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Las imágenes están ligadas entre sí por relaciones de contigüidad,
de semejanza, que actúan como "fuerzas dadas"; se aglomeran
según atracciones de naturaleza cuasi-mecánica, cuasi-mágica.
La semejanza de ciertas imágenes nos permite atribuirles
un nombre común que nos lleva a creer en la existencia de la idea general correspondiente, siendo sin embargo sólo real
el conjunto de las imágenes,
y existiendo "en potencia" en el nombre.
JEAN-PAUL SARTRE
Acepté otra invitación de Serrao para mandarme hasta su pieza. Los ladrillos incrustados en la tierra a modo de baldosas con las junturas desniveladas dejaban asomar pequeños pastos machacados en contraste con el terracota oscuro hecho a fuerza de pisadas; el juego claroscuro en la porosidad despareja de la arcilla daba la impresión de ser un conjunto de alveolos, pulmones por los que respiraban mejor las criaturas del patio. Advertí la aspereza del malvón, arranqué una hoja para picarla y ofrendarla a las hormigas que transitaban laboriosas, sumidas en el esfuerzo que les demandaba la porosidad; era difícil a esta hora levantar la cabeza hacia el cielo, el invierno comenzaba a percibirse, el sol de la tarde era una gran linterna incidental que secaba el agua llovida la noche anterior, haciendo que mis pies buscaran mejor equilibrio sobre lo seco, para el corto trayecto que me separaba de la pieza. A través de la persiana de mimbre escuché una sonata.
– ¿Brahms?
– Ajá, o cómo la subjetividad puede transformarse en objetividad -dijo, sin inmutarse-; su música se desprende de todos los aditamentos convencionales y crea libremente la unidad de la obra. La libertad se convierte en principio regulador general, que elimina de la música todo elemento casual y consigue obtener la máxima variedad de materiales de idéntica naturaleza. ¿Leyó el Doctor Faustus?
– No.
A la vez que me retaba por mi vagancia, sacó del aparador una botella de oporto y me sirvió.
– ¿Pudo averiguar algo más?
– Nada relevante.
– No espere usted aquí alguna novedad que lo estimule, joven; todos mantenemos la misma cantidad de grasa y calorías. El Irupé es un lugar en apariencia tranquilo -dijo el profesor-, uno de esos lugares donde se piensa que se está retrocediendo o se está yendo hacia el interior; es algo más que una falla social aparente, dado que sufre la incapacidad individual de sus habitantes para enfrentar el mundo; gente que puede relacionar al médico con el curandero y al cirujano con el matarife. También es peculiar la geografía en que se mueven, apaisadas, estas almas; paseando entre chapas, alambres y maderas, con diferentes peligros a su carnalidad. ¿Piensa quedarse mucho tiempo más?
– El necesario.
– Demasiado lacónico -se disculpó-; no soy un entrometido, ni siquiera le pregunté su nombre. Nadie aquí se lo va a preguntar.
Intercambiamos cigarrillos.
– Lo más llamativo en este lugar, en el Irupé, digo, para una sensibilidad ciudadana como la suya, es la permanente sensación de provisionalidad. Esto lo descubrí gracias a esa ciencia nueva, la sociología, ¿la conoce? -dijo riéndose-; llegará el día, y espero no verlo, en que se fagocite a la historia; la frontera entre una y otra, si me permite el eufemismo, es la estadística…
Sonreí ante la forma peyorativa que le daba su humanismo a la abstracción matemática.
Intercambiamos fuego.
– ¿Le gusta la ópera?, allí nada es provisorio, en esos espectáculos nada es mortal, la monumentalidad mantiene la sensación de lo imperecedero. Sonríe usted, veo que nos estamos comprendiendo.
La conversación del profesor se volvía axiomática: cuando se vacía el campo se llena la ciudad, lo que se amplía en la imaginación de los poderosos se reduce en la geografía, y nada lo convencía, fuera el sistema político que fuera, de que tendríamos buenos gobiernos. Serrao no se entendía con la libertad de las ciudades, la reducción de espacios, y hablaba de ellas como prisiones de hacinamiento y pequeñez.
Decidió preparar unos mates.
– El Irupé es una construcción sin cosmética que contrasta con las escenografías de la Capital -agregó pensativo-; las grandes ciudades no son más que eso, escenografías hegelianas. En las casas de la Capital, a diferencia del Irupé, se puede ver a través de las ventanas la tragedia de Calderón traspasada por los melodramas de Chiappe; todo eso es muy lejano para nosotros. Aquí la comunicación con el exterior, es decir con la Capital, es a través de lenguaraces.
Luego de un breve silencio se lanzó a las carcajadas, encorvando la espalda y palmeándose las pantorrillas mientras se hamacaba sobre sus pies.
– No me haga caso, muchacho. El Irupé es la misma escenografía sólo que después del cataclismo…
– Mi nombre es…
– Mejor no me lo diga, joven: yo no soy yo pero soy mío; el nombre, como la marca en la yerra, hiere la materia.
Deme la mano, abuela, deme esa cosa, la naturaleza no da posibilidad de sacarlo y moldear afuera nuevamente, deme la mano, estoy cansada, ¿un niño demasiado grande?, ¿un niño morado?, dígale al padre que venga, que lo perdono; ¿compró ropa celeste?, la comadre limpia la transpiración, ¿qué escucha, abuela? me dice que va a ser escritor, ¿escucha?, sí, abuela, habla, será uno de esos que usan palabras desconocidas, de esos que aprenden y traicionan; va a ser un príncipe, va a tener un cuerpo acá, un cuerpo en el futuro; escritor, abuela, nos va a negar tres veces, seguro, pero igual voy a ser su modista; deme la mano, ¿me va a enseñar a acomodarlo bien en el pezón?; dele gracias a la comadre y el dinero que está debajo de la almohada, dígale que vuelva mañana, le prometí una gallina y al Cholo un varón, no se preocupe, a cada uno lo suyo, abuela, deme la mano, tengo gritos en el vacío, ecos adentro; está muy crecido para seguir ahí, creo que no voy a parir, no viene, nadie puede hacerlo salir; deme la mano, abuela, las contracciones son demasiado fuertes, eso que está ahí no viene, no hay manera de convencerlo, de vencerlo por palabra, de hacerle entender que mi panza no puede extenderse más, que hay un afuera, ¿será rengo?, ¿un godo, un dogo?, ábrame las piernas, abuela, entre la mano, ¡cuidado que no la muerda!, ¿habla?, ¿qué dice?, ¿estaqueo en emistiquios?, senda de palabra; abra, abuela, abra lo que habrá; dígale que tiene un futuro; ¿rompí la placenta?, la matrona dice que va a estar obligado, que no me preocupe, que ya va a desalojar, pero lleva meses y se mece allí, donde ninguno llega; antes me importaba quién salía, abuela, hoy no, hoy sólo quiero verlo, ¿estará incompleto?, no lo apabullen, quizás hay demasiados gritos, mucha tos, ¿estará atascado?, que venga el padre, abuela, que le pregunte de una vez por todas qué piensa hacer, que lo obligue a salir, o que lo ayude a recapacitar, ¿será discapacitado?, ¿un monstruo?, el Cholito me solía leer cuentos, ¿a esta cosa no deberá parirla un hombre?, apriete la mano, abuela, me desespera el eco; meses y pueden ser más, no hay manera de tentarlo, no hay manera de vencerlo; no deliro, no crea; voy a hacer una huelga de hambre para obligarlo; ese muchacho es un eclipse, es lunar, tiene una sola cara; no sé qué estoy esperando; creen que soy bruta, puta, pero la verdad es que me enamoré del Cholito, abuela, y lo dejé hacer, lo dejé permanecer pero no creí que lo que me pedía era por tanto tiempo; los tejidos se estiran cada vez más, siento que voy a estallar en mi propia oscuridad.
La búsqueda veintidós resultó un tanto nerviosa. El motor de la draga, aunque pequeño, emitía ruidos increíblemente fuertes, sobre todo a las 4.30, hora en que movilizan el lecho del río, removiendo barro y basura de tiempo inmemorial. Tres horas y media más tarde, don Grimaldo mandó a detener los motores y decidió que el buzo bajara a investigar.
Las inmersiones promediaron los veinte minutos, el Irlandés asomó la escafandra y repitió el gesto negativo; Ramón, que tripulaba como timonero, jugaba pertinaz con una ramita haciendo círculos que se difumaban en el agua; el estado de ánimo de don Grimaldo no permitía ningún contradicho. Las bajadas perdían promedio y decidieron que ésa era la última de la mañana; el sol estaba alto, un rito perpendicular que hacía más soportable la humedad a la que estaban expuestos. Mientras ayudaban a subir al buzo, un nuevo sentimiento de derrota se instaló en el grupo.
– Acá no hay un carajo -dijo el Irlandés en un falso castellano, mientras se desprendía el traje.
– Imposible -gritó don Grimaldo-, eso es imposible.
– ¿Cree que estoy ciego?
– Creo que se olvidó cómo se busca, los planos son bien claros -se excitó don Grimaldo, desplegando un enorme mapa trazado a mano alzada donde no sólo marcaba el puente, sino que seguía el estuario hasta el límite del río de la Plata con el océano.
El mapa, resultado de sus insomnios sobre la mesa del sótano, igualaba la arbitrariedad de los artistas y los locos; el papel, sucio, con lamparones de aceite, manchas de vino y quemaduras de colillas de cigarro, era fruto de experiencias orográficas tan vagas como subjetivas y que sólo la imaginación febril de don Grimaldo podía haber dibujado. El mapa lo llevó a asegurar que el Riachuelo terminaba subterráneamente en la bahía de Samborombón, casi en San Clemente del Tuyú. La posible subterraneidad de esas aguas, en vez de calmar, cargó a la tripulación con más incertidumbre. Intentó convencerlos, extrayendo un sextante y una brújula que colocó sobre el plano, marcando otro punto distante.
– Llevo más de quince años bajando -dijo el Irlandés.
– Pero usted siempre bajó a buscar mierda.
Al atardecer, el clima húmedo se hizo sentir, la falsa draga internada sola en mitad del río dibujaba la silueta de tres marionetas refiladas por una luminosidad cada vez menos intensa. ¿Alejarse del puente suponía un error?, ¿una prueba de Dios? Había trabajado sin pliego de instrucciones, a ciegas, sólo la fe en su dibujo daba sustento a esta testaruda continuidad. Los sentimientos dieron paso a los presentimientos: era posible que la búsqueda llevara más tiempo de lo previsto. Al finalizar el día sacaron piezas y correderas, elevando una enorme plomada incrustada en el barro del fondo, que determinaba la exacta profundidad de ese líquido marrón y coagulado.
Don Grimaldo se sabía sensato, es decir, tenía orgullo.
– Buscamos un tesoro, Irlandés, un tesoro.
Sin prestar mucha atención, como un insensible prestidigitador, el Irlandés extrajo de entre sus ropas una petaca de gin y se la extendió sin mirarlo.
Quince días antes de esa barrida de las aguas don Grimaldo había recibido una visita inesperada.
– ¿Grimaldo Schmidl?
Sentado en su sillón colonial del comedor y envuelto en una capa amarilla con cuello y ruedo de armiño gastado, dejó que Farnesio, el escribano, sin un solo gesto de cortesía, barriera el último mapa salido de su imaginación.
