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Pero el mundo que me era reconocido
se me ha aproximado, familiar,
se ha hecho conocer y poco a poco
se me ha impuesto, necesario, brutal.
PIER PAOLO PASOLINI
Llegué a la puerta de la botica muy temprano y vi colgando un papel roto; alcé del piso un trozo del rompecabezas, era una hoja mimeografiada:… ndizi, representa a espaldas de los trabajadores argentinos, los únicos y verdaderos repres(…)ntes de una alternativa revolucionaria. A(…) y (…amos el camino de la Agrupación (…)ronista de la Resistencia Insurreccional, U(…)ncos, 19(…).
Con la persiana semilevantada, Zarza se disponía a limpiar la pegatina, el agua rebotaba en las ondulaciones metálicas salpicándole el guardapolvo.
– Buen día.
Asentí con la cabeza y otra voz, dormida, dejó su aliento en mi espalda.
– Buen día -dijo la Rupe que estaba con los dolores del mes-, necesito marrubio.
– No más de veinte o veinticinco gramos por litro -indicó Zarza.
– ¿Puede ser en tintura?
– Sí, pero tres o cuatro cucharaditas por día.
Un golpe en la vidriera delató afuera a Serrao que se restregaba los dedos en la solapa del sobretodo y hacía señas invitándose a tomar mate; habíamos quedado con el profesor de encontrarnos allí; le caí bien, estimaba mi cultura sobre música popular, me sentía contento de ser aceptado.
Zarza terminó el despacho de la Rupe y con ademán de cabeza y sonrisa acogedora le hizo señas de que entrara.
– ¿ La Tetona lo puso al tanto? -la cara circunspecta del profesor delataba que no quería hablar de su problema delante de la mujer y mintió una afonía; el boticario le recomendó una infusión de yerba de perdiz, jaramago, llantén y flores de malva, a la que, una vez en ebullición, debía agregar borato y bicarbonato de sodio, y después hacerse unas gárgaras.
– Pasen para el fondo.
Las mateadas en el patio trasero bajo el parral eran una costumbre cotidiana. En semicírculo, con la pava dispuesta, absorbíamos el aire matinal impregnado con los aromas que, desde los anaqueles, despedía la herboristería.
– No sé por qué cuando lo veo a usted o al doctor Germano, me la paso hablando de ñañas -comentó Serrao.
– Estamos en edad, profesor.
Con los primeros mates la conversación derivó a pedir del historiador que, sin la afonía circunstancial, reflexionó sobre la aplicación histórica de los conocimientos en la realidad, argumentando contra la Academia que seguía rechazando sus argumentos respecto de El Saucecito. ¿Qué se puede esperar de una operación estratégica sobre un objetivo modesto y con medios insuficientes? La batalla era la parte más importante de la guerra, en ella estaban empeñadas todas las tropas de combate y toda su potencia de lucha se desplegaba para alcanzar la derrota del enemigo. Estaba en discusión la hora del veneno en los pastizales. Según su versión, el día anterior a la refriega López mandó envenenar los pastos, así que cuando la caballada unitaria comió, se quedó de a pie, y bastaron unas pocas horas para que los federales dieran cuenta de ellos. Violín y violón, dijo, pasándose el dedo índice por el cuello a modo de afilada cuchilla, en el tono épico de los cielitos. Luciano de Montes de Oca era un militar de lógica europea: "No hay medio de reducir sino por el terror y la muerte -había dicho-; es preciso fusilar por lo menos cincuenta, sólo así quedará este paraje sojuzgado y sano, para esto es preciso que me manden un capellán, porque es horrible matar a estos salvajes sin proporcionarles auxilios espirituales".
Comprobó en sus estudios, y eso lo deslumbraba, la perspicacia del mariscal para dejar al enemigo de a pie; mujeres, niños, enfermos e inválidos trabajaron en la copiosa tarea de envenenamiento. Destacaba el valor del pueblo en la lucha armada. Los pájaros estaban aletargados, los unitarios estupefactos presenciaban la muerte de sus caballos. Se preguntó qué droga o yuyo usaron. Montes de Oca intentó envolver el flanco derecho de los federales bajo el fuego directo de la artillería y realizó una desatinada maniobra de infantería. Entonces Estanislao López, guiado más que por teorías estratégicas por su propia intuición de caudillo, aferró el frente del enemigo atacando decididamente el flanco izquierdo y precisamente en ese lugar, precisamente ahí, fue donde la caballería de Montes de Oca no pudo hacerse presente. Una pequeña Austerlitz, dijo, una perfecta contramaniobra que desgravita su propio frente, un ejército superado ampliamente en número que logra, por una estratagema lúcida, la victoria. De la necesidad nace la intuición, reflexionó; porque, seriamente, no puede hablarse de disciplina ni educación militar en ninguno de los dos bandos. ¿El combate propiamente dicho? Unos cuarenta minutos, no más. Evitó describir las escenas de pánico, los caballos muertos, los cuerpos, la carne aciruelada de ése y tantos otros campos. ¿Qué veneno debieron usar?
– Posiblemente cicuta -argumentó Zarza-, que no mata sólo a los filósofos. Paracelso explicó que la cicuta puede confundirse con el perejil. Produce sed, dolor de cabeza, dolor de estómago, delirio, y por último un enfriamiento general que precede a la muerte.
– El número en una guerra es un error -amplió Serrao-, puede que en el letargo o en el delirio los unitarios vieran que la gente de López se multiplicaba.
– ¿Un amargo?
– Bueno.
– En las cenizas de la yerba se hallan sodio, potasio, magnesio, manganeso, cal, hierro, litina y vitamina C -se explayó el boticario, afecto a las demostraciones botánicas.
La ronda de mate llegó a mí.
Zarza se lucía contando que, en 1890, Alejandro Dumas escribió en Le Matin que "el mate es una bebida tonificante, de un gusto tan agradable como el té; si se le agrega, como yo lo hago, una pequeña cantidad de cognac o kirsch, se obtiene una bebida que se gusta con tanto placer como el grog americano, el más complicado".
– ¿El grog? -pregunté.
Para el historiador una complicación era algo a desentrañar; para Zarza simplemente una enfermedad o un parto.
Deme la mano, abuela, tengo un dolor insoportable, una espera insoportable, la semana pasada me pidió más libros, La montaña mágica y un libro de poesía de Catulo; me los metí por ahí, pero me negué a hacer lo mismo con el tocadiscos, dice que la música facilitaría las cosas, que está escribiendo, que le es placentero hacerlo con música, que lo inspira más, ¿se da cuenta?, ya inspiro, abuela, espiro; dice que no me queje, para él también es un esfuerzo, que la palabra es así, ¿se puede tratar así a un ser humano, abuela?, mire mi cuerpo, al Cholito no le intereso en este estado, le resulto desagradable, debo estar muy fea; ¿qué dijo el doctor?, llame al escribano, abuela, hay que desalojarlo, no lo quiero más ahí, no lo quiero más en ninguna parte; me pide que aguante un poco que ya va, que ya va, que ya termina; para cuando termine, el Cholito no me va a querer, abuela, voy a ser una mujer muerta, la partera me aconseja calor, que la temperatura le resulte insoportable, que me agache como para cagar, que haga fuerza, que se trata de una expulsión, me dice; que sea menos maternal, que lo expulse, pero no es tan fácil, a veces creo que cuando salga lo voy a extrañar, qué loco, ¿no?, el parto es un proceso, la escritura es un proceso, ¿hace demasiado calor?, ¿demasiado hacer adentro? ¿una fantasía mía?; vamos a necesitar un nombre, una manera de llamarlo, algo que confirme lo que sale; a veces pienso si entre tanto plasma estoy en mis cabales, ¿ahogado?, a veces pienso en meter mis manos y tirar de él, quizá si lo nombrara; ayer le hablé, le pedí por favor, como lo sabe pedir una madre, tiene que entender que ya no me queda líquido, que no puedo alimentarlo, que el último plazo es el día de la Virgen; me promete que va a salir antes, que me va a devolver la mujer, llame al Cholito, dígale que todo se trata de una horrible confusión, que lo siento mucho, pero que no me deje, que no me deje; el dolor, abuela, otra vez el dolor, ¿lo ablandé?, quizá si usted lo nombra, o la partera, qué sé yo, me dijo que ya falta poco, que ya termina, que lo suyo no es sólo un capricho, quizá si le diéramos un nombre, me dice que no lo llamamos de ninguna manera, que ya viene, que ya va…
Esperaba la presencia del hombre con cierta incomodidad, llevaba un viejo vestido de colección que el diplomático le compró en Praga veintidós años atrás, con motivo de una recepción que el representante de negocios inglés brindó a las delegaciones extranjeras en esa enigmática ciudad.
Conoció allí a una pareja que trataba de ocultar sus dificultades. Ella era una actriz norteamericana rubia, estilo Jayne Mansfield, que acaparaba la atención de los invitados. Cuando cruzó el vestíbulo del hotel, la reunión dejó de ser de formal etiqueta para transformarse en algo semejante a una comedia musical de Ziegfeld en pleno Broadway; se abrieron cortinas, aparecieron escalinatas, caballeros engominados, enmudecidos por la sinuosidad de las caderas y con sonrisas de oreja a oreja, que se acercaban a besar las manos enjoyadas.
Las presencias apabullantes lograban esas cosas, pero sólo una persona enigmática cambia el color de las reuniones.
Él era un diplomático belga que andaba por los cincuenta años, escondía sus sentimientos detrás de un enorme cigarro, la neblina del tabaco le daba un halo misterioso que ocultaba una neurosis pronunciada y ciertas perversiones que el Cholito se encargó de desentrañar. Una vez reconocidos, comenzaron a hablar de negocios agrícolas, comercio exterior, recibos, transacciones, duplicados, declaraciones aduaneras; el aburrimiento parecía irremisible cuando una pregunta estúpida los sacó de tema.
– ¿Tú puedes dar fuegou? -le dijo la rubia al Cholito en un castellano turístico, colocando el cigarrillo en una larga boquilla de baquelita dorada.
– Le hace juego con el pelo -dijo el Cholito.
– The tabaco también -rió la rubia-, es Virginia, como my name.
La conversación continuó en inglés, el Cholito era muy buen mozo y muy seductor, así que la noche terminó en el consulado argentino con más champagne, clarete y una charla sobre el carpe diem con ropas desparramadas y cuerpos desnudos cruzados en las alfombras del segundo piso.
– Pide el señor que lo disculpe -dijo el mayordomo interrumpiendo su memoria-, está retrasado en una reunión, en unos minutos va a estar con usted… ¿desea tomar algo?
– Un té frío, por favor.
El mayordomo volvió con la taza, ella agradeció con cierta distancia; mientras lo saboreaba, sintió que podía relajarse…
El Cholito no hacía otra cosa que mirarla y jalar morfina, un ensueño distante, tan lejano, que sólo atinaba a contemplar, desde la soledad, la fragmentación que proponían la piel de la rubia mezclada con la de su paraguaya. El belga gozaba de la exhibición, ordenaba posturas más cerca del equilibrismo que de la sensualidad, las mujeres obedecían a sus caprichos sexuales demostrando condescendencia profesional. La cansaba esa mezcla de gimnasia y fluidos que hacen de la piel un pegote escamoso. El Cholito, pasado de morfina, recomendaba aprender guaraní, una lengua muy sensual, muy bella; confirmaba con un grito álgido su satisfacción. Si se secan los líquidos, se seca la lujuria, decía, mostrando con desenfado la mancha que había dejado sobre el gobelino.
Cerca de las siete de la mañana, cuando se retiraban agotados, el extranjero sacó una flor del jarrón que estaba en el esquinero del vestíbulo y se la colocó en la mata de pelo azabache; le dijo que la poesía construye o destruye las cosas, que extrañamente, en el medio de esa construcción o destrucción, nunca hay nada.
No trató de entender, pero desde ese momento y hasta mucho tiempo después de ese encuentro, el Cholito aún le reprochaba por qué no se había cuidado.
