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Todas las puertas están cerradas, pero para Anna no es ninguna novedad tampoco que la gente del bloque donde vive evite dirigirle la palabra. Cuando se llevaron a Rubén, al principio todos fueron muy amables con ella. Subían a su casa de vez en cuando. Incluso Marlene, la mujer que vive sola en el bajo, a veces le ha preparado un plato de comida y se ha subido a cenar con ella o la ha invitado a comer en su casa. Bishop se lo había advertido, y Anna pensaba que el hecho de que sus vecinos le hicieran el vacío formaba parte, no solo de lo previsible, sino también de la estrategia que tenía prevista para ella y cuyo último fin a Anna se le escapaba. Pero lo peor no era lo de sus vecinos. Con sus amigos, los de toda la vida, era diferente. Ellos, que la conocían desde siempre, con los que había vivido tantas cosas, eran quienes con más dureza la habían tratado. Ninguno quería entender que, sobre todo después de que se hubieran llevado a Rubén los nazis, hubiera sido capaz de traicionar sus principios. Era algo que no le habían perdonado todavía. Anna se decía que tal vez ella -tal vez no, seguro- habría terminado haciendo lo mismo, retirándole el saludo a cualquier amiga suya que se hubiera vendido a los alemanes. Pero también albergaba la secreta esperanza, puede que ingenua, pero no podía evitarlo, de que, en el fondo, alguno de sus amigos, quizá los más íntimos, se dieran cuenta, aunque no le dijesen nada, de que en realidad lo que estaba haciendo era trabajar para ayudar a ganar la guerra, contribuir con su sacrificio -¿acaso no era un sacrificio?- a echar a los alemanes de París, de Francia. A veces piensa que es tan obvio que no comprende cómo es posible que no se hayan dado cuenta todavía de lo que está haciendo, tan transparentes son para ella sus verdaderos sentimientos que le parece que es imposible que los demás no puedan darse cuenta.
Como si todos formasen parte de una conspiración secreta, ha llegado a pensar que sus amigos, incluso Franz Müller, que parece confiar en ella con la seguridad de quien se siente invencible, saben en el fondo sus intenciones pero la dejan hacer, cada uno por un motivo diferente. Franz Müller para entregarla a la Gestapo y que la castiguen y la torturen cuando llegue el momento; sus amigos para organizar una fiesta en su honor cuando todo acabe. De los dos, es el pensamiento más amable el que desaparece enseguida. La esperanza de reconciliación con sus amigos de siempre, si alguna vez sucede, no va a ser tan sencilla. Ya no la tratan igual-pronto dejarán de hablarte, le había advertido Bishop, como si fuera un adivino- y Anna no tiene dudas de que la relación no puede sino ir a peor. Sin embargo, la otra hipótesis, sí es más probable si las cosas se complican: que Franz Müller descubra que trabaja para los aliados y la Gestapo la detenga y la torture. Y no es imposible si tiene la mala suerte de ser desenmascarada. Anna no sabe lo que ocurrirá entonces. Siente escalofríos al pensar que puedan torturarla y que no sea capaz de soportar el dolor. Pensar que una puede llegar a resistirlo y luego ser capaz de soportar el daño cuando ya te han detenido no es lo mismo. Nadie puede saber la fuerza que atesora dentro hasta que llega el momento, pero Anna está convencida de que, si llega, al final, por mucho que quiera soportarlo, terminará delatando a todos los compañeros de la Resistencia que conoce en París, a los pilotos aliados derribados en la Europa ocupada a los que ha buscado acomodo desde que volvió de Inglaterra, a Bishop, aunque ahora esté tan lejos que ya no pueden detenerlo ni hacerle daño.
Ella se había encontrado con Franz Müller por casualidad, y luego Bishop fue quien la convenció para tirar de ese hilo. Cada vez que Bishop le pide algo, siempre tan serio, desprovisto de pasión, la vida de Anna se pondrá patas arriba. La primera vez fue cuando se presentó en su casa aquel domingo. La segunda, tres años después, cuando le pide que trabe cierta amistad con Franz Müller. y la última será cuando haya terminado la guerra y ya crea que en su vida no queda nada de la mujer que fue, cuando se haya escondido del pasado en el sur, y del pasado regrese un fantasma que arrastrará a otros fantasmas con él. Anna odia a Bishop cuando se lo pide, pero todavía no sabe que aún lo odiará más, cuando pasen unos años, lo odiará tanto que deseará su muerte, peor aún, querrá matarlo ella misma, con sus propias manos.
