38083.fb2 El Violinista De Mauthausen - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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ANNA

Bishop aún no le había dado la noticia que sería como un mazazo que la noquease. La noche antes de ir a ver otra vez al agente de la OSS Anna había tomado la decisión de visitar a Franz Müller, enfrentarse con los fantasmas del pasado y acabar con todo sin esperar más.

Después de lo que había sucedido, la comparación incluso podría parecer frívola, pero la vida para Anna era una película a la que en un momento dado le hubieran cambiado el argumento. Cuando llegó al edificio de la Invalidenstrasse sintió que más que andar se arrastraba, y que la cuarta planta hasta la que tenía que subir era una de esas cumbres nevadas a las que ni siquiera los más experimentados alpinistas se atreven a escalar. Le temblaban las piernas, le costaba respirar, sentía que tragar saliva jamás había sido un esfuerzo tan grande como ahora. Tenía ganas de gritar hasta que la abandonasen las fuerzas, quedarse en la calle en lugar de subir al piso, quitarse el abrigo y que por la mañana alguien encontrase su cadáver congelado. Podía haber empezado buscando a Franz Müller aquí, pero antes tenía que asegurarse de que ni Bishop ni nadie enviado por él la seguía. Tenía esa dirección desde la última vez que se habían visto en París, no mucho antes de que el ejército alemán abandonase la ciudad.

– Si los aliados llegan a Berlín algún día tendré que cambiar de identidad y dejar mi casa. Si la situación se complica puedes encontrarme aquí.

Anna no había creído nunca que Franz Müller podría ser un proscrito en Berlín, y que los soviéticos y los americanos llegarían a remover la ciudad para encontrarlo. Había memorizado la dirección y destruido el papel, convencida de que nunca iría a Berlín a buscarlo, y mucho menos por cuenta de Robert Bishop y sus jefes.

Y haberse encontrado con Rubén -y haberlo visto cómo se marchaba sin saber si tendría la oportunidad de hablar con él otra vez- había sido una tragedia, pero no menos doloroso iba a ser volver a ver a Franz Müller. Mirarlo a los ojos.

Llamó a la puerta del piso destartalado y se quedó unos segundos con los ojos clavados en la madera. Era de noche, no se escuchaba a nadie en el edificio, pero estaba segura de que había alguien escrutando sus rasgos, mirándola tal vez como a un fantasma que no esperaba.

– Está vivo.

Anna se escuchó decir la frase antes incluso de haber sido consciente de pronunciarla. Luego de soltar las dos palabras se quedó un instante callada, mirando todavía al hombre que había abierto la puerta y la miraba como si no la conociera. Ni un abrazo, ni un beso, Franz Müller y ella como dos desconocidos después de más de un año sin verse.

– Está vivo -murmuró de nuevo y bajó los ojos, como si quisiera disculparse por haberlo engañado en París y por haber venido ahora a Berlín a buscarlo por cuenta de la OSS, y por un instante, antes de mirarlo de nuevo a la cara, se preguntó si la primera vez no lo habría susurrado también y Franz Müller ni siquiera se había dado cuenta de que quería decirle algo.

Pero, cuando se volvió, no tuvo ya ninguna duda de si se había enterado de lo que había dicho. Anna no podía saber si la primera vez o la segunda, y no era aquella la cuestión ahora. Lo que le preocupaba era si sabría a quién se refería ella, si tal vez a alguno de los científicos que habían aparecido muertos, o algún pariente o a un viejo conocido que se había salvado de los bombardeos y de la última batalla de Berlín.

– Está vivo -repitió. Ya no era posible dar marcha atrás.

Y ella no quería tampoco. Era como si le quemase en la lengua. Necesitaba contárselo, para que él lo supiera, para que no hubiera ninguna duda de que quería ser sincera con éL Pero también, y sobre todo, para explicarse a sí misma lo que le había ocurrido. Tenía que asimilarlo, porque no pensaba que aquello fuese posible jamás.

Franz Müller seguía mirándola, el cuerpo recto y la barbilla levantada, como si esperase el veredicto de un tribunal que lo juzgaba.

– ¿Quién está vivo? -escuchó que le preguntaba, en voz baja, como si no quisiera que los vecinos se enterasen de la conversación o pretendiera esconder lo que sentía al intuir lo que estaba a punto de contarle. Se lo preguntó y luego la dejó pasar y cerró la puerta tras ella.

