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Si el caballo piensa, no hay equitación.
EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA
Si hemos utilizado la violencia, ella no ha sido utilizada en forma indiscriminada, ni con la intención de causar víctimas, pues ninguno de nosotros es un criminal morboso, sino que todos somos combatientes políticos. Si hemos empleado la fuerza, ha sido por los durísimos y crueles términos en que estaba planteada la lucha después de tantos años de persecución y proscripción. Nosotros no hemos creado este clima sino que actuamos en un ambiente ya cargado intensamente por los odios y las violencias que todos los sectores del país han usado a su turno. Muchos compañeros han sufrido físicamente esa violencia secuestrados por "personas desconocidas". Parece que todos hubiéramos olvidado peligrosamente aquel llamado de Martín Fierro a la unidad nacional.
Amamos nuestra tierra en la majestad y en el silencio de sus montañas, en el rumor pujante de sus ríos, en la vastedad de sus fecundas pampas, en la magnificencia de su cielo, bandera inmensa de la patria con la cruz del sur, bandera argentina de la noche. Amamos nuestra tierra en el corazón puro y sincero de sus muchedumbres nativas, de sus gentes humildes a las que queremos ver para siempre libres de la injusticia, de la explotación y la miseria. Amamos tanto a nuestra tierra Argentina como para haberle ofrendado el duro y hermoso sacrificio de nuestra juventud, de toda nuestra capacidad y esfuerzo puestos al servicio de la noble idea de verla un día socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana. Uturuncos, en algún lugar de Valentín Alsina, 1963.
Pasadas las once de la noche, Eusebio corrió la cortina de cañamazo, luego de observar hacia afuera si el almacén continuaba vigilado.
– Decile a Gauderio que puede salir.
Julia fue como otras tantas veces al fondo, pegó tres chistidos delante de la puerta del galpón, un aire de seseos entrecortados y puntuales que establecían lo que Serrao llamaba un morse autóctono que según los nervios se ubicaba entre la lechuza y el pato sirirí.
Gauderio salió compungido.
– Eusebio está cerrando, podés venir.
Así me enteré de que se había establecido una red de casas seguras para desarrollar la resistencia. Se las llamaba las casas de las "tías" o los "tíos", viviendas de viejas y viejos militantes que se jugaban en los momentos difíciles. Se mencionaba con reconocimiento a la tía Segunda, el tío Federico, la tía Yarará, también una vieja viuda y su hija que les daban refugio. Ahora era el turno del tío Eusebio.
Eran días para vivir a salto de mata, en la clandestinidad y con la policía en los talones. Tener tras de sí a un hombre como Campillo no era moco de pavo.
La Roña, el profesor Serrao, Zarza y yo hablamos bajo, con miedo, y en este caso, deslizó el boticario, tener miedo era responsable.
– Qué les dije -intentó entusiasmarnos Gauderio-, ya están aquí; algunos compañeros los vieron por Luján, por Chascomús y mucho más cerca.
– ¿Estás seguro? -pregunté.
– Tengo ganas de comerme una vaca entera.
Los Uturuncos estaban allí. ¿Quién podía negarlo? La palabra de Gauderio empezó a inundar el salón y las mesas se ensanchaban de manera exorbitante, las banquetas de caña perdían su rastro de desvencijado y se convertían en estilizadas thonet y dos sillones Luis XV con gobelinos de época.
– El sillón de Rivadavia, ¡que aparezca el sillón de Rivadavia! -repitió alegremente Serrao, mientras la luz rebotaba sobre filos de distintos colores en las facetas esmeriladas y pulidas de su copa de cristal de Baccarat.
– Ésta no es una fiesta proletaria, Gauderio -dijo Zarza.
– Ésta es la fiesta del derecho -contestó Gauderio.
– Para un pragmático como el boticario, proletario es solamente aquello que conocemos. La fantasía es burguesa -ironizó el profesor Serrao.
El jolgorio continuó sobre las mesas. Pimientos verdes rellenos de queso, tintos varietales cosecha 52 y carne de exportación; un Shorthorn, campeón 1962 en la Sociedad Rural, estaba allí, en el fondo, asándose a la vieja usanza con carbones y maderas en el lugar de las vísceras; el hambre hacía que el movimiento de la vajilla fuese más rápido, Eusebio pasaba una fuente de porcelana de Sèvres con costillas, mientras la Roña ponía en la mesa un blanco friulano digno de apagar cualquier incendio, que acababa con la mitología de las solteras, preparando el paladar para un humeante plato de papas a la crema bien salpimentadas. La Tetona recibía un plato de carne blanca, adornado por plumones de ñandú, ralladura de zanahoria y remolacha; se lo pasaba a Zarza, no sin antes devolverle una mirada llena de picardía.
