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Al salir del trabajo Anna da un largo rodeo antes de volver a su casa. Están siendo unas semanas muy complicadas, las peores desde que empezó a trabajar para Robert Bishop. Los aliados aún no han llegado a París, y aunque hay muchos alemanes que miran con optimismo el futuro y dicen que la Wehrmacht podrá detener su avance en Cherburgo, que incluso el alto mando podrá llegar con ellos a un acuerdo satisfactorio sin tener que rendir París, en el fondo los hombres más sensatos como Franz Müller saben que la ocupación de París por los alemanes tiene los días contados, que el tema principal de los corrillos clandestinos es el avance ' de los aliados, imparable ya desde que lograron desembarcar tres semanas antes en las playas de Normandía. Y, para colmo, Müller se ha presentado esta semana en París para verla de nuevo, para tratar de convencerla de que se vaya con él a Berlín. Dos días antes, durante unas cuantas horas, Müller pensó que el final de la guerra estaba muy cerca. Durante buena parte del día, todos los oficiales de las SS fueron detenidos por los propios soldados de la Wehrmacht. Luego se enteró de que el Führer había sufrido un atentado en su cuartel de la Wolfsschanze, en Prusia Oriental, y que de haber tenido éxito la situación habría cambiado mucho. Müller estaba seguro, le había contado a Anna esa noche, que probablemente había más de un alemán en París que lamentaba que la bomba que alguien había colocado bajo la mesa donde Hider tenía una reunión con su estado mayor no hubiera sido más potente. Ella lo hubiera preferido también, pero no tanto porque el atentado hubiera terminado con la vida de Hider, sino porque también pensaba que con el Führer muerto hubiera sido más fácil llegar a un acuerdo con los aliados y ella no tendría que estar sopesando seriamente la sugerencia de Bishop de aceptar la oferta que le había hecho Müller para que se fuera a vivir a Berlín con él.
Después de asegurarse de que no la sigue nadie, Anna toma el metro al salir de la academia. Cada vez ha de tener más cuidado. Desde que los aliados desembarcaron en Europa, los alemanes muestran una mayor inquietud. Ya no los ve nunca paseando tranquilamente por las calles de París, como viajeros despreocupados. Ahora son de verdad soldados en territorio enemigo, hombres hoscos y desconfiados que han de sobrevivir en una ciudad que les resulta cada vez más hostil.
Según parece, lo más probable es que los alemanes tengan que abandonar la ciudad antes de que termine el verano. Entonces va a ser el momento más delicado. Anna lleva más de un año dejándose ver abiertamente por las calles de París con un ingeniero berlinés. Antes de que Franz Müller le hubiera ofrecido marcharse con él, había previsto ocultarse en el mismo piso franco donde se alojaban los pilotos aliados derribados en su viaje hacia el sur, mientras París se vaciaba de nazis, y luego, cuando llegaran los aliados a la ciudad, Bishop se encargaría de explicar a todos los demás miembros de su grupo de la Resistencia el sacrificio enorme que había hecho para ayudar a salvar vidas, a que la ocupación alemana de París durase lo menos posible, que la guerra terminase cuanto antes. Y para ello había tenido que soportar que sus amigos le retirasen el saludo, que la gente que no la conocía la mirase mal cuando paseaba del brazo de un alemán, que incluso más de una vez, cuando iba sola, algún maleducado escupiese en el suelo o que hubiera recibido cartas que la amenazaban de muerte. Y aquellas misivas iban en serio. Ella no se las tomaba a broma, desde luego. Pero todos esos sacrificios los daba por buenos si el resultado final era la victoria. Cuando los alemanes fueran expulsados de París -dentro una semana o dentro de dos meses Anna sería como el gusano que con la llegada de la primavera se transforma en mariposa. Estaba segura de que ya no volvería a ver a Rubén, pero la vida tenía que seguir adelante, y ella no era la única que había sufrido en aquella guerra tan larga. Müller no podría regresar a París de vacaciones y tampoco volvería a verlo nunca más. Y que el alemán se vaya es una de las cosas que más desea Anna cuando quedan pocas semanas para que el ejército alemán abandone París. Que se vaya y que jamás vuelva a cruzarse en su vida. El ingeniero alemán de modales amables del que se ha enamorado después de que Robert Bishop le hubiera pedido que se acercase a él para obtener información se ha convertido en alguien tan importante en su vida que a veces se había sorprendido, sin dejar de sentirse incómoda, cogida de su brazo por París de una forma tan natural como lo hacía con Rubén.