– Sé que anda detrás de unos cofres…
– ¿…?
– No se haga el opa, Grimaldo, sé que es un tesoro del gobierno y esto bien puede estar catalogado como una falta grave dentro de la ley de Conmoción Interna.
Don Grimaldo intentó desactivar la intriga y atribuyó a la búsqueda mero valor histórico, documentación de relativa importancia.
– ¿Habló con alguien sobre ellos? Sé que trabaja con dos personas.
La precisión de los datos de Farnesio lo desorientó, intentó deducir quién lo había traicionado, comenzó a examinar la posibilidad de desconfiar de sí mismo.
– Esto es muy importante, Grimaldo. No hable con nadie. Deje las cosas en mis manos. Yo tengo amigos por doquiera que haya próceres heridos, héroes olvidados -dijo Farnesio a modo de coartada-, tengo amigos doquiera que haya un homenaje, amigos que no se olvidan de nadie en sus oraciones y es prudente que para esta empresa, las convicciones no sean momentáneas sino absolutas.
Hombre de contextura pequeña, cara regordeta y ojos de ratón, el escribano llevaba consigo todos los premios amargos con que cargan los de su clase; metido en su traje de gabardina gris oscura, con el cuello de la camisa arrugado, escondido detrás de los anteojos con mucho aumento y grueso armazón de baquelita, ejecutó una extraña paralela con las pestañas negras que parecían postizas, manteniendo una mirada huidiza, entre glauca y roja, que exigía combinaciones misteriosas para desentrañar en el iris lo que en verdad pensaba.
No le permitió desviar el interrogatorio: don Grimaldo sintió que su sueño se convertía en una pesadilla sin fin y sin tregua alguna.
– Por favor, don Grimaldo, terminemos con las suspicacias. Usted es europeo, viene del continente de los positivistas, usted no es como estos cabecitas negras que detienen el pensamiento progresista… usted no me puede decir eso… vengo a ofrecerle, por amistad, mi asesoramiento en todas las cuestiones legales… sabe a qué me refiero -le dijo, cómplice, con su mirada de ratón -, es posible que esos cofres existan como que no.
¿Y si lo escuchado en lo de la Madame del Kimono era una falsedad? Él era un suizo, conocía la perfección del tiempo, las razones de su marcha inexorable, ¡podía descomponerlo en miríadas!, no se iba a dejar engañar por ese cobayo que hurgaba en su cabeza, reconocía bien a los de esa especie…
– No la desmintiera yo a ella, don Grimaldo -dijo Farnesio usando el pretérito imperfecto del subjuntivo con la misma adoración con que lo usan ciertos artistas y algunos abogados-, pero acordemos que la visión revelada por la pitonisa y los indicios que usted brinda son demasiado vagos.
Mirando desconfiado hacia otras habitaciones el escribano preguntó si en la casa había alguien más, le pidió que cerrara puertas y ventanas para abordar en secreto la forma legal de quedarse con lo más sustancioso de lo que fuera hallado.
– Se le van a presentar varios inconvenientes, qué digo, muchos problemas, el principal de todos ellos es la posibilidad de robo al Estado, seguramente se va a adjudicar la propiedad de los cofres.
– ¡¿Robo?!
La cara del cantonés se descompuso.
– Por desconocimiento, claro, pero robo al fin; a ellos les basta con confiscar… quizá se trate simplemente de falsear alguna escritura del Riachuelo, u obtener algún documento apócrifo que lo justifique como propietario del mismo.
– ¿Una escritura?
– Algo así… ¡En nombre de Asmodeo, el arcángel de los crímenes! Sólo los feos y los tontos no tienen enemigos. A partir de ahora los va a tener, Grimaldo; reflexione, la propiedad es el nervio de la guerra.
Farnesio siguió utilizando el singular o el plural según su conveniencia.
– Yo conozco gente de muy arriba… nos remitiremos a la historia. Usted tiene que ser el legítimo dueño del Riachuelo, de los derechos de navegación; debemos demostrar sus derechos inalienables sobre el lecho del río, apelaremos a las capitulaciones, al derecho de los adelantados durante la conquista, aquello que dio Felipe II a Pedro de Mendoza, como derecho en estas tierras…
El plan sonaba bien.
– No tengo ningún pariente español…
– Lo tendrá. Bastará documentar esto en España y falsear una orden de refrenda por parte de alguno de los Triunviros. No se preocupe, Grimaldo, con el paso del tiempo aparece el sentido de cualquier cosa.
Con voz inflamada le hablaba de la nacionalidad, lo convencía para que saliera de su ergástula y fuera al salón de estudios patrióticos de la sociedad masónica que él mismo presidía.
– Lo espero -le dijo.
Don Grimaldo me ubicó en el bar del Eusebio; parco, me citó a cenar aclarándome que invitaría también al profesor Serrao.
Tres noches después, temprano, ya que don Grimaldo comía al estilo europeo, estábamos los tres alrededor de la mesa sorbiendo tallarines e intentando hacer caso a las reglas de urbanidad que se correspondían con la ocasión. Noté que el profesor se sentía francamente incómodo, no sabiendo dónde apoyar los codos y tratando de no bajar demasiado la cabeza; en tanto que don Grimaldo nos miraba para constatar, según la tradición, que no cortáramos los tallarines.
La sobremesa fue con cognac, café y cigarros. Don Grimaldo fue directo al grano: el profesor me había hecho fama de escritor y creía pertinente mi caligrafía para falsificar un título de propiedad, en lo posible también un título nobiliario, para lo que había comprado un pergamino impreso en una librería de la avenida Rivadavia.
La reserva del secreto que la adivina le pidió que mantuviera fue tan breve que lo sorprendió, dijo, llevándose el cigarro a la boca. ¿Quién lo había traicionado? Sin saber a ciencia cierta de quién desconfiar, la intriga se había acentuado día a día hasta extremos insospechados. ¿Qué interés tiene el escribano?, nos dijo; ¿cómo llegó hasta su casa? Farnesio habló de escrituras, pero pese a tratarse de "escrituras", sus palabras no tenían nada de sagrado. Era necesario fraguar el papelerío.
Serrao recalcó que debía alejarse de esa gente, ¿qué se podía esperar de un escribano enterrador?, debía sacárselo de encima: con prudencia, debía desinformarlo sobre los resultados de los distintos dragados, debía parcelar los hechos de manera intencional, fragmentar la información, venderle "pescado podrido".
¿Quién lo traicionó? nos volvía a preguntar, ¿el Checho? No. El Checho era otra cosa, era el único que le empujaba la silla hacia adelante cuando se sentaba; el Checho, aunque era tonto, conocía el decoro con que hay que tratar a un futuro hombre de fortuna; además, contara lo que contara, nadie iba a creerle y mucho menos si boqueaba sobre un tesoro. Mientras hablaba, anotó en caprichosas columnas los nombres de leales o traidores con un lápiz pequeño, los borraba alternativamente, mojando con un dedo la hoja y descargando sobre el papel toda la rabia que le provocaba sentirse impotente frente a lo que era duda; más de una vez un agujero coronó el papel y entonces un discreto vacío estomacal, un reflejo de Pavlov, condicionaba su humor recordándole los trastornos de la úlcera.
La Tetona le alcanzó los sándwiches y el vino al féretro, confesó sin escucharnos; pocos días antes durmió allí con él… seguramente espió sus mapas cartográficos, sí; era ella. Recordó que esa tarde, mientras le pasaba la servilleta por la mandíbula y la pera empinada, le preguntó extrañamente qué era una épica, ¿qué sabía ella de esa palabra?; le importaba más la delación que la infidelidad; sí, la Tetona lo delató, sin duda fue ella; abrió la memoria y recordó que en medio del delirio amoroso, de esos en que se pierden los escrúpulos, ella reclamó con un grito agudo algo sobre un tesoro, que estaba justo allí, en la profundidad de su vagina, donde había líquidos tan impuros como el del río.
La Tetona era la emisaria del infierno. Toda brujería procedía de la lujuria carnal, debía saberlo antes de acostarse con ella y estaba seguro de que, mujer al fin, sentía más ambición por el chisme que por el oro. Reprodujo las palabras que escuchó en boca del Irlandés: "Hay sólo dos ocasiones en que las mujeres están vestidas aceptablemente; una, con el vestido de bodas; la otra, con la mortaja" y se acordó de que la Tetona se llevó la suya para lavarla.
Creí oportuno interrumpirlo para decirle, sin que se ofendiera, que era un plan descabellado y que además mi fuerte era el plagio, pero no la falsificación.
Como la noche se prestaba acompañé a Serrao hasta el Irupé. Una vez que el profesor entró, me quedé en el patio terminando el cigarro. La claridad de cielo vuelve nítidos los sonidos y se acaban los secretos. En la casilla de adelante se escuchaban los sacudones mortales de los movimientos masturbatorios que Anahí propiciaba a los distintos clientes.
Después de la masturbación que la niña ejecutaba, destinada a calmar el deseo nervioso, ninguno sabía si estaba vivo o muerto. Cruzando su mano en diagonal entre los riñones y la pelvis, la balanceaba de arriba abajo con levedad intercesora; hombres recios, capaces de degollar sin vacilaciones, descansaban tímidos entre la vida y la muerte hasta que ella terminaba su trabajo.
Anahí no se dejaba tocar ni daba besos, sus manos actuaban únicamente cuando la Madame del Kimono le ordenaba hacerlo. Siempre primero era la adivinación, el decir de no se sabe qué dioses, hablaba desde los rectángulos de cartón por su boca, buscando en la atonía alguna emoción que ablandara la cara tensa del consultor. Siempre eran ojos intrigados, cejas arqueadas inmensamente abiertas, miradas que se desconcertaban por miedo o por deseo y, en casi todos los casos, una sensación indefinible que acababa con la entrada de la niña.
Entonces sí, vestida de lentejuelas adheridas al banlon, pegadas a la transparencia, con pies pequeños y descalzos, se acercaba al cliente con los ojos puestos en su madre, esperando la orden para comenzar. La Madame del Kimono los prefería de edad mayor, los jóvenes se tentaban más, decía, la edad evita cualquier imprudencia irrefrenable, cualquier urgencia; los recostaba y la virgen comenzaba a actuar. Acostados se entregaban indefensos al accionar de la niña: una suavidad tan celestial como pecaminosa, tan esencia única, que se hacía imposible no pensar en la muerte como un descanso para la algidez seminal; ya fuera por contentura o resignación, ninguno se atrevió jamás a quebrar los códigos, ninguno se atrevió a tocar a la virgen que corría el prepucio con sapiencia, ejecutando un movimiento de tal ritmia erótica, que jamás nadie le negó una erección. Música porque sí, vana música en la humedad del paladar, saliva en el ritmo menstrual de la sirena que permitía trepidaciones en el deseo de no morir. En algunos casos se mojaba la yema de los dedos y, con total dominio de sí, ejecutaba una danza que se debatía entre el cielo y el infierno, chasqueando la lengua desde la lentitud hasta el frenesí.
El Checho, más que ningún otro, estaba dispuesto a amarla y juntaba la plata para pagar su desfloración. Sólo él quiso comprar una prenda de la niña, pero le fue negado; sólo él decía amarla y miraba con tristeza la toallita de color nácar que la Madame del Kimono colgaba todas las noches en la soga.