Nadie quería cambiar la charla. Los Uturuncos eran los proveedores de toda esa parafernalia gastronómica de rebordes orgiásticos; mollejas asadas al vino blanco, riñoncitos a la provenzal, papa hervida mezclada con huevo duro y perejil y una exquisita entraña ante la que Eusebio se relamía. No todos los olores resultaban conocidos, pero había un aire familiar a metal ácido en el caramelo que rodeaba los flanes, las frutillas, las natillas y el arroz con leche, que se acompañaba con una cucharada o dos de canela; las narices ensancharon sus fosas en cada aspiración, la mirra y el orégano se rehogaban en las baldosas y un cimbreo en la brea de las junturas daba comienzo al baile.
– Señores, ¡el maricón nacional! -gritó Serrao, haciendo de bastonero.
Un gaucho, dos gauchos, tres, cuatro, mil, cien mil Uturuncos de florido chiripá; todos comenzaron a bailar; del techo colgaban caireles, en las paredes, desde fotos sepia los héroes de la Patagonia y la Semana Trágica sonreían, mientras Gauderio escribía en la pared: "Los infinitamente muertos, ellos hicieron nacer un símbolo". ¿De dónde había sacado esa frase? Serrao me hizo reconocer a Rilke. Las mesas se agrandaron, las ventanas ensanchaban cualquier horizonte; cada uno de los comensales elegía su ropaje, había una gama fantástica de trajes; Zarza se vistió de torero, la Roña de princesa turca, la Tetona con un pantalón pescador y una polera de banlon ajustada. Zarandearon la danza riendo de las órdenes del bastonero. Julia se abanicaba tapando y destapando el resplandor de una luna más llena y más húmeda que nunca. ¿Se viene la lluvia?, preguntó Julia. No importa, habrá capotes, le contesté. Las mujeres eran ninfas y los repasadores banderines celestes y blancos agitándose espumosos en la suspensión del éter. Eusebio escupió la dentadura postiza en un grito.
Llegó el brindis, el cristal de las copas era una marea de campanas. Me acerqué a chocar con Gauderio, estaba emocionado.
– Por vos.
– No, por los Uturuncos -replicó-. Por la patria.
Sus ojos siguieron el recorrido de la escarapela que se desprendió de mi camisa y cayó al piso.
– ¿Se vuelve? -me preguntó.
– No sé.
El futuro está en directa correspondencia con las posibilidades de presencia, las que seguramente modificaré. El futuro contiene la eventualidad, ella es autónoma; el porvenir del que me habló Gauderio me sonaba en cierto modo indiferente, externo, una nada donde se volvía temporal lo trascendente.
– Tenés que irte ahora -le dijo Serrao a Gauderio-, tenés que irte ya, aprovechá el barullo…
Cerca de las seis de la mañana, entre los vahos y el cansancio, Eusebio notó que Gauderio ya no estaba.
– Se fue -me dijo Serrao, como único comentario.
– ¿Adónde? -pregunté.
Eusebio levantó los hombros y señaló a la Roña, tirada sobre una chaise-longue, semidesnuda, con un papelito arrugado que sobresalía del bolsillo del batón. Los estilos comenzaron a mezclarse, la seda y la sarga, las velas y los fluorescentes, los vinos de la noche se volvían lentamente agua. Zarza la despertó para preguntarle si sabía dónde estaba Gauderio, dormida contestó no saber. Suave, el boticario le sacó el papelito, tenía una dirección: Canalejas 1776. El profesor Serrao se acercó al boticario.
– ¿Qué lee?
– Debe ser la dirección donde se oculta Gauderio.
– Mejor rompa ese papel… -dijo el profesor, temiendo que alguno de nosotros se convirtiera en un Judas Iscariote.
– ¿Qué día es hoy?
– Veintitrés de agosto.
La neblina en esas primeras horas no permitía ver el sol. Nos fuimos preparando para irnos, ayudé a Julia a lavar, mientras la Tetona preparaba unos mates que, según dijo, eran buenos para la resaca.
– Tire ese papel, Zarza… por las dudas -insistió el profesor-. A uno siempre lo amenazan dioses desocupados.
No siempre pudieron convencer de que está muerto a quien respira, pero era una época en que la muerte funcionaba por decreto. Entusiasmado por el leve repunte del negocio de la cochería y sin Germano como socio, Farnesio hacía planes. Estaba a punto de conseguir un Káiser Carabela de segunda mano, se preparaba para dar el gran salto; un salto que debía apurar una vez terminado el trabajo que le pidió Solórzano. Se iba a mudar a la Capital; no era lo mismo un vermouth en lo de Eusebio que un Martini con aceitunas en el Petit Café.
Quedó taciturno. Bamboleaba su cabeza hacia adelante asintiendo sus pensamientos. Saldívar bien podría ser su chofer, bastará con desnudar algún muerto de clase para darle ropa decente y enseñarle mínimos modales para que se vea presentable. Pero no todo lo que reluce es oro.
– Debe mudarse -le dijo Solórzano-, el Mossad se llevó a Klement para juzgarlo en Israel, no quedamos bien parados.
Le sonaba ese nombre, ¿quién le había hablado de él?