Cuando se paraba a pensarlo detenidamente, los sentimientos de culpabilidad se volvían tan insoportables que tenía que reprimir el impulso de arrojarse por el balcón. Ella, que había sido la novia de un republicano español detenido por la Gestapo, al principio acató la orden de Bishop con asco, luego con resignación, y con el tiempo, aunque le costase admitirlo, aunque le hubiera dado una bofetada a quien hubiera tenido la osadía de decírselo a la cara, había terminado encariñándose de ese hombre bueno que la sacaba a pasear las tardes de sol por las terrazas del bulevar Beaumarchais. Sabe Anna que se va a sentir culpable por ello durante el resto de su vida, pero ya no hay vuelta atrás. Lo hecho, hecho está. Nunca podrá volver a ser la misma de antes.
Después de mirar atentamente a un lado y a otro, se queda más tranquila, cruza la calle y sube al piso. Toca la puerta con los nudillos dos veces, hace una pausa, luego tres veces, y al cabo de un momento la puerta se abre y Anna entra sin quedarse a mirar desde el pasillo el rostro de Robert Bishop al otro lado del umbral. Cuando el americano cierra la puerta se detiene a observarlo, despacio. Ha pasado otro año desde la última vez que lo ha visto.
Está mucho más delgado que la última vez. No es fácil en estos tiempos entrar y salir de París para un norteamericano. Está claro que Robert Bishop es un hombre de recursos que igualmente es capaz de convencerla de colaborar con los espías aliados o de conseguir que un ingeniero alemán se enamore de ella, como de entrar y salir de París de un modo clandestino sin que los nazis consigan detenerlo. Y, como siempre, tampoco le sonríe esta vez.
– Me alegro de verte, Anna.
Ella asiente. Se ha acostumbrado a no mostrarse amable con él, a adoptar la misma fría cordialidad que Bishop siempre ha usado con ella.
– Ya queda muy poco para que los alemanes se marchen de París -le dice conduciéndola a un dormitorio.
Anna está segura de que en la otra habitación hay dos o tres pilotos aliados derribados en territorio enemigo que descansan. Prefiere no preguntar. No saber nada. Hasta ahora ninguno de los alemanes que conoce ha dado muestras de sospechar de ella, pero quién sabe si en las últimas semanas de ocupación las cosas se torcerán y acabarán descubriéndola.
Bishop se ha sentado en una silla, lejos de la ventana.
Las luces del piso están apagadas. Anna todavía tarda unos minutos en acostumbrarse a la luz. Apenas puede verse la brasa de la colilla, porque el americano la protege con la palma de la mano. Nunca se sabe quién puede estar mirándote, recuerda aquella máxima que el hombre que ahora está sentado frente a ella le había repetido tantas veces cuando la reclutó para los aliados. Habían sido cuatro años, pero para Anna era como si hubiera pasado una vida entera, incluso más, como si aquello que le había sucedido perteneciera a otra vida o como si de la mujer que Bishop había reclutado no le quedase más que el nombre. Cuando Anna piensa en sí misma antes de que Bishop se hubiera cruzado en su camino, se ve a sí misma como una niña confiada en que, si se portaba bien con los demás, al final los demás se portarían bien con ella.
– Los informes que nos has pasado sobre el trabajo de Franz Müller nos han sido muy útiles.