Hay que convencerlo, abuela, ¿qué va a salir por ahí?, convencerlo, trabajarlo con sueños, ofrecerle juguetes nunca vistos, de esos que venden en los bazares de la Capital; hable con el Cholito, abuela, él tiene plata, puede comprar lo que el gurí quiera, hable, abuela, porque esto duele mucho; la matrona dice algo, goteo, dice; llame al boticario, debe tener los remedios necesarios, tengo adentro un pájaro carpintero, golpea la madera, un juguete, uno lo trepa hasta arriba del mástil y baja golpeteando en un ritmo febril, golpea acá; dígale a la matrona, abuela; quizás ella encuentre la manera de forzarlo, hace un rato metí un chupetín; cuéntele una historia, ¿y si hubiera muerto?, ¿si se murió?, un cuento es una coartada sangrienta; las viejas como usted se las arreglan bien con el reuma, se arremangan para limpiar las manchas de humedad ahí adentro; ¿limpiar con perejil?, ¿adobarme el abdomen?, adentro el agua hace espejitos que dividen y multiplican el cuerpo, me voy a meter un caleidoscopio para entretenerlo; creo que ya va a salir vestido, me voy a meter ropa, quizá no quiere que lo vean desnudo, se niega a salir sin una recompensa, cómprele ropa, abuela; dígale al Cholito que le compre un traje de hilo como los que él usa; no se ría, el Cholito es un hombre de gustos refinados, de ropas delicadas y no permite que nadie duerma apretado a su carne, ¡ay, abuela!, el dolor, mi sangre es buena, no quiero sondas de suero, no quiero transfusiones, sáqueme el pájaro carpintero, cómprele el traje, dígale que lo natural es salir, estar afuera, permanecer al aire libre y no en un globo de agua, porque no es vidrio, Cholito, como vos pensás; es algo más parecido al nailon, a las medias que me ponía y me sacaba en las giras asiáticas; dígale que salga, abuela, quiero terminar con esto; un par de horas, un día a lo sumo, pero jamás hubiera pensado en semanas, el Cholito dice que es una fábula bárbara, ¿escuchó, abuela?, habla desde adentro, para el Cholito mi forma de pensar es precaria, ¿escuchó?, quiere una ombliguera de oro aceitada por no sé qué líquidos que la entibian, ¿será deforme?, está esperando madurar el hígado, como Prometeo; habla, abuela, hay que agarrarlo como a Aquiles, por el talón; sacarlo de un tirón; vaya y hable con Tibor Gordon, es un hombre acostumbrado con sus proezas y asombros a sacar aplausos; tengo una voz incesante allí, murmullos, juramentos, exclamaciones, sonidos desconocidos para los mortales, sonidos no reconocibles, quizá se trata simplemente de dar con la palabra justa, quizás está esperando una orden.
– Te estaba esperando -me dijo-. Si venís por el mismo secreto que don Grimaldo, te equivocaste. Acá todos se creen que el oro está a la mano de cualquiera.
El tres indicó, por medio del dos más uno, la disociación de las fuerzas neutralizadas por la intervención de un dinamismo de otra naturaleza. El cielo es claro y azul, el frío todavía vivo, pero menos; la Madame del Kimono intuyó que su visión llegaba por el río.
– Es un tres de espadas, filo central, fíjate bien, la espada central es la que entra francamente en actividad, disociada de las otras dos espadas esquemáticas, creando una separación. Vos naciste trabajosamente; pero te veo solo… te han separado, no te va a ser fácil unir las cosas. Fijate bien en la espada central, está invertida, con la punta para abajo, eso es bueno en general pero es malo para la enfermedad.
La mano tullida alisó suavemente la carta y un dedo se posó en la espada central; el dedo trazó un eje desaliñado.
– ¿A quién no lo acompaña una enfermedad durante toda la vida, un obstáculo del cuerpo o del alma?
La uña imprimió en la carta un rasguño débil.
– ¿Así que vos sos?…
– Sí.
– ¿Estás seguro?
– ¿…?
– Escuchame bien; la espada es un doble filo, ahora tenés los días de agosto limpios como una porcelana, servite algo, ¿un chipá?, pero vas a tener un dolor rabioso -me dijo, señalando las hojas de laurel amarillo que se entrecruzaban y coronaban la carta-, el fin que perseguís es noble en su sentido más elemental, no vaya a ser que esos laureles sean el asiento de toda la angustia.
La escuché atentamente. La visión que tiró era la del espectador, la ciudad de la que hablaba era el teatro de los animales, la vida física, instintiva…
– Persignate otra vez y hacé tres cortes, ¿estás seguro de que no querés preguntar nada?
Sobre la mesa se deslizaron un dos de copas y un caballo de bastos haciendo una cruz. La Madame del Kimono dijo cosas sobre un desencuentro.
– ¿Ves la espada? Esa carta es una cama donde no se puede descansar. Estás en la dificultad inicial. En los períodos de formación las dificultades suelen ser mayores. Algo de parto primerizo.
Permanecí callado.
– Vas a necesitar escribir -me dijo-, venís acá para aprender otra gramática. A una ficción se la especula, pero una preocupación de amor se lleva en todo el cuerpo. ¿Un poco más de tereré? Te veo, querés contar algo; la oscuridad no juega a favor de nadie, tenés suerte; no, dejá, no preguntes; colocaste tu escritorio contra el ventanuco -continuó la voz, mientras cerraba los ojos intentando ver más-, hay una mezcla azul siempre arriba, un amansamiento de las fuerzas, estás delante de un libro que consultás distraído en las primeras páginas, pero tu deseo no es llegar más allá del crujido que producen algunas palabras. Necesitás perseverar. ¿Ves esas bocas aspiradoras que rematan el dibujo?, allí está la expansión de la fuerza anímica.
¿Era la Madame del Kimono quien hablaba? ¿De dónde salía esa voz que perfeccionaba su castellano y dirimía opinadamente sobre la escritura? La mano tullida acarició un anillo de oro macizo en la mano sana, el reflejo jugaba a favor de esas manos; miré con indolencia esperando descubrir el truco, cada carta que caía era un golpe sorpresivo sobre el tapete, presentí que los signos cambiaban de ubicación; busqué su mirada, la habitación se asemejaba al paraíso, soñaba entre los cortinados y la chapa, la mano tullida marcaba en los cartones a las fuerzas cuaternarias y miró el cuerpo que, dijo, deseaba curar.
– ¿Que llame a la niña…?
– Sí.
– Ella no está para vos.
Incómodo, busqué calmar mi insatisfacción debajo del ventanuco en la lectura de mis anotaciones, esparcí sobre la mesa toda la papelería de la experiencia de mi viaje. La anécdota me había atrapado, pero el motivo que me trajo hasta aquí permanecía aún en la oscuridad. Los datos recabados eran nulos, nadie sabía nada y tenía la impresión de que, de saberlo, tampoco me dirían mucho.
Quería mantenerme frío, había elegido esa forma para pagar mi propio rescate, el azar en el desorden había marcado parte de mis días y los recuerdos proponían una coreografía, una trama de efectos instantáneos. Pensé en la abuela cargándome en brazos, había siglos entre cada respiración; los viajes corrían por mi cuenta y cargo; los hacía con ella, en el tranvía, y constataba emplear siempre la misma cantidad de tiempo.
¿A quién buscaba verdaderamente? Era posible que la mujer real nada tuviera que ver con la que estaba buscando. Traté de reunir los escritos prolijamente mientras me sobreponía a la desazón; me rondaba la idea de que el verbo era una obviedad de la acción, el atajo formal.
Me detuve en esta página:
Qué terror acude sacude la infancia cuando madre
salida de cuerpo
entregada a mujer es ausencia es lejos
no todas son vírgenes pariendo
escapar a las vidrieras de agua más no sea por cesárea
romper el escaparate
salir por la cruz la luz del amanecer
la vida continúa
la muerte continúa
me ha entrado usted a la historia sin más símbolo
que un ovario
dicen que la virgen estaba allí
arte es la virgen
pariendo riendo otro hijo jo jo jo sobre la tierra.
Cuando uno está desesperado acude al pensamiento mágico, permanece en la debilidad de lo incompleto. Cuando uno está sobrepasado por el dolor no desespera. La muerte separa nuestros pensamientos pesados de nuestros pensamientos ligeros, el dolor los separa un poco más.
Estaban todos alrededor de la primera página del diario Mayoría mirando las fotografías de un camión abandonado en medio del bosque, con el que se había llevado a cabo el sorpresivo ataque a la comisaría de Frías, y otra donde tres efectivos llevaban detenido a un guerrillero capturado. El epígrafe resaltaba con cierto tono alarmista que no era el Uturunco, que nadie sabía quién era o, mejor dicho, que nadie sabía a ciencia cierta cuántos eran éstos. Otra foto mostraba al grupo policial recorriendo la zona de El Calao buscando al misterioso jefe guerrillero, mientras caminaban con el agua hasta la cintura contra la corriente del río Cochuna.
Las reflexiones no se hicieron esperar. Zarza opinó sobre la desmoralización de las tropas cuando les toca reprimir conflictos de trabajo. Eusebio se preguntó si valía la pena que el gobierno enfrentara ese riesgo, si no era hora de terminar con las exclusiones políticas, en tanto que Serrao mascullaba si la actitud de los alzados en realidad no era de una desesperada decisión de rebeldía.
Se daba cuenta de que sólo en la Capital Federal se habían producido más de mil seiscientos allanamientos y detenciones a conocidos militantes de la izquierda y del nacionalismo. En esos días el gobernador de Tucumán, Celestino Gelsi, hizo publicar que los guerrilleros se enfrentaban con la policía cerca del ingenio Concepción y los padres de los adolescentes enrolados en la guerrilla concurrían en masa a pedir información sobre sus hijos, y así era como se iban enterando de los nombres de muchos de los alzados. Las fuerzas policiales concentradas alrededor del Cochuna eran recibidas a balazos, el ejército llevaba a las madres de los guerrilleros en vehículos con altoparlantes desde donde les pedían a sus hijos que se entregaran, que regresaran: "¡Pocho, volvé!", transcribía melodramático el periodista, la voz de una mujer acongojada, "¡Santi, volvé, hijo!". Los mensajes se repetían, lacrimosos, cambiando el nombre del destinatario; desde la radio LV12 se empleaba el mismo sistema. Pese a la razzia hecha en el cerro Cochuna, se podía afirmar que el comandante Uturunco se había esfumado, burlando las fuerzas gubernamentales. El mismo diario soslayaba el tema mágico sobre las apariciones y desapariciones del buscado.
Leían y discutían acalorados, los rodeaba cierto nerviosismo e insatisfacción. Nada había cambiado su apariencia. Gauderio no estaba entre ellos.
No eran los únicos insatisfechos. El Checho se tragó un diente y se le agrandó la oscuridad cavernosa del pozo bucal; primero se lo aflojó la Tetona cuando en un arrebato intentó tocarla sin su consentimiento; el diente anduvo de allí en más medio flojo, pero el mordisco en la fruta del ciruelo octogenario que principiaba en la entrada del Irupé terminó por demoler la resistencia de la encía y, junto con el carozo, el diente descendió por la tráquea hasta alojarse en el estómago hasta mejor suerte.