– ¿Tenemos que escapar?
– No se apresure, Farnesio, no es para tanto. Irse por un tiempo, nada más. Mañana es el día, el general Poggi se sumará a los golpistas, así que a Frondizi le quedan horas.
– ¿…?
– Asume nuestro hombre y se prohíbe nuevamente la propaganda de los gronchos -confirmó Solórzano.
– ¿Cómo es eso?
– El Estatuto Adrogué. Toranzo Montero presiona desde aquí nomás: puso su cuartel general en Lanús, trabajaremos para él; me pidió que nos borráramos por un tiempo, dos o tres meses, si la cosa va bien va a obtener las escrituras del río y se pondrá una casa fúnebre de primera en Barrio Norte.
– ¿Me trajo el dinero? -preguntó nervioso Farnesio.
– Lo tendrá una vez que verifiquemos que la orden se ha cumplido.
– ¿Qué hago con Saldívar?
– Que se joda. El Sherí, usted y el Pardo reciben la suya.
Solórzano se preparó para irse.
– Una cosa más. Yo le aconsejaría que no mejicanee a nadie -le dijo Solórzano, arrancando un crisantemo de la corona.
Caminaba con los hombros caídos a la izquierda, rendido, cubierto por el paño azul de solapa alta del gabán, que dejó asomar el cuello delgado y el pelo encanecido. Debía escapar por un tiempo, teñirse el pelo como la Rita, que no lo reconozcan; las manos transparentes y las uñas transparentes se enredaron en el pelo frente al espejo, se le escapó un mechón ralo, el teñido le sacará años, el teñido vuelve la historia atrás; pensó en su propio cansancio, en el cansancio de sus padres y en el cansancio de sus abuelos, deseaba recuperar el deseo y olvidar; el hombre tiránico, lleno de exigencias, volvió a aparecer en el espejo rodeado de muertos mudos a su lado.
Caleta Olivia, invierno
Estimado profesor Serrao:
Nos hizo muy bien su carta, cálida y pedagógica. Lamentamos que en Puerto Madryn no haya más noticias sobre los acontecimientos de allá. Hoy, más al sur, este lugar, aunque Argentina al fin, parece el extranjero. Cierto es que ni el Irlandés ni yo estamos en condiciones de confirmar nuestra argentinidad. Ya en tierra firme, en esas llanuras deshabitadas que parecen continuar en el Atlántico, la desconexión, como el paisaje, es cada vez más inmensa. En los días subsiguientes de dejar Madryn y el Golfo Nuevo navegamos casi sin rumbo con dirección Este, temiendo seriamente por la integridad de La Pepa, que está directamente ligada a nuestras vidas. El dinero comenzó a faltarnos y la comida escasea. El viaje de Madryn hasta aquí se hizo más largo de lo esperado ya que perdimos dos o tres singladuras girando sobre el mismo eje. El Irlandés dice que lo engañó una isla. Lo cierto es que no tuvimos nada que comer en el barco y mala pesca, conformándonos con tres medias onzas de pan en bizcocho para cada día, permaneciendo en gran penuria hasta que divisamos un pesquero polaco que parecía tan perdido como nosotros.
Sin pensarlo demasiado nos decidimos a abordarlo, con la intención de hacernos de comida y de los pertrechos necesarios para continuar. El saqueo se cumplió rápidamente y con todo éxito, la escaramuza dejó un saldo de un pescador herido de un palazo, y por suerte nada más de lo que arrepentirse. A instancias del Irlandés, decidimos hacerle arriar la bandera y saludar una improvisada tela negra con una calavera y dos clavículas cruzadas, que él mismo dibujó bastante mal por cierto. Los pobres polacos estaban tan desorientados como yo, créame, el dibujo es por demás ingenuo. Ya lejos del pesquero hicimos un brindis con un par de botellas de vino y cerveza que capturamos en esa embarcación y comimos parte del pescado que incautamos. Si no llevo mal la cuenta de los días y las comidas, llegaremos sin padecimientos ni hambruna hasta las mismas costas de Tierra del Fuego.
Vamos en busca de Bahía Laura y calculamos que en día y medio haremos un arribo, en parte obligatorio, para reparar el casco de La Pepa que colisionó con el pesquero durante el abordaje. Quedamos agotados. El Irlandés no se sintió bien en el día de hoy, pero debemos abandonar este puerto: la denuncia que seguramente pesa sobre La Pepa en pocos días traerá a la prefectura hasta aquí. Cada vez nos persigue más gente. Estamos catalogados de peligrosos, pero no matamos a nadie. Todo lo que hemos hecho ha sido para comer y continuar la búsqueda.