Anna se encoge de hombros, como disculpándose. -No ha sido gran cosa. Müller no es muy hablador, y en realidad no creo que guarde tantos secretos como pensabais. Esperemos que la guerra termine antes de que estos avances puedan ser realidad.
Bishop da una larga calada al cigarrillo. Mira la oscuridad a través de la ventana. En pantalones y con la camisa arremangada, también parece muy cansado después de cuatro años de guerra. Una vez que los ojos de Anna se han acostumbrado a la penumbra del piso y con la ayuda de la escasa luz que le proporcionan las brasas del cigarrillo, para Anna son visibles las huellas de las preocupaciones y del paso el tiempo en su rostro.
Aparte de haber perdido bastante peso, algunas hebras plateadas le adornan las sienes, y la línea vertical que le marca el entrecejo es mucho más profunda que la última vez que se había encontrado con él.
– ¿Cuáles son los planes de Franz Müller?
– ¿A qué te refieres exactamente? ¿A su trabajo?
Bishop sacude la cabeza.
– No solo a eso. Me refiero a qué piensa hacer cuando Alemania se rinda.
Qué raro resulta escuchar esa frase. Cuando Alemania se rinda.
– Supongo que volverá a trabajar como profesor. No hemos hablado de eso.
– Tal vez podríamos estar interesado en que trabaje para nosotros en el futuro.
Anna está a punto de echarse a reír. Un espía norteamericano ofreciéndole trabajo a un ingeniero alemán en plena contienda.
– Es imposible que acepte, al menos mientras dure la guerra.
El americano arranca una larga calada al cigarrillo. Al otro lado del pasillo se escuchan voces en inglés, gente que habla casi en susurros. Anna hace como si no las oyera.
– La guerra aún no ha terminado -dice Bishop por fin.
– Hay quien asegura que antes de Navidad los alemanes se habrán rendido.
– Yo no estaría tan seguro de eso.
– Pero los rusos parece que avanzan a buen ritmo por el Este.
– Alemania es muy fuerte todavía y hay que conquistar Europa entera. Ganaremos esta guerra. De eso no me cabe duda. Pero aún queda bastante por hacer.
Después de decir la última frase, se queda mirándola, muy serio, como siempre, pero sin disimular su intención.
Anna se lo piensa un momento. Si Robert Bishop ha querido correr el riesgo de hablar con ella es porque se trata de algo muy importante.
– ¿Qué ocurre, Robert?
– Queremos que sigas al lado de Müller hasta el final de la guerra.
Anna toma aire, se lo guarda unos segundos en los pulmones y luego lo suelta despacio antes de responder.
– ¿Me estás pidiendo que me vaya a Alemania con él?
– Adonde quiera que él vaya a seguir trabajando. Y está claro que no va a ser en Francia una vez que se hayan marchado los alemanes.
– ¿Dónde va a ser si no? ¿Acaso crees que se va a quedar a vivir en París después de que se hayan ido los nazis? Ni siquiera yo estoy segura de que pueda seguir viviendo en París después de que se hayan marchado los alemanes. Ni marchándome al campo y cambiando de identidad creo que pueda estar segura.
– Lo estarás. Sabes que nosotros te apoyaremos.
Anna sacude la cabeza. Tiene ganas de levantarse, de marcharse de allí.
Bishop inclina el cuerpo. Acerca su cabeza a la de Anna y baja la voz. Parece que va a coger las manos de ella para protegerlas con las suyas, besarla tal vez. Pero eso no es posible. Bishop no puede sonreír, y tampoco va a cogerle las manos. Mucho menos besarla.
– Anna, ya no queda mucho para que esta locura acabe.
Aguanta un poco. Solo un poco más y todo habrá terminado. -Si hago lo que me pides, esto no terminará pronto. Tú lo sabes igual que yo, Robert Bishop. Si me marcho de París y me vaya Alemania, tal vez esto no acabe nunca para mí.
– Acabará. Antes o después, acabará. De eso puedes estar segura.