Insiste en quedarse, abuela, me pide un libro, Dante, dice, la divina risa o algo así; este parto es demasiado doloroso, está muy crecido, la semana pasada pidió uno de Kafka y otro de Martínez Estrada, yo no tengo memoria para tantos nombres, tengo que anotarlos; se está preparando, escucho el combinado con la concha para arriba para que entre la música, pero no la usa para dormir como los demás niños, no, dice que adora a un tal Ginastera, a Antonio Tormo, a ése lo conozco, abuela, le canta a los linyeras; pesa demasiado, no puedo moverme, es el parto de un elefante, me parto, abuela, la matrona quiso convencerlo, pero él le contestó que no va a ningún lado, se retoba; no es que no quiere crecer, dice, pero no va a salir; la otra tarde se puso a cantar en voz alta "Botones y Moños", la escuchó por Dinah Shore en la radio; estoy desesperada, abuela, deben convencerlo, está cometiendo usurpación como los que estamos en el conventillo; es inútil hablarle de juguetes, es preferible hablarle de mujeres, ¿saldrá maricón?; también pidió un atlas para saber dónde está Praga, se la pasa pidiendo cosas; estoy desconcertada, dolorida, el Cholito sabría cómo solucionar esto, al menos lo retaría, los chicos escuchan la voz del padre, yo soy débil de carácter, soy la mamá, dos gritos suyos y estoy segura de que el niño se vendría, estoy cansada de hablarle, de convencerlo, es un vago, es un artista, ¿vio?, meto y meto libros por ahí; el doctor Germano dijo que le mande una revista pornográfica, pero no me atrevo, abuela, además quiero que se críe bien, quiero que el Cholito esté orgulloso y le dé su apellido.
– Preguntá lo que quieras -me dijo la Madame del Kimono.
Si pienso "mañana voy al campo", mi fotografía cerebral no será más que una parcela de césped, pero la fotografía va más lejos. Recordé los cuentos del Grial, el Rey pescador: un caballero no pregunta, basta lo que le cuentan.
– ¿Pensás como un hombre que tiene poder o como un hombre dolido?
La pregunta mordía. Los ojos de la Madame fotografiaron mi cerebro, mezcló las cartas y pidió que me persignara antes de cortar. La carta que se deslizaba desde la mano tullida hacia el tapete era el quinto arcano. El Sumo Sacerdote.
– El cinco es aquí 2+1+2. El uno, el principio unitario, equilibra el palíndromo numérico, actúa como mediador de dos aspectos del mundo material: el que tiende a la acción y el que tiende a la quietud. Esta carta viene después del Emperador y la domina, porque el Sumo Sacerdote es la inmensidad espiritual en todas las cosas y sin él no puede haber ninguna evolución. Su manto rojo es más largo y más grande que el del Emperador y la Emperatriz, es más potente, puede envolverse a voluntad en la materia, la ropa azul determina debajo del manto la potencialidad de las actividades psíquicas. Invertida es muy mala, es un ser abandonado a su criterio, a sus instintos.
El fósforo es un fogonazo civilizado, bajo control, igual que el disparo de un arma; es inevitable pensar en la muerte: la Madame encendió una pipa e hizo anillos concéntricos, la luz abrió más el iris de su ojo derecho, el fuego disparado se tornó rojo y luego de un amarillo intenso, hasta desvanecerse como una pequeña puesta de sol en azul y anaranjado, que se apagaba mientras la llama consumía la madera.
– ¿Ves ese río? -señaló con su mano artrítica-, es ese río ancho con sus ondulaciones plomizas que viran del azul profundo al verde petróleo, con marrones atigrados tan parecidos y tan distintos.
Me hablaba de agua, de líquido en su estado más vulnerable, decía algo de un líquido quieto, de una docilidad oriental.
– No preguntar es estar quieto -agregó-. El Diablo representa un principio de actividad espiritual que trata de penetrar la materia. El Diablo necesita cubrirse con ella para materializarse, es la única manera de ceder a sus instintos. No busques donde no hay, no busques lo que no hay. Vas a escribir algo que te va a salvar. Pero tené cuidado, imaginás una familia pero hay aquí violencia designada por sus conexiones, mirá bien los cuernos de la carta. La antorcha del Diablo ilumina el mundo de la ilusión. Es poco lo que tengo para decirte. Vos creés que no naciste, porque no los conocés, pero eso no debe preocuparte. Vos vas a ser parido verdaderamente en la escritura.
El humo de la caldera se mecía en el ambiente. No sentí ánimo para preguntar nada, no quería mostrar mis sentimientos, mis aspectos menos sólidos.
– Buscás una madre.
– …
– Buscas una vagina para volver.
Intuía que de no hablar, era obvio que no podría hacerlo nunca sobre ésta o ninguna otra cuestión.
– Si no preguntás vas a ser maldecido.
Según Gauderio, los Uturuncos quemaron una linera y antes de guarecerse nuevamente en el Cochuna despojaron a los dueños de una camioneta asegurándoles que eran guerrilleros, no bandidos, y que les devolverían sus relojes el día de la liberación. Los Uturuncos no estaban derrotados. En el monte, los guerrilleros caminaban y esperaban, en la ruta 65 habían atacado a tiros a un jeep de la policía que huyó sin intentar respuesta; pero Pedro Velárdez, quien conducía el camión, abandonó a sus compañeros y se entregó a la policía dando detalles precisos de los movimientos: Loco Perón y René, dos jóvenes menores de edad, se entregaron sin resistir al ser descubiertos. Aunque la información era confusa, todos creían en sus palabras sin más trámite.
– Voy a poner la mesa -dijo Julia.
– Poné lo mejor, hoy los invito.
Me dispuse a ayudar, corrimos sillas y estiramos manteles mientras esperábamos la presencia del farmacéutico y el profesor. La novedad fue que uno de los hurones había muerto y la pareja escapó para cruzarse con las ratas; mientras Eusebio se lamentaba sin justificar la calentura del bicho en soledad, Julia le recriminó que iba a hacer lo mismo cuando ella estuviera del otro lado. No pude dejar de reírme de la situación, había exuberancia moral en el modo del almacenero y paradoja en su mujer.
Serrao y Zarza llegaron impuntuales, con los manjares ya servidos, pero eso no les impidió acaparar la conversación, haciendo del resto de los comensales público ajeno a sus discusiones. Había una mesa especial para los vinos, un Antiguo Castillo Espiño, elaborado con cabernet sauvignon de las mejores zonas vitivinícolas del país; un pinot noir sobre el cuadrado blanco del mantel contrastaba su color con un Castel Chandon, cuya bodega, explicó Serrao, jactándose de buen profesor y mejor enólogo, los franceses acordaron instalar el año anterior, luego de que eminentes técnicos, particularmente monsieur Poirier, vinieran al país para estudiar las mejores zonas enológicas.
Zarza estimaba que cualquier insurrección necesitaba de la prosapia racional que le podía dar el bolchevismo euroasiático; Serrao en cambio lo consideró una falacia, agregando, irónico, que nunca viene mal un poco del positivismo de la revolución burguesa europea, con hombres como Gabriel Honoré Riquetti, ideólogo conocido como conde de Mirabeau, marqués de Lafayette o duque de Chârtres, uno de los primeros jefes militares de la gloriosa revuelta.
– ¿Habla de burgueses, profesor? -preguntó Zarza.
– Y usted de orientales.
– Me niego a hablar en estos términos con usted.
La cena y la discusión avanzaban entre palabras y nombres como comando, Che, molotov, lucha armada, tirano prófugo, gorilas estalinistas, Cooke, liberación, y la imperdible conjunción de neoniponazisfachofalanjoperonistas que Zarza descerrajó ofuscado, hasta que fragmentos efervescentes como aquel que define la buena elaboración de la champaña cayeron en las copas, comentándose con fruición y entendimiento cómo el proceso de segunda fermentación en botella asegura una conjunción íntima entre el vino base, las levaduras y los elementos clarificantes.
– Me gustaría tomar un Barón Bertrand en uno de sus tubos de análisis -le dije a Zarza.
– Quizá la Roña se preste a mear en ellos -replicó Eusebio viéndola entrar, ante un estallido de carcajadas generales.
Julia gesticuló pasando por sobre sus labios el índice y el pulgar a modo de coserse la boca; la repulsión es tal que ni siquiera la puede echar, tanta pobreza y suciedad la intimidan. La Roña tartamudea y por vergüenza habla poco; no va a hablar bien, le dijo Marchena, hasta que no encuentre el amor, pero, ¿quién se fijaría en ella?, ¿sería un amor con intermitencias como su palabra?, su casilla es la más pobre del Irupé y su sentimiento no publicado, también.
– ¿Qué querés? -le preguntó Eusebio.
– ¿Puedo llevarme algo de comida?
– Claro que podés -dijo Gauderio-. ¿Querés llevarte ropa?
– El otro día vi en un figurín viejo uno de los vestidos que Paco Jamandreu le hizo a la santa -dijo Julia, afecta a las revistas del corazón.
La Roña envolvió parte de las sobras en un trapo, hizo un atado y agradeció al tiempo que se iba.
– ¿No será una exageración? -preguntó Eusebio, viendo salir a la Roña vestida de novia.
El botín robado a las organizaciones populares por las fuerzas armadas intervencionistas, la liquidación de las estructuras nacionales de protección económica para el desarrollo independiente de nuestra patria, la derogación de la Constitución del '49, los fusilamientos, la entrega de nuestras fuentes energéticas, los crímenes contra el pueblo, la movilización de los obreros y su represión, los tribunales Conintes, el avasallamiento de la voluntad popular, constituyen todo un testimonio de falsedad de la paz que nos quieren hacer creer que gozamos. Es aun más patético este estado de guerra en cuanto aún conservan como botín la bandera más sagrada para los sentimientos de los humildes, el cadáver de Eva Perón.
Es imperiosamente impostergable que los cuadros no entregados ni comprometidos con la burocracia conciliadora realicen una valoración objetiva y valiente del marco de posibilidades. Creemos que sólo en relación con los trabajadores, junto a ellos y con ellos, descubriremos nuestro papel en la lucha por la liberación de nuestra patria. Uturuncos (¿?), 196(…).
Cuando se declaró el fuego en la barraca del Beto Mendoza, la reunión en la boite del Salmuera estaba muy avanzada. Las pupilas hacían comentarios sobre la Rita, maquillada como una novia, que daba la impresión de estar lista para un trabajo especial; el anfitrión levantó la copa en su honor y el doctor Germano, con la frialdad que lo caracterizaba, habló de lo que llamaba las perversiones de Dios.
– Ahora se acuesta con el Señor -dijo.
– Una Magdalena al fin que, con perdón del Padre -completó el Lutero-, puede dejar contento a más de un santo.
– Está vacía, es toda cavidad, es toda vagina -aseveró el médico en voz alta.
Todos presintieron la índole perversa de sus palabras, se produjeron cuchicheos reticentes, pero el doctor Germano no se amedrentó y continuó hablando sobre el rigor mortis del cadáver, con una inclinación animista tan particular que atrajo la atención de las chicas, sustraídas no por lo científico, sino por lo desconocido; la solemnidad de la muerte rodeaba la conversación y devolvía a la Rita una singularidad evanescente. El Lutero se quejó, con cara molesta, diciendo que ése no era tema de conversación para una despedida, pero el doctor Germano mantuvo su disertación, tincando la uña de su dedo pulgar sobre la de su dedo índice. La tensión cadavérica se debe a la no aceptación por parte del muerto, a su indecisa situación corpórea, que vaya a saber uno por qué razón debía ser abandonada; imaginen el susto súbito, dijo, de quien se pregunta por qué a mí, por qué yo, mientras en el purgatorio cotejan que no se trataba de un desmayo y ponen los papeles del alma en regla; los ángeles en tanto intentan disuadirlo, que se relaje, que acepte la nueva condición, que se lo venían avisando, que no hay retroceso, ya está, que no se haga el gil, que ya está bien, ya está bien… hasta que la terquedad del finado se desvanece y termina por entender que hay que empezar otra cosa.
– La cosa no es decirle que todo termina, sino que empieza algo nuevo -concibió el Lutero, reivindicando el sentido de la vida resurrecta.
– Para estos incrédulos el cielo no pasa del cielo raso -completó Farnesio.
El Vasco invocó, como emocionado comentarista de radio, la suerte astral del centroforward de El Porve, dopo del milimétrico pase que cabeceó sin despeinarse para dejar el balón dormido en el fondo de la red. La Yoli asoció el relato con el peinado de la pobre Rita, dormida, a la que le cambiaron el platinado por un severo medio luto, caoba clarito, que imitaba el lustre del cajón.