– Rubén -Anna intentó tragar saliva a duras penas, pero lo único que consiguió fue no poder contener por más tiempo el llanto que había podido esquivar desde que Rubén se perdió tan rápidamente como había llegado-. Está vivo. Lo encontré anoche.

Müller apoyó las manos en el respaldo de una silla. Era como si de repente se encontrase cansado de permanecer en aquella postura marcial o como si al escuchar que el prometido de Anna estaba vivo, las fuerzas hubieran abandonado su cuerpo. Para ella había sido muy duro encontrarse con Rubén, pero estaba segura de que enterarse de la noticia para él no sería un golpe menos difícil de encajar.

Bajó los ojos Franz Müller y suspiró. Luego, volvió a mirar a Anna.

– Supongo que debo decir que me alegro.

Ella se restañó las lágrimas con el dorso de la mano. Sacudió la cabeza.

– Yo soy la que no sabe qué decir, Franz. No debería estar aquí.

– O tal vez deberías haber venido mucho antes.

Anna abrió la boca, pero él no la dejó hablar. Sacudió las manos, como si le restase importancia a lo que pasó.

– Hiciste bien en no venir. Berlín ha sido un infierno durante los últimos meses de la guerra.

Él dejó escapar un suspiro largo, como si quisiera vaciar de aire los pulmones lentamente. Se dirigió a la cocina, cogió una botella de vino, se sentó a la mesa, como si no hubiera pasado nada, y descansó la barbilla en las manos. Los ojos clavados en ella. La interrogaba sin decir nada.

– ¿Por qué has venido ahora?

– Hay un agente norteamericano que quiere hablar contigo. Ofrecerte algo.

– ¿Ofrecerme algo?

– Salir de la ciudad, trabajar para ellos. Un puesto en una universidad de Estados Unidos. Una buena vida, supongo.

– ¿Una buena vida?

Dijo la frase con los ojos perdidos en algún punto de la mesa. A Anna le pareció que la había dicho para sí mismo, como si le hiciera gracia, como si ella no estuviese allí.

– Parece ser que los ingenieros como tú están muy cotizados ahora.

– Como Werner van Braun…

Anna no tenía tiempo de ponerse a discutir con Franz MüIler sobre la doble moral del Gobierno de los Estados Unidos, que no había tenido reparos en poner en nómina a un nazi para aprovechar sus conocimientos. No era el único caso, y estaba segura de que en el futuro habría muchos más.

– Franz, hay muchas cosas que debo contarte.

– ¿Como que ahora hayas venido a Berlín acompañada de un agente norteamericano? -se encogió de hombros, como si no le importase-. No me sorprende.

– Quiero que sepas que lo que pasó en París fue de verdad. Al principio no, pero luego todo lo que hice fue porque quería estar contigo.

MüIler bajó los ojos y asentía un poco mientras la escuchaba hablar.

– ¿Y ahora, qué vas a hacer? -dijo, por fin.

Estaba claro que lo más importante no era lo que había pasado, sino lo que sucedería a partir de ahora. ¿Qué iba a hacer ahora? La pregunta era sencilla, pero la respuesta era demasiado complicada para poder respondérsela a Müller mientras no dejaba de mirarla, era como una estatua sentada a la mesa, iluminado por la insuficiente luz de una vela, su antiguo amante de pronto le pareció más pequeño. Era como si hubiera encogido de repente. Apenas quedaba ya nada en él del orgulloso ingeniero que la había protegido en París y le había pedido que se fuera con él a Alemania. Mientras la miraba esperando que se sentase o que le dijera si había decidido volverse a Francia con el espectro que había regresado del mundo de las tinieblas, no era más que un niño desvalido, un perro al que su amo está a punto de abandonar, y que si pudiera hablar lo único que diría sería llévame contigo.

Anna se sentó a la mesa. Le cogió las manos.

– Franz -le dijo. Pero él sacudió la cabeza y bajó los OJos.

– No digas nada. Prefiero que ahora no digas nada.

– Acaba de llegar a Berlín desde París, igual que yo. He querido ayudarle, pero ha desaparecido de la misma forma tan rápida como se ha presentado.