Anna pone la espalda recta en la silla. Se levanta, mira la calle. A medida que se acerca la llegada de los aliados aumenta la oscuridad de las calles de París. Es como si la ciudad para ser liberada necesite sumirse en la mayor penumbra que ha conocido jamás.
– Eso no puede saberlo nadie.
Dijo la frase al vacío, como si Robert Bishop no estuviera allí. Pero el americano también se había puesto de pie y se había colocado frente a ella, al otro lado de la ventana. Los dos se retiraron cuando la luz de los faros de un coche iluminó el cristal. Hasta entonces Anna no se dio cuenta de lo sucio que estaba.
– Anna. He querido hablar contigo porque no quería que esta vez hubiera intermediarios. Tenía que darte las órdenes yo directamente.
– ¿Las órdenes?
– Sí, Anna. Las órdenes. Trabajas para nosotros y hay unas órdenes que cumplir. Esas son las reglas. Lo sabes y lo has sabido siempre.
Ella sabe que Bishop se ha arrepentido de decirlo antes incluso de terminar la frase.
– Ya lo sé. No se me ha olvidado. Lo sé desde que accedí a convertirme en una puta porque me lo pedisteis.
– Anna, por favor.
– En una puta, Bishop. Que no se te olvide. Al menos yo no puedo olvidarlo. Entre otras cosas, porque lo sigo siendo. -Tienes que irte de París.
– Querrás decir que me tengo que marchar a Alemania con la Wehrmacht. Dentro de poco no habrá otra forma para mí de abandonar París sin correr demasiados riesgos.
– Lo importante es que sigas cerca de Müller. Aunque algunos quieran creer lo contrario, hay quien piensa que la guerra todavía puede durar más de un año. Ya han empezado a lanzar esas bombas teledirigidas sobre Inglaterra.
– Losé.
– No, no lo sabes. No tienes idea de lo que es estar de noche en Londres y de pronto sentir un ruido como de una moto a la que se le ha roto el tubo de escape. Cuando lo escuchas, lo único que puedes hacer es tirarte al suelo o meterte debajo de la cama y cruzar los dedos para que la bomba haya caído lo bastante lejos de tu casa y que el edificio donde vives no salte por los aires, que lo único malo que pueda sucederte sea que estallen los cristales. A veces se rompen todas la ventanas de la manzana. Cuando llegan estas bombas, no es posible llegar a tiempo a un refugio, y solo puedes hacer eso, cruzar los dedos y esperar que no haya caído lo bastante cerca de tu casa. Doce segundos, Anna. ¿Sabes cuánto tiempo son doce segundos cuando no sabes si vas a saltar por los aires? Una eternidad. Hay gente que ha muerto de un ataque de ansiedad al escuchar el zumbido de una bomba de estas. Y parece que los alemanes están trabajando en un prototipo más sofisticado, más mortífero. Y seguro que el profesor Müller estará al tanto. Los nazis no van a dejar escapar un cerebro como el suyo.
– Entonces, el profesor Müller es un asesino. Müller. Müller. Ya ni siquiera sabe lo que dice.
– En eso estamos de acuerdo. Pero la única manera que tenemos de salvar vidas es que permanezcas junto a él y que nos sigas pasando información.
Anna sacude la cabeza. Pero no dice nada.
– No puedo irme a Berlín. Ahora no. Si lo hago ya no sé si podré volver alguna vez.
– Nosotros podemos hacer que vuelvas con todos los honores.
Anna se queda mirándolo. Desde que conoció a Robert Bishop no es la primera vez que tiene ganas de abofetearlo. Nosotros podemos hacer que vuelvas con todos los honores. La frase, no le cabe duda, es una amenaza velada. Con todos los honores. En realidad, lo que Bishop quiere decir es que, si no acata sus órdenes, la vida para ella en París va a ser menos que imposible porque hay mucha gente que desea verla muerta y él o quienes le mandan se van a encargar de ocultar la verdadera razón por la que ha estado encamada con un científico alemán llamado F ranz Müller.