Cuénteme más sobre la disolución de la hermandad y algo de la Tetona, espero que en la bahía haya un prostíbulo. El Irlandés parece estar más acostumbrado que yo a lo que llama extrañamente "soledad sexual", aunque la letra no calma las urgencias, por favor, dígale a la Tetona que me envíe algún mensaje. Tengo el presentimiento de que el oro está cada vez más lejos. Estamos más preocupados por huir que por continuar la búsqueda en estas aguas; las profundidades aquí son inaccesibles y necesitamos días y días para barrer apenas la superficie. Hay veces en que el Irlandés se arrodilla y reza. Yo lo acompaño. Pero no sé si en realidad pido al cielo un milagro o una explicación. Es poco lo que nos podemos mostrar. Seguiré esperando sus cartas y le haré llegar noticias lo más rápido que pueda. Pasamos a ser tan clandestinos como esos hombres de los que habla Gauderio. No conozco mucho sobre ellos, pero en nuestro caso, créame, está ampliamente justificado. Un abrazo,
Grimaldo Schmidl
El Checho, después de mucho tiempo, tuvo los ojos cerrados y el corazón en su lugar. Se pasó un día entero acostado en las vías. ¿Por qué eran tan lejanos los sonidos que escuchaba?, ¿por qué no pasaba ningún tranvía?
Debido al levantamiento militar, el gobierno central decretó suspender transitoriamente los medios de transporte. El Checho, ni siquiera enterado de que había gobierno, seguía pidiendo al cielo que enviara un tren que lo sacara de este mundo. Anahí no estaba en el conventillo, ¿la habrían vendido? No podía hacer nada, la iban a desflorar. Si moría antes de que eso sucediera no habría traición y Anahí sería la virgen más virgen a partir de ese día.
Mejor que el tranvía viniera a gran velocidad y cargado de pasajeros, así se garantizaba un corte menos doloroso, más definitivo; por lentitud y tardanza el tranvía debía ser una caravana de moluscos o de caracoles.
– Shhh, shhh…
Estaban chistando. No quería abrir los ojos, le costaba demasiado cerrarlos, no lo iba a hacer, no quería salir de su dolor. El chistido se volvió a repetir, ahora como seseo.
– Shh, shh… ¡Checho…!
Muy pocas personas hablaban con él. La muerte o la virgen.
– ¡Checho!
La mano le tocó el hombro, el Checho miró con susto a su costado. El tobillo quedó en su reojo, tenía una pulserita de alpaca.
– Llevame de acá, Checho.
La virgen estaba frente a él, de la toallita nacarada extrajo tímida dinero arrugado; ahorros, dijo. El Checho se sentó sobre los durmientes y limpió la mano.
– Llevame con vos -escuchó.
– ¿Dónde?
Cabo Vírgenes, siglo XX
Amadísimo profesor Serrao:
Vuelvo a escribir con mucha preocupación, el Irlandés empeoró y prácticamente no nos movemos de estas aguas. Apenas algún que otro sondeo a mar abierto, algún intento por rastrear los cofres y el movimiento necesario para pescar y alimentarnos. En una de nuestras incursiones, avistamos una embarcación con bandera turca a la que aún no decidimos abordar. La tripulación debe contar con más de cuarenta, pero no estamos intimidados. La idea es camuflarnos y seguirla mar adentro para abordarla fuera de la plataforma continental. Si el combate nos es bueno, dejaremos a los tripulantes a bordo de La Pepa y continuaremos nuestra meta con aquellos que se quisieran unir. Claro que habrá que discutir porcentajes. El Irlandés, que quiere el grado de alférez, dice que en una tripulación amarilla, debido al color, cualquier fiebre se disimula más. El que está con fiebre es él. Para mayor desgracia se rompió el termómetro del botiquín y no puedo tomarle la temperatura, debido a esto adapté el psicrómetro para colocárselo debajo de la axila. Sabrá usted que este bendito aparato marca el grado de humedad, así que lo único que controlo es si se orina encima.
Mañana el veterinario de un campo de ovejas cercano lo va a revisar. Si entiende a los animales, lo puede entender a usted, le dije. La fiebre no cede y en el delirio, como si cultivara las actividades superiores de los de su patria, dice de sí mismo ser herrero, carpintero, poeta, arpista, campeón, historiador, todo un "politécnico", y me pide que le consiga cerveza de Govannon. Temo que pase algo más grave, por eso decidí que hasta su recuperación nos quedaríamos cerca de la costa. Pese a todo, y por suerte, en los momentos de lucidez el buen humor de los últimos tiempos no varía. Es extraño que en un lugar con tanta agua uno tenga la piel tan reseca. Me dijo que lo usara de pergamino para escribir en su cuerpo las memorias del viaje. Escríbame cuanto antes. Un abrazo de su amigo,
Grimaldo Schmidl
PD: Acabo de enviar parte de mi diario al doctor Klüpfel. Es extraño que haya un editor para estas cosas, ¿no?
Valentín Alsina, Buenos Aires, 23 de agosto de 1962
Estimado don Grimaldo:
Espero que esta carta llegue a Cabo Vírgenes antes de su partida. Lamentablemente no tengo buenas noticias para darle, acá corre la voz de que Farnesio falsificó las escrituras del río e intenta hacer lo mismo con las de su casa. Lo da por muerto. Disolvió la logia y se irá. Es necesario que usted detenga cualquier ataque y vuelva lo más urgente posible para asentar las denuncias correspondientes.
