ventanal estaba concurrida. Saldívar inspeccionó con desconfianza, comprobó que los postigos seguían agrandados. Eusebio permanecía detrás del mostrador, metía el dedo en su ginebra pasándoselo por los labios y humedeciendo aquello que el frío de la razón disecaba.

Entusiasmado, traje a cuento a los esbirros de Fulgencio Batista para despacharme sobre los sucesos del 26 de julio en La Moncada, y agregué otras mitologías revolucionarias, para terminar comparando el asalto de los guerrilleros cubanos con la gesta de los Uturuncos.

– ¿No será mucho? -dijo el profesor.

Zarza repitió por lo bajo una frase que adjudicó a Abraham Serrano, un veterano de la guerra civil comprometido con el alzamiento: "Pasó el momento de la insurrección y ha llegado el momento de la lucha armada".

– ¿No será mucho? -repitió el profesor, mientras Gauderio agregaba la audacia de quienes habían bajado a la ciudad de Tucumán y habían tomado el puesto de la policía ferroviaria, los descarrilamientos de algunos trenes azucareros, el incendio de una avioneta francesa en apoyo a la revolución argelina.

Saldívar escuchaba sin querer dar crédito a la arenga del negro sobre los Uturuncos pero vio, más asombrado aún, crecer las ventanas, y cómo la mesa se cubría con un mantel de seda blanco y el Vasco servía una picada con palitos salados y quesos que, según le dijo Eusebio, eran camembert; el jamón crudo y las botellas de vermouth completaban la comilona, mientras desde los parlantes amplificados de un combinado alemán, que según decían, para la tecnología son los mejores, se perdía la voz de Pat Boone. El profesor Serrao prefería otra cosa, algo de Saint-Saëns, pero ante la vista de todos el dial se movió solo y se escuchó la voz de Margarita Palacios.

…aguacero pasajero

no me mojés el sombrero

que a vos no te cuesta nada

y a mí me cuesta dinero…

Gauderio insistió en demostrar el éxito de los insurrectos. Serrao relativizó la demostración, diciendo que tanto La Prensa como La Razón trataron el caso como un hecho meramente policial; pero Zarza, llevando maníes a su boca, con infalible retórica, retrucó demostrando la necesidad que tenía el gobierno de minimizar este tipo de acontecimientos.

– Recuerde, profesor, que en estos días nada está más lejos de una opinión libre que la de un periodista -dijo el farmacéutico.

La pertinaz insistencia del profesor por continuar una discusión vana y estéril aburría al resto; Saldívar se levantó y abandonó el almacén para irse a dormir a su casilla; el zumbido de su oído derecho lo perseguía sin tregua.

La reunión no se extendió mucho más. Eusebio se quedó cargando la heladera con cervezas "por si las moscas" y Gauderio me invitó junto al profesor a caminar para bajar la comida: ninguno de los tres tenía nada que hacer. La chatura del paisaje no ayudaba, charlamos largamente sobre la conveniencia del voto en blanco, la inflexibilidad de la estrategia blanquista y alguna posible abstención. Poca fue mi contribución. Gauderio mechaba la convicción revolucionaria con el dribbling enloquecido de Omar Orestes Corbatta o el quiebre del debutante Rojitas; pero fútbol era el de antes, aseveró el profesor.

La noche, estrellada como pocas, nos encontró sobre el puente.

– Tenga cuidado, Gauderio, si uno solo de los presentes se va, el milagro no se sostiene.

La visita del Káiser Carabela con algún sabueso, buscando husmear datos que certificaran o desvanecieran una presencia, se convirtió en el comentario obligado del barrio; se cuchicheaba en familia o en reuniones sociales sobre el niño. La vida de la mujer, que señalaban como "disipada", contaba con la aceptación callada de algunos y la envidia de los demás; los más duros, como el Lutero, decían que se trataba de una extorsión; los más benévolos, que ella se alejó de Dios, pero que todavía no se había acercado a nadie.

Serrao, guardando cierta piedad condescendiente, justificaba a la mujer: "Es la tentatio carnis", se explayó en dudoso latín agustiniano, "y hemos de sobrellevar con dificultad esa carga". Estaban también los que sostenían, más allá del misterio, que el niño no fue parido.

– El señor está incómodo con usted, Madame.

– Dígale al señor que no tengo nada que decirle.

– El señor desconfía de la situación.

– Dígale al señor que me lo diga personalmente.

– Él no está en Buenos Aires, se ausentó del país.

La ventanilla del auto es una frontera. Desean averiguar quién corre y descorre las cortinitas desde las sombras.

– Le hemos conseguido la pensión, Madame.

– Eso arregla muy poco.