La verdadera razón. Anna sacude la cabeza. No quiere pensar en eso ahora.
– Eres un hijo de puta.
– Anna, es muy importante para nosotros.
Ella niega con la cabeza.
– Me mentiste, Bishop. Y ahora me amenazas. Nunca imaginé que alguien pudiera tener tan pocos escrúpulos.
– No te estoy amenazando. Simplemente cumplo con mi obligación: decirte lo que debo decirte. Seguimos, sigo, confiando en ti. La prueba está en este piso -señala con la barbilla al otro lado del pasillo-. En los hombres que se han alojado aquí desde que lo alquilaste. Nos has resultado una agente muy valiosa, y te doy mi palabra de que serás recompensada por ello.
Anna deja escapar un suspiro amargo. Se da media vuelta, apoya la espalda en la pared. Le gustaría desmadejarse en el suelo, sentarse, acurrucar la cabeza entre los brazos y echarse a llorar.
– Me mentiste -repite, sin embargo.
Bishop se acerca a ella después de comprobar que no pasa ningún coche por la calle cuyos faros iluminen el interior del piso. Suspira. Anna tiene otra vez la sensación de que está a punto de cogerle las manos pero no se atreve. A Robert Bishop parece darle miedo el contacto con la gente.
– No te mentí, Anna. Al contrario, siempre te dije la verdad.
– ¿La verdad? ¿Y qué es la verdad para ti? ¿Que no puedes ayudarme? ¿Que después de cuatro años no has podido decirme nada sobre Rubén?
– Te he dicho todo lo que sabemos. Es imposible estar al tanto de todo lo que pasa dentro de Alemania.
– Esa fue la razón por la que acepté colaborar con vosotros. Para poder tener noticias sobre Rubén.
Está diciendo cosas que no sabe si siente. Pero, cuando se encuentra con Bishop, no puede contenerse, ha de soltar toda la amargura que lleva dentro. Y a él no le va a contar sus sentimientos. Los de verdad, no. Esos no es capaz de contárselos a nadie.
Bishop enciende otro cigarrillo. A Anna le gustaría tener la voluntad de no cogerlo, pero necesita fumar. Se apartan los dos de la ventana, y, sin hablar, sin mirarse siquiera, arrancan las primeras caladas.
Bishop es el primero en romper el silencio.
– Sé que ha sido muy duro para ti. Pero los tiempos difíciles exigen sacrificios importantes.
Tiempos difíciles. Sacrificios importantes. Anna no puede evitar sonreír despectivamente. Una carcajada le hubiera gustado soltar, reírse de Robert Bishop en su cara, si no fuera en contra de las normas más elementales de seguridad. En aquel piso no vive nadie. No puede haber ruidos, no hay luz, nadie entraba y salía. Anna lo había escogido porque era un edificio no demasiado pequeño en el que apenas vivían dos o tres familias. La veían a ella entrar de vez en cuando, con bolsas de comida que compraba en tiendas diferentes para no llamar la atención, y también veían a algunos hombres que nunca hablaban, que agachaban la cabeza al cruzarse con algún vecino por las escaleras. Seguro que pensaban que era una puta. Lo que no sabían era cuánta razón tenían. Que, por cuenta del americano, se había convertido en la furcia particular de un ingeniero alemán. Una puta, una puta es lo que es. Que no venga ahora un espía estirado a contarle lo que significaban los tiempos difíciles o la necesidad de sacrificarse.
– Si me voy a Berlín tal vez ya no pueda volver jamás
– insiste.
Bishop sacude la cabeza.
– Podrás volver. Seguro que sí. Una vez que hemos desembarcado en N arman día la dirección de todos los caminos apunta a Berlín. Solo queda el último esfuerzo.
Anna suspira. El último esfuerzo. Cuántas veces ha pensado ella en que solo queda el último esfuerzo.