Müller partió un mendrugo de pan negro y se detuvo un instante antes de comérselo. Parecía asustado, como quien se asoma a un abismo.

– ¿Y cómo está? -le preguntó, al cabo.

Anna encogió los hombros, volvió a sacudir la cabeza. -Han pasado cinco años. Tal vez no lo hubiera reconocido de habérmelo cruzado por la calle. Está delgado. Mucho más delgado. Debe de haber sido muy duro para él. Pero no ha querido contarme mucho.

Müller masticó despacio el trozo de pan. No habló hasta que se lo hubo tragado.

– Debe de haber sido duro, supongo. Anna le cogió la mano.

– Franz, no sé qué decirte. Ahora mismo no puedo pensar siquiera qué debo hacer. Estoy muy confundida.

Él asintió levemente, sin mirarla, los ojos clavados en la escasa comida, como si pudiera encontrar la respuesta en el fondo del plato.

– ¿No sabes qué vas a hacer?

– Rubén se ha marchado igual que ha venido. Ni siquiera sé dónde está.

– Volverá a buscarte. No te quepa duda.

– Eso no puedo saberlo. Nadie puede.

– Volverá -hizo una pausa, y ahora sí la miró a los ojos-. Y entonces sí te marcharás con él.

Anna apretó aún más su mano. -Franz…

El hombre la miró con afecto. No parecía enfadado ni resignado. Incluso en algún momento, Anna podría intuir que hasta se alegraba de que Rubén estuviera vivo. Eran demasiadas emociones para poder soportarlas a la vez.

Franz Müller le dio un largo trago al vaso de vino. En la radio sonaba una orquesta americana. La tarareó un poco. Sonrió.

– ¿Sabes? Una de las mejores cosas que ha traído la derrota de Alemania ha sido que por fin se acabaron los discursos patéticos del Führer en la radio animando a la población de Berlín a resistir el avance de los rusos. El país derrotado, la ciudad en ruinas, y aún había fanáticos que creían que era posible la victoria. Desde que llegaron los norteamericanos en verano, es posible escuchar melodías agradables en la radio, la trompeta alegre de Louis Armstrong para distraer la noche mientras llega la hora de irse a dormir.

Había llovido mucho desde 1933, y lo único que les había quedado a los alemanes era un país derrotado y demasiadas ciudades llenas de escombros. Anna ya había dejado de pensar si el pueblo alemán se merecía lo que le estaba sucediendo ahora por no haber hecho cuanto estuvo en su mano por apartar a los nazis del poder, por rebelarse. Todo era demasiado confuso para ella, lo era incluso antes de que Bishop fuera a buscarla a París. Obligada por las circunstancias, había cambiado tantas veces de bando que ya no era capaz de distinguir con claridad la frontera casi siempre confusa que separaba lo que estaba bien de lo que estaba mal. Aunque dos años atrás se había acercado a Franz Müller en París, porque Robert Bishop se lo ordenó, Anna era consciente de que había venido a Berlín para encontrarse con él por voluntad propia. Antes había estado segura de que Rubén estaba muerto, y, además, de alguna manera, cuando estaba a punto de cruzar la frontera alemana con un ejército en retirada, sentía que necesitaba hacer aquel sacrificio como penitencia por haberse salvado, igual que Rubén, también había querido alistarse junto a sus camaradas españoles para trabajar en la fortificación de la frontera belga al principio de la guerra, porque se sentía culpable por haber abandonado España sin haber pasado por las penalidades por las que habían pasado sus compatriotas republicanos.

– Dile a tu amigo el americano que no me has visto. Que estoy muerto.

La respuesta no le sorprendió a Anna.

– Supongo que sabes que los rusos también te están buscando.

El otro sacudió la cabeza.

– Los rusos buscan a un ingeniero que murió durante un bombardeo. Franz Müller ya no existe. Muy poca gente sabe que estoy vivo.

Anna se levantó, pero él se quedó sentado a la mesa. -Ten cuidado, Franz -le dijo-. Puede que si te encuentran no se anden con remilgos para obligarte a hacer lo que ellos quieran.

– Franz Müller está muerto, Anna. No hay nada que puedan hacerme.