Regrese ahora.
Ni el Irlandés es Sammy Davis Jr., ni usted es Burt Lancaster. Más que del capitán Hidalgo inglés, está cerca de otro hidalgo. Y así le va. Su regreso debe ser inminente. Usted, según la Madame del Kimono, es el elegido. Pero, ¿cuánto tiempo se espera una revelación? Lo que el Irlandés le pide no es una marca de cerveza común, Govannon es un dios celta y su cerveza da inmortalidad. Creo definitivamente que el Irlandés enloqueció. Le pasa a muchos que soportan eternamente un sueño que no se cumple. Debo decir en su defensa que quizá cada locura esté precedida de un acto sumamente racional; quizás un loco no puede enseñarnos cómo vivir, pero sí cómo hacer una elección.
Pese a que se dicen juntas, hay una diferencia sustancial entre la Fe y la Esperanza, son lo activo y lo pasivo reunidos para un mismo fin; pero todo acto de fe pierde temple sin la esperanza que debe acompañarlo. La Fe, en todos los casos, enajena; la Esperanza siempre, en el fondo de las cosas, desconfía. La Fe es para los católicos, la Esperanza para los cristianos. Entre actor y espectador se hace la obra definitiva sobre el escenario del mundo. El único arte posible es el conocimiento. Quizá por eso no soy poeta ni soy teólogo. Quizá por eso soy historiador. Por favor, don Grimaldo, regrese. No para el éxito, no para ganar, sino para que la gente acá sepa ahora que hay otra oportunidad. Suyo,
Roberto Serrao
Isla de los Estados,…
Profesor Serrao, estimado e inolvidable amigo:
Cuando la recibimos tanto el Irlandés como yo nos hallábamos velando las armas para entrar en combate. Lo cierto es que una vez entrada la contienda fuimos rotos a palos por los turcos, terminando con lo errático de la búsqueda. En ese combate perdí la utilidad de un brazo. Todo este tiempo lo dediqué al trabajo carcelario, al silencio y a la lectura. El único que, enterado de los hechos, vino a visitarme fue Valentín Langmantel, el editor de Stuttgart, pidiéndome los originales donde garabateé mis memorias. Ya llegará el momento de la escritura y la sensatez, eso que pedía en su desesperada y última carta. Ya llegará el momento. Me parece que si es por demás sesudo mantener en silencio las pasiones, no así los sueños. ¿Podré alguna vez contar todo esto desapasionadamente? Por la memoria del Irlandés que no. Él fue el mejor amigo que tuve. El oro en la Polinesia era demasiado lejos y el oro en ese vecindario era demasiado cerca. Me contó Langmantel que hace muchos años, durante una primavera en Praga, la gente salió a rastrear oro en la ribera del Vístula y no con más éxito que el Irlandés y yo. Por lo pronto, recluido de las noticias del mundo y en la seguridad de que nadie los lee, me dediqué a los poetas. El poder miente, pero da certidumbre. Los poetas dicen de lo incierto y admitamos, profesor, que así es difícil vivir. Por mi parte, sé que un día voy a salir y sin duda volveré a la navegación. De la poesía en adelante dejé de amar las cosas firmes.
Me acuerdo del Irlandés, en su nombre es que deseo y necesito aclarar que acá nadie claudicó. El oro está y la búsqueda siempre será renovada. No sé qué razón me tienta a escribirle, hubiera sido más fácil no volver a hacerlo y dejar, al menos, que la ruta naval y fantástica emprendida le diera a estos dos marinos una pizca de inmortalidad.
Si es así, dejo a su criterio la destrucción o no de esta carta. Un abrazo eterno,
Grimaldo Schmidl
En la esquina de Canalejas y Gaona, el Pardo se encontró con un tal Fiorillo y otro Medone. La orden fue estricta, el trío caminó sin hablarse. Buscaban una dirección. El Pardo se calzó su 45 reglamentaria. El Sherí Campillo sería informado oportunamente, tendría que preparar la cama y el aparatito eléctrico.
Lo bajaron a los golpes y lo metieron, agachado, con la cabeza encapuchada, en la parte de atrás de un vehículo que nadie se animó a reconocer. Durante el viaje tomaron sidra caliente y cuando llegaron a la comisaría, Fiorillo y Medone entraron con el detenido, mientras el Pardo y el Sherí Campillo fueron a la oficina para dejarlos hacer. El Sherí Campillo licenció a los Sosa para que no vieran quién era el preso. Se sentaron a jugar un truco, en tanto Fiorillo y Medone hacían su trabajo, golpeaban, reían y hablaban de la pelea en que Miguel Ángel Péndola le arrebató el título sudamericano a Jaime Gines, recordaron también la paliza que después le pegó el gallego Fred Galiana; cada uno de los golpes se reproducían en el cuerpo del detenido.