La caída del diente coincidió con la caída de las últimas ciruelas. El Checho volvió a lo del doctor Germano buscando una solución.
Todas las enfermedades pueden sobrevenir en cada una de las estaciones, explicó Germano, pero algunas de ellas se originan o se exasperan más frecuentemente en unas que en otras. Haciendo gala de su conocimiento, dijo que eran propias de la primavera las manías, las epilepsias, los flujos de sangre, las esquinancias, las corizas, los resfríos, la tos, la lepra, los líquenes, la farinosis del darto, los extatemas ulcerosos múltiples, los abscesos, la artritis y también las melancolías.
Nombrada la melancolía se hizo inevitable la imagen de Anahí en las retinas del Checho. La veía allí. La imagen se reprodujo en forma perpendicular a la nariz, por sobre su frente. Se puso bizco. Le bastó apenas arrugar un poco el entrecejo para que la niña se volviera más nítida; estaba arriba, desparramando una alegría indefinible, era la evolución universal de la vida, diminuta e inmensa, en el transcurso de un parpadeo; súbitamente esa hermosura podía reducirse a segundos o miríadas, según se acomodaran las arrugas de su entrecejo; forcejeaba con los pliegues restregándose los ojos hasta que una luz concéntrica en el iris le dejó ver la virgen de Lujan, vestida de azul y blanco, con los pies desnudos, ejecutando con su cabeza un sí tan cálido como distante… el movimiento desesperado de sus manos no alcanzó a rozarla…
Germano continuó diciendo que de todos modos el suyo era un caso para el dentista, pero que si no tenía dinero le extendería una receta magistral para que Zarza le preparase un calmante, y también le recomendó tomar una purga. El primero le evitaría la incomodidad y la segunda su persistente estado melancólico, el que atribuye más a cuestiones sentimentales que a cuestiones climático-administrativas.
Checho comprendió que no volvería a ver su diente estacionado en el fondo del estómago, pero todavía no estaba todo perdido: don Grimaldo podría trazarle una cartografía visceral que le permitiría dar con el objeto perdido.
– Quedate tranquilo, lo que entra por la boca sale por el culo.
Checho permaneció callado.
– Todas las desgracias tienen su seducción, Checho. Todas sin excepción -le dijo Germano, que esa mañana había andado averiguando, por pedido de Farnesio, el precio de un Káiser Carabela usado.
El Káiser Carabela apareció otra vez por el barrio con las cortinitas corridas, era muy temprano y pocos se dieron cuenta de su presencia. La Madame del Kimono estaba arreglada esperándolo, subió y partió velozmente en dirección a la Capital, pidió que no descorrieran las cortinas hasta que el automóvil saliera de los límites del barrio. El conductor manejaba en silencio, el edecán trataba de reconstruir la historia, le costaba entender la insistencia del señor embajador, la mujer ya no valía un cobre. ¿Qué cosa había conmovido a ese hombre, cuál era la necesidad de averiguar?, ¿qué certeza necesitaba ahora, pasados los setenta años? Armó su propio mapa: una puta guaraní en los centros mundiales del poder, en los mercados comerciales más exigentes, una yegua exótica para europeos, para occidentales llenos de dinero; la volvió a mirar intentando descubrir algo de aquella rara belleza, ¿y si ella delataba su mirada delante del embajador?; recorrió a la mujer con desprecio y con miedo.
El miedo está siempre un paso antes del deseo. Por fin bajó los ojos. A una orden suya el auto se desvió por el puente Pueyrredón evitando la conglomeración, para dirigirse hacia el norte de la ciudad; la orden se cumplió sin inconvenientes. No debía hablar con ella, su silencio confirmaba la tensión existente con el embajador, tenía que aprender a utilizar bien esas cosas si algún día quería dedicarse a la diplomacia; era necesario el rigor, si no entraba en razones peor, sea como sea, el embajador debía quedar limpio.
El itinerario previsto se cumplió en poco tiempo, los ocupantes se desplazaron de un mundo a otro; apenas veinticinco minutos bastaron para que el aire capitalino se filtrara con olores mecánicos. La Madame del Kimono extrajo un perfumero y se vaporizó el cuello y las muñecas con graciosos ademanes de un preciosismo olvidado; pidió avanzar más despacio, observando descuidadamente las vidrieras que ofrecían ropas caras. Pensó en el edecán: evidenciaba cierta finura en sus severos ademanes, era un pervertido.
El auto se detuvo, en este mundo ella perdía definitivamente su nombre y el edecán lo recuperaba; abajo, rodeó el Káiser Carabela y le abrió la puerta; la Madame del Kimono extendió un pie y luego su mano derecha, esperando que la tomara para ayudarla a descender; caminaron hasta la puerta del edificio, él iba detrás; un moderno ascensor los elevó al piso 18, la puerta se abrió directamente en el palier, el mucamo les hizo señas y se acomodaron en la recepción; el edecán se sacó la gorra y se arregló la chaqueta blanca; la Madame del Kimono, aunque era invierno, llevaba en su mano tullida un abanico español muy bello hecho de encaje fantasía y madera labrada; igual que a su 32 largo defensivo, ahora en el bolso, lo usaba únicamente para ocasiones importantes.
– Madame, vine observándola en el auto, no puedo comprender cómo el señor embajador…
El mucamo volvió a entrar.
– El señor Cholo estará aquí en unos instantes -dijo, mirándola.
– Gracias.
– Dice el señor embajador -dijo, volteando la cabeza y dirigiéndose al edecán- que si todo está en orden puede retirarse.
Por un momento la Madame del Kimono se sintió importante: el mucamo conocía los códigos de una diplomacia más íntima, demostrándole al edecán que su poder de gestión terminaba exactamente allí.
El edecán saludó cortés dispuesto a retirarse.
– Venga un día por el Irupé -le dijo-, que lo hago atender por la Anahí, y verá cómo comprender le resulta más fácil.
Quedó sola. ¿Le gustaría así, ahora, poco más de veinte años más vieja y con la mano tullida?, ¿se había aburrido de su compañía?; nunca un dolor duró tantos años, ¿por qué tanta intolerancia y tanto olvido? Deseaba saber por qué no volvió con ella a Europa si se lo había prometido. Miró por la ventana intentando recuperar en la memoria las pruebas de que no había mentido, que no había inventado nada, que no tenía derecho a desconfiar; deseaba ser minuciosa con los recuerdos, todas las preguntas eran válidas ante la arbitrariedad desplegada por el Cholito, ¿qué definía, después de una larga noche deliciosa, lo amargo del día?; aunque pensara que se trataba de una extorsión, ella sabía que no; la pensión era una manera de sacársela de encima, quería ser minuciosa, situar las palabras de mil modos, diversas combinatorias, mantener la voz afable ante cualquier buena plática o cualquier siniestro interrogatorio.
Miró por la ventana, el Káiser Carabela estaba abajo esperándola.
El niño nació, el niño fue parido ¿o no?; se acordó de los dolores, fueron larguísimos, tiempos enormes, tendida sobre la cama, llamándolo a los gritos, y después de mucho tiempo, años quizás, esta calma; ella no vio, no, es cierto, Cholito, no vio pero algo salió de su vientre y no tiene un nombre para darle; el niño nació a pesar de todo, no es una ilusión, no fue su deseo quedar embarazada del hombre que amaba, del hombre que ahora la desprecia; la pensión y la prefabricada son la verdadera extorsión, pensó, retornando a sus años de juventud con una nostalgia envenenada.
No saber desafía la naturaleza de lo imperturbable. La memoria le juega una mala pasada a cualquier hombre y ella inhibe al embajador como alguien demasiado presente.
– El señor lamenta no poder atenderla -dijo el mayordomo de regreso.
El auto la llevó hasta la puerta del Irupé. Estaba muy cansada, su cuerpo era carne de cataclismo, había llorado mucho tiempo, muchos años delante del Cholito asegurándole que no supo bien, que no lo vio, pero que algo salió, que todo es como es, quizá, porque vivimos así, de modo extrañamente embarazoso.
Hay que convencerlo, abuela. Que salga, que no se quede, está creciendo, va a ser más difícil; encuentre al padre, ya está grande, pesa mucho y además habla, abuela, sí, habla, dice que no va a salir; le digo que se puede ahogar, pero me dice que no insista, que no voy a lograr nada, además él es de ahí, nadie lo va a sacar; no quiere entrar en razones, abuela, yo creo que ya es mucho tiempo sin salir, sin moverse; ¿una fantasía?, no, abuela, le aseguro que no; él habla, dice cosas, no sé, a veces son insultos, es un testarudo, abuela, un verdadero cabeza dura; no sé qué hacer, no sé qué decirle, creo que debemos tentarlo con algo hasta que asome y tirar fuerte, tentarlo, abuela, pero nada lo seduce, nada lo entusiasma, sólo dice que no quiere, por miedo o por comodidad, que está bien ahí, está muy bien, para salir le tengo que dar un motivo importante; le hablo de juguetes, de la vida, del padre, de usted, de mí, de las mujeres que lo van a querer, le digo que es lindo, que va a ser todo un galán, hablo de soldaditos de plomo, de aviones para armar, de barriletes, cometas, pelotas, todos los juegos le parecen redondos y se larga a reír, cuando creo que lo estoy convenciendo, que se va a decidir, se encapricha otra vez y volvemos al principio; háblele en guaraní, abuela, necesito algo que lo conmueva, sigue creciendo, ya no sé cuánto tiempo lleva en mi panza, cada vez más crecida, ya no tengo ombligo, abuela, trate de convencerlo, llame al Cholito, él es más hábil en eso del engaño, que le cuente sus viajes por el mundo, el brillo de las embajadas, que le prometa un Káiser Carabela, eso lo va a entusiasmar, es más, creo que tiene imaginación, el otro día, sin ir más lejos, me pidió un libro.
Eran días movidos, de mucho trabajo; Anahí se retiró escondiendo, vergonzosa, en la palma de su mano, los cinco pesos que el hombre dejó sobre la mesa; la propina era patética, su esencia lo hacía más blando que la urgencia desparramada, en parte, sobre los pechos de la niña.
Salmuera y la Madame del Kimono se quedaron solos. La Madame, como siempre, se encargó de la liturgia de la limpieza utilizando la toallita nacarada con pulcritud y obsesión de cirujano, en su mano sana el miembro fláccido del cliente no se veía demasiado grande; tomó con dos dedos tullidos esa laxitud ajada, retraída, limpiando puntillosamente el orificio del escroto.
Hombrón de unos cincuenta años, taimado como pocos y con fama de mal llevado, sonreía con los pantalones bajos, mientras ella ocultaba con la misma toallita su mano enferma. Tenía cara de satisfecho. La presencia de Salmuera no era de índole adivinatoria sino profesional, entendía las cuestiones mundanas con eminente simpleza y practicidad, así que las cosas se suscitaron rápidas.
– Vine para saber si es verdad lo que hace y lo hace muy bien… sobre todo lo del chasquido… ya pasó los doce, ¿no?…
Sentado en uno de los almohadones de palio bermellón y verde, Salmuera tenía, sin saberlo, el mismo límite moral de las autoridades de Mayo con los cortijos o las casas de tolerancia del suburbio. Las que trabajaban para él eran documentadas, mayores de doce años que habían perdido la virginidad con anterioridad a la contratación, eran huérfanas, de padres desconocidos o abandonadas por sus familias.