– ¿Qué significa exactamente trabar amistad con Franz Müller?
Bishop la mira, y a Anna le parece encontrar un atisbo de sonrisa en sus labios, pero Bishop no sonríe, es imposible. Robert Bishop no sabe sonreír. Hace mucho que lo sabe. -Significa lo que tú quieras que signifique.
– ¿Me estás pidiendo que me acueste con él?
Bishop no dijo nada. Tal vez era ella la que debería responder a esa pregunta.
– Primero serán tus compañeros de trabajo, luego tus amigos -le advirtió, sin embargo-. Puede llegar un momento en que todos te den la espalda.
Y una de las cosas que supuestamente le deberían haber enseñado durante las tres semanas de adiestramiento intensivo que había pasado en Londres era a no perder el tiempo en preocuparse por lo que la gente que la conocía -sus amigos, sus vecinos, sus compañeras- pensaran de ella a partir de ahora.
– Hay que intentar aprovecharlo todo en nuestro beneficio -le había dicho uno de los cuatro instructores de los que había recibido formación durante las vacaciones de Navidad que había pasado en Inglaterra, donde la nieve, la niebla y la oscuridad parecían pelearse cada día para ganar una batalla en la que trataban de conquistar las horas del día.
Y cuando solo faltan cuatro días para que Robert Bishop le pida que trabe amistad con Franz Müller pero ella todavía no puede saberlo, Anna se coloca un pañuelo en la cabeza para proteger su peinado del aguanieve que castiga París en abril, le da por pensar que no es la misma que salió en tren de la ciudad dos años y medio antes, rumbo al sur pero también a un destino incierto cuyo resultado todavía no estaba segura de conocer. El nombre de su tarjeta de identificación sigue siendo el mismo, aunque ahora guarda detrás de la madera contrachapada del armario de su dormitorio otras tres identidades distintas, tan bien realizadas, que ni un experto de la Gestapo con un microscopio hubiera sido capaz de asegurar que se trataba de falsificaciones fabricadas, como tantas, en algún lugar secreto de Inglaterra.
A las siete ha terminado su jornada en la academia. Ya hace bastante que se ha hecho de noche, y Arma, además de ajustarse el pañuelo, se abrocha hasta el último botón del abrigo para protegerse del frío parisino mientras se dirige a la estación de metro que la lleve a la plaza de la Bastilla. Tiene que recoger a tres pilotos norteamericanos derribados en Bélgica que harán escala de dos días en París mientras que otro agente que los llevará al sur venga a buscados. Esa ha sido su principal ocupación desde que regresó de Inglaterra: acomodar a pilotos caídos en territorio ocupado a los que una red de evasión se encargaba de llevar a los Pirineos y cruzar la frontera española.
Cuando se paraba a pensar en lo que hacía, a veces llegaba a la conclusión de que era otra persona, que la antigua Anna Cavour se había empezado a difuminar hasta mezclarse del todo con la nueva Anna desde que salió de París rumbo a España a finales del 40.
En Sevilla fue donde le procuraron la primera de las identidades falsas que ahora escondía en el dormitorio de su piso. Cuando se despertó a la mañana siguiente de haber visitado la casa de la familia de Rubén, se encontró un sobre que alguien había deslizado bajo la puerta. No había escuchado nada, conque, medio dormida todavía, lo primero que pensó fue que había estado allí desde que llegó la tarde anterior y ella no se había dado cuenta. Pero luego resolvió inmediatamente que eso no era posible, que se tendría que haber dado cuenta enseguida. No hacía falta haber recibido ninguna clase de adiestramiento para percatarse de algo tan obvio como aquello. Puede que quien fuese se lo hubiera dejado a la dueña de la pensión para que ella lo empujase bajo su puerta. Dentro había una dirección escrita a máquina. Anna miró el reloj. Si quería llegar a tiempo tenía que darse un poco de prisa. Tenía el tiempo justo para una ducha rápida y un paseo hasta aquella cita.
La dueña de la pensión le indicó la forma de llegar. Estaba muy cerca. Solo tenía que rodear la catedral y adentrarse un poco en el barrio de Santa Cruz. Anna pensó que era posible que ayer pasase también por delante de aquella casa durante el rato que estuvo dando vueltas antes de decidirse a ir a visitar a la familia de Rubén. No era imposible entonces tampoco que alguien la hubiera seguido desde allí, o incluso antes de llegar hasta la casa de la familia de Rubén, y luego hasta la pensión para dejarle más tarde esa nota. Cualquier cosa que fuese, su curiosidad quedaría satisfecha dentro de poco.