– No sé si podré. Es lo único que puedo decir -y luego, más por costumbre que porque de verdad esperase una respuesta convincente, le pregunta-. ¿Qué sabes de Rubén? -Lo mismo que la última vez que hablamos del tema.
Nada. Las noticias que llegan desde allí son confusas.
A Anna le gustaría clavarle a Bishop la colilla en los ojos para hacerlo reaccionar. Su frialdad, que al principio de conocerlo le provocaba cierta admiración, lo único que conseguía ahora era repugnarle.
– Esperemos que esté bien.
– Tú no has estado en Alemania. Supongo que no.
El otro no contesta. Pero, por mucha capacidad de movimiento que tenga un agente como él, Anna está segura de que si ha estado en Alemania durante la guerra, cosa que duda, no habrá podido moverse por Berlín con la misma libertad que ella, hija de madre aria e invitada por un respetado ingeniero que trabaja para el Reich.
– Yo sí he estado, y he visto cosas, he escuchado a la gente hablar, y sobre todo he escuchado sus silencios, lo que no quiere contar, lo que prefiere olvidar o de lo que se avergüenza. Rubén está muerto. Estoy convencida. Y a veces prefiero pensar que es mejor que esté muerto a que viva en el lugar donde lo han encerrado.
– No deberías perder la esperanza. Rubén puede estar muerto, desde luego, no digo yo que eso no pueda ser, pero también puede estar vivo y contando los días para que esta maldita guerra termine.
Lo escucha suspirar Anna, como si Robert Bishop se hubiera vuelto impaciente de pronto o lo enrabietase que la guerra no hubiera terminado todavía a pesar de sus esfuerzos.
Anna se queda mirándolo. Incluso apunta una sonrisa. -Ya no te quedan argumentos para convencerme. Lo siento.
Pero también sabe que lo que acaba de decir no es sino el torpe farol de una jugadora de cartas novata que se enfrenta a un experto. Robert Bishop puede obligarla a seguir trabajando para él con muchos argumentos. Su propio futuro está en las manos de ese hombre que ahora la mira sin decir nada, como si quisiera que fuera ella la que sacase sus propias conclusiones. Lleva dos años dejándose ver regularmente por las calles de París con un científico alemán. Mucha gente la ha visto sentada en los bulevares de la ciudad junto a otros hombres vestidos de uniforme y sus amantes francesas. En cuanto los alemanes se marchen de París, estará sentenciada si alguien no se encarga de contar la verdad.
Sí que le quedan argumentos para convencerla. Los tiene todos. Otra cosa es que a estas alturas a ella le importe lo que pueda pasarle.
– Márchate a Alemania, Anna. Es ahora cuando nos puedes ser más útil. Cuando estés allí, ya buscaremos nosotros la forma de encontrarte. Vete y sigue actuando con Franz Müller como hasta ahora -Robert Bishop se queda callado un momento cuando dice esta frase. Es como si de los ojos de ella hubiera salido fuego-. Toda la información que nos consigas a partir de este momento es muy importante. Todavía puedes salvar muchas vidas.
Anna se encoge de hombros.
– Mañana temprano vendrán a recogeros para conduciros al sur. Supongo que una vez que los aliados han desembarcado en Normandía no será necesario llegar hasta los Pirineos. Pero seguro que eso lo tienes previsto. Habréis de tener mucho cuidado. Los alemanes andan muy agitados estos días. Será que no les gusta tener que abandonar París después de cuatro años. Hace tres días fusilaron a tres miembros de la Resistencia a los que sorprendieron intentando sabotear material de guerra. Me gustaría decirte que este piso es seguro pero tal y como están las cosas ya no puedo garantizar eso. Solo puedo decirte que tengas mucho cuidado. Y desearte suerte.
A pesar de todo, siente cierto afecto por Robert Bishop.