La edad era muy importante, nunca nadie debía reclamar por ellas; no quería ningún inconveniente con la justicia, ninguno; cada tanto el padre del Lutero le paraba unas quince o veinte mujeres de la iglesia metodista, amas de casa, madres y señoras de familia, se retorcían apoyadas en la pared, en esa especie de muro de los lamentos que proveía la boite, rezando fuerte para que escucharan adentro, mientras las pupilas gritaban insultándolas porque temían que ese día no hubiera clientes.
– De veras que lo hace bien, sobre todo lo del chasquido… -dijo sin remilgos, manifestando la misma incomodidad de la Madame.
El pastor llamaba a la boite "Casa de las Ofensas", pero el eufemismo publicitario del cartel luminoso en francés la convirtió en uno de los lugares más prestigiosos del barrio. No tenía ventanas a la calle y reunía ocho mujeres que se pavoneaban por el interior con vestidos azafranados o rojos, resaltando la parte de sus cuerpos según las virtudes personales en el oficio. Las pupilas, se jactó, lo llamaban Papá o Papi y eran su verdadera preocupación. Las probaba personalmente, si las aceptaba les proveía la ropa, la comida y el médico, amén de una pequeña comisión; ninguna podía quejarse del trato que recibía. Según los requerimientos de los clientes, algunas eran preparadas para ofrecer servicios exquisitos; lo más importante era que trabajaban cómodas; podemos cerrar un buen trato, dijo; va a aprender lo que es el negocio, conmigo no trabajan pendejas; va a aprender a pintarse no sólo la cara, sino las partes más reservadas; va a aprender a colocarse sensualmente los encajes, los bastos y picadillos que les hago traer de las mejores casas de la avenida Santa Fe; porque, aunque no lo crea, las mujeres finas de la Capital gustan de imitar esta moda y vestirse con los mismos colores con que aquí vestimos a las putas.
Serrao sostuvo que la política se sustenta sobre algunas certidumbres individuales que, cuando se hacen presentes en la realidad colectiva, pasan a ser rápidamente otra cosa.
– Usted es historiador -dijo Zarza-, se encuentra muy lejos de las cuestiones prácticas y cotidianas.
El discurso del boticario guardaba, paradójico, una fe inusitada en lo asequible. Serrao lo comparaba, a disgusto del interlocutor, con los que denominaba "religiosos de la materia", que se ilusionan y se tranquilizan creyendo saber dónde están sentados, y hablaba irónicamente de "plasmatismo", debido a la cantidad de sangre que esa escuela había derramado.
– Todo comentario intelectual implica cierta pereza sobre el efecto de las acciones -le dijo el boticario, completando el criterio y atacando el exceso de pensar las cosas y los hechos, que forma parte de la personalidad del profesor.
– El miedo lo vuelve pragmático.
– Está usted definitivamente perdido para cualquier causa, profesor.
– Hace rato que perdí la causa del paraíso y creo que con ella se fueron las demás, pero no sabía que usted era religioso…
– Mientras usted cree en Gauderio a pies juntillas, yo creo que, más que una fantasía, es un exceso de la razón -replicó Zarza desconcertando al profesor.
– Usted manda un remedio que me cura de una cosa pero me enferma de otra -sentenció Serrao, endilgándole al boticario su descompostura de la noche anterior.
– Para el dolor de cabeza, genioles… -dijo Zarza.
– Su practicidad me inhibe de cualquier comentario -señaló Serrao, apoyándose en la indicación profesional.
– Aquello que menciona como "importante", profesor, es un discurso válido para los que, como usted, se aprovechan de las "estrategias del espíritu", gesto que da cierta tranquilidad a quienes, a su vez, desconfían de esa estrategia.
– Todo místico es un racional por excelencia.
– ¡Por favor! ¡Eso es descabellado!
– Un místico no es necesariamente religioso. Los pragmáticos como usted se hacen cargo de la religión de la Razón, que no es otra cosa que una religión razonable.
– Mera especulación retórica, profesor. Su insensatez religiosa lo hace olvidar, justamente como pecador culposo, que ninguna religión tiene razón.
– El pragmatismo es a la política lo que la religión a la mística.
– Esa mística que usted tanto defiende esconde malversada una estrategia que se propaga peligrosamente en su discurso -exaltó el boticario-. Usted confunde la filosofía con la tentación.
– Debe ser porque los pragmáticos nunca se tientan -observó riendo Serrao-. Ustedes intentan no dejar resquicio alguno, pero ¿no son esos resquicios lo mejor de la vida? Acepte que más de una vez recomendó los preparados de la abuela Juana, y justamente eso lo vuelve a mi intuición no sólo querible, sino confiable. Su mística, Zarza, se construye sobre aquellas cosas que caprichosamente quiere volver comprobables.
– Y la suya sobre aquellas cosas que no quiere comprobar -ironizó el farmacéutico, demostrando que estaba dispuesto a discutir eternamente.
– El mayor error del pragmatismo es creer religiosamente en la eternidad, y la eternidad es un mero pretexto para no disponer del ocio. La eternidad es un señuelo. Para que haya revoluciones tiene que existir la eternidad.
– La revolución no es un accidente esperanzado, profesor, la revolución es una consecuencia. ¿Usted estuvo en España? -disparó a boca de jarro, marcando en el interrogante un tono sentencioso, una forma de censura intimidatoria con la que intentaba descalificarlo-. Usted es historiador, pero niega la experiencia histórica…
– Amo la historia porque es una vulgata triste, pero temo las interpretaciones, nada más -ironizó Serrao a pura intuición.
– Usted no ha hablado, Germán -me dijo Zarza, mientras preparaba mate cocido en una pipeta de vidrio.
La cara morocha de Gauderio pertenecía a esa especie que, salvo por cometer un crimen y ocupar las primeras planas de los diarios, se olvida para siempre. Esa tarde, sin embargo, quedó bien grabada en la cabeza del dueño de la barraca.
Decidido, reunió a todos los trabajadores en el playón alrededor de una luz que languidecía prematura. Contaba de las revueltas de Berisso, Ensenada y Dock Sud, que el ejército se tuvo que hacer cargo de la situación, que los Uturuncos estaban llegando silenciosamente para apoyarlos. El estado de asamblea despertó la desconfianza del Beto Mendoza, que bajó desde sus oficinas para desbaratar a los reunidos. El silencio ganó el playón de carga.
– ¿Qué hacés acá?
– Traigo un mensaje para los compañeros.
– Dejame ver.
– No. No es para usted.
– Si no es para mí, no es para nadie.
Gauderio extrajo un papel ajado del bolsillo y se dispuso a leer en voz alta, para que escucharan todos, sin mirar los ojos del receptor de tan pesado correo.
– ¿Qué barba te vas a poner vos para este baile, si como buen mestizo sos lampiño? -interrumpió el dueño-. ¿Sabes qué te va a pasar si el Sherí Campillo se entera de esto?
El patrón se retiró a llamar por teléfono a la policía, Gauderio se dirigió a los obreros, les habló de la importancia de las huelgas, reflejadas por los diarios como fuente de las Oficinas Técnicas de la Policía Federal, señalando que sólo en el primer semestre del año 1958 el total de horas de trabajo perdidas por huelgas sumó cincuenta millones, perjudicando a las patronales y al gobierno en seiscientos ochenta y siete mil millones de pesos moneda nacional. El olor rancio de la barraca era delicadísimo aroma de palosanto, las ventanas dejaron entrar más el sol y cada uno de los presentes sentía derecho a llevarse un cuero para su casa; los sándwiches de mortadela que sacaban del bolso eran ahora de conservado cantimpalo o extraños fiambres mechados con pimientos orientales de penetrante sabor; las ventanas se abrieron solas, las paredes se blanquearon, varios se miraban en ropas nuevas como extrañas; la mención encendida de la lucha de Argelia y la lucha palestina encontraba a más de uno envuelto en túnicas sufíes, el techo de la curtiembre tomó diseño de mezquita; ¡asado para todos!, gritó Gauderio; más de uno vio un harén y preguntó qué se fumaba en ese aparato de vidrio y cordeles rojos; miraban a través de los ventanales, ahora vitraux, con dibujos abstractos que los separaban del cielo.
– Los Uturuncos están bajando…
La asamblea se dispersó mientras el Beto Mendoza exigía al capataz y un administrativo que lo sacaran por la fuerza. Ya en la vereda, esperó que lo dejaran solo para clavar, con chinches en la puerta de madera, el mensaje medio arrugado que antes había leído.
El viejo Zarza estaba dispuesto a vivir su presencia en la policía como una aventura diplomática. Gauderio quedó demorado por los sucesos de esa tarde en la barraca. Ante la pregunta de uno de los Sosa, dijo que lo del patrón de la barraca fue una cuestión personal, en fin, lo hecho fue por las suyas y que nada sabía de los Uturuncos, a quienes el Sherí Campillo mencionaba decididamente como una banda de forajidos malhechores.
– Así que usted apoya a esos terroristas que andan robando plata para no sé qué causa.
Zarza no contestó.
– Esto es una explosión de violencia organizada, buscan un alzamiento popular, pero ya están diezmados, bajo el asedio de las patrullas del ejército, sin destino ni rumbo conocido, están más desnudos que el preso por el cual usted vino a pedir.
– Déjeme decirle, comisario, que…
– A su amigo ya lo pasamos -interrumpió el Sherí Campillo-, es duro de lengua, pero acá aflojamos hasta al más mañero. ¿Qué sabe de esto…?
Ahí nomás el Sherí Campillo tiró un volante sobre el escritorio de su despacho, que hablaba de la guerrilla popular, entroncando la lucha de los compañeros que se debatían en Santiago del Estero y la selva del Impenetrable chaqueño, mientras convocaban al levantamiento armado. "Lo que yo hago no es otra cosa que devolver a los pobres lo que todos los demás les debemos, porque se lo habíamos arrebatado injustamente", leyó de reojo el boticario.
– ¿Qué me dice? Ellos, justamente ellos, usando a Evita. Dígame, Zarza, ¿usted también rubrica este panfleto o es sólo el idiota que pasamos pa' dentro? Cómo piensa…
– Gauderio no sabe leer, menos escribir.
– No sabrá, pero buen barullo armó en la barraca.
– ¿En la barraca?
– Sí. La denuncia la hizo don Beto.
– ¿Don Beto?
– Dice que este negro de mierda lo prepeó, amenazándolo con quemarle los cueros. Mire, don Zarza -dijo el Sherí Campillo-, acá la cosa es simple, o le dice usted a ese negro que se ponga del lado de la ley o la va a pasar para el carajo. A mí estas paparruchadas del panfleto me tienen sin cuidado, pero sé bien que junto con otros mierdas me anda denunciando por negocios con el Salmuera y otras matufias que no vienen al caso. Yo sé que usted es un hombre responsable y que no va a andar tragándose esos sapos, pero hay mucha gente que le cree y eso le hace daño a la institución policial, que se representa en mi persona.
– Entiendo.