Farnesio echó a las chicas y se pasó con Germano y Saldívar a unos silloncitos, a medias iluminados. Esperaba al Sherí Campillo y a un hombre llamado Jaime Solórzano.
– ¿Qué le pasa a ése? -le preguntó malhumorada la Yoli al Vasco que miró fijo las tetas que se bamboleaban.
– Detesta que a sus espaldas las chicas lo llamen enterrador.
Recién llegado en compañía de Solórzano, el Sherí pidió café, unos whiskies, y antes de acomodarse hizo la misma pregunta.
– ¿Y el Pardo? -preguntó Farnesio.
– Pasó con Silvina -respondió Germano.
Hablaban entrecortados por la música. En una pequeña tarima alfombrada contra la pared rugosa en la que rebotaban dos focos rojos, la Yoli ejecutaba su striptease, serpenteando la lengua entre las tetas sostenidas en sus manos, se ponía bizca simulando un éxtasis tan fingido como improbable; abría y cerraba alternativamente las piernas; de espaldas, agachada, separaba con sus dedos, leves, las nalgas. El barman manejaba las luces desde la barra con direccionalidad genital; desde las sombras del salón las voces del público eran soeces, escatológicas. La Yoli bajó semidesnuda; buscaba la puerta del baño de mujeres. Otra de las chicas, en su lugar, repetía las contorsiones y los mohines; el único cambio, con suerte, era la ropa. Vestida, otra vez en el salón, la Yoli acudía a los llamados de los clientes.
– Cuánto cobrás una "francesa" -preguntó Saldívar, deteniéndola por el brazo.
– ¿Grupal? -contestó con una sonrisa, señalando a todos los de la mesa.
Se rieron de la ocurrencia, la Yoli siguió su camino y se chocó con el Pardo, a quien nada le despertaba interés y además estaba allí convocado para un trabajo.
El incendio de la barraca no era el primer atentado piromaníaco: en la zona de Alta Gracia, Córdoba, se había atentado contra la empresa extranjera Shell-Mex y ardieron tres millones de litros de nafta y cuatrocientos mil litros de gasoil, en Mar del Plata habían incendiado en forma intencional la planta de almacenaje de la dirección de Gas del Estado, destruyendo mil cuatrocientos tubos de gas.
– Hablan de prepotencia policial, ¿se da cuenta, Solórzano? -dijo el Sherí Campillo.
– Poco importa eso ahora, comisario. Hay que pensar en grande. La presencia del príncipe de Edimburgo -comentó Solórzano- es lo único que retrasa el derrocamiento de Frondizi. Me acaban de informar que se alzó Toranzo Montero, lo que hace que esta situación sea irreversible. Una vez consolidado el éxito de nuestra gente…
– El dueño de la barraca está dispuesto a colaborar con la hermandad -aclaró Farnesio sin que mediara entusiasmo por parte del invitado.
La explicación de Solórzano los retrotrajo a las elecciones de marzo, bautizadas como catástrofe para el oficialismo; completó el cuadro con una serie de estadísticas sobre votos, cantidades nominales de diputados y gobernadores que se habrían hecho cargo del país si las fuerzas armadas, noblemente sacrificadas en aras de la nación, no pactan este justo derrocamiento. ¿Cómo seguir actuando? Cada uno recibirá sus órdenes en el momento oportuno.
Farnesio hizo una seña y el Pardo se sumó a la reunión.
– ¿Qué vamos a hacer con Grimaldo? -preguntó, pecando de ingenuidad.
– Escribano, ¡¿usted en realidad piensa que esos cofres existen?! -espetó Solórzano riendo.
– ¿Y Gauderio? -saltó Saldívar, metiéndose el dedo meñique en el oído tratando de ampliar su campo auditivo.
– Nuestro informante -interrumpió el Sherí Campillo- dice que lo vio repartiendo volantes con otro tetas nuar cerca de la barraca, iban en un DKW. Uno de los Sosa quiso detenerlos pero salieron disparados.
– ¿En un DKW? Pero de dónde va a sacar plata para un auto ese muerto de hambre -interrumpió Farnesio-, sus milicos están sugestionados, comisario, no tiene un cobre partido por la mitad; si todo eso fuera verdad, los Uturuncos ya habrían recibido armas soviéticas y estarían a las puertas de la Capital.
El Salmuera se acercó a la mesa interrumpiendo la conversación, los invitó a pasar con cualquiera de sus pupilas, ¿Silvina?, ¿ la Yoli?, ¿Elvira?; Solórzano declinó la invitación sin amabilidad y le pidió al Pardo que lo acompañara; Farnesio y el Sherí Campillo -decidido a entender el ofrecimiento como una "contribución voluntaria" con las fuerzas de seguridad, por demás legal- se internaron juntos en uno de los cuartos y permanecieron acostados, con los ojos abiertos. Una humedad muy suave entre las piernas delataba la presencia de dos anguilas, la succión era perfecta; Farnesio miró al Sherí buscando una explicación más convincente sobre su situación personal, pero el comisario, con los ojos cerrados, se concentraba en otra cosa; pensó entonces en Gauderio con todo el desprecio que le era posible y una flaccidez no deseada comenzó a preocupar a la pupila que lo atendía.
– ¿Un auto? -murmuró Farnesio, pensando en su Káiser Carabela.
– No se extrañe, Farnesio, vaya a saber uno; pero dicen que ese negro hace cada cosa con las palabras que…
Después de hablar con Solórzano, el Pardo caminó solo hasta su casa recordando las plumas que el disparo hizo brillar, una explosión que le cegó el sol, una luz impune de colores terracota y negro flotando sin lugar fijo.
El frío alejó a los bichos. A puertas cerradas, el olor de la fritanga, reconcentrado, impregnaba el ambiente. Lutero tenía un mal día. Con el gorro calado hasta las orejas, se disponía a envolver la bufanda escocesa un tanto sucia alrededor del cuello cuando Gauderio lo invitó a compartir la cena.
– Acá tiene -dijo, estirándole un vaso de vino.
Lutero era el mote que le puso Serrao, por ser hijo natural del sacerdote, pero también lo llamaba "el hijo laico"; decía que el muchacho tenía el rostro por demás pálido y una expresión de rencor teológico, un conjuro de amenazas que parecía formar parte del plan universal de Dios, aunque la necedad no lo eximía ni de sus miedos ni de sus excesos.
– Quédese -invitó Gauderio.
El incentivo no le sacó sonrisa, pero ponderó con un gesto el sabor seco del tinto que le supo igual al chasquido de lengua de Anahí.
– La pobreza y el frío no se llevan bien -dijo Gauderio.
– La pobreza no se lleva bien con nada -respondió el Lutero.
Gauderio extendió el convite para la cena y con el desconcierto de la Tetona, la Rupe y el Vasco, le pidió a Julia que preparara la mesa y trajera los platos.
– Me tengo que ir.
– Quédese, hombre -insistió Gauderio sin levantar la mirada.
– Quédate -repitió Eusebio, mientras su mujer extendía un elegantísimo mantel de abopohí blanco con bordados en el mismo tono sobre tres mesas.
Lutero miraba desconcertado, ¿de dónde habían salido esas cosas? En el centro, un pavo grande descansaba sobre una bandeja de plata en cuyo lecho se desflecaban papeles celestes y blancos, decorando con apios, rodajas de ananás, sólidos rectángulos de queso y dados de manzana, la carne blanca.
– Cuando habla de los Uturuncos no repara en gastos -ofició irónico Serrao.
En el extremo, un enorme jamón desgrasado, condimentado con especias de Esmirna y adornado con soberbias ramitas de perejil, se oponía a otras tres bandejas, una con gelatina amarilla, otra con jalea de ciruela y una honda, desbordando mazamorra, con la que la Tetona manchó su pechera. Gauderio ocupó la cabecera sin vacilar, hundió el tenedor trinchando con fiereza en la carne blanca; habló con pericia: "Ya llegará nuestro día", dijo.
Nada le gustaba más que estar en la cabecera de una buena charla con una mesa bien abastecida. ¿Ala o pechuga? Dos antiguas licoreras de cristal, una con jerez y otra con oporto, esperaban el momento de ser vaciadas. Varios litros de cerveza negra y una botella de Extravis, un aguardiente catamarqueño de punzante y delicado sabor, hicieron de las suyas entre los comensales.
El Lutero, preocupado por la milagrería, temía que le pasara como a Saldívar y el murmullo lo tentara a no sabía qué cosas. El profesor le dijo que en ese caso había que hacer como Ulises y atarse a la pata de la mesa.
– ¿Como quién? -preguntó la Tetona comiendo mousse de limón.
Lutero, borracho, con ojos de conejo encandilado, acodándose en la mesa, acusó a Gauderio de paganismo, desafiándolo a que dijera la palabra "blanco" e, ipso facto, cambiara de color.
– Calmate y fumá conmigo uno de estos habanos iguales a los que el Comandante le regala a Churchill -le dijo Serrao-, los placeres están más allá de la ideología y la mística.
– Sólo el placer acepta cómplices -amplió Zarza.
Lutero olvidó su pelea con Gauderio y aceptó la invitación; se ahogaba en una bocanada interminable que le ardía en el paladar.
– No lo toree al profesor Zarza -intervine riendo.
– ¿Un poco más de Extravis? -invitó Zarza, que no se perdía ninguno de los encantamientos gastronómicos.
A esa altura la revolución se manifestaba en los botones prominentes que marcaban la pechera de la Tetona.
– ¿Supo algo de la mujer? -me preguntó el Lutero, sin despegar los ojos de los pezones.
– Lo único que sé hasta hoy -le dije- es que su amigo Saldívar no es simplemente un trabajador de la construcción y que Gauderio no es simplemente un negro liberto.
Una foto de Sartre con saco y corbata acompañado de un gato en un típico café parisino me terminó de sacar la resaca de la noche anterior. Era una foto ridícula, salvo que el filósofo quisiera resultar snob. La foto, al menos, dejaba datos precisos. De datos era lo que carecía mi búsqueda. Pensé en ella, nada era preciso y no por el mutismo, sino por el desconocimiento de los demás, que era mucho. Los acontecimientos cotidianos, vertiginosos, me habían desviado del objetivo central de mi estadía. Se me imponía saber si la historia era todo o sólo un aspecto del destino humano, si la víscera individual estaba o no por encima de la vida colectiva. Le monde c'est ta maman, me dije riendo. Busqué mantener cierta racionalidad a la hora de elegir mis actos del día y sentir menos absurda mi condición. El antes y el después son fórmulas que separan; la circunstancia, siempre azarosa, se convertía en debilidad mágica. Podía sentir correr el tiempo, captarme como una unidad de concepción.
Estar aquí era el lugar del pasado. El saco negro del filósofo en la fotografía fijó en mis ojos el estilo de corte de un traje y la textura de la tela que sentí más familiar al acariciarla entre mis dedos. Las presunciones no elucidadas oscurecen el problema del recuerdo; si el pasado era un trazo en el presente, el guarda seguiría arriando los rieles del trolebús, Gauderio pondría mesas ya puestas y la navegación de Grimaldo gozaría de cierta inmovilidad.
¿Y las cartas de la Madame?, ella esperaba mi pregunta para que se activara otra vez el mundo. Volví por un momento a las faldas negras de la abuela camino al Hospital de Niños, la caricia sobre mi cabeza se repetiría eternamente.
Sólo a veces tomaba registro de estas cosas; si el recuerdo era esbozo y localización memoriosa, la ausencia de Esther era imposibilidad.
El trato con el Salmuera no funcionó. La niña no era una prostituta, cumplía una tarea sanadora distinta de la que ejecutaban las muchachas bajo su mirada vigilante y amenazadora en la boite.
– Se la compro.
La cabeza de la Madame del Kimono giró negativa. Salmuera se dispuso a tirar una cifra…
– Quinientos.
Él mismo se encargará de que el doctor Germano la revise para garantizar la virginidad de la niña, es una operación rápida y sencilla; ella va al consultorio con la niña, puede estar presente, la abren de piernitas para un tacto, pero más delicado, claro, como le hacen a las otras pupilas: si comprueba que la telita está en su lugar, el trato está cerrado.
– Novecientos.