La entrada de la vivienda no era muy diferente a la que había visitado ayer, solo que aquí el cancel era blanco, y en la base del semicírculo superior podía leerse, en números grandes: 1897. Después del mismo trámite del día anterior de criada uniformada y con cofia, un atildado caballero británico con el pelo plateado le entregó un sobre con un billete de tren para Madrid -saldría esa misma noche-, y otro hacia Lisboa. Dentro del sobre había algo más. Un fajo de billetes con pesetas y escudos portugueses.
– En Gran Bretaña la proveerán de libras para sus gastos.
Fue la única aclaración del británico que vivía en el barrio de Santa Cruz pero no le dirá su nombre en todo el tiempo que esté con él. Es lo último que encontró en el sobre lo que más la inquietó. Mirar el pasaporte británico con su foto y un nombre que no es el suyo es una sensación muy rara. Estaba mirando a otra persona que resultaba ser ella. Recordó la foto que el propio Bishop le había hecho un día en su piso de París. Es un reportaje para el periódico, fue la única explicación que le dio, y Anna tardó un poco en entender la broma después de haberlo visto llegar con esa cámara tan pequeña. Un reportaje que estoy haciendo. Tu cara me va a servir para ilustrarlo. Como Bishop era incapaz de sonreír, ni siquiera cuando recurría a la ironía, a Anna le costaba adivinar las muy contadas ocasiones en las que no hablaba en serio. Así que era para esto, pensó ahora al verla, una foto de carnet para un pasaporte británico. No pudo evitar que le temblasen las piernas un instante al pensar en lo medido y en lo controlado que estaba todo. Quienquiera que estuviera manejando los hilos de su vida desde Inglaterra se estaba preocupando de no dejar ni un cabo suelto.
– En Madrid habrá de ser discreta. Ahora es usted otra persona. Esconda muy bien su pasaporte francés porque aunque viaje bajo una identidad falsa puede haber alguien que la reconozca. Se supone que viaja de vuelta a Francia, aunque al final va a decidir quedarse a pasar las Navidades en el norte de España. Es importante que nadie sepa que viaja a Lisboa.
Anna asintió.
– No se preocupe. No me verá nadie.
Lo dijo, desde luego, sin estar convencida de ello. Nunca había tenido que despistar a alguien que la siguiera. Lo único que podía hacer al llegar a Madrid era salir de la estación de Atocha, rodearla y volver a entrar, cambiar de sitio varias veces en la helada mañana de diciembre mientras esperaba que saliera su tren para Lisboa. Mirar a todo el mundo con desconfianza, como si estuviese cometiendo un delito. ¿O es que acaso no era un delito viajar con un pasaporte falso? Había muchas cosas -casi todas- que Anna no entendía todavía, y que a lo mejor no llegaba a entender jamás. Robert Bishop era un ciudadano norteamericano que trabajaba para una agencia que estaba interesada en que los Estados Unidos declarasen la guerra a Alemania, pero el hombre que le había entregado el pasaporte, los billetes y el dinero en Sevilla era un caballero británico, un gentleman de buena cuna, tal vez un lord o algo así. Eso saltaba a la vista. No había más que ver sus modales o su forma de hablar. Pero cada vez que intentaba Anna pensar en dónde se había metido más le costaba profundizar. Era imposible entenderlo para ella. N o era más que un peón en una esquina de un tablero de ajedrez que no podía saber cómo era la partida que se estaba jugando.