– Así que vos sos el de los asados famosos, ahora vas a aprender lo que es una "parrilla".
Después de diez horas Fiorillo salió para informar que el "pájaro no canta", que no daba para más de voltios, que su trabajo llegó hasta allí.
El Sherí Campillo miró al Pardo.
El Pardo le pidió prestado al Sherí sus anteojos negros y sin hablar se dirigió a la celda. Todavía era de día.
En el camastro, sediento, con las ropas arrancadas y la piel quemada en distintos lugares, según indicaba prolijamente el manual francés para la tortura de argelinos, estaba el hombre que apenas podía ver al que se aproximaba.
El Pardo sacó la 45 de su cintura y se la acercó fríamente a la cabeza, le daba lo mismo mirarlo que no; todo se volvió humo y después profunda oscuridad, comprobó que el trabajo estuviera completo y descerrajó otra vez el arma a la altura del corazón.
Salió de la celda y echó una mirada sobre el cuerpo inerme.
– No era tu día, gallo -dijo.
Deme la mano, abuela, se viene, esta vez sí, se vistió de novio, rompió bolsa, llame al Cholito enseguida, tenemos que darle un nombre; ¿es anormal, abuela?, qué sé yo, tardó tanto, no sé dónde estoy, no sé dónde está, se vistió para una visita; déme la mano, abuela, ahora sí, llame a la comadre, dígale que se apure, el agua fría, el agua caliente, el agua fría, la soledad del dolor, la soledad de la alegría, la soledad del miedo; esto es lo más parecido al infinito, lo ínfimo estirado a deseo; deme la mano, abuela, ya va, ya viene, se agranda el útero, se percibe la trompa, dice que sale porque ahora es necesario, tiene algo que decir, algo que contar, ¿y si lo llamo como el padre?, no es buena idea, es un niño, ¿verdad?; al menos tiene ropa de varón, sale vestido para protegerse, sale hablando para protegerse, ¿abandonarme?; se agranda el útero, abuela, se desgarra, la carne se estría y la panza baja, ¿estoy muy hinchada?, ¿estoy contenta?; ¿cómo?, ¿escritor?, temo que fabule, que diga cosas que no son, ¿se puso un frac?; ayúdelo, apriéteme el vientre, presione con fuerza, ¿lo ve?, ¿de qué color es el pelo?, ¿castaño?, castaño es el árbol del color del mundo; estoy dolorida, ansiosa, alcánceme la palangana, necesito orinar, la comadre sabe su oficio, sabe limpiarme, atendió el parto de todos; no me deje, abuela, no me deje; ¿se asoma entre lo rojo?; si él no grita yo grito por él, el cielo grita por todos nosotros; son líquidos, abuela, ya sé, no me asusto, pregúntele cómo se llama, aspiro, espiro, suelto el aire, suelto algo que se me cae; respiro desde lo hondo porque desde allí viene, veo nada más que lo sucio, ¿salió?, mi mano en la suya, abuela, mi mano en la de él, lo toco, abuela, ya tiene medio cuerpo fuera, aprieto las nalgas para contraerme mejor, ¿tiene sexo?, ¿de qué color?; estoy atontada, abuela, perdí la medida de las cosas, lo que olvide me lo recordará con su presencia, llame a los vecinos, llame al Cholito, el apellido es propiedad privada, pero un nombre sí, abuela, que le dé un nombre, un nombre es identidad; son líquidos, abuela, me siento meada, veo lo sucio, lo rojo, lo marrón, escucho lo mudo, ¿qué escribió?; está afuera, está sin mí, no lloro, es la humedad de abajo, la misma sal de abajo, las emociones saladas, la liturgia salada, el gusto amargo del cuerpo, ¿qué escribió?, tengo un sueño, abuela, un sueño largo, quiero descansar.
El embajador avanzó por un largo pasillo lleno de cuadros familiares, caminaba serio; los cuadros, colgados en marcos rococó y ordenados genealógicamente de mayor a menor, desde los tiempos inmemoriales de la Independencia, compartían la forma plana que respeta las narices aguileñas o las caras delgadas de las mujeres, generando un ambiente de museo o galería clásica francesa. Era una galería patricia, con abuelas que nunca se equivocaron de cama y maridos que los domingos se hacían preparar el coche de caballos para ir al prostíbulo. Faltaba solamente un tío directo, libertino, que amaba los juegos del calembour y asustaba a su familia diciendo que Mariquita Sánchez y Manuelita Rosas eran lesbianas o que Baudelaire bien podía haber sido el bufón del brigadier general. Cuando llegó por fin a la puerta, algo taciturno, el mayordomo abrió la recepción.
– Buenas tardes.
– Tenía muchas ganas de verte -dijo la Madame del Kimono levantándose del sillón.
– Yo no -replicó cortante.
– ¡Cholito!