Se encarga de hablar con el doctor Germano para que se enguante la mano, es una conchita tan pequeña, sobre todo sin uso; va a controlar que no se tiente, por su profesión es un poco perverso; pero eso no viene al caso; se va a encargar personalmente, habla con seriedad; no habrá abuso ni impunidad profesional, no es más que una revisación médica y él es el más interesado en que la telita esté intacta…
– Mil.
No lo malinterprete, sólo quiere estar presente para protegerla, sepa entender, no para verla con las piernitas abiertas, ni para acercar su mano a ese lugar sagrado; se siente en condiciones de saber si la niña es virgen sin tocarla, pero para la transparencia del negocio, mejor la ciencia…
– Mil ciento cincuenta.
No tiene de qué preocuparse, él paga la consulta, puede quedarse con el dinero pactado en su totalidad, tampoco debe hacerse cargo de la revisación mensual ni de los gastos de permanganato o penicilina, una droga nueva, le comentó Germano, que cura cualquier complicación; Dios no quiera que alguna pudrición la perjudique; ya sabe, aunque uno toma sus recaudos… la platita es limpia…
– Mil trescientos.
Piénselo, la oferta es buena de verdad, ella es muy aprendida; le puede enseñar, no crea que es un ogro, por el contrario, es un hombre contraído al trabajo, un profesional, un papi, así lo llaman; un verdadero papá, que sabe lograr las cosas más singulares de las chicas que regentea; es más, no hay de su parte disfrute alguno, lo suyo es un trabajo profesional. Lo que hace no está nada mal, pero con él, seguro, la niña mejorará sus dotes…
– Mil cuatrocientos veinte.
Es más, si pactan, pueden hacer trabajos a medias, no en la boite, claro; tiene contacto con personas por demás influyentes, gente de la Capital, algunos vinculados directamente con el poder; de todas maneras, cualquier trato lo haría después de la revisación, una desfloración de este tipo se paga muy pero muy bien, qué le va a explicar, ella sabe de qué se trata, también se puede hablar de participación en las ganancias, él se encarga de conseguir un lugar más lujoso, un trato por demás honesto, puede dejarle algo adelantado, para que solucione algunos problemas y le compre a la niña lo que le haga falta…
– Mil quinientos…
Puede confesar la verdad, esta niña, usted lo sabe muy bien, está para más, para mucho más, cree que si aprende a hacer ese chasquido con los labios de abajo, es un producto por demás exótico, demasiado para el lugar; hay pocos que pueden apreciarlo bien, él sabe de caballeros que pagarían el doble o el triple por una sesión, que dicho sea de paso, hoy por hoy, la niña hace a un precio regalado y para gente que no lo merece; gente que saborea como bueno el vino rebajado que vende Eusebio. No tienen paladar para lo exquisito.
– Dos mil. Y es la última oferta.
Era el tercer corte. La carta era fácil de desentrañar: la imagen de un esqueleto con guadaña que corta manos y cabezas sobre la tierra.
– ¿Estás preparado para la transición?
Me sentía mal, el olor del incienso era insoportable, necesitaba aire puro, quise abandonar la habitación pero algo me retenía. No era momento de mudanzas. Me ofreció un té. Apoyó el mazo de cartas sobre la mesa y extendió su mano tullida, una caricia que se deslizaba por el pelo con extraña pericia.
– Hay una suerte detenida, una suerte que no decide, es un estado de cosas cristalizado -escuché, mientras el incienso continuaba perforándome las fosas nasales-, pero las flores también salen de los camposantos; estás en plena transformación, la ausencia que buscas siempre va a ser ausencia, no te preocupes, es un estado donde el cuerpo modifica el estado de los cuerpos que se hallan en su presencia; ¿ves la carta?, ni las manos ni los pies están cortados, la acción continúa, la progresión continúa, el hombre avanza de una a otra encarnación; toda fecundidad viene de las ciencias adquiridas en el plano físico; prestá atención al dibujo, ¿ves la mano?; el mango de la guadaña es amarillo porque la muerte viene de una voluntad divina e inteligente. No está mal -dijo la Madame del Kimono-, ¿tenés algún problema de salud?
– No.
– Tenés que ser fuerte y pasar esta prueba, la carta habla de un cambio de conciencia.
– ¿Me voy a morir? -dije, algo cómico, amenguando la tensión de la pregunta.
– Eso es seguro -sonrió-, pero no se sabe cuándo, nadie puede prevenirse del destino, ni adelantarse hablando sobre las sutilezas de su naturaleza.
– La gente se muere antes de contar.
– La gente se muere siempre antes.
– Excepto los familiares -dije.
No pudo evitar reírse otra vez. Me dijo que la ironía era bella, pero que no era una circunstancia, que aprendiera a usarla. Sin preguntas esperé una explicación, el dedo de la Madame del Kimono señaló la cabeza de un niño que ha sido cortada por la guadaña; la cabeza de largos cabellos está, como la del rey, sin enterrar.
– Es preciso que la fuerza y la inteligencia sobrevivan -me dijo-, la inteligencia divina se halla siempre en estado infantil.
– ¿Esta carta es?…
– Esta carta no puede ser nombrada.
Deme la mano, abuela, por favor, no aguanto más; dice que quiere escribir, que se va a quedar allí hasta que termine, pero va a terminar conmigo, me pide hojas y una lapicera, fíjese, estoy hinchada, perdí la noción del tiempo, es muy doloroso, abuela, traiga a la matrona, dice que la escritura es destino no dicho, ¿usted lo entiende?, que sólo las mujeres sabemos escribir, que los varones describen, nada más; es un monstruo, un dios; háblele usted, abuela, dígale que se deje de pavadas, cuando llegue el Cholito todo va a ser distinto, ¿lo llamó?, no puede ser, abuela, quizá cambió el domicilio; no me diga eso, no puede haberse ido a Europa sin mí; el estómago se me cierra, los pulmones se contraen; si me dice eso me saca el aire; una placenta gigante, abuela, no me cabe en el cuerpo, es un hombre entero, la comadre va a preparar otra vez las ollas, es un demonio, un dolor constante, ¿estoy enferma?, me pide que le cuente lo que pasa afuera, ¿se da cuenta?, le hablo del barrio, le leo el diario; hablo de todo menos del padre, no me diga nada, abuela, no puede ser que se haya ido sin mí; es un suplicio, abuela, ¿cómo podría viajar con esta panza?, ¿cómo?, ¿con la mujer?, él me llevaba igual, abuela, no debí embarazarme; estoy transpirada, es un sudor frío, receloso, me duele la espalda; no debí embarazarme, se cansó de mí, ¿ingratitud?; la placenta, abuela, los líquidos mióticos, la bolsa no se rompe y resiste la hinchazón, ¿qué saldrá de allí?, el Cholito no puede desconfiar, abuela, es suyo, ningún otro semen tocaría en un lugar tan profundo; no haga ruido, no lo despierte, abuela; el otro día me pidió un traje y el libro de Barón Biza, ¿se da cuenta?; no lo despierte, abuela; quiero, puedo, necesito descansar.
El Checho no fue a la reunión de la hermandad pero nadie lo notó, apretaba fuerte en su puño la cadena de alpaca. No tenía muchas ideas, pero esta vez tuvo una, y no quiso desaprovecharla.
La Madame del Kimono no estaba. Se había ido a la Capital. Esperó que Anahí entrara en la cocina para colarse de forma subrepticia en la pieza; curioso, revisó sobre la mesa de los naipes y también debajo de la alfombra de la bailarina mazdea. Al pie de la cama vio la toallita nacarada, estaba turbado, indeciso. Sintió ruidos y se apresuró, ante lo inminente, a esconderse detrás de uno de los cortinados persas.
Miedoso, se asomó apenas, conteniendo la respiración. Anahí estaba ahí, semidesnuda, de pie en la palangana, dispuesta a darse un baño. La pequeñez de la toalla no le permitía taparse íntegramente; o bien se le destapaban los pezones, o bien se le veía parte del vello pubiano; estaba nervioso, temeroso de hacer algún ruido que lo delatara. ¿Podía ser tan hermosa?, no ejecutaba ningún chasquido ni movimiento que llamara a la incitación; estaba allí, con la toalla caída al costado de la palangana, agachándose, mezclando el agua caliente de la pava con el agua fría del jarrito; el agua se deslizaba desde el cuello hacia abajo y el Checho vio cómo se alisaban los vellos pubianos tocados por el líquido. Los rulos se enlaciaron, lo tupido, alisado por el agua, permitía ver mejor la piel y los labios inferiores.
No pudo evitar la erección, creyó que el choque de su pene contra la cortina lo delataría; una verdadera desgracia, más que una desgracia, una vergüenza; se metió la mano en el pantalón y trató de colocar el escroto hacia arriba para engancharlo con el cinturón; trámite doloroso, pero mucho peor era que Anahí descubriera su cuerpo escuálido, su indecencia. Anahí continuó el baño sin percatarse de su presencia; se pasaba el jabón por el vientre y los muslos, se entretenía acariciando un lunar en el vientre. El furtivo espectador escondía la cabeza con vergüenza. Pensó en la virgen. Vio el agua roja, luego incolora y roja otra vez, el color de la tormenta divina, cruzó sus manos y empezó a rezar un padrenuestro. ¿Es el pecado o le habrá bajado?, lo que baja va al infierno, avemaría lo que baja; es la virgen, el agua volvió a su transparencia natural y se hicieron nítidos los montículos del pecho, los pezones son marrones; no, la virgen los tiene dorados, el agua los tiñe de rojo; el cuerpo trigueño coloreado, luminoso, se apoderó de su pensamiento; ¡ay diosito!, flor abierta por el jabón en la entrepierna, no tiene labios, tiene alas, mariposas moradas por el frío, ¿debe alcanzarle la toalla?, tiene pánico, ¿acaso ve todo y finge?, ¿de qué color era el agua? Estiró el cuerpo para mirar mejor espiando por el rabillo del ojo; temía ser percibido, pero la ansiedad era más; ¡ay diosito, mi niñita! Bondad, misericordia, necesidad, ¡ay diosito! Anahí agachada vio detrás del cortinado un zapato que asomaba su indigencia.
– ¡Aaaaaaaah!
– No grites, no grites, por favor, vine a dejarte esto.
Los gritos le perforaban el tímpano. Arrancó la cortina, avanzó con la tela tapándose la cara y extendió una mano con la pulsera de alpaca.
– Vine a traerte esto… no grites…
Era un fantasma. Anahí temblaba paralizada por el miedo, se calló. El Checho acercó la pulsera, pero la niña saltó. Dejó el regalo sobre la mesa; quería salir rápido, tropezó con la palangana, trazando hasta la calle una carrera de choques y vuelcos como en una película muda. Una carrera nerviosa, dolorida.
– No grites.
Fuera de la pieza, envuelta en los cortinados, la sombra de un beduino huía sin poder evitar que en el Irupé se percataran de su presencia; tiró las telas al piso para correr diez cuadras desenfrenadas y alejarse lo más rápido que pudo. ¿Se habrá dado cuenta de quién era?, nunca había sido tan audaz, nunca había tenido el corazón tan agitado, ¿el corazón?, el aire rebotaba en el pecho sin pasar de un lado a otro.
Estoy vivo, pensó. El buraco se había cerrado.
Las pasiones del cielo declinaban entre vivos y muertos según las estrellas. El Irlandés contó que un cuerpo ahogado sólo sube a la superficie si se descompone. La crudeza del invierno demostraba que un accidente allá abajo difícilmente permitiría asomar la cabeza por largo tiempo.
Don Grimaldo escuchó con atención mientras revisaba su cartografía con la vana esperanza de encontrar algún dato que lo orientara. Luego subió al bote y remó, solitario, alejándose de la draga; parecía concentrado en el estudio de la zona, pero lo único que hacía era mirar el reflejo oscurecido de su rostro en el agua. Pasó varias horas alejado de La Pepa: las estrellas, más que una ubicación, eran una certeza, un detallado acontecimiento marítimo, científico, que mostraba su reflejo en las ondas del agua. Removía eras geológicas, ¿cómo se desentrañaría el enigma? La ambición podía convertir la búsqueda en una aventura minúscula. ¿Quién lo puso ahí?, ¿su voluntad?, ¿el azar? Remó hacia la draga pensando en el extraño orden que Dios le asignó a las cosas. El arcón no era invisible, sin duda, pero, ¿sería visible? Arrimó el bote oteando en el cielo algunas de las pasiones declinantes, ¿dónde buscar? Quizás ese puente no era el fin de nada, sino el principio de todo. Debía decidir si subir por el Riachuelo hacia adentro o buscar, resuelto, en el río de la Plata; ir aguas arriba, camino de El Dorado, o hacia abajo, a mar abierto, donde La Pepa, una inocua barcaza, sería una cáscara de nuez como las que alguna vez vinieron por ese mar.