Y ahora le sucedía como las primeras veces cuando se acostó con él y se daba cuenta de que poco a poco se iba olvidando de Rubén. Entonces, en su piso de la rue Lappe, después de hacer el amor, se sentía culpable por lo que había hecho y se cubría el cuerpo desnudo con el embozo de la sábana, y sentía como a un extraño al hombre que ahora ocupaba el otro lado de la cama, como si de repente y a pesar de la intimidad que habían compartido sintiese pudor de rozar su piel, un desconocido al que tenía que sonsacar algunos secretos y que, además, era amable y cariñoso con ella. Llegó un momento en que Anna no tuvo dudas de que Franz Müller la quería, como tampoco las tenía de que ella, a su modo, o de la única forma que era capaz, también lo quería a él, y aquello la asustaba.

Pero ahora volvía a tener miedo. Rubén había regresado del mundo de las tinieblas. Y eso lo cambiaba todo. De nuevo al otro lado de la cama. Rubén estaba vivo, y ya nada podía ser como antes. Se había perdido en la noche igual de rápidamente que había aparecido, pero Anna también sabía que lo volvería a ver. Y lo estaba deseando. Quería contarle todo lo que había pasado desde que la Gestapo vino a detenerlo aquella tarde. Quería que él le contase todo lo que había sucedido desde entonces. Dónde había estado, qué cosas había visto o le habían pasado, cómo había llegado a París y cómo había podido entrar en Berlín. El pasado volvía, como si ella tuviera cuentas pendientes y no tuviese otro remedio que resolverlas antes de seguir adelante. Demasiados fantasmas y demasiados recuerdos en muy pocos días. Hoy Franz Müller. Anoche Rubén. Dos semanas antes Robert Bishop. No era imposible que el americano no supiese que Rubén estaba vivo, que estaba en Berlín quizá. Aunque le hubiera dicho lo contrario. De repente empezó a sentir Anna que las mejillas le ardían. Acordarse de Robert Bishop y sentir ganas de matarlo iban siempre de la mano. Pensaba en Bishop, y siempre llegaba a la conclusión de que era el origen de todos sus problemas. Desde que se presentó aquella mañana en su piso de París para proponerle que trabajase para él hasta ahora. Si no hubiera ido a buscarla la primera vez, ahora quizá seguiría viviendo en París. Después de saber que Rubén estaba vivo, no le cabía duda de que él habría ido a buscarla y los dos habrían vuelto a encontrarse después de tantos sufrimientos. Si Robert Bishop no se hubiera cruzado en su vida, ella jamás habría seducido a Franz Müller en París ni tendría que estar ahora en Berlín, metida en otra trama cuyo alcance no podía siquiera vislumbrar, para expiar sus culpas de una vez, tratando de averiguar lo que de verdad sentía.

Se había marchado ya Anna del piso donde se había encontrado con un hombre que aseguraba estar muerto, pero, mientras caminaba en la oscuridad, sentía que escuchaba respirar pesadamente a Franz Müller en su habitación, como si estuviesen en París, y adivinaba que, igual que ella, aunque fingiese dormir, el sueño también se le había escapado esa noche. No había conseguido una sola palabra amable de Franz Müller. Tampoco la esperaba. En París, al final de la ocupación, empezó a pensar seriamente que había descubierto las verdaderas intenciones por las que se había acercado a él, pero que por alguna razón no le importaba, era como si le diera lo mismo que le quisiera sonsacar secretos de guerra, porque se había enamorado de ella. Ahora estaba segura.

La primera vez que se acostó con él, al abrazarse tan fuerte a su espalda cuando la penetraba para que no pudiera verle las lágrimas, se sintió tan sucia que luego tuvo que luchar contra las ganas de coger la pistola que tenía guardada detrás del armario para dispararse un tiro en la boca. Luego sucedió otras veces, pero no se sintió mejor al comprobar que Franz Müller también era un buen hombre que tal vez estaba en el bando equivocado. Y lo peor de todo fue sentir que se estaba enamorando de ese hombre, que después de la primera vez, y, si era sincera, incluso también la primera vez que se acostó con él, empezó a disfrutar como si estuviera con Rubén. Lo abrazaba y lo besaba y se dejaba acariciar y disfrutaba de él como si estuviera enamorada. La trataba Franz Müller con tanta amabilidad y con tanto mimo o delicadeza como si también estuviese enamorado de ella, y un día, cuando se levantó para ir a su trabajo en la academia, se dio cuenta de que lo echaba de menos, lo extrañaba mucho, y que deseaba que volviese de nuevo Franz Müller a París, menos porque Robert Bishop y sus jefes necesitaran saber de los avances de la fabricación de un nuevo tipo de aviones para la Luftwaffe, que porque ella quería estar con él, pasear agarrada de su brazo por las calles de París, como si no hubiera guerra, sentarse a cenar y contarle sus problemas, si pudiera, y que él también le contase los suyos.