El silencio maduró con el dolor y la decepción de la Madame del Kimono, prenunciando una conversación no deseada; el embajador era un fantasma de aureola fluctuante, enorme y abierta, que recorría de un lado a otro el salón.
– ¿Por qué no viniste a verme? -preguntó ella con aire desencantado.
– ¿A verla?, ¿para qué? -contestó, seco, con otra inquisición.
– El niño.
– ¿De qué niño me habla? -dijo prepotente.
– El hijo.
Las palabras de la Madame sonaron a desquite.
– Yo no tengo hijos.
– Sí.
– ¿Usted lo vio?
– Lo tuve dentro.
– ¿Lo vio?
– Nunca.
– ¿Y entonces?
– Si usted hubiera estado allí, hubiera podido verlo.
Bajaba los ojos avergonzada y mascullaba cosas en guaraní. Un golpe de puño cayó sobre la mesa de la recepción.
– ¡Fermín!
– ¿Señor…?
– ¿Usted vio un niño alguna vez?
– Sí, señor.
– ¿Y un hijo mío, Fermín?
– No, señor, jamás.
– Fermín, ¿cuánto dinero le he dado a la señora…?
– Lleva ya tres años de pensión graciable, a lo que se suma desde hoy el valor de una casa prefabricada y tres mil pesos en efectivo, lo que hace un total de…
– ¿Siete mil, quizá…?
– Algo más de esa suma, señor.
La Madame del Kimono quería explicar que se trataba de otra cosa, pero el embajador le gritó que estaba cansado de la extorsión, que no se podía quejar, que fue una puta de lujo en los lugares que ni las mejores putas sueñan, pero que ahora no valía nada, que no, él no es padre de nadie, la paternidad es un acto racional y en los hombres de su clase, un acto elegido.
La Madame del Kimono dejó escapar una mueca cargada de sobreentendidos, el mayordomo pidió permiso para retirarse pero el embajador se lo negó; ¿por qué resistir el mérito?, él podía afirmar que era muy hombre.
Ella no tenía sombra de arrepentimiento. Volvía a humillarla. ¿Se da cuenta, señora?, no sólo no soy padre, sino que usted no puede comprobar su maternidad. El niño no está. Tenía que llamarse a silencio, no la dejaría jugar con tan caros sentimientos, era una mujer de instintos bajos, de deseos primarios. ¡¿Enamorado?!, no diga pavadas, ¿escuchaste, Fermín?, ¡enamorado!; nunca estuvo enamorado, nunca; la aflicción del amor no es para los varones, ¡a otro con el cuento!, ¡se acabó!, ya le dio mucha plata, demasiada para una vieja; no hay eternidad para las putas, quería aprovecharse de su generosidad, que se fuera.
La Madame del Kimono se levantó del sillón, cerró el abanico y tanteó en su bolso el peso metálico del 32 largo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Cerca de la puerta, de espaldas, sintió la voz del Cholito…
– ¿Cómo se llama?
– No sé. El padre es el que nombra. Por eso vine a verlo.
Eran las fiestas de fin de año, Zarza y Serrao caminaban por la orilla desnuda del Riachuelo; lejos se escuchaban los ruidos de la cohetería festiva y los disparos que algunos borrachos hacían al aire, como saludo de recibimiento. El río dejó de ser recorrido hasta por las pequeñas embarcaciones y ni siquiera los lanchones cumplían tareas; por alguna extraña razón devolvía la imagen del primer barco que lo remontara, su velamen brillaba calmo, el madero se abría paso, imperturbable, en la paciencia del fin. El tesoro nunca emergió de esas aguas y la mugre custodiaba lo intocable.
El alma estaba protegida, la silueta sombría de una fábrica abandonada era un signo desvanecido en la orilla, un castillo deshabitado, un tórax sin carne.
– ¿En qué piensa, profesor?
– Nuestras calles están tan desiertas que imagino que podemos conducir a los locos por ellas.
El boticario sonrió.
– El desierto es lo que más se asemeja a lo anónimo. El nombre de la persona le da propiedad definitiva sobre el cuerpo, mis vísceras superan el nombre científico de cada una para reunirse en un juego superior al de la biología; la gente escapa a las dos cosas, a la biología y a la cultura.
Zarza escuchaba atento y, raramente, sin contradecir.
– El cuerpo es naturaleza, el yo es cultura que aviva o mata ese cuerpo -dijo el profesor-; el río, un cuerpo que desmontó sus corrientes y la quietud, que por tanto tiempo mantuvo ese lecho cenagoso, es el mejor registro de que el oro aún está allí.
– ¿Usted cree?
– Siempre están los valientes y los cobardes, los soñadores y los pragmáticos, pero nunca supe cuál de los dos, en su fuero más íntimo, apuesta a ganar o apuesta a perder. La civilización se sostiene con las dos apuestas; el hombre, cuando puede, para la mera estadística, apenas sostiene una.
– Exagera, profesor.
– La historia busca demostrar lo que su azaroso recorrido produce en nuestro sistema nervioso -dijo Serrao.