– ¿O acaso está mal que la tropa vaya a desahogarse cada tanto con las chicas de la boite?, ¡acaso estos zurdos no cogen, carajo! ¿Me van a decir que está mal…?, ¿¡o acaso un policía no puede echarse tranquilo un buen polvo…!?
Zarza asintió sonriendo.
– No sé si soy claro, si esto fuera en España, ya lo hubiera pasado a usted también y estaría tomando aceite de ricino; pero acá todavía somos legalistas… ¿Fuma?
Detrás, colgadas en la pared, se veían las fotos de Frondizi y Pío XII. El Sherí Campillo, quitándose los zapatos, estiró los pies sobre el escritorio y empezó a hablar en un tono más bajo y más conciliador.
– Le estoy diciendo que se cuide, Zarza, el horno no está para bollos, los pasquines que circulan por el vecindario hablan del retorno; en el fondo, yo también soy de la causa. Pero esto no hace más que traernos problemas a todos. Usted ya pasó una guerra. Menefregan los barbudos y toda la caca de la política, me paso por las pelotas a todos esos mierdas que agitan y pregonan el regreso, qué avión negro ni qué carajo, lo único que tengo negro es el culo y estos desgraciados me la quieren dar, embarcándome con Salmuera, ¿se da cuenta?
– ¿Cuándo lo detuvieron?
– Lo encontraron aquí nomás, en Avellaneda, repartiendo un diario de los textiles, El Alpargatero o algo así. Me lo trajo preso uno de los Sosa, hace una semana que lo tengo baldeando el patio y la celda, pero no es bueno para el trabajo, ni siquiera ceba buenos amargos…
Zarza sabía que la cuestión era esperar que el hombre se desahogara. Con las manos en el bolsillo de su chaleco aguardó el momento oportuno para confidenciar que, al igual que el Sherí Campillo y los hombres de la repartición, él también estuvo en el keko con la Rita, que el Gauderio era un buen muchacho, que pocas chicas ponen la pasión que pone ella para atender a sus clientes, que debe soltarlo por esta vez, y además eso de la resistencia es un delirio, un sueño, y… hablando de sueños no probó con Aurora, la de pelo negro, a ella sí daban ganas de dejarle la propina, cuando uno pide algo especial… puede recomendarle un preparado con aceite de nuez, muña muña y carqueja, que lo vuelve un toro.
La conversación cobró cierto aire de complicidad, el Sherí Campillo ordenó a uno de los Sosa que trajera al reo a su oficina. Refregándose los antebrazos con ambas manos en una gimnasia tensa, muerto de frío, Gauderio apareció por la puerta sin percatarse de que Zarza lo estaba esperando. Una vez allí, el comisario despachó nuevamente su artillería contra los Uturuncos y le dijo que gracias a un señor como don Zarza, porque ésa era la palabra, un señor, él zafaba, pero que no se metiera en más líos, que iban a terminar todos presos, que Cuba quedaba lejos, que Puerta de Hierro todavía a más kilómetros y que iba solito solito camino al cementerio; de seguir en la misma le convenía tener las piernas rápidas para quedar del lado de afuera, estás haciendo cosas de negro y si seguís jodiendo te vamos a devolver para el Brasil con sobretodo de madera.
– En cuanto a usted, Zarza, tiene mi permiso para llevárselo.
– Gracias, comisario.
– Espérelo afuera, en un rato se lo suelto.
Gauderio se quedó esperando que llenaran los papeles de salida. El Sherí Campillo mandó la venia al consigna y acompañó a Zarza hasta la puerta de la oficina, pintada en rosa patriótico. Ya casi en la salida retuvo al boticario por el brazo derecho…
– ¿Es cierto que Gauderio saca de la nada unas cenas impresionantes?
– Pantagruélicas.
El Sherí Campillo se quedó pensando, era la primera vez en su vida que escuchaba esa palabra y como todo lo desconocido, en el fondo de su corazón le sonó a pecado infernal.
– ¿Hace crecer las cosas?
– Así dicen…
– Me parece que vamos a tener que hablar con él antes de la próxima visita al keko…
El doctor Germano exhibía el cadáver de la Rita sobre la camilla del consultorio. Dos horas antes se lo trajeron Salmuera y dos de sus discípulas, le dejaron "el paquete" para que lo revisara y diera su opinión profesional sobre la causa de la defunción, no vaya a ser que se trate de alguna peste sagrada, una de esas tantas venganzas con que la divinidad castiga de tanto en tanto a las chicas y que sea más de una la que está contagiada. Se retiraron apesadumbrados; el dueño de la boite le dejó un dinero sobre el escritorio y le recordó que era necesaria la visita mensual, ahora más que nunca.
– ¡Cielos! -dijo el profesor Serrao al entrar enfrentándose con el cadáver.
– Poco tiene que ver el frío carnal de la Rita con los cadáveres exquisitos surrealistas, pero en su boca no quedaría mal algún poema de Baudelaire o Lautréamont, de esos que cada tanto lee -dijo Germano.
– Créame, doctor, no estoy para poesías.
– La lectura y la música son lo mejor para distenderse después de una autopsia -dijo, dentro del consultorio, buscando escandalizar a Serrao, mientras le pedía que se quitara el saco, la corbata y la camisa.
Serrao trató de no mirar hacia la camilla.
– Si le molesta la tapo -continuó, levantando el párpado derecho de la Rita.
– Por favor…
– No se preocupe. Es una puta muerta -explayó, con la crudeza que le proporcionaba su profesión-. ¿Dónde le duele?
– Acá -dijo el profesor, señalándose el hígado.
– Esto es un atracón.
La auscultación fue minuciosa. El doctor Germano apoyó una mano sobre el vientre del profesor mientras que con dos dedos de la otra golpeaba escuchando atentamente la solidez o lo hueco debajo de los tejidos.
– Está inflamado, profesor, está cargado de gases. ¿Cree que los juicios morales continúan después de la muerte? -preguntó más allá del interlocutor, cabeceando hacia donde estaba el cadáver de la Rita.
Serrao sentía aversión de mirarla.
– Su hígado no cree en la historia como usted, profesor -dijo el doctor, ampliando sus opiniones profesionales sobre las aptitudes medicamentosas de tal o cual droga-. La biología no se presta a interpretaciones demagógicas; a la Rita no la mató la culpa, sino una enfermedad; somos un corruptible y hemos de llevar con dificultad esa carga: gallo flaco, faisán, jamón crudo, mortadela, todo es lo mismo, cuando se trata de atragantarse de comida…
La impronta profesional del médico agregó a la Rita a la lista de descomposiciones para dentro de un rato.
– ¿Qué hace aquí?
– Ella, nada -acotó riendo-, el que hace soy yo. Tengo que abrirla.
– Una profanación siempre es de lamentar.
– Las enfermedades no deben escapar al examen de los ojos -agregó Germano-; hágase un buen té de limón y pídale a Zarza que le dé estas pastillas, va a andar bien…
– Mejor que ella.
– Mire, profesor, mire bien -dijo el doctor Germano, plegando la sábana sobre el cadáver-. El cuerpo no tiene sólo una cavidad, sino varias más. Hay, por una parte, las que reciben el alimento y lo expulsan, y luego, otras más, distintas de éstas, de las que conocemos sólo lo que nos interesa. Hay aquí muchos intersticios, muchos huecos. Cuando uno está sano, esas cavidades están llenas de aire; cuando uno está enfermo, se llenan de un líquido turbio, pus, a excepción del Checho que se queja de todo un aire, porque cuando todo es aire, todo es ausencia.
– ¿Cuándo murió?
– ¡¿Muerta…?!, profesor, eso no es más que un pronóstico…
Farnesio arregló personalmente el salón. Una habitación con paredes en blanco tiza, un crucifijo de pie, un portacoronas de aluminio, dos enormes candelabros con cirios de dos lámparas opacas que hacían de llama y dos soportes para el cajón eran el escenario del vacío para la muerta, que debía estar rodeada de la sobriedad y la pulcritud que correspondían al acto.
Contiguo al local, anexó un pequeño servicio de café y licores que ayudaban a sobornar el doble invierno que en alma y materia padecen los deudos. También abrió una florería. Las calas rodeaban a los claveles en las ruedas de coronas hechas de paja atadas con alambre, enfundadas en un papel crepé verde oscuro, que disimulaba la precariedad de las flores un tanto marchitas, devueltas del cementerio para su reventa.
Él en persona se encargaba de recibir siempre a los familiares, nadie mejor para demostrar la sensibilidad de la empresa. Llegado el momento, se ponía un poco de agua oleaginosa o vaselina disuelta a modo de lágrima; con estudiado pesar apretaba fuerte la diestra y el hombro al pariente, ejerciendo un tirón seco y único hacia abajo, sosteniendo la mano sin que el deudo pudiera soltarse, expresándole que "a partir de hoy es usted un amigo de esta casa". Completaba el gesto con una palmada definitoria sobre la misma mano que oprimía y, como si fuera una transmisión de mando, colocaba el paño de duelo en el saco o el crespón que, desde luego, estaba incluido en los gastos del sepelio.
También ofrecía servicios de maquillaje y fotografía, para lo cual contrató a la Rupe, hacía poco menos de seis semanas. La gama del maquillaje, en armonía y personalizado, se ampliaba a "artístico" o "de gala" según las pretensiones. Ella pincelaba al muerto sin perder la tonalidad ocre o mate que rodeaba al ambiente, el marrón claro del pino lustrado o el petiribí que imitaba la caoba, amén de los herrajes que iban de la falsa plata al falso oro viejo; las puntillas de la mortaja resaltaban su satinado dejando la sensación de un placentero sueño y una vestimenta elegante para enfrentar el juicio del cielo. En cuanto a la foto recordatoria, él mismo obturaba la pequeña caja cuadrada y negra, manteniendo la sobriedad del ceremonial.
Hablaba de todos los beneficios que ofrecía e insistía en denominar esta casa, dedicada a tan delicados menesteres, como un consulado del más allá.
– Brilla en la muerte con toda su magnificencia -le comentó a una perpleja amiga de la Rita, para descerrajar luego-: mis muertos, después del maquillaje, renacen en salud.
A eso de las diez y media de la noche, bastante alcoholizados, entramos al velatorio el Vasco, la Tetona y yo, saludando indiscriminadamente y lamentándonos ante cualquiera de los presentes, para dirigirnos al bar. El Vasco con el pico caliente hizo el convite, ya que en un velorio que se preciara, el anís para las damas no podía faltar. Habíamos empezado la reunión en lo de Eusebio, pero el Sherí Campillo, asesorado por oficiales de la Capital, instruyó a los Sosa para cerrar, excepto la boite, cualquier boliche antes de las once.
Temeroso de nuestro estado, Farnesio mandó a uno de los empleados a retirarnos. Nos negamos rotundamente. Alterado, aduje mi amistad con uno de los amantes de la fallecida y mi disposición para dejar una flor sobre el cuerpo inerme en representación de quien, por ser casado, no podía estar presente. Ante la triste circunstancia y la posibilidad de un escándalo, Farnesio, nervioso, se acercó pidiéndonos discreción.
– Señores…
– ¿Es cierto que lo vienen a buscar a Gauderio? -le preguntó el Vasco a Farnesio, complicando la conversación.
– Nadie busca lo que no está -intenté simplificar.