Igual que él por ella. Puede que un poco retorcido o viciado por los problemas, pero afecto, al cabo. No en vano han sido cuatro años de colaboración, aunque apenas se hayan visto desde que él tuvo que abandonar París porque los Estados Unidos le habían declarado la guerra a Alemania después de lo de Pearl Harbar.
Pero ni siquiera ese afecto tan extraño que siente por él puede impedir que se encamine hacia la puerta sin despedirse. Espero verte en Berlín, lo escucha decir, en voz baja. Suena tan suave a pesar de ser una orden o una amenaza velada que por un instante Anna piensa que es un ruego, que acaso Bishop le está pidiendo un favor. Pero sabe que no es así, que es imposible que le pida un favor a ella. Ni a ella ni a nadie. Bishop, y la gente para la que trabaja, no tienen que pedir favores, y, lo que es peor, tampoco han de preocuparse de dar órdenes. Les basta con utilizar el arma no menos eficaz de la sutileza, las amenazas más o menos encubiertas o incluso presionar abiertamente a aquellos de quienes necesitan algo. Anna sabe muy bien que es como la pieza insignificante de un tablero cuya partida completa es incapaz de ver desde su casillero.
Piensa en eso Anna cuando baja las escaleras, y cruza la calle sin mirar atrás, sin volverse a comprobar si las luces del piso que ella misma ha alquilado hace dos años con un nombre falso siguen apagadas. Al cabo, para Bishop y para los que le mandan esta maldita guerra es como una reñida partida de ajedrez en la que desde sus despachos de Londres o Washington están dispuestos a sacrificar piezas con la distancia y la tranquilidad de a quienes no puede salpicarles la sangre. Y ella no es una pieza importante. Ni mucho menos es la reina, ni siquiera una torre o un caballo. Sabe que no es más que un peón insignificante, la más prescindible de todas las piezas. Pero, por alguna razón, todavía sigue de pie, resistiendo en su cuadrícula del tablero. Y también es cierto que a veces el juego lo decide un peón solitario.
Le gustaría animarse con ese razonamiento, pero lo único que ha conseguido es aumentar su intranquilidad. No sabe cuál es el próximo movimiento. Y se pregunta, de vuelta en su casa, aunque con Bishop se haya mostrado reacia a continuar en la partida, hasta dónde está dispuesta a llegar, y, lo peor, lo que más le preocupa, si en algún momento de lo que quede de partida no empezarán a difuminarse más todavía las líneas que separan a un adversario de otro, si le va a costar diferenciar, todavía más, en qué dirección ha de avanzar o la mano que dirige sus movimientos desde la sombra.
Hay cosas que prefiere callar o en las que prefiere no pensar, porque ni ella misma quiere conocer la respuesta. Rubén está muerto. Lo sabe con la certeza de quien, cuando desaparece un ser querido, siente desvanecerse también una corriente invisible que los vinculaba a los dos. Y hace mucho tiempo que ya no siente que Rubén esté vivo. Por desgracia es la conclusión a la que llega cada vez que piensa en ello. Después de haberse interesado por cómo vivían los detenidos por los nazis en los campos de concentración no alberga muchas esperanzas, casi ninguna, de volver a verlo con vida, y a lo único que puede aferrarse ya, cuatro años después de que la Gestapo lo detuviera, es a tener alguna noticia suya, saber solo si había sufrido mucho o si por el contrario había abandonado el mundo de una forma plácida.
Anna no ha estado prisionera en ningún Lager, pero no por ello se siente más viva que quien lleva cuatro años encerrado detrás de una alambrada electrificada. Parecía que todo iba a terminar, que en cuanto los aliados llegasen a París iba a poder recuperar su vida y ahora resulta que Bishop tenía otros planes para ella. Pero no quiere volver a Berlín. Y no es el riesgo de estar en un país que está a punto de perder la guerra lo que le preocupa. Ni siquiera los bombardeos le dan miedo. Es más, muchas veces piensa que no sería mala forma de morir si una bomba cae desde el cielo mientras está dormida. Es que no quiere encontrarse con Franz Müller otra vez.