Dos días después de dejar Sevilla, volaba en un hidroavión que despegó de Lisboa rumbo a Inglaterra junto a otras siete personas de paisano con las que solo intercambió algún saludo cortés, nada más. No era el momento de intimar con nadie ni le apetecía y, aunque hablaba inglés con cierta fluidez, era consciente de que no lo bastante como para que los demás no se percatasen de su acento francés, y, según el pasaporte con el que había cruzado la frontera hispanoportuguesa, ella era una ciudadana británica de veintiocho años que respondía al nombre de Mary Aleott. Mary Alcott, cada vez que su cabeza dejaba de divagar se repetía ese nombre una y otra vez, como si al escuchárselo decir tantas veces pudiera convertirse en un nombre verdadero, como si la que de verdad viajaba a bordo de aquel hidroavión fuese Mary Alcott y no Anna Cavour. Era como un niño que aprende a andar y luego a hablar, una libreta en blanco en la que se estaba escribiendo una nueva identidad, una nueva vida. Pensaba también Anna que cuantas más cosas aprendiese, cuanto más capaz fuese de absorber nuevos conocimientos, antes podría regresar a París y conseguir que Rubén volviese de dondequiera que se lo hubieran llevado. Pensar en Rubén y entristecerse siempre era algo simultáneo. y no es que no quisiera pensar en él, porque, además, si estaba allí era porque había decidido salvarlo, y él era la única razón por la que había accedido a esta locura. Pero durante esas tres semanas en las que tenía que esforzarse mucho porque le iban a ser muy útiles en el futuro -te podrán salvar la vida incluso, aunque ahora mismo te parezca una locura, le había asegurado Bishop- tenía que convencerse de que ella no era Anna Cavour, que Anna Cavour había desaparecido, que había muerto o que ni siquiera había existido nunca, que la mujer que había sido hasta ese momento no era sino una fotografía descolorida por el paso del tiempo escondida en el fondo de la maleta, un nombre que con el tiempo le resultaría extraño a pesar de ser el suyo.
Mary Alcott, volvió a decirse, por enésima vez, medio dormida, la cabeza apoyada en la ventanilla del hidroavión y, entre sueños, ya le inventaba una biografía, unos padres, unos hermanos, un novio tal vez.
Robert Bishop la esperaba en el embarcadero. Le cogió el equipaje y lo guardó en el maletero de un coche oscuro que él mismo conducía.
– ¿Todo bien en España? Anna asintió.
– Todo bien.
Para variar, Bishop tenía el ceño fruncido, el entrecejo marcado por esa eterna señal de preocupación, como si buscase la solución a los problemas del mundo detrás dellimpiaparabrisas que despejaba del cristal las finas gotas de lluvia. Pero Anna pensó que esta vez podía ser, porque era su forma de conducir, concentrado en el tráfico. Con Bishop nunca podía estar segura de nada, y mucho menos de lo que pasaba por su cabeza.
– Parece que no pudiste estar mucho tiempo con la familia de Rubén Castro. Nadie te vio con ellos por la ciudad. -No me invitaron. No fue fácil.
Anna también miraba el tráfico con la misma concentración que si llevase el coche. No tenía carnet y no sabía conducir, pero le parecía raro estar sentada en el lado izquierdo.
– Solo pude ver a su padre. Y no mostró demasiado interés en tener noticias de su hijo. Tampoco me invitó a que me quedase -se volvió hacia él, que seguía atento al tráfico-. No podía obligarles a que me aceptasen como una hija, así, por las buenas. Y luego recibí instrucciones para venir aquí. Pero eso estoy segura de que también lo sabes.
Bishop asintió.
– Tal vez haya sido suficiente -dijo-. Al menos has ido a Sevilla para visitar a la familia de tu prometido.
– Supongo que habrá habido un propósito para ello. Entonces Bishop no dijo nada. Hizo como si no la hubiera escuchado o como si el tráfico se hubiese vuelto tan complicado de repente que requiriese toda su atención. Fuera lo que fuese, estaba claro que no le respondería a esa pregunta, ni a esa ni a ninguna que él no considerase pertinente.
Y es cierto. Dos años y medio después Anna Cavour no es la misma de antes. Ahora la identidad de Mary Alcott está guardada detrás de un panel de madera contrachapada de su dormitorio junto a otras dos identidades falsas. Un documento que dice que es Ute Faber, ciudadana alemana de Múnich -tal vez había cierta perversión en el servicio secreto al escoger Baviera, la cuna del nazismo-, y otro pasaporte en el que se llamaba Teresa Ramos García, madrileña que llevaba siete años residiendo en París, antes de que estallase la guerra civil al sur de los Pirineos, para que nadie que mirase sus papeles pudiera pensar que había abandonado España por motivos políticos y aquello la convirtiese de inmediato en sospechosa.