Ramón quedó al mando del timón y el Irlandés, convencido de que eran las five o'clock, le pegó unas cuantas secas a la petaca de grapa. A bordo no tenía trabajo y la inactividad lo ponía de mal humor; se acomodó la chaqueta raída y despidió dos o tres oraciones celtas que hablaban de las pasiones celestes y las estrellas de Orión.
El bote volvió lentamente; de nuevo en cubierta el cantonés tomó por los carrillos a Ramón y le estampó un beso en la frente. Miraba el horizonte zigzagueante del agua, parecía animado; se alisó el cabello, se secó un rocío sucio, pertinaz, que acentuó su divergencia interna. Ramón se limpió el beso con el revés de su mano y la frotó en el pantalón de sarga. El Irlandés se colocó la linterna en el cinturón, apretando con sus gruesos dedos el bajo vientre como si fuera una gaita. Ofreció una grapa que don Grimaldo rechazó. Adujo que su hígado no era bondadoso por la mañana.
– Creo que esta búsqueda durará para siempre -dijo el Irlandés con los ojos clavados en el cielo.
– Junten las cosas.
– ¿Regresamos? -preguntó Ramón.
– Creo que no damos con el lugar porque esas estrellas fueron manipuladas -dijo don Grimaldo pensando en voz alta y culpando del error vaya a saber a qué fuerzas celestiales.
– Este hombre está loco -le dijo Ramón por lo bajo al buzo.
– ¿Volvemos mañana…? -preguntó el Irlandés.
El retorno era lento, el buzo deformaba con silbos una cancioncilla presuntamente festiva. El marinero se preguntó en silencio para qué lado las corrientes arrastrarían el cofre; la esperanza era un umbral tan abierto a la luz como agonizante, pensó el capitán; todo dependía de con qué pie decidiera uno avanzar en lo inminente.
El sistema de dependencia oligárquico imperialista, con más de 150 años de experiencia en la explotación de la Argentina, ha logrado una vez más, junto con las corrientes burguesas, conciliadoras y burocráticas del partido, vencer las aspiraciones populares, deteniendo en Brasil la "Operación Regreso". El éxito de su operativo por sobre las aspiraciones populares nos compromete a no dar un solo paso atrás. Pese a todo el General emerge nítidamente de la corruptela vernácula, convirtiéndose, con su planeada posición de fondo, en el mayor enemigo del imperialismo en Hispanoamérica, y preparando su acceso al poder. Fallido el regreso, ahora sólo queda esperar el combate. ¡No habrá bandera blanca! ¡Es el momento de darle armas a nuestra bronca y estrategia a nuestro coraje! Uturuncos (¿?), agosto, 1962 (¿?).
En el camino Gauderio le explicó a Zarza cómo hacer el asado desde las entrañas: despanzurrado el animal, dijo, se sacan las tripas, se meten maderas, papeles, carbones, y una vez encendido se cose la panza y se procura el equilibrio del calor en todas las partes. Zarza tiró una certeza científica aclarando que no hay tales artimañas, y que el animal mantiene el fuego más que por la mano del asador, por sus propios gases; sólo las brujas creen en la hieromancia, aseveró, solventando su exposición con los avances de la ciencia moderna, que a su buen y leal entender, separa a las brujas de los alquimistas. La materia tiene su dialéctica, ya lo dijo Marx, además de un tratadista muy serio llamado Arquelao, que relató en su Libro Séptimo de los Preceptos cómo se trabajaba en la obtención de metales puros. Oro, por ejemplo.
El boticario se colocó el guardapolvo y juntó sobre la mesada una gran cantidad de frascos. "Mirá bien, vas a ver algo formidable: tomo una libra de azufre, la trituro sobre el mármol, la empapo en aceite de oliva muy puro del que utilizan los filósofos y la reduzco a una pasta, ahora la pongo en un vaso físico y la disuelvo mediante fuego; cuando sube la espuma roja, retiro la materia, la dejo asentar, removiendo sin cesar con una espátula de hierro, la coloco nuevamente sobre el fuego hasta que vuelve a subir la espuma y repito la operación hasta obtener la consistencia de la miel; ayudame -le pide mientras explica la receta-, poné la materia sobre el mármol, ahí se va a congelar al instante como la carne o el hígado cocido, la cortaré en trozos del tamaño y forma de una uña y con un peso igual a la quintaesencia de aceite de tártaro, ponela al fuego durante dos horas; después encerramos este pastiche en un ánfora sellada con el betún de la sabiduría y lo dejamos calentarse a fuego lento durante tres días y tres noches.
"Descansemos.
"Ahora cortamos de nuevo la obra en pedazos, la ponemos en esa curcúbita de cristal arriba del alambique; ¿ves?, se destila un agua blanca parecida a la leche, ni menos que la verdadera leche de la virgen; cuando esté destilada le aumentamos el fuego y la transvasamos a otra ánfora; ¿me seguís?, ahora tomamos aire del que se parece al aire más puro y más perfecto, porque éste es el que contiene el fuego, vamos a calcinar en el horno esta tierra negra que quedó en el fondo de la curcúbita, hasta que se vuelva blanca como la nieve; ponela en agua destilada siete veces, mientras logro que esta lámina de cobre rojo, apagada por tres veces, se vuelva perfectamente blanca; si hacemos esto mismo con el agua y el aire, a la tercera destilación encontramos el aceite y una tintura parecida al fuego en el fondo de la curcúbita; volvemos a empezar una segunda y una tercera vez, recogemos el aceite, después tomamos el fuego que está en el fondo de la curcúbita y que es parecido a sangre negra y blanca, y la destilamos para probarla con la lámina de cobre, como hicimos anteriormente con el agua. ¿Ves?, así se separan los cuatro elementos, pero la forma de unirlos es ignorada por todos…
"Ahora bien, tomo la tierra, la trituro sobre una tabla de vidrio o directamente sobre el mármol, la empapo con igual peso de agua hasta que forme una pasta, la coloco en un alambique y la destilo con su fuego; esta operación se repite hasta que lo que quede en el fondo de la curcúbita sea absorbido por completo; la empapo con igual cantidad de aire utilizando éste, como lo hice anteriormente con el agua, y obtengo una piedra cristalizada, que, proyectada en pequeña cantidad sobre gran cantidad de mercurio, la convierte en auténtica plata. Esta es la virtud del azufre blanco que no arde, formado por los tres elementos: agua, tierra y aire; pero si ahora mezclo una diecisieteava parte del fuego y la mezclo con los tres elementos mencionados, destilándolos y empapándolos, obtengo una piedra roja, que no se quema, de la que una pequeña parte, proyectada sobre mercurio, se convierte en oro refinado…"
Gauderio quedó impresionado. Zarza se quitó el delantal, los guantes, y lo invitó a tomar unos tragos en el bar de Eusebio. El frío no amainaba, en el camino Gauderio convocó la experiencia entrecerrando los ojos e intentó recordar la fórmula, era imposible. Avanzaban sin aliento, los árboles quedaron atrás; el aire, enrarecido, tenía un peso distinto; de algunos adoquines sobresalían pequeños yuyos polvorientos, pronosticando un día por demás seco.
El barrio no pudo explicarse por qué la botica permaneció trece días cerrada.
No nos impresiona ni nos asusta la palabra terrorista. Es un adjetivo imperialista que han prestigiado con su sangre y su heroísmo egipcios, argelinos y chipriotas. Beresford pensó lo mismo de los criollos que desde las terrazas arrojaban aceite hirviendo. Los pueblos no tienen barca de guerra, ni aviones ni armamentos. Y luchan como pueden.
Terrorismo es fusilar a los vencidos. O poner bombas en pacíficas concentraciones populares. O ametrallar y bombardear desde el aire a un pueblo indefenso. O secuestrar exiliados en países extranjeros. O asaltar, ametralladora en mano, una embajada, para secuestrar refugiados. Todo eso, sí, causa terror en la población y es, por tanto, terrorismo.
El terror, como sistema permanente, conduce a la insurrección general.
1 – Por la huelga general para terminar con las humillaciones y vejaciones.
2 – Por la libertad de los presos gremiales, políticos y militares.
3 – Para que los sindicatos regresen a manos de auténticos trabajadores.
Por todo eso instamos a promover un estado de agitación general que permita llevar a la huelga general revolucionaria que terminará para siempre con la tiranía. Uturuncos (¿?), en algún lugar de La Pampa, mayo, 196(…).
El embajador estaba en el vestíbulo acompañado de Solórzano y le pidió al mayordomo que bajara a buscar al edecán; Ricardo Klement, el hombre que trabajaba en la Mercedes Benz y ampliaría el informe de los oficiales del ejército y la armada adeptos al golpe, tendría que haber llegado con él, pero no fue así; timbreó hasta el cansancio pero la mujer tampoco contestó, escuchó solamente el ladrido quejoso de los doberman como si esos días no los hubieran alimentado. ¿Qué le habría pasado? Se aproximaban los festejos de mayo, los presidentes Nardone del Uruguay, Dorticos de Cuba y el príncipe Bernardo de Holanda estarían en el palco oficial acompañando al Presidente; decidieron entonces levantar la reunión hasta nuevo aviso.
Una vez en el escritorio, se apresuró a comentar que debían ajustar los planes. Los sabotajes urbanos se habían intensificado. Para junio de 1961, según la misma fuente, ocurrieron ciento cuatro incendios de establecimientos fabriles, plantas industriales, vagones ferroviarios, campos de estancieros y buzones con correspondencia oficial, cuatrocientos cuarenta actos vandálicos, como obstrucción de vías férreas, pérdidas intencionales de combustible, derroches de agua corriente, destrucción de medidores eléctricos y de gas, cortes de cables telefónicos, telegráficos, y ataques a miembros de seguridad. La SIDE hablaba para ese momento de mil veintidós colocaciones de bombas, cargas explosivas y petardos, contabilizándose diecisiete muertos y ochenta y siete heridos.
El embajador resolvió comunicarse telefónicamente con la gente de Inteligencia. Algo no estaba funcionando como debía. La información lo dejó pasmado, un "judíos hijos de puta" cerró el informe que venía del otro lado de la línea, pero prefirió, en primera instancia, ocultar ese comentario; no había que levantar la perdiz; les dijo que las cosas se habían complicado un poco, era cuestión de tener paciencia y alertar a la gente del grupo; que lamentablemente no ubicaban a Klement, de seguro cuestiones personales, nada más; ¿en la fábrica?, no, tampoco estaba, pero no había de qué preocuparse, creen que salió de viaje por unos días, alguna urgencia familiar, mejor no molestarlo mucho, dejaremos pasar unos días y nos volveremos a reunir, ¿acá?, no; posiblemente en otro lado, a recaudo de los mirones…
– Farnesio quiere conocerlo -dijo Solórzano.
– ¿Conocerme?
Solórzano se dio cuenta de que no debía esperar respuesta, no había lugar para trepadores y menos en momentos como éste, no le interesaba ningún negocio sobre el Riachuelo y mucho menos con hombres que no provenían de su clase.
Ordenó al edecán que se retirara, lo llamaría a primera hora de la mañana para que fuera ya sabía adónde, debía hacerla venir como fuera, nada de justificativos, estaba cansado de no obtener respuesta; era un hombre viejo, tenía los medios y podía hacer lo que Herodes, por las buenas o por las malas: bien le hacía falta a esa mujer una prueba de su potestad.
– ¿Me puedo retirar, señor? -preguntó el edecán.