Al llegar a su habitación, estaba tan cansada que se quedó dormida, sin desvestirse siquiera. Y no tuvo conciencia de cuánto tiempo había pasado hasta que se despertó de un sueño incómodo en el que también estaban Franz Müller y Rubén, y ella en medio de los dos. En el sueño intentaba caminar, pero tenía los pies enterrados, y cada vez que intentaba dar un paso se caía y tenía que poner las palmas de las manos en el suelo. Rubén y Franz Müller la miraban sin decir nada, sin intentar ayudarla siquiera. Anna les pedía ayuda, pero ellos no contestaban. Permanecían cada uno en su sitio. Luego escuchó un ruido extraño y un temblor bajo sus pies enterrados en la tierra, y el suelo empezaba a resquebrajarse como una hoja seca. Una grieta enorme que se abría desde lejos, despacio pero implacable, tragándose todo lo que encontraba a su paso. Anna volvió a mirar a Franz Müller y a Rubén, pero seguían sin querer ayudarla. Trató de mover los pies de nuevo, pero solo consiguió caer otra vez al suelo. Ya no pudo levantarse. La grieta se abrió paso entre las palmas de sus manos apoyadas en la tierra hasta que debajo de ella apareció un abismo oscuro, profundo. Aún permaneció unos segundos suspendida en el aire, antes de que se la tragase la tierra, y pensó que todavía en ese momento Rubén o Franz Müller podrían venir a socorrerla. Los llamó a los dos, pero ninguno vino, y lo único que sintió antes de caer fue una profunda soledad, una tristeza tan grande como no la había tenido jamás.

Cuando se despertó, ya había amanecido. Con los ojos todavía cerrados palpó el colchón buscando la grieta, y suspiró aliviada al darse cuenta de que ya había pasado el peligro. Estiró el brazo para tocar a Franz Müller, o a Rubén, no estuvo segura de a quién, pero al otro lado de la cama no había nadie y, medio dormida, Anna se preguntó si el sueño quizá aún no habría terminado.

Y cuando por la mañana Bishop le había anunciado que ya no podía estar más tiempo en Berlín, Anna se había negado a marcharse.

La miraba el agente de la OSS y se daba cuenta de que jamás llegaría a conocerla. Cuando más furiosa tendría que parecer era cuando más tranquilidad aparentaba. El chófer de Bishop había ido a buscarla muy temprano al edificio confiscado donde se alojaba mientras estaba en Berlín. Por la tarde, la policía de Berlín los había informado de que habían detenido a un sospechoso de la muerte del sargento Borgnine. Rubén ahora estaba encerrado en una cárcel militar esperando ser juzgado. De todo lo que había planeado, si había algo que no tenía previsto era esto. La reacción de Anna era imprevisible. Ahora, cuando la tenía delante, lo único que ella mostraba, o acaso se había acostumbrado a esconder sus verdaderos sentimientos, igual que él, era una resignación triste.

– Tienes que sacarlo de allí.

– Me encantaría, aunque no lo creas. Me gustaría sacarlo y terminar con todo esto de una vez, pero Rubén ha matado a un sargento del ejército de los Estados Unidos.

– Ya te he dicho que intentó violarme. Rubén apareció para ayudarme, se enzarzaron en una pelea, y si acabó con la vida del sargento fue en defensa propia. Te lo juro.

– Eso lo tendrá que decidir un tribunal.

– Si Rubén no hubiera estado allí para ayudarme, lo más seguro es que el cadáver que hubieras encontrado fuese el mío. -Tenías que haberte quedado en el club.