Desde su vuelta de Londres, Anna memoriza todo lo que ve, anota en su mente cualquier rumor que escucha, algún comentario sobre un repentino desvío de suministros que pueda suponer una pista sobre cuál va a ser el próximo movimiento del ejército alemán en Europa, la visita de un alto cargo del Reich a la ciudad. Cada día caen toneladas de bombas sobre Inglaterra, y pensar que los aliados puedan derrotar a Alemania en un futuro próximo es poco menos que una quimera. Más que una quimera tal vez. Pero ella, con sus ojos bien abiertos, va a hacer todo lo que pueda. Va a intentar cumplir con su misión de la mejor manera posible. Igual Rubén está muerto al final -más de dos años han pasado desde que se lo llevaron y, de hecho, hay muchas posibilidades de que así sea, pero en la vida una nunca ha de rendirse, porque nunca se sabe qué puede traer el futuro.
Por mucho que la hubieran preparado y por mucho que le hubieran explicado durante las tres semanas de entrenamiento que había recibido en Inglaterra, el miedo a que la Gestapo la detuviera cada vez estaba más presente, y para Anna era evidente que en cualquier momento podían arrestarla. Pero ya no hay manera de echarse atrás. No es posible, no tiene ningún sentido hacerlo y, lo más importante, es que en el fondo ella ya no quiere dejar de hacer lo que hace. Se ha metido en esto por una razón muy concreta, y aunque aquella motivación, a medida que han pasado los meses y aumenta la incertidumbre se ha ido difuminando, aún mantiene la esperanza, aunque esté equivocada, aunque sepa que tal vez se obligue a pensar en ello para mantener un rayo de esperanza de que Rubén aún sigue con vida, que aunque no tenga noticias de él desde que se lo llevaron preso los de la Gestapo, si se esfuerza en hacer bien su trabajo, como si fuera una penitencia, al final la vida la recompensará con su regreso.
Es tarde, más tarde de las doce cuando llega a su casa. Se da la vuelta en el colchón, incómoda, incapaz de dejarse llevar por un sueño que esta noche le resulta esquivo. Demasiadas emociones, demasiada tensión como para no dar vueltas en la cama hasta las tantas, sin poder conciliar el sueño. Es por eso por lo que cuando escucha unos nudillos llamar a la puerta no está segura de si lo ha soñado o si está despierta. Se incorpora en la cama. Silencio. Aguanta la respiración para no hacer ningún ruido y poder escuchar mejor. Un momento después vuelve a escuchar los nudillos en la puerta. Le gustaría haberse equivocado, pero ahora no tiene dudas. Alguien está llamando. Tal vez estaba dormida antes y no se ha dado cuenta de que un coche ha frenado en la calle y unas botas o unos zapatos han pisado la acera y han entrado en el bloque donde vive. A lo mejor los de la Gestapo han venido a detenerla por fin y no los ha escuchado llegar. Se levanta despacio y se dirige a la puerta de puntillas, como si así pudiera evitar que se enteren de que está en casa, o que echasen la puerta abajo de una patada sin importarle que ella estuviera dentro. ¿Acaso esos policías nazis siniestros vestidos de negro tenían que rendirle cuentas a ella o a alguien? Anna suelta el aire detrás de la puerta. Tal vez ha aguantado la respiración desde que estaba en la cama, piensa, como si eso fuera posible. Vuelve a escuchar los nudillos que tocan suavemente, como si acariciaran la puerta. No, los de la Gestapo no llamarían de esa forma. Darían un grito o mostrarían su autoridad sin reparos. Ningún vecino iba a subir para protestar. No. La Gestapo no puede ser. Recuerda que antes alguien llamaba a su puerta de la misma forma, con idéntica delicadeza. Pero hacía más de un año que eso no sucedía, desde que los japoneses atacaron Pearl Harbor y Roosevelt había declarado la guerra tanto al Imperio del Sol Naciente como a los alemanes y a los italianos y él tuvo que marcharse de París. No esperaba volver a verlo. Hace mucho que recibe las órdenes a través de un enlace de la Resistencia.
No es lo más prudente abrir a esas horas de la noche sin preguntar quién es, pero tampoco es lo más inteligente preguntar en voz alta el nombre de la persona que ella espera que esté al otro lado. Ya ha quitado la cadena y ha tirado de la hoja cuando murmura su nombre. Bishop, susurra, antes de ver en la oscuridad el rostro del hombre que aún no se ha quitado el sombrero y la mira desde el umbral. No hay luz en el descansillo y su casa también está a oscuras, pero ella no necesita ver su cara, el gesto serio, sin mover ni un músculo, para saber que es él, Robert Bishop, el hombre que nunca sonríe, como si trajese un defecto de fábrica imposible de reparar. Se cuela dentro como un fantasma, sin decir nada hasta que ella ha cerrado la puerta y ha echado la cadena.