Arriba del Káiser Carabela, la radio encendida daba cuenta, en el noticiero de las ocho, que Ben Gurión anunció ante el Knesset que Adolf Eichmann, un ex militar nazi vinculado con la llamada "solución final", estaba bajo arresto en Israel para ser juzgado de conformidad con la ley de 1950 sobre los nazis y sus colaboradores. Agentes de la Mossad que actuaron como voluntarios, ingresados a la Argentina, lo habían secuestrado en un operativo incruento y anunciaron que Eichmann había firmado una declaración de propia voluntad, en la que expresaba "deseo tener paz interior, al fin".
Cambió el dial buscando música, extrajo un sobre con dinero que el embajador le entregó para ella y sacó cincuenta pesos. Los guardó en el bolsillo de su chaqueta impecable, blanca.
A la mañana siguiente la frenada del auto negro asustaría a los chicos que, desprevenidos, jugaban a la pelota en la calle.
El susto de la Anahí fue burla y estuvo en boca de los parroquianos hasta la hora de cerrar. Unos cuantos vasos vacíos en el piletón del almacén eran la muestra acabada de que, tras la orden del Sherí Campillo, los postigos fueron clausurados a desgano.
– ¿Qué leés? -dijo Julia a su marido que hojeaba una revista de historietas.
– "Puño Fuerte" -acotó Eusebio sin dejar la lectura.
Apretaba la revista entre sus manos concentrado en la historieta de Pocho Libertas, en el mismísimo cuadrito en que, sin despeinarse, le encaja un cross en la mandíbula al villano y aclara, en lenguaje neutro, que se trata de un trompis patriótico, un golpe de puño más allá de la acrobática caída del maldito, un juicio moral, una trompada ecuménica que la libertad toda le pega a una rata de albañal.
Golpearon en la persiana. El Sherí Campillo entró al bar acompañado por los Sosa. No buscaba al Checho, sino al otro; los reos pobres vuelven a sus lugares habituales. Eusebio y Julia disimulaban restándole importancia a la visita; el Sherí explicó que se trataba de una requisa, una rutina cuando se buscaba a alguien peligroso; las pericias confirmaron que ese rotoso quemó la barraca y no había juez, ni arte ni parte, para oponerse a que la justicia se cumpliera.
La cara de Eusebio se tensó, trataba de ganar tiempo e invitó al Sherí y a los Sosa con unos vasitos de vino.
– El horno no está para bollos -dijo el Sherí apretando el vaso de ginebra entre sus dedos con una fuerza inusitada-, además ellos no beben cuando están de servicio.
Los policías pasaron al otro lado del mostrador y se dirigieron, acompañados por Julia, a la cocina.
– ¿Anda armado? -preguntó uno de los Sosa.
– ¿Armado?
– Se dice que hace tantas cosas que…
Intimados a buscar al mismísimo demonio, la cara de los Sosa era un muestrario del miedo.
– Acompáñelos al fondo -exigió el Sherí Campillo a Julia.
Salió hablando en voz alta. La sombra, prevenida, esperaba el resguardo entre bolsas de harina. Una arpillera tapaba todo sin resquicios. Los Sosa avanzaron lentamente en la penumbra con una linterna de poca intensidad. Se hablaban entre sí para darse valor.
– ¿Qué hay allí? -le preguntó uno de ellos a Julia.
– El gallinero y el palomar.
La linterna apuntó sobre animales durmiendo o callados por el encandilamiento.
– Decí la verdad, dónde se esconde.
– Acá no escondemos a nadie.
– Hablá, el Sherí se va a poner quisquilloso.
Las voces eran a medias, respetando la noche; el más grandote la tomó por un brazo y le dijo que cantara, que se iba a arrepentir, que iban a ir todos a parar a la cárcel, que ese negro de mierda les dio vuelta la cabeza; la presión de los dedos amorataba la piel, las marcas serían más si continuaban con el encubrimiento.
Casi no avanzaron, los Sosa posaron sus miradas en un gato que hacía equilibrio en el filo de la pared.
– ¿Y allá?
– Un galpón.
– ¿Qué hay adentro?
– Cajones de cerveza, soda, sidra… bolsas de harina.
– Abrí la puerta -dijo uno.
– Prendé la luz -dijo el otro.
– No hay lamparita.
– Está bien, dejá.
Ninguno de los dos se animó a entrar; la linterna recorrió presurosa el interior: cajones, bolsas llenas, bolsas vacías, una cortadora de césped desarmada, una heladera de hielo, trastos; los perros de Eusebio comenzaron a aullar y todos sabían que el aullido prenunciaba la muerte de alguien en la vecindad. Fábula o atavismo, los uniformados retrocedieron. Ya dentro del almacén, el Sherí comprobó la palidez de sus hombres.
– ¿Revisaron bien?
– Sí -dijeron al unísono.
– ¿Y…?
– Nada.
Pálidas, las caras de la ley suplicaban que no las hiciera volver. El Sherí comprendió que el honor de la fuerza estaba en juego. Era un papelón que alguno se cagara encima y él tampoco estaba dispuesto a correr ningún riesgo. En todo caso volverían de mañana con refuerzos; despejada la oscuridad, las cosas iban a ser distintas.
Durante la requisa Eusebio continuó leyendo la historieta de "Puño Fuerte", otra vez Pocho Libertas, el muchachito, golpeaba la cara del villano y escapaba con la joven heroína en el jeep que robó a los malhechores. El Sherí Campillo dejó en la puerta a uno de los policías como imaginaria. Cada uno, a su modo, vivía la ilusión del justiciero.
– ¿Se convirtió en gato? -le preguntó uno de los Sosa al otro.
– No. En lobizón.
En unos y otros el miedo seguía haciendo de las suyas.
La charla era por demás amena, una reunión reposada a la sombra de una glicina entrada en años con una mesa extendida debajo y la clásica parrilla que enfrentaba a una conejera de alambre; Zarza intentó explicarnos, a la Tetona, al profesor Serrao y a mí, los beneficios de la muña muña, mezclando el olor de la hierba con historias de la Guerra Civil Española. Pese al anecdotario del ejército del Ebro, estábamos invitados a un asado argentino con carne de exportación. El convite era de Gauderio. Zarza trajo de la botica una botella de agua D'Alibour que se convirtió en aguardiente; un alcohol tan exquisito que el profesor recobró entusiasmado el relato de sus últimas investigaciones sobre la batalla del Saucecito: ciento veintinueve hombres en el bando de Montes de Oca y apenas sesenta y ocho en el de Estanislao López, ¿se dan cuenta?, pero este último sabía que los montados decidían el combate; a las nueve de la mañana estaban los santafecinos formados encima de sus matungos cuando el invasor se dio cuenta de lo que sucedía con su caballería. Nada. Ni un pingo en pie. Papeles de esa hora cuentan que Montes de Oca, perseguido por lo que llamaba una injusticia doméstica, lanzó todo tipo de improperios al cielo, creyendo que éste le negaba la suerte. El vértigo del combate, en la exaltación del profesor, hizo que todos nos sintiéramos partícipes de la epopeya, como él la llamaba; el que no era ayudante de campo era soldado heroico o simple envenenador de pastos. Sólo la Te tona eligió la enfermería; piadosa con la descripción pensó, maternal, en apoyar la cabeza del coronel vencido entre sus pechos.
– El cielo no tuvo la culpa. No había culpables, se trataba de talento -finalizó Serrao.
– Y azar… -dije.
– ¡¿Azar?! -se enojó Zarza-, eso déjelo para su novelita.
– Lo que digo -amplió Serrao- es que había un pragmático de la guerra convencional y un hombre ingenioso que lo enfrentaba.
– Usted aprovecha cualquier oportunidad para atacarme, profesor.
– López soñó con su batalla. Montes de Oca la teorizaba.
El boticario y el profesor entraron de lleno en su discusión; la Tetona sin soñar, callada, esperaba que alguno la invitara a dormir la siesta; Gauderio se apartó conmigo para contemplar el tramado caprichoso de las glicinas. Necesitaba convencerme de que me llevara fuera del país el material denunciando los excesos de las Fuerzas Armadas; es imprescindible, dijo. Acepté de buena gana. No entendía por qué el profesor alimentaba el sueño de una batalla pasada, cuando la lucha era hoy; tampoco comprendía por qué el boticario, un hombre que se decía materialista dialéctico y a mucha honra, llamaba a sus apariciones "sobrantes de la materia" y a su mezcla de laboratorio "oro científico".
El mayordomo le abrió la puerta por séptima vez.
– Dígale al señor que la traje.
Todos los paseos hechos con el edecán camino a la Capital le resultaron tormentosos, obtenía respuestas pésimas; ¿por qué tanta desconfianza?, ¿la va a atender? Debía esperar, el embajador estaba reunido discutiendo cosas importantes.
El mayordomo le ofreció un té, ella declinó la invitación con una sonrisa un tanto desvanecida. El edecán golpeó la puerta del escritorio y esperó que llegara el permiso. Cuando se abrió, escuchó la voz del Cholito que dominaba la conversación: no alcanza con retirar al embajador, necesitamos algo más contundente, esto es un atropello, señor ministro, no se puede dar una solución tan abrupta y tan estúpida; Rossene se reunió con Taboada, es cierto, pero se debían más explicaciones, que se las pida el mequetrefe que tenemos como Presidente, no pueden avasallarnos así nomás, no es posible que el Estado argentino dé por terminado tan fácilmente el entredicho; las Naciones Unidas aprobarán un rápido arreglo, pero el incidente daña seriamente la soberanía nacional.
– La Madame lo espera, señor.
– ¿Le entregó el sobre?
– Sí, señor.
– Pregúntele si acepta mi última oferta -inquirió, pidiendo disculpas a los caballeros por la interrupción.
– La Madame insiste en que no quiere dinero, señor.
– ¿Y qué quiere?
– Legitimidad.
– ¿Legitimidad?
– Eso dice. Insiste en verlo.
Legitimidad le sonó a herencia. No era el momento de ventilar nada, trataba temas importantes para los designios del país, no podía distraerse en cuestiones familiares y mucho menos con una vieja caprichosa que le negaba, sistemática, toda información.
– La recibiré únicamente cuando acepte el trato.
– Se lo diré.
– Puede retirarse.
Al retirarse el edecán llamó al mayordomo para pedirle una ronda de café. En la conversación se siguió pergeñando cuáles eran las "reparaciones adecuadas".
La Madame escuchó, no ya en la voz que venía del escritorio, una propuesta de dinero. Creyó estar frente a Salmuera. En voz baja, angustiada, le dijo al edecán que lo suyo no era vender.
"Cuando uno dice la verdad anda vestido con su mortaja", se dijo, sin recordar si el dicho era de origen ucraniano o qué. De madrugada, enfundado en un gabán negro, don Grimaldo le pidió a Ramón que lo ayudara a cargar provisiones para la embarcación. Dos bolsas de harina, treinta paquetes de arroz y otros tantos de fideos y porotos, cuarenta latas de corned beef, diez de leche condensada, dos bolsas de papas, ocho kilos de café, doce kilos de azúcar, gran cantidad de chocolate, nueve panes de jabón y cincuenta botellas de grapa. ¿Para qué tanta comida? Pese al desconcierto el marinero cumplió la orden, mientras él repasaba un botiquín. Ramón aseguró las provisiones con cuerdas, la suspensión del Rastrojero se bajaba debido al peso.
Uno de los problemas clave en la predicción de los vientos consiste en averiguar en qué sitios se producen los ascensos de aire húmedo que dan lugar a la formación de nubes; tanto las cartas de superficie como las de altura permiten a la tripulación conocer anticipadamente, con suficiente antelación, si la nubosidad se intensifica o se disipa, continuó don Grimaldo, cambiando el sentimiento animista que lo llevó a esta excursión por un lenguaje de marino experto. Si el viaje iba a ser largo, el lenguaje profesional mantendría a los subordinados tranquilos y confiados. La suya debía ser la voz del capitán, no la del aventurero.
– El tiempo está a favor -recalcó-, los dioses están a favor, la subsidencia en la atmósfera…
Ramón refregó sus manos amarillentas y algo velludas a modo de amasijo.
– El tiempo no va a llenar mi petaca -repuso el Irlandés.
– El tiempo va a llenar tus bolsillos y tu bodega -respondió de mala manera don Grimaldo, sextante en mano, alisando sobre la mesa del camarote un papel dibujado que intentaba ser un mapa.