– Si llego a quedarme, jamás hubiéramos encontrado a Franz Müller. Tenía que buscarlo por mi cuenta, y tenía que hacerlo sola. Y, aunque no me lo quieras reconocer, tú sabes perfectamente que, haciéndolo a mi manera, era la mejor manera de encontrarlo.

– Tenemos que esperar a que a Rubén lo juzgue un tribunal. Lo siento, pero no puedo hacer nada por él. La policía de Berlín nos lo ha entregado, y no podemos soltar a un sospechoso así como así.

– ¿Puedes hacerte una idea de cuánto ha sufrido Rubén durante estos cinco años?

– Tienes que irte. Ya no tienes nada que hacer en Alemania.

– No me iré, Robert.

Bishop suspiró. A Anna nunca le había parecido que estuviera tan cansado como ahora.

– No puedes quedarte, Anna.

Anna negó, con energía, convencida de su argumento, inquebrantable en su decisión.

– Tengo que llevarme a Rubén conmigo. Sabes que no me iré sin él.

– Rubén está acusado de homicidio. Es un cargo muy grave.

– Escúchame, Robert.

Nunca la había visto el agente de la OSS hablarle en ese tono. Parecía que estaba a punto de suplicarle. Y, contra lo que había pensado alguna vez, con todas las fantasías incluso que había tenido con aquella mujer que ahora estaba sentada al otro lado de la mesa de su despacho, no disfrutaba con ello. Quizá, se preguntó Bishop antes de responder, disimulando que se acomodaba en el respaldo de la silla para ganar tiempo, se había ablandado, y en lugar de haber curtido su carácter después de seis años de guerra, al final se había vuelto un sentimental. Anna había seguido hablando, pero ahora sus palabras le llegaban como ralentizadas y con un poco de retraso.

– Escúchame, Robert -la escuchó decir de nuevo-. Durante todos estos años he hecho todo lo que me habéis pedido. Incluso he hecho mucho más de lo que habríais podido exigirme. Yo ya he cumplido con mi parte. Hasta he venido a Berlín para ayudarte a encontrar a Franz Müller. Habla con quien tengas que hablar, convence a quien tengas que convencer, pero, por favor, dejad libre a Rubén.

– Haré todo lo que pueda para que Rubén salga cuanto antes, y, si hay condena, que me temo que la habrá, que sea la menor posible. Trataré de mover algunos hilos. Pero ya no puedes seguir más tiempo aquí, Anna. Puede ser peligroso para ti. y ahora hablemos de otra cosa-. ¿Cuál ha sido la respuesta de Franz Müller?

Anna aún tenía la cabeza gacha, los ojos fijos en algún punto de la mesa, como si hubiera algo que le llamase tanto la atención que no pudiera apartar la vista, o estuviera tan perdida en sus pensamientos que ni siquiera había escuchado la pregunta.

– Anna… -insistió Bishop.

Lo miró y asintió, despacio, como si quisiera meditar bien las palabras antes de decirlas. Franz Müller. Ahí estaba la cuestión central. Y no era fácil responder a eso.

– Supongo que estará pensando lo que va a hacer. Ya sabe vuestro interés en convertirlo en ciudadano norteamericano. Como a Van Braun, me ha dicho.

A Bishop se le dibujó una mueca que lo mismo podía ser una sonrisa que un mohín de contrariedad.

– Como a Van Braun -repitió, y luego se quedó pensativo unos segundos-. Seguro que a él no le ha gustado mucho eso de que nos hayamos llevado a Van Braun sin preocuparnos demasiado por su pasado.

– ¿Acaso habéis mostrado muchos escrúpulos? ¿Habéis escarbado en su vida? ¿Os habéis preocupado de buscar su número de afiliación al partido nazi?

– Anna, han sido muchos los científicos que se afiliaron al partido nazi para poder seguir trabajando.

– Todos no.

– Puede que Franz Müller también.

– Yo apostaría a que no. Y seguro que tú también, pero no me lo quieres reconocer. Los dos hemos terminado sabiendo de qué pasta está hecho Franz Müller,

– Han sido tiempos difíciles los que hemos vivido.

– Muy difíciles, para todos. Para Franz Müller también, pero sobre todo para Rubén.

– Tal vez también para Werner van Braun.

Anna enarcó las cejas, un gesto histriónico cargado de intención.