– Era parte del acuerdo. Deseamos que un desliz no se convierta en una prioridad diplomática familiar; comprenda usted, el señor embajador está grande y quiere saber si verdaderamente el niño…

– ¿No le basta con mi palabra?

– Madame, los comentarios lo perjudican. Hay amigos en la diplomacia que piensan que todo es un invento para sacarle dinero, para nosotros sería fácil hacerla pasar a usted por otra cosa y…

– ¿Me está amenazando?

– De ninguna manera.

– Dígale a ése que no va a tener noticias hasta que no le vea la cara.

El edecán se retiró no sin antes decirle que lo pensara bien, que todo tenía una solución y que económicamente había posibilidad de conseguir algo más, no mucho, pero que para ella sería más que suficiente.

El Káiser Carabela está rodeado de gente que, vaya a saberse con qué valentía, se acerca hasta la ventanilla.

Está casi todo el Irupé, menos uno…

V

El movimiento de las horas dentro del conventillo es de una concupiscencia pesada. El Pardo, exonerado de la policía de la provincia, tomaba mate en los fondos oteando el descampado; el gallo se paseaba fuera del gallinero interrumpiendo su vista como si el infinito terminara allí.

Para el Pardo no había infinito, todo se terminaba. Ya fuera por falta, ya fuera por exceso, todo se reducía a una determinación tan simple como el disparo de su arma reglamentaria. Un día se quedó sin ella. Ahora cargaba en su cintura otra pistola 45 robada en la repartición cuya culata brillante sobresalía, con dos reparos de nácar marrón, grabados con la cabeza de un caballo negro y en sobrerrelieve las crines rematando justo en el seguro del arma, siempre descorrido.

El seguro soy yo, se jactaba con energía revanchista y altiva.

El gallo era una aparición, algo que se oponía vaya a saber uno a qué cosa. El Pardo sólo quería ver detrás, intuía que era posible ver detrás.

No sabía de perversión, le era ajena, lo suyo era algo más antiguo y más atávico. Sin titubeo se acercó, tomó el arma y sacó cinco balas que mandó al mismo bolsillo, dejando una sola en la recámara.

Empuñaba el arma rígido.

El disparo sonó seco. Sangre, plumerío y polvo dejaron en su rostro un gesto desaprensivo. Ya no había ningún obstáculo, nada le impedía ahora perder la mirada donde quisiera.

Aflojó los hombros y bajó un tanto la cabeza. Volvió a concentrarse en la pava y el mate: se concentraba en el agua tibia que hacía, al caer, un agujero cada vez más profundo en la yerba.

Chupó a cielo abierto. Entre las cosas que lo preocupaban estaba la de saber que no todos los días son para uno.

No era tu día, gallo, pensó ensimismado.

VI

No es que yo dijera otra cosa, abuela, que inventara nada, vi la mancha, ¿todavía no salió?, el eco sigue adentro, créame, es un aviso, la historia de un cuerpo que quiere contar su sorpresa, la panza cada vez más redonda, más hacia adelante, llena de agua de río, sangre, plasma; estoy llena de odio, con corrientes de furia; la panza es un peñasco enorme que aumenta de tamaño sin que le importe mucho; me carcome la duda por reconocer en la risa el festejo de los desposeídos; ¿se parecerá al padre?, presiento atrás mío la burla, voy a destilar miedo, voy a desaparecer en el miedo; conciencia desdichada de una mancha, una sombra; no voy a entregarme, voy a desaparecer en el miedo; este pibe tiene un padre, seguro, no soy la virgen María; eco para un nacimiento enorme, pero todavía es nonato, es un ahí ausente, ¿por qué no quiere salir el desgraciadito?, simplemente no hay nadie; no quiere salir, es terco, piensa crecer allí, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos patadas adentro, abajo del estómago; ¿se está colocando?; es mucha desmesura, abuela; es mucho el miedo; pídale a Santa Lucía que me lo deje ver, es el capitán de un barco hundido en lo miótico, pegajoso como este río; indíquele el resquicio, hay que guiarlo, abuela, debe salir, ser como los demás; la soledad nunca es medida, ¿la compañía tampoco?; no es dolor, abuela, es la contundencia en los tejidos; le prometí un traje de embajador, un autito de plástico, también un cachorro o un yapaé púrpura; trate de convencerlo de que todo está bien, que necesita de unos pocos ensayos y un peinado perfecto, llame a la matrona; ¿se dañó la placenta?, llame al padre, hay que convencerlo, tiene que salir, ¿un llamado telefónico?, ¿una caña de pescar?; las arrugas, las estrías; se me va la juventud, abuela, háblele usted, dígale de mi fastidio, que puse un plato más a la mesa, que está bien, que se tome su tiempo, que nadie lo obliga y menos yo, que si todavía está cieguito puede salir al tanteo.