– Cuánto tiempo -Anna sigue hablando en susurros. Se han sentado los dos en el salón, igual que la primera vez que vino a visitarla-… ¿Desde cuándo estás en París? ¿Cómo has podido llegar hasta aquí?
Enseguida se da cuenta de que la primera pregunta es posible que Bishop no la responda, y que la respuesta de la segunda es tan obvia que ni siquiera hace falta haberla formulado. Si ella tiene tres pasaportes falsos escondidos detrás del panel contrachapado del armario, seguro que Bishop puede entrar y salir de Francia con toda una suerte de identidades diferentes.
Pero Anna ha acertado de lleno en su adivinación. -Desde hace pocos días -responde Bishop, y pasa por alto la segunda pregunta.
Tal vez, piensa, es demasiado obvio y ni siquiera merece la pena que se lo explique. Hay muchas maneras de que un agente extranjero pueda llegar a París. Anna conoce unas cuantas, pero es verdad, cuanto menos sepa mejor para ella, para Bishop, para todos.
– Te dije que volvería.
– Ha pasado mucho tiempo.
– Estamos pasando una época muy complicada.
Bishop se ha quitado el sombrero y mira por la ventana, parece que distraídamente, pero Anna sabe que no es así, que siempre está alerta, incluso cuando duerme se le antoja que lo hace con un ojo abierto.
– Ha sido un día difícil.
– Ha sido un día difícil para todos.
Bishop sigue mirando por la ventana, pensativo.
– Estuve a punto de no llegar.
Bishop se vuelve hacia ella, como si de repente le interesara lo que le estaba contando.
– ¿Qué ha ocurrido?
– No tiene mucha importancia, solo que por poco no llego a tiempo al encuentro.
– Cualquier detalle puede ser importante, por nimio que pueda parecer -responde Bishop, como un profesor que le recuerda a un antiguo alumno una lección que no debería olvidar.
– Me quedé en el café, a la salida del trabajo, para hacer tiempo. Había un oficial de la Wehrmacht, un teniente, borracho, en la barra del café. Se fijó en mí.
Bishop frunce el ceño.
– Solo quería ligar conmigo -se apresura Anna a aclarar.
– ¿Estás segura?
– Completamente. Estaba bebido. Se empeñó en acompañarme hasta mi casa. Caminó conmigo durante un buen trecho por la calle hasta que pude quitármelo de encima. -¿Tuviste que montar algún escándalo?
– A punto estuve. No me quedaba otra alternativa.
– ¿Y qué pasó entonces?
– Cuando estaba al borde de hacer lo que no quería pero no me quedaba más remedio intervino alguien.
– ¿Alguien?
– Un alemán. Dijo que era un SS, pero iba de paisano. Recriminó su actitud al oficial, que se llevó una buena reprimenda. No me extrañaría incluso que ahora estuviera pasando la noche en un calabozo.
Bishop ha fruncido el ceño otra vez. O es que tal vez no ha dejado de hacerlo desde que se ha sentado en el pequeño salón de Anna.
– ¿Te dijo su nombre?
Ella asiente. No ha pensado que pueda ser tan importante lo que le ha sucedido esa tarde. Se lo ha contado a Bishop casi por casualidad.
– Su nombre. Me lo dijo, sí. Al despedirse. Müller. Franz Müller.
El americano se queda mirándola un instante, sin responder. Luego vuelve a asomarse por la ventana, como si escrutase la calle en busca de algún coche que se detenga en la esquina y del que bajen de pronto unos agentes de la Gestapo para subir al piso de Anna y detenerlos.
– Franz Müller -le repite Anna al volverse-. ¿Lo conoces? ¿Sabes quién es?
Y enseguida, nada más formular las preguntas, antes de terminarlas incluso, piensa, igual que ha pensado unos minutos antes, que no debería haberlo hecho. La respuesta es tan obvia que no es necesario.
Franz Müller, repite Bishop, aunque Anna tiene la sensación de que no le habla a ella, sino al vacío, los ojos perdidos en algún punto indefinido de la pared iluminada por la escasa luz que llega desde la calle. No está sonriendo, desde luego que no. Anna ya ha perdido la esperanza de verlo sonreír alguna vez, pero no le cabe duda de que, por alguna razón que él no le va a contar ni ella le va a preguntar, Robert Bishop se siente profundamente satisfecho.