Se trataba de navegación costera, por ahora bastaba con medir el ángulo relativo; la marcación era de las más usuales en líneas de posición costera; líneas de conjunción astronómica, rectas al sol, permitían a los navegantes determinar el único punto notable. Don Grimaldo decía haberlas encontrado.
– No hay que apresurar los cálculos -dijo abstraído sobre el plano cartográfico-, es necesario que efectúe varias modificaciones aunque el mar esté en calma. Ramón, alcánzame el talco…
– ¿Talco?…
– El transportador -le aclaró, demostrando sus conocimientos marinos-; el ángulo horizontal está bien, es una verdadera marcación ortodrómica…
Ramón, más que frente a un capitán de barco, sentía estar frente a un hábil cirujano que exigía los instrumentos para una compleja trepanación.
– ¿Más allá de Samborombón? -rió el Irlandés.
– ¿Consultó esto con la Madame? -preguntó Ramón.
– Ella ya dijo lo que tenía que decir.
La Pepa navegaba muy lejos del puente, en la boca del río de la Plata. Don Grimaldo trazó dicho ángulo hacia el sector de tierra dibujado en la carta y con el compás terminó de marcar el arco, hasta determinar con el radio el segmento correspondiente entre el centro y el punto observado. El marinero alcanzó a decir que el ángulo era agudo, arqueando las cejas y con voz de pito; su voluntad estaba quebrada, la cosa era terminar con todo esto y convencer al cantonés de que lo dejara bajar para volverse a Buenos Aires, deseaba abandonar cuanto antes la peripecia, cualquier justificativo sería un alivio a la situación.
– Está loco, Irlandés -dijo conspirando-, no hay ningún cofre, suponiendo que fueran buenas las corrientes que estamos siguiendo, nada puede ser sacado de ese fondo en estas condiciones; La Pepa es una balandra destartalada, es una locura internarnos río o mar adentro, un día de éstos enloquece del todo y nos pone a remar hasta Italia: una cosa es meterse con estos fierros oxidados por los canales del Tigre y otra cosa es el mar, la inmensidad, la humedad desértica; allá no hay dimensiones, no hay medidas que valgan, la marcación no es la isla Martín García, ni siquiera un islote, Irlandés; lo que Grimaldo llama único punto de la marcación es una golondrina y ya no está, la carta náutica es un sueño, una fijación, un delirio en la cabeza de este pobre loco, quiere arrastrarnos definitivamente mar adentro, sin objetivo alguno, sueña un faro ciego, apagado, sueña con algún pájaro que le indique para dónde carajo hay que agarrar.
Cada uno debía encontrar su razón y su destino. Don Grimaldo recordó a la Tetona sonriendo dormida dentro del ataúd. El ataúd es lo más parecido a un bote, pensó, mientras se preparaba para otra navegación…
Buenos Aires, 28 de junio de 1962
Estimado profesor:
Hace ya bastantes noches que con La Pepa dejamos ese puerto y me encuentro en La Plata, para dirigirme a Las Pipinas, en la entrada de la bahía de Samborombón. Primero fue la costa sur de Quilmes y más tarde serán los mares del Tuyú, calculo que en uno o dos meses voy a estar de regreso con buenas noticias. Ramón pidió permiso para bajar en Ensenada y no se presentó el día de la partida, así que con el Irlandés nos repartimos el trabajo de marinería. Hasta ahora hemos conseguido recolectar a bordo algunos hierros retorcidos y compramos más metros de soga gruesa y cadenas para alargar las anclas que usamos para el dragado. Compramos más alimentos en un almacén de ramos generales para aumentar las provisiones no perecederas, la nafta necesaria y el querosén de las lámparas. La proximidad del mar hace que, tanto el Irlandés como yo, estemos un poco inseguros. El paisaje comienza a volverse inconmensurable. En este preciso instante, el Irlandés está sentado sobre su escafandra, abriendo con su cuchillo uno de los dos cazones que nos disponemos a comer. Se dará cuenta de que busqué, para estos tiempos, otro tipo de organización. Como capitán de la expedición, me importa priorizar, más allá del botín, todo aquello que hace a la convivencia.
Sigo manteniendo intacta mi autoridad. Por otra parte, la fe nos lleva por buenos vientos, necesitaría que me despachara una copia del N° 253 de la Mecánica Popular, dado que se rompió un engranaje del motor suplementario y necesitamos de esas páginas para poder arreglarlo. Aunque el Irlandés se da bastante maña, hay cosas que, por el propio desgaste del viaje, parecen borrarse de nuestras cabezas. En fin, esperando que se encuentre usted bien, lo saluda muy fraternalmente,
Grimaldo Schmidl
PD: acomodo mis sueños de Riachuelo a la velocidad silícica de la capa terrestre y los cofres toman un giro de gravitación universal.
Habían desafilado las garras del Puma y la piel del Uturunco, por algunos llamado Capiango, perdía efectividad frente a la tecnología de los nuevos calibres. El informativo radial convenía que el éxito del Plan Conintes lo garantizaban el Servicio de Inteligencia y la acción decidida del Ejército Argentino; sin embargo, a ninguno de los que estaban sentados alrededor de la caja de madera, pujando por manejar el dial, se le escapaba la trama de enjuagues políticos, en especial la del propio peronismo, para rechazar la salida armada.
Serrao trataba de mantener el mismo clima dentro de la pieza para hacer soportable la intemperancia. Su interés por desmenuzar a Bloch y el tema de las utopías estaba muy por sobre el interés de los presentes. Por eso su mirada cómplice y provocadora.
La radio continuaba informando que en Santiago del Estero y en Tucumán la guerrilla rural se desmoronaba. El fracaso de su último operativo los había desperdigado por algunas ciudades del sur de Santiago del Estero y en El Lachal, al norte de San Juan. En tanto, las radios daban cuenta oficial de que los forajidos que azotaban la zona poco a poco eran desbaratados y encarcelados en las distintas capitales provinciales. Los cabecillas serían enviados a Buenos Aires para su juzgamiento y prisión, que en todos los casos debía ser ejemplificadora.
– Lo que pasa es que para ustedes el marxismo es materia desechable -dijo Zarza a modo de reclamo.
– Y nosotros para ustedes, los primos pobres -convino Serrao con desdén, evidenciando una vez más su tendencia al sarcasmo.
Salvo ellos dos nadie se sintió destinatario del cruce de palabras.
El tono general era de miedo y curiosidad. Sin embargo, no faltó entre los presentes quien hablara de fatalismo en las causas populares. Me aparté un tanto del grupo con la esperanza de ver a la Tetona por la ventana. Era fin de semana y me dispersaba de un lado a otro de la conversación, dando tantas afirmaciones y negaciones como argumentos que me conmovieran. La especificidad de la lucha armada reclamaba otra cosa, quedó para mis oídos la frase que un detenido liberado manifestó en rueda de compañeros: "Si volviera a participar de un grupo guerrillero, propondría que luego de tomar el fusil no se hablara más de política".
Anahí se quedó con la pulserita de alpaca. A partir de entonces, contestaba a la requisitoria de sus clientes con resoplos o imprudentes monosílabos suspirados. Dejó de hacer el chasquido y cada vez que iba a tomar un miembro entre sus manos, la punzaba el dolor de ciertos estigmas. La Madame del Kimono la justificó, dijo que estaba enferma; pero esto traía muchos trastornos porque no todos aceptaban que la mano tullida terminara el trabajo.
El Sherí Campillo largó un gruñido ronco quejándose de la aspereza de esos dedos, como de las sacudidas y los zarandeos que la mano, ya insensible, provocaba. Subiéndose los pantalones, algo dolorido, se negó a dejar la propina y le habló de las conveniencias de deshacerse de la niña, el Salmuera seguía interesado, la oferta de trabajo en la boite valía la pena, era un acuerdo conveniente. Él podía, de buenos oficios, arreglarlo.
La Madame del Kimono recriminó a la niña con insultos en guaraní.
Cuando se les habla, las diosas responden con su silencio. A solas, Anahí guardó la pulserita de alpaca escondiéndola lejos del alcance de sus clientes, lejos del alcance de su madre, en un lugar intocable.
La incertidumbre no es de ahora. Me siento extirpado. Una determinación íntima me decidió a volver por el camino menos racional. Sólo cuento con una anatomía inventada, no tengo datos ni registros corporales. Tengo un nombre: Esther; pero cada vez que lo mencioné, la Madame ni se inmutó. Hay momentos en que ni siento, ni oigo, ni veo nada de lo que ella dice en esas cartas; me cuesta mucho aceptar la lógica que utiliza para hablar, aunque la suavidad de su voz me da confianza, hay en ella algo de leyenda piadosa.
¿Me encontraba en el lugar apropiado? Este mundo, desconocido, se me hacía familiar. Intenté describirlo por asociaciones, un rompecabezas en el que la única pieza era yo. ¿Se trataba de una historia más, de una astilla inmaterial en el corazón?, ¿cuántas preguntas me harían temblar por goce o por angustia? Era difícil conjurar la inseguridad del espíritu. La ausencia de Esther me llevaría, como necesidad, del otro lado del viejo puente; se trataba de percepciones, evoqué una imagen única que, sin embargo, no alcanzó. Los recuerdos ya no tenían registro.
Hay un inmenso cuadro muerto. Mi cuerpo está vestido con suntuoso atavío, detrás se ve una pequeña playa, en ella hay un montículo de modernos desperdicios que me sustraen, lejano, a la tumba de un niño.
La carta recién tirada era la sombra de una nave. La mezcla de los olores me marea, el incienso y el tabaco producían un efecto desagradable, el aire no pasaba por las fosas nasales, abrí la boca con dificultad, un viento oloroso apenas acarició la superficie de la lengua, la respiración se hizo entrecortada. Estaba nervioso y ella se dio cuenta. Sobre el tapiz bordó de la mesa se seguían desplegando los naipes: El Loco, El Diablo, El Sumo Sacerdote. La Madame del Kimono se humedeció el dedo mayor con la punta de la lengua, para facilitar el deslizamiento de las cartas; descubría, no sin intriga, otro arcano mayor que acomodó prolijamente ante mis ojos.
– Es La Luna, ¿ves?
La Magna Mater se concretaba como una realidad física. Era la Madre de todos, la de muchos pechos, donante de lluvia. El diluvio era su obra porque ella era la inundación. Diosa del amor sexual, no del matrimonio, ningún macho gobernó su conducta. Recordé a María la egipcia, la que, en su afán de negar con su peregrinaje a Tierra Santa, obtuvo el pasaje ofreciéndose como prostituta a los marineros del barco con rumbo a esa costa. Era Afrodita brillante y Hecate menguando.
– Esta luna está marcada por la oscuridad del eclipse, tenés mucha oscuridad anímica porque todo lo que buscás está lejos. Tu carta dice que tenés mucha confusión en la cabeza. ¿Ves el color azul?, es una invención puramente psíquica.
– Mi madre vive acá.
– En caso de conversaciones, mentiras -dijo la Madame del Kimono bajando los ojos.
En ella hay un gesto incipiente; las cosas, devueltas del puro espacio, vuelven a su origen.
– Tu voluntad debe intentar más vínculos, éstos no alcanzan; el error es interpretar las fuerzas invisibles que rigen el cosmos visible, eso es lo que más te debilita y más te confunde. En esta carta, La Luna, están todas las recreaciones imaginativas del hombre; la Tierra está aquí rodeada de lo que conviene a su tarea; en esta carta está el flujo y el reflujo de tus pasiones, tiene en su dibujo lágrimas cayendo al suelo. ¿Estás seguro de que deseas encontrar a alguien?, algo detiene tu pregunta, yo que vos abandonaría la búsqueda.
Perdí la cuenta de las veces que estuve en lo de la Madame del Kimono. Todos los sueños parecen concebirse en la oscuridad, bajo la influencia de las agitaciones del alma, el instinto es la causa del espejismo, hay un sentido elemental que se pronuncia en el mismo momento en que la carta cae sobre la mesa. La carta abandona el silencio cuando presiona el aire en su caída, el tapiz es un césped suave para la carta que se anuncia; la Madame del Kimono tiene una sonrisa despojada, liviana, una sonrisa que vuela por sobre el precipicio.
– Un astro puro a tus trabajos sobrevive -me dice con una voz desconocida-, vas a escribir algo sucio como el Riachuelo, vas a escribir algo sobre mí.