A eso de las seis de la mañana, terminados el anís, la grapa y cualquier otro alcohol, la Tetona comenzó a sentirse mal; la mezcla de bebidas con el olor de las flores descompuestas produjo un vaho muy parecido al del río; oxígeno químicamente impuro, gases cósmicos y corrientes atmosféricas cercanas a la fetidez.
– Salgamos por el portal austral del purgatorio -le dije al Vasco, decidido a llevarme a la Tetona antes de que vomitara adentro.
El Vasco no encontró de qué reírse. Cuando abrí la puerta el torrente de aire, como la máquina mortuoria, actuó en toda su potencia y antes de salir la Tetona vomitó los zapatos de Salmuera, para luego darle el pésame. Intenté disculparla, pero el empleado la empujó disimuladamente hacia la salida.
– Es el ambiente -dije, justificándola.
– Acá, salvo algunas excepciones, el clima es siempre medido -contestó Farnesio, sorprendido, con los ojos bien abiertos y fijos como un búho.
– No se confíe, Farnesio -le dije burlón-, un día de éstos, en cualquier velatorio, aparece Gauderio, habla de los Uturuncos y le arma una resurrección.
Pepe Saldívar se escapó durante el velatorio de la celosa custodia de la Rupe y fumaba, con el Lutero, un tabaco de contrabando. Sentados a la puerta de la pieza bajo el ciruelo octogenario, escuchaban los chasquidos que provenían de adentro. Cada uno esperaba su turno para entrar. El sonido comenzaba agudo y seco, espaciado, era un ronroneo inocente y desafiante, un sentimiento difuso, una severa condenación al placer físico que terminaba en el tincazo de la lengua presionada primero sobre el paladar y descontenida, con tensión y rapidez, sobre la alfombra de papilas en el piso de la boca, dejando una sensación de red húmeda a las fastidiosas prohibiciones.
Una acelerada peregrinación, un nuevo ascenso de la lengua al paladar, convierte el instante en una pasión diminuta, busca un estado purificador, un apetito libertino que explota en esa boca, buscando en el cuerpo fragmentado los atributos seculares del alma.
Tanto Saldívar como el Lutero coincidieron en que el sonido era de tal intensidad y armonía que ninguno se detuvo a pensar en la mano que frota el prepucio. Un zureo de torcaza, un aletear de la lengua del grave al agudo, según la posición de los labios de Anahí, aumentaba o disminuía el nervio y la sangre recalentada; la sensualidad sacaba un grito desgarrado al visitante, un estertor coronario. Nadie podía ahorrar allí líquido seminal.
Los chasquidos y el vaivén cesaron. El Sherí Campillo salió de la pieza junto a la Madame del Kimono que, como en la sala de espera del hospital, les preguntó quién seguía, aclarando que la toallita estaba demasiado sucia, así que lo mejor era que cada uno tuviera su pañuelo a mano.
No era la primera vez que insistía en volver a lo de la Madame; lo que había comenzado como una consulta esotérica pasó a ser una tabla de correspondencia entre lo subjetivo y lo objetivo; la subjetividad era, en mi caso, la objetividad que no elegí.
Deseaba hallar a una mujer, pero lo hacía buscando otra primera instancia. Tenía edad para separar las cosas, descubrí que la soledad determina los años pero no la madurez; un niño solo es un viejo y así lloraba yo, como el viejo que soy desde que comencé este viaje.
¿Cómo era Esther?, ¿cómo era a quien yo buscaba? La vida pasaba aquí, en Valentín Alsina, sin que pudiera sustraerme del proceso social de la generación. Me inmiscuía con cierta distancia en sus vidas, hombres sujetos a todas las flaquezas de su condición. No asistía a la humillación entre reyes, sino a la humillación entre clases sociales. No podía suponer, desde lo más egoísta de mí, una conciencia de ser surgida de un mundo inmóvil. No podía aferrar los sentidos y me extraviaba, cada vez más disperso, en un barrio que sólo daba migajas para una memoria individual tan vacía como con la que había llegado: el Hospital de Niños, los rieles alzados como cañas de pescar y una abuela que tampoco estaba para darme algún dato preciso.
¿No estaba?
La escritura me ayudaba en parte a resarcirme, pero la desazón me retrotrajo, inevitable, al punto de partida. Apreté fuerte mis ojos para generar luz desde la más profunda de las sombras. Estaba perplejo, sin poder atar cabos, sin encontrar nada.
El hallazgo de una pulserita de alpaca terminó con la búsqueda de ese día. La Pepa regresó a tierra firme; sobre cubierta, desafiando a la lluvia, venían don Grimaldo, Ramón, el Irlandés y el Checho, invitado por el cantonés. Nadie pudo sacarle el mareo y la cara de susto, lo oscuro y lo pálido contrapuestos en el mismo rostro; sentado en un banco alto, con la mirada desorbitada, asomando la cabeza por el ojo de buey, gritaba noticias sobre el hallazgo a los pocos curiosos que estaban en la orilla.
– Acá está su botín -le dijo torvo y despectivo el Irlandés.
– Acá está la prueba de que tengo razón.
La pulserita de alpaca no tenía marcada ninguna fecha, pero en gruesa filigrana se leían, erosionadas, las iniciales J. R., que don Grimaldo descifró caprichosamente como José Rondeau. Con ese dato auspicioso cansó a la tripulación durante el regreso; registros esporádicos de la vida política y militar de ese hombre, que según le comentara Serrao, estuvo al mando del Sitio de Montevideo y hacia 1828 fue presidente de la Banda Oriental.
Si a don Grimaldo le hacía falta un signo para la revelación, era ése. No debía resignarse. En el periplo hidrográfico de su escritorio había recorrido varias veces esas costas hasta el estuario del río de la Plata; además el Checho le había traído suerte, estaba feliz; el hallazgo era premonitorio, por ese motivo y haciendo caso a su intuición decidió regalársela. Soñó planes faraónicos. Flexionando los dedos con las manos entrelazadas hizo sonar los nudillos y se restregó los párpados, para despejar los ojos y que los gestos adquirieran cierta inmovilidad de ceremonia. A partir de ese día, todo lo que era duda para los demás, en don Grimaldo tendría el efecto de lo incontrastable.
Ya en tierra, acompañado por Checho, decidió ir hasta la biblioteca de la Sociedad de Fomento y pedir que le abrieran la vitrina biselada con cortinas grises interiores. Lecturas de lo más eclécticas compartían los anaqueles de oscuro petiribí: un catecismo, un libro de poemas de José Santos Chocano, dos Martín Fierro, un recetario de cocina de Doña Petrona C. de Gandulfo, La Divina Comedia del Dante traducida por Mitre, un libro de matemáticas del segundo año, una edición en inglés del Finnegan's Wake, El Santo de la Espada, Upa, un Manual de Primeros Auxilios en la República, donado por Zarza, las obras completas de Séneca, Las Bases de Alberdi y una cantidad considerable de la colección de Mecánica Popular, eran alegato ocioso, procedimiento escrito de una civilización fragmentada que había perdido su etnocentrismo.
No había entre todos ellos un libro de geografía. Sin hacer muchas conjeturas entendió que nada sacaría de allí, a menos que se alquilara una nariz.
El gesto mayestático, la sagrada monería del cantonés, lo pudría. Eso le dijo a Ramón, explicándole por qué a los irlandeses en general, y a él en particular, nadie podía enseñarles sobre navegación; pocos eran tan buenos baqueanos en cuestiones vernáculas submarinas. El Irlandés sabía que no bajaba a una pecera. Mucho peores que su traje impermeable y sus zapatos con amianto eran los elementos lumínicos con los que hizo el descenso; necesitaba, por lo menos, ver qué cosas tocaba; el fondo cenagoso mantenía un vago sentimiento de zozobra para los que se apoyaban allí.
Comenzó el descenso, una lluvia imprevisible traída por un viento de sudestada no permitía trabajar en cubierta con comodidad; abajo, la tierra carcomida por la carroña subacuática negaba cualquier posibilidad de extraer cofres con carga preciada; no pasó mucho tiempo para que don Grimaldo, tapando con el puño de su camisa el reloj, ordenara desde el timón:
– Que busque sobre derecha.
– ¿A la derecha de qué? -preguntó Ramón tironeando del cable para dar indicaciones precisas-. Creo que está girando sobre sí mismo…
Al cantonés eso no pareció preocuparlo mucho. Enfrascado en sus mapas, abstraído en un punto que parecía más allá de la desembocadura, recibía un informe incidental del que seleccionaba datos ligados a su estado de ánimo. Las variaciones del humor eran constantes. Cuando decaía, hablaba de una transacción meramente comercial: venderle el oro al Estado o a los contrabandistas; cuando se deprimía, tiraba por la borda toda ambición material y la historia del Río de la Plata, pensando en comprarse un terreno en Quilmes o Punta Lara, para elaborar vino de la costa, y explicaba entonces las bondades de la uva chinche, pequeñita y dulzona, del tiempo en que los bodegueros lograban vendimias excepcionales.
Si bien, después del hallazgo, habló eufórico de los laureles y la gloria que sobrevendrían de la búsqueda, ahora lo hacía con una alegría contenida, estimando la posibilidad de hacer donaciones a la Sociedad de Fomento y a la biblioteca. Sus estados anímicos contrastaban notablemente con los de Ramón, pero aun más con los del Irlandés, que mantenía emociones lineales, cumpliendo su tarea con una profesionalidad tan mecánica y desafectada, que por momentos don Grimaldo llegó a odiarlo.
– Viene la creciente -dijo Ramón.
– Seguiremos con el rastrilleo -insistió don Grimaldo apoyado en la proa.
Era el quinto intento del día. El agua arrastraba plantas arrancadas y muertas, latas, botellas, pedazos de troncos y peces que flotaban en estado de descomposición. La correntada tomó impulso camino al noroeste de manera desagradable; el Irlandés, golpeado en el fondo por un objeto que no terminaba de reconocer, pegó un tirón de la cuerda dando las señales necesarias para que lo subieran.
Ramón intentó sacarlo.
– Ése no sale.
Los tirones de la cuerda eran cada vez más seguidos y nerviosos, un morse desesperado; pero se le respondió, en el mismo código, con señales de continuidad hacia el extremo deshilachado del fondo. La correntada era cada vez más fuerte; con los ojos fijos en el horizonte, el cantonés consideró que la pérdida estaba dentro de cualquier cálculo, pero la muerte contrastaba como un presagio.
– ¡Sácalo! -gritó unos minutos después.
Ramón corcoveó la soga con tres golpes, pasados unos segundos los repitió a modo de confirmación; el ascenso se hizo en forma lenta, las aguas se abrían con mucha presión, la mugre de la sudestada era frotación sucia e intimidatoria, el buzo presintió estar cerca de la superficie, atinó a ver cierta transparencia y la claridad lo tranquilizó; fuera del agua, Ramón lo ayudó a abordar y a desenroscar la escafandra; tirado en el piso de la chalana, a los pies de don Grimaldo, parecía su sombra.
– Una pena -dijo don Grimaldo-. Estas correntadas mueven siglos y es muy probable que los cofres estén ahora aquí, exactamente debajo del barco, riéndose de nosotros.
– Que se sigan riendo -contestó el Irlandés.
Lo dijo seco y cortante, con esa tozudez primitiva que sirve para refutar cualquier cosa.