– Antes de empezar tenés que persignarte…

La Madame se hizo la señal de la cruz con la mano tullida. Las cartas, al ritmo de la adivina, cayeron en número de nueve, construyendo un caprichoso dibujo que sólo ella entendía en su cosmografía. Miré la mano deforme, el color de las uñas molestaba tanto o más que mi destino.

– El Loco -dijo, mientras destapa el arcano.

Agregó sonidos de buche de paloma mientras ese naipe con la figura de un peregrino, vagabundo indiferente del mañana, comenzaba su caminata imaginaria sobre el gobelino rojo de la mesa.

– No todas las almas son para la contemplación.

Miro sin preguntar nada.

– Vos, como todos los que vienen acá, viniste por otra cosa…

Mi rostro pintó una expresión tan extravagante como estúpida. Es algo de más lejos, hacia atrás. Me acomodé nuevamente en la silla, con los codos sobre la mesa, y apoyé el mentón: mi gesto era de parálisis por exceso de atención.

– Persígnate otra vez -dijo, mientras levantaba las cartas de la mesa y organizaba un nuevo corte.

Dejó caer el naipe y otra vez. El Loco hizo una nueva aparición. La escena, inesperada, para la bruja no era más que un nuevo significado a desentrañar, una nueva conjetura.

Otro buche de torcaza y la voz habló con claridad sobre una pierna dañada, ¿ves cómo se apoya y muerde el perro en el dibujo de la carta?, el pantalón roto permite ver la carne, ¿lo ves bien?; la pierna es la parte más baja, es donde se apoya el instinto.

– Tu instinto está herido, lastimado al menos.

La Madame del Kimono fue trazando una suerte de astrología adivinatoria con la debilidad de mi naturaleza.

– Si querés marchar a la evolución necesitas de una muleta, n apoyo, una madera, una mujer también puede ser… pero no hay mujeres de roble, no hay mujeres de pino, no hay mujeres de carne y hueso como la que vos necesitás.

Otra vez los sonidos de buche. Me detuve a mirar la alfombra persa: es lacia, la bailarina imita en su postura al peregrino rengo de la carta.

– ¿Querés un chipá? -me ofreció, mezclando la realidad con elementos de una psicología suspicaz y rudimentaria-. Sos rengo para siempre pero a la Anahí eso no le importa, te va a tocar igual, el lastre animal lo llevan todos y los defectuosos como vos, más. A ustedes el perro los apretó demasiado fuerte -dice, señalando la carta. Continué en silencio-. Dejame ver… Anahí -llama.

La voz ahora se hace suave; dejame ver, qué niña, qué niña, dice, deja que ella vea tu carne como en el dibujo del peregrino, dice, ayudando a tenderme relajado sobre la alfombra. La niña muestra un cuerpito delicado y lampiño.

– Anahí desea que la mires…

La niña desabrocha la bragueta y toma entre sus manos la vida inferior. Es una mujer en miniatura, una virgen, dejame ver, dejala ver, yo sé por qué viniste; con la caricia y el chasquido retrocedo sin pestañear al nacimiento, el recuerdo y el olvido de lo que alguna vez fue, a la ignorancia de lo que va a ser, de lo que va a pasar, qué niña, qué niña, dice la Madame del Kimono. Anahí tiene sus manos ahí, agarra todo mi instinto y lo aprieta en la punta con sus dedos, liberando más carne, la piel no debe ser impedimento alguno, la niña demuestra que sus buenos conocimientos hacen más liviano el camino.

– Estás avanzando hacia la evolución sin apatía, sin descanso -dice la Madame del Kimono quitándome las preocupaciones, estimulando mis pensamientos.

La niña mueve sus dedos, pone los ojos en blanco y chasquea la lengua. El chasquido es articulado por una lengua elemental, siento que estoy condenado a ese destino y que la niña suspende en el aire la sentencia.

Los movimientos ahora son pacientes, nada es excesivo, ¿qué es lo que se regenera en ese flujo pegajoso?, las tensiones del cuerpo terminaron, estoy desnudo, estoy más cerca de la abolición y del olvido.

La Madame del Kimono se acercó con una toallita de lamé nacarado que en el color disimula el uso de otros tantos. Me limpia en seco, me dice que le debo treinta pesos por la videncia y diez pesos por el trabajo de la niña. Antes de que diga nada me espeta que a nadie le parece caro. Le doy el dinero. Ella comienza a alisarlo, con su mano tullida, sobre el gobelino rojo y lo guarda en el bolsillo de su bata.

– Apenas llego a treinta y cinco -digo, dando vuelta los bolsillos del pantalón.

Anahí tomó cinco y se retiró en silencio dejando el resto sobre la mesa.