Sonríe. No es fácil escribir sobre estas aguas tan desprestigiadas, concentrarse transido por el olor rancio de esta orilla estancada. La carta no habla por boca de la Madame, hay una voz antigua siempre anterior.
– ¿Madre?
– Hay que sustituir un corazón muy pero muy viejo para pensar como un niño -dijo La Luna.
Las Pipinas, invierno de 1962
Estimado profesor:
Estamos dejando la bahía de Samborombón. El Irlandés es un tipo de hierro. Cargamos provisiones y en el almacén de ramos generales encontré un compatriota, el doctor Klüpfel, que se presentó como editor y después de contarle nuestra peripecia me pidió publicar el diario de navegación que estoy escribiendo. Un hombre culto, por demás interesante, que tiene sus contactos en Stuttgart y cuenta, según dijo, con dos excelentes traductores, un tal Johannes Mondschein y otro Valentín Langmantel; pensé que siendo usted tan leído quizá supiera algo de ellos.
Lo cierto es que llegamos aquí en catorce días pertrechados de los bastimentos necesarios y con el espíritu templado después de una tormenta que puso a La Pepa al borde del colapso. Nos da miedo pisar la costa, el Irlandés se peleó con unos estibadores y lo andan buscando. Esta noche, aunque no lo crea, un disparo de escopeta alcanzó el depósito de barro de la popa y otro la mesana que, por si no lo sabe, es el último mástil que se halla en popa. Nosotros en proa, agachados y puestos a resguardo, comenzamos el alejamiento vigilando una pequeña barquilla que parecía transportar un piquete de esos hombres. Falsa alarma. Así que de madrugada, una vez reparados los daños de la nave, zarpamos rápidamente, tratando de alejarnos.
Nos alejamos dos o tres leguas del camino por un fuerte ventarrón y casi volvemos al mismo puerto. Con mar calmo y tranquilidad sobre cubierta nos aprestamos a viajar hacia la Península Valdés, estimando detenernos en puntos específicos para ejecutar el removimiento con las anclas y las bajadas de mi compañero. En nuestro recorrido debemos dar con una isla habitada solamente por pájaros. Los primeros días de navegación nos permiten ver unos peces voladores y algunas toninas, así como peces de menor envergadura que nos sirvieron de alimento gracias a mi ballesta. ¿Nunca pescó con ballesta? No somos los únicos en navegar estas aguas, pero sin dudas somos los únicos en llevar adelante una búsqueda en la que, por otra parte, nadie cree.
En este tiempo a quien más extrañé fue a la Tetona, la soledad me trajo pensamientos lujuriosos y cierto pudor, por la presencia del Irlandés, no me ha permitido masturbarme. El alcohol y los naipes son la mayor diversión.
Entrada la noche, la brisa y las estrellas titilantes hacen el resto. Hay momentos en que el silencio es tan profundo que da miedo, cierto atavismo infantil, si se quiere, pero ese silencio es una purga del alma y uno teme, entonces sí, como Checho, que el corazón se le pierda en la inmensidad.
Más allá del pudor, es muy bueno contar con el Irlandés. Terminó siendo un hombre bonachón y de convicciones tan fuertes como las mías. Hoy resulta un día plácido. A las flechas de la ballesta les atamos una cuerda que permite recuperarlas, así que aquello que sólo era un acto de necesidad ahora también es un entretenimiento. Me gustaría lanzar una flecha desde aquí hasta la Tetona y traerla, como una inmensa sardina, hasta el camarote. No se asuste, profesor, es sólo calentura. Así que mejor que acertar en el corazón, sería ensartarla en otra parte del cuerpo. Creo que usted tanto como yo se preguntará si La Pepa va a soportar este viaje. En estos momentos el Irlandés está asando en cubierta un pescado que desconozco. Aquí las cuestiones del conocimiento se vuelven básicas, aquello que sirve para la supervivencia es el objetivo, así que poco estimamos los gustos y sabores. En un pedazo de quebracho, el Irlandés comenzó a tallar el mascarón de proa, un as de oro. Aunque en poco se parece a aquel que se ve en las cartas españolas, es muy bonito. Cualquier tarea nos ayuda a soportar el ostracismo.
Bueno, profesor, espero me conteste a la posta restante de Punta Alta lo más rápido posible, necesito noticias de usted y de la calamitosa hermandad. Creo que hicimos muy bien en no participar de ella, en la próxima carta le contaré lo que pienso e intuyo de Farnesio; evite comentarle que le escribo. Cuando uno no puede profundizar en las aguas se dedica a describir, y la profundidad sólo la dan la experiencia, la vivencia y el sueño. Creo que voy aprovechar este momento para irme a dormir. Un fuerte abrazo,
Grimaldo Schmidl
Valentín Alsina, Buenos Aires, 1962
Estimado don Grimaldo:
Desde su partida acá todo está igual pero más deprimente. Usted y el Irlandés se llevaron el oro del barrio; por mi parte, así como su búsqueda, yo sigo hurgando datos que legitimen la batalla del Saucecito.
Estoy casi en la convicción definitiva de que la batalla fue para la primavera de 1829. El calor le facilitó el trabajo a las mujeres y a los niños y, además, esto es lo curioso: Hipólito Bouchard, que en un tiempo fue agregado a la plana mayor del regimiento de Granaderos, participó activamente siendo aceptado como "aventurero", una condición que se les daba a los agregados de cualquier unidad del ejército. Y si Bouchard, que era marino, tuvo probada participación en la batalla de San Lorenzo, ¿por qué no aceptan entonces la participación de Montes de Oca, al mando del ejército unitario, en El Saucecito?
No sé qué grado de similitud hay entre el corsario y usted, pero es una buena excusa de introducirlo en una carta que me exime de lo cotidiano. Sepa disculpar mi obsesiva digresión. Paso a contestarle, no vaya a ser que incurra, como es modo general, en la costumbre de no escuchar, sino también de no leer a mis congéneres. Leo su carta, escucho la obertura de 1812 y cada disparo de cañón, puntualizado por el propio Beethoven en la partitura, alienta la certeza de que estoy en una gran batalla.
Usted busca un tesoro de la desprestigiada Asamblea, Gauderio espera a los Uturuncos, Zarza alaba al Partido Comunista Español, a la revolución cubana, y yo desentraño la historia de este país; una historia, a resultas, por demás violenta, que nos incluye a los cuatro.
¿Cómo está el Irlandés?, ¿cómo están de salud? Yo, como dice Sandrini, "mientras el cuerpo aguante…". Desconozco el lugar desde donde me escribió. Desconozco tanto como usted cómo se lleva adelante una búsqueda. Un tesoro siempre es renuente.
Me enteré por el doctor Germano que Farnesio está a punto de disolver la logia y mudarse a la Capital. Tengo el triste pálpito de que está haciendo alguna matufia con las escrituras del río y, lo que es peor, con la escritura de su casa. Si descubro algo le chiflo y se viene rápido. Me gustaría que si le escribe a su amigo alemán, el señor Valentín Langmantel, me ponga en contacto con él, me gustan los hombres curiosos.
Esperando que la peripecia llegue a buen fin, lo saluda con un fuerte abrazo, su amigo
Roberto Serrao
Las ñañas lo llevaron a lo del doctor Germano: parecía relajarse cada vez que hablaba del sentido decisivo de todos los fenómenos, diciendo que era bueno reclamar y apetecer desde la necesidad; sin embargo, esa misma circunstancia le producía desazón y lo mataba como la fiebre.
– Entienda, profesor, no podemos curar a todos los enfermos, aunque sea una enfermedad de la misma índole.
El catarro del profesor le permitió elaborar un diagnóstico flemático, agregando con vehemencia que éstos ya se producían desde el útero materno, porque también el cerebro se purificaba, como las otras partes del cuerpo, desde antes de nacer. Él mismo descubrió que el pobre Saldívar, debido a una excesiva delicuescencia, creció con una cabeza enfermiza y llena de ruidos que jamás soportará. Si no se produce la purificación de niño, profesor, entonces forzosamente serán flemas, úlceras en los oídos, en la piel, mocos y abundante saliva, todas las enfermedades deben ser purgadas en el útero materno, allí deben purificarse.
La conversación derivó hacia los proyectos del doctor, que acostumbrado a los muertos, aunque su profesión era alargar la vida, decidió separarse de la casa de velatorios pensando abrir la primera morgue privada.
– Faltan muertos.
– ¿…?
– ¿Sabe cuántos murieron este mes? Dos -se contestó.
Su queja merecía el silencio del profesor.
– Y además pobres -acotó-. Es un promedio muy bajo.
La situación lo deprimía.
– Yo puedo orientarlos, pero no puedo resolver su condición por ellos.
– Entiendo.
– Ninguna alcurnia. No tenemos muertos petiteros.
Serrao interpretó que ya era más de la cuenta. El doctor Germano hablaba de las enfermedades del vecindario, se explayaba con lucimiento académico. Fue así que chismeó sobre lo poco dotado que era Zarza; lo había confesado la Tetona la otra noche en su cama, mientras enumeraba sus amores y extraviaba los ojos de placer. Repitió la historia clínica de Saldívar, burlándose del zumbido que era por escuchar sus propias estupideces.
– En síntesis, hay ruido donde falta cultura -dijo con cara resignada.
El profesor, sugestionado, habló de palpitaciones.
– ¿Palpitaciones? Por la taquicardia, en invierno, no se preocupe, las venas se enfrían y violentas se baten contra los pulmones y el corazón.
Le contó también que le había vendido a Farnesio su parte en la funeraria, no lo consideraba un comercio rentable, se dedicaría a la investigación. Ampliaría el consultorio para la morgue privada y ofrecería sus estudios a empresas americanas que desearan hacer un buen negocio de la inmortalidad. Para obtener mayor rentabilidad, alquilaría las heladeras a los jueces, a las fuerzas de seguridad; ellos daban trabajo siempre.
– Pagaré bien los cadáveres -dijo sin reparo alguno-, téngalo en cuenta.
– Quizás hagamos algún arreglo y le venda anticipadamente el mío.
Germano saludó la ocurrencia.
Más que palpitaciones la noche, cada vez más cerrada, convocaba un pálpito nefasto. Caminando por el empedrado, el profesor recordó la cara del doctor hablando de la comodidad que ofrecen las heladeras, ocupadas o no, para conservar la cerveza fría.
Puerto Madryn. Invierno 1962
Mi querido profesor y amigo:
Antes de partir de Punta Alta tuve la inmensa alegría de recibir su carta, me emocionó mucho, se la leí al Irlandés en voz alta más de cincuenta veces. Manténgame al tanto sobre las intenciones de Farnesio. Mándeme al próximo puerto, de ser posible, algún preparado de esos que hace Zarza para la diarrea, parece que nos perjudica tragar agua salada, y pídale también algo para el resfrío. La última racha de viento rompió una vela y pese a que casi escoramos, pudimos recalar en el Golfo de San Matías para luego continuar viaje y entrar en el Golfo Nuevo, un poco más abajo del paralelo 42, para atracar aquí en Madryn. No queremos retrasar la partida, así que en dos o tres días continuamos la búsqueda. El oro nos sigue siendo esquivo, pero la moral está intacta. Esta misma tarde, el Irlandés estará fondeando las aguas de este puerto y a eso de las siete recalaremos en la Puerta de las Ninfas para continuar el rastreo. Decidimos que vamos a trabajar de noche y luego volveremos aquí para partir aguas adentro sobre la plataforma continental del Mar Argentino.
Las aguas son frías pero de una claridad maravillosa. Acá el trabajo se vuelve más limpio, el Irlandés estaba cansado de bajar en la mierda del Riachuelo. Dice que el lecho del río, en su profundidad, tiene una oscuridad tan desagradable que el río expulsa en cada remoción la menstruación de los citadinos.
Es de seguro que su carta no llegará antes de nuestra partida, pero de todos modos pienso ir todos los días al correo, en la esperanza de que me haya escrito. En diez días, aproximadamente, vamos a estar en Camarones.
Un abrazo enorme, esperando noticias suyas,
Grimaldo Schmidl
PD: El Irlandés tiene ideas medio locas. Ayer, sin ir más lejos, me dijo que si no encontrábamos el botín, podíamos aprovechar La Pepa y dedicarnos a la piratería.