– Su argumento es para provocar alguna conducta distinta de mi parte, pero fíjese en Valentín Alsina, esta ciudad; por más que nos auxiliemos de las ciencias y la mejor literatura, nadie puede amar un lugar como éste -contestó el boticario.
– Mi amigo Zarza -dijo benévolo el profesor-, la intemperie también es una herencia.
Serrao se tanteó los bolsillos del pantalón y sacó una carta amarillenta y arrugada, en cuyo encabezamiento se leía "Isla de los Estados".
– ¿Qué es?
– Un papel que lleva escrito, como en los verdaderos secretos, algo de lo que siempre se duda.
– ¿Es un documento importante?
– No sé.
La levantó entre los dedos y la colocó debajo del encendedor.
– ¿Qué va a hacer, profesor?
– De todas maneras hay una copia en Stuttgart -dijo, acercándola a la llama.
El pequeño chispeo en la inmensidad de la noche los reconoció más solitarios; ambos se fascinaban con el reflejo del fuego en el río. El viento dejó de susurrar, sólo se escuchaban los aletazos agónicos de un pez plateado que boqueaba en la orilla…
– ¿Y el escritor?, ¿cómo se llamaba?
– No sé, firma con pseudónimo.
– ¡Pseudónimo! -protestó Zarza.
– El nombre verdadero de la luna está grabado en la cara posterior -ironizó Serrao.
– No hay detrás, profesor, el mundo es lo que se ve.
– ¿Qué es lo que a un viejo carcamán como usted lo vuelve tan seguro? -preguntó el profesor Serrao.
La inseguridad de un "no sé" hizo que ambos rieran a carcajadas.
Estoy sentado en mi escritorio con las luces apagadas; demasiada sombra, sin duda, es compañía. No tengo una relación natural con las cosas del mundo, su destino no está en mi deseo como sujeto, sino en el destino de los objetos. Desde aquella visita, como escribió Thomas Mann sobre su tiempo, pasaron "algunos cortos años criminales" y algunos interrogantes fueron dilucidados o quedaron en el olvido.
Las protoguerrillas tanto urbanas como rurales iniciaron el camino y fueron consecuencia de un intenso debate acerca de la conveniencia u oportunidad de formar focos guerrilleros en el campo o la ciudad. El porqué de la decisión de muchos hombres y mujeres de incorporar sus vidas a la lucha armada es mucho más complejo.
La historia hace intentos por escapar a su sentido de fracaso y también intenta llegar con formas mitigables a conclusiones aceptables. Por cartas del profesor Serrao me enteré de la caída del Uturunco: los informes del servicio de inteligencia daban cuenta de que Manuel Enrique Mena alias el Gallego, Félix Francisco Serravalle alias el Puma y Juan Carlos Díaz alias el Uturunco fueron detenidos. Supe con posterioridad que Mena escapó de un hospital carcelario y se instaló en La Habana hasta su muerte, que Serravalle cumplió su condena y vivía en Santiago del Estero; y que Díaz, amnistiado, cayó más tarde detenido formando parte del Ejército Revolucionario del Pueblo. También me enteré de la desaparición de un alias Gauderio, Felipe Valiese, considerado luego el primer detenido desaparecido, quien quizá no sea el héroe de esta novela porque desconozco sus últimas palabras; porque, como otros muchos, no tuvo posibilidad de réplica.
Para los hombres que administran, miden el curso de las cosas, dividen, cuentan, clasifican sus unidades, la realidad es la secuencia de hechos excesivos y el tiempo carece de energía moral. Valentín Alsina no es el Gdansk, ni el puerto de Montevideo; es un lugar perdido en un país austral, los barcos conquistadores quedaron atrás, en la niebla; la modernidad y el progreso demasiado adelante.
Nunca tendré certeza de cuándo este escrito verá la luz. Andrés Raveri, mi editor, acaba de rechazar la novela; dice que es pretenciosa y que el recurso del autor como personaje carece de originalidad, que mejor olvidarse. Debo admitir que nunca encontré equilibrio para describir los sucesos que conmueven mínimos el mundo o máximos la historia personal. Además aún me queda abierta la posibilidad, invocando a don Grimaldo Schmidl, de enviar los originales al doctor Klüpfel.
La luz del fósforo ilumina, lenta, el cigarro que llevo a mis labios; dejo la sombra, consiento que estas deliberaciones íntimas hacen que cualquier espera sea menos violenta. Enciendo la lámpara del escritorio dispuesto a trabajar; el trato ligero, despreocupado, comprueba la inútil objetividad de las cosas, se vuelve otro asunto cuando se quiere saber o decir qué pasa. Tomo en mis manos la foto de una joven muy bella, llamada Esther, que levanta su pollera europea mientras esconde dans la poitrine las delicadezas más oscuras de sus pequeñas prominencias.
Parece que se mueve, que viene hacia mí.
El tiempo no se queda quieto.
Praga, 19…¿?