El Checho perdió la cuenta del tiempo que no dormía. Todo empezó la primera vez que tuvo oportunidad de ver a Anahí y se guardó para sí un pedazo de eternidad. Se sentía como un muerto en la desgracia del insomnio, con los ojos abiertos, esperanzado en mantener las retinas libres para guardar la imagen de quien, y eso era cierto, le hacía perder el sueño a más de uno. Decepcionado, en un estado desmedido, se presentó delante de Marchena con dos palillos sosteniendo los párpados y confesando que llevaba quince días sin pegar un ojo. El gitano intuyó su exageración y sabiendo de su indigencia decidió atenderlo gratis. Joaquín Marchena curaba cantando, dominaba bestias y cristianos de igual manera; viejas canciones del romaní tan melódicas como arrulladoras, que tornaban en grititos agudos, exhalando una queja en el límite del quiebre. Cuando todo parecía indicar que la voz se partía, un desagradable fiato degradaba las notas a un sueño que se convertía en vidalita. No le cantaba solamente a las sensaciones auditivas, le cantaba a todo el cuerpo, a todos los sentidos y con tanto sentimiento que era imposible no vibrar de pies a cabeza según su voluntad. En su adolescencia, citado por la Facultad de Medicina de Córdoba, hizo estallar ante una corte de científicos un cáncer de ovarios; en esa ocasión, con la mujer sobre una camilla hospitalaria, de piernas abiertas en posición de parir, lanzó un grito tan al infinito, que el rebote del eco en las paredes del útero la hizo expulsar con una ventosidad vaginal toda la porquería.
Contrario a lo que el Checho esperaba, Marchena no tenía una voz cristalina. Le pidió que se quedara de pie. No hace falta que te saques nada, le dijo, poniendo un paño amarillo y blanco sobre su cabeza, mientras con los ojos cerrados se concentraba en la música adecuada. El Checho cumplió todo con cierta apatía. Marchena acercó los labios al tórax del paciente y comenzó a susurrar una melodía cerca de los ojos, bajando por la nariz, la boca, el mentón y el cuello, hasta llegar a la altura del corazón.
– En ningún catálogo de enfermedades se encuentran las representaciones tristes -dijo Marchena-, se trata de un ayuno de sueño.
El Checho lo miró sin comprender.
– No puedo hacer nada por vos, tenés un buraco y las canciones pasan de largo, es un buraco demasiado grande, ¿ves? -dijo ejecutando un ademán circular, mientras su dedo circunscribía la zona del pecho-, el alma no está y la desazón ni siquiera es un eco.
Esa misma noche don Grimaldo, acompañado por Serrao, concurrió como invitado especial a la reunión de la logia que presidía Farnesio. El altillo, un cubículo reciclado, resultaba húmedo para los bronquios del profesor, que subía observando la pared color celeste con dos mosquetes cruzados y una enorme escarapela hecha en papel crepé; sobriedad patriótica que los concurrentes elogiaban repitiendo la consigna que el anfitrión había escrito en una cartulina pegada en la puerta de acceso: "Debes luchar, amar, saber, creer". Subir los treinta y tres escalones, uno por grado de logia, cansa a cualquiera, dijo Germano, explicando los inconvenientes respiratorios que provoca en el invierno la cercanía del río. Las goteras del techo y las paredes ayudaban a su demostración.
Los asistentes se sentaron alrededor de la mesa que dominaba el centro, bajo una lámpara débil dirigida hacia la cabecera. El presidente, antes de apropincuarse, pasó por detrás de cada uno, colocando su mano sobre el hombro; apretaba fuerte, para emplazar energías esotéricas.
– Pasa lista con la yema de los dedos -le dijo por lo bajo el profesor a don Grimaldo.
El doctor Germano, la Rupe, Saldívar, el Lutero, Ramón, la Tetona, Serrao y uno de los policías de apellido Sosa, en representación del Sherí Campillo que no pudo asistir, se dispusieron a comenzar. Farnesio dio inicio con palabras que, progresivas, se convirtieron en un encendido discurso.
– Camaradas: tengo alta la mirada y la voz de la esperanza amanecida. Estamos aquí los mejores hombres y mujeres del barrio; y por esa misma razón, don Grimaldo Schmidl no podía estar ausente de nuestras reuniones. Este hombre lleva a cabo una búsqueda patriótica, rastreando el fondo, qué digo el fondo, el trasfondo de la historia, los sentidos de una nación imperecedera; así es, en las inmundicias del río, nuevas señales del pasado nos contemplan y un porvenir nos espera. Un río sucio, sí, sucio pero nuestro. Aguas en las que don Grimaldo, más allá de toda materialidad, busca un legado que nos pertenece. Nuestro amigo, y esperamos que desde hoy hermano, rastrea documentos de alto valor histórico. Estoy convencido de ese legado. No es otro que los cien libros en veinte tomos en que don Juan José Barón del Pozo escribiera su Baropedia y de cuyo índice soy poseedor y celoso custodio.
El escribano enterrador dio una particular visión de ciertas claves de la vida nacional que, según dijo, se prenunciaban en los escritos perdidos a finales del siglo XVIII. El godo, autor de la Baropedia, comprometido con la causa antinapoleónica, escribió contra el corso y los iluministas diatribas que hizo extensivas a las revoluciones americanas, que defeccionaban en la exaltación del espíritu francés, por encima de su majestad Fernando VII. Este criterio, compartido por él, reforzaba las conjeturas que despertó el índice, con una serie de elementos que eran muestrario sensible de los tiempos difíciles que se vivían. Ahora, gracias a don Grimaldo podrían llegar más lejos, entrar en un tiempo de certezas.
No le resultó difícil ante su auditorio establecer una línea de pensamiento con aquel noble, afincado en el Río de la Plata, que ponía la contradicción histórica argentina más allá de "unitarios" y "federales", tarea por cierto ímproba, hecha ciento ochenta años atrás; pero, ¿qué es el tiempo para las causas nobles? preguntó a los presentes, mirando fijo a don Grimaldo. Hablaba con gestos ampulosos disimulando la inconsistencia de sus palabras. La pregunta, vieja para la retórica, hecha en base a la relatividad evocativa, recreaba la ilusión ya de pasado ya de futuro, convirtiéndose en el recurso que disparaba de nuevo su discurso.
Dicha la introducción, Farnesio dio por abierta la reunión de la hermandad, alisando el puño derecho deshilachado de su camisa. Llegaron los aplausos. Saldívar, emocionado, se levantó para abrazarlo. Su histrionismo sólo fue interrumpido por la Rape, que hizo un comentario sobre la hilacha, pero, hábil, le restó importancia. Después de todo, intuía, ese atuendo era provisional…
Don Grimaldo, objeto de la convocatoria en la logia, recibía palmadas en su espalda y agradecía la invitación. Cuando llegó su turno, se explayó sobre el agua, el barro del Riachuelo, la remoción de materiales inorgánicos, la podredumbre, los olores que rodean el trabajo; escapaba a preguntas incómodas. Cuando el poder se emplea mal tiene caprichos de hijo único, reflexionó para sí, mientras su lengua volvía anécdota el miedo de Ramón cuando, al filo de la noche, río abajo, el Irlandés contaba de alimañas prehistóricas que posiblemente emergieran de ese fondo.
– Es todo muy húmedo -dijo Serrao que no había abierto la boca.
Luego de informar y evaluar los resultados de la colecta, levantaron la reunión. Farnesio acompañó al grupo hasta la vereda, le ofreció otra changa a la Rupe en la funeraria y saludó a cada uno, apretando nuevamente y con más fuerza los hombros, inclinando la cabeza con los ojos cerrados. Le hizo un gesto a don Grimaldo para que despidiera al profesor y se quedara. Así fue. Una vez solos en la vereda, mirando el tilo que rodeaban unas tejas en simetría circular, abandonó el "don" para tutearlo. Al cantonés lo molestó sobremanera. En forma directa, sin tapujos, le pidió algunas precisiones sobre la embarcación.
Una vez en el living el escribano fue directamente al grano.
– Te felicito por la maniobra, che; es mejor que aún no conozcan el verdadero contenido de los cofres. Debemos actuar rápido. Hay malestar en la armada, la aeronáutica y el ejército; cuestionan a Frondizi, lo acusan de veleidades castristas, el Presidente va a tener que romper relaciones con La Habana.
Don Grimaldo estaba intimidado.
– Eso no es nada. Sé también que acaba de firmar un decreto para que sean intervenidas todas aquellas provincias donde ganen los têtes noires.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó don Grimaldo, ganado por la desconfianza.
– Me lo dijo Ricardo Klement.
– ¿Quién?
– Eso no importa ahora. Se viene el golpe y ya tenemos nuestro hombre -amplía Farnesio-. El Presidente está cada vez más condicionado, se acercan las elecciones y ya se decidió no entregarle el gobierno a la Unión Popular; hay un decreto en el cajón del escritorio, sabemos que aunque no lo firme, el general Martínez Salas lo va a ejecutar igual; así que Framini, si gana, se vuelve a casa.
Don Grimaldo permanecía callado.
– El presidente de la cámara de diputados es nuestra carta -continuó-, está dispuesto a hacer todas las concesiones imaginables para mantenerse en el poder. Cuando asuma Guido nos va a firmar nuestra potestad sobre el lecho del Riachuelo, Grimaldo, ese hombre es un títere, va a firmar todo lo que queramos.
Caminando hacia su casa, recordó un comentario del profesor Serrao; sobre fines del siglo XIX un diario inglés escribía textualmente: "En la Argentina, para hacer un negocio, había que comprar desde el presidente de la República hasta el último portero". No era muy tarde, en el centro de la plaza de Valentín Alsina un telescopio apuntaba al cielo con un cartel donde el astrónomo escribió CINCO PESOS de manera muy visible. La fama de un espectáculo que se hacía en el obelisco había llegado aquí y muchas familias con sus hijos contaban sus monedas para mirar por él. Don Grimaldo también desembolsó la plata, le pareció más que conveniente el precio que la ciencia le puso al cielo. Las estrellas, minúsculas, adquirían inexplicablemente un brillo extraordinario.
Encuentros y desencuentros, hallazgos y desapariciones.
Cierta terquedad me decidió a quedarme, un empecinamiento de los afectos; más que una identidad, un capricho aclaratorio que, por más edad que se tenga, todo niño necesita. Llevaba más de tres años en un paisaje agobiante, patético, desnudo esqueleto para soportar el material de la pobreza, lo seco y lo mojado. Tres años durante los cuales los acontecimientos, azarosos, desbordaban la búsqueda individual en la que, por otra parte, parecía no hallar a quién ni cómo.
Las impresiones escritas debajo del ventanuco en mis cuadernos se habían nutrido de tanto material extrapersonal, que ensayé a partir de ellos un orden diferente. Descubrí en las diversas relecturas que narrar era hacer una discriminación ideal en el interior de una totalidad desagradable ya dada.
Garabateo el cuaderno abierto: no son palabras, sino dibujos a los que la torpeza da cierto aire infantil. Creo que Vico sostenía que la literatura nació de la curiosidad, hija de la ignorancia. Mientras escribo rastros de otro pienso en mi falta de originalidad.
No busco ser original porque carezco de ingenuidad.
La perdí hace tiempo…