– ¿Has estado en Dora, Robert? Seguro que si. Yo no he estado allí, pero Franz Müller sí, y me lo ha contado. Miles de esclavos trabajando para construir las bombas teledirigidas que lanzaban contra Inglaterra.

– Franz Müller pudo haber colaborado con nosotros hace mucho tiempo. Si lo hubiera hecho, estoy seguro de que su situación sería mucho más fácil ahora.

– O quizá estaría muerto.

– Es una posibilidad. Pero eso nunca se sabe.

– Pero no te olvides de que Franz Müller es alemán también. A lo mejor solo ha querido servir a su país.

Bishop asintió.

– Pero también hay que tener en cuenta que, si antes no quiso pasarse a nuestro lado, puede que tampoco quiera hacerlo ahora, y, lo que más me preocupa, que al final haya decidido entregar a los rusos todos sus secretos y su experiencia. Quién sabe, a lo mejor lo ha hecho ya.

Anna se encogió de hombros.

– Conociéndolo, yo no apostaría por ello. ¿Por qué no lo detienes y se lo preguntas directamente? En realidad, es la solución más sencilla, la más rápida. Vosotros no tenéis que dar cuentas a nadie de lo que hacéis. Lo raro es que no lo hayáis obligado a colaborar con vosotros. Mírame a mí. Me has chantajeado para traerme a Berlín, y hace dos años me convenciste para que me acostara con Franz Müller.

Una sombra cruzó por delante de los ojos de Robert Bishop. Bajó la cabeza, esperando que Anna no se diera cuenta.

– Si lo detenemos y nos lo llevamos a la fuerza, no podremos retenerlo por mucho tiempo. Puede que acabara montándose un escándalo y, después de todo, no hay nada que demuestre que Franz Müller haya sido un criminal de guerra.

– Tú sabes muy bien que no lo es.

– Eso nunca se sabe… Pero un escándalo no es lo que más nos conviene con los rusos. Ellos han detenido a varios científicos y otros se han pasado a sus filas porque les han ofrecido dinero, o por ese idealismo tan ingenuo que tienen muchos admiradores de la revolución bolchevique. Nosotros también nos hemos llevado a unos cuantos, pero la mayoría lo ha hecho por voluntad propia. Y también está el asunto de los científicos asesinados. Eso no debes olvidarlo. y Franz Müller tampoco.

Anna asintió. No porque le gustase darle la razón a Robert Bishop, sino porque tampoco quería que a Franz Müller le pasase nada malo.

– Te irás mañana, Anna. A primera hora sale un avión hacia París. Ya está todo arreglado. Te doy mi palabra de que haré cuanto esté en mi mano por sacar a Rubén de donde está. -¿Me rehabilitaréis y sacaréis a Rubén de donde está aunque Franz Müller no se pase a vuestro bando?

Bishop se encogió de hombros.

– Tú ya has hecho tu trabajo. Ya has cumplido con nosotros. Tu asunto de París lo arreglaremos sobre la marcha. Me encargaré personalmente de ello. Pierde cuidado. Lo de Rubén ha de seguir sus pasos, pero haré todo lo que pueda por devolvértelo a París cuanto antes, ya te lo he dicho.

– Tal vez él no quiera volver a París conmigo.

Bishop la miró, y aunque Anna no estuvo segura de si le quería decir algo, imaginó que detrás de esos ojos claros y de ese pelo castaño repeinado y ese gesto inamovible se agazapaba una sonrisa.

– Hablaré con él, Anna. Le explicaré que te presionamos para que entablases una relación sentimental con Franz Müller. Que si lo hiciste fue por ayudarnos, por ayudarlo a él sobre todo.

Anna bajó los ojos. -Pero luego…

Bishop sacudió las manos, como si no quisiera escuchar nada más.

– Luego nada. Asunto zanjado. Los nazis se fueron de París. Tus amigos no sabían que habías estado trabajando en una misión para nosotros y por eso tuviste que irte de la ciudad, porque te pedimos que lo hicieras, para que continuaras al lado de Franz Müller y porque no era seguro que te quedaras en París mientras no se aclarase todo.

– Me gustaría ver a Rubén antes de irme.

Bishop asintió después de sopesar la petición un instante.

– De acuerdo. Lo arreglaré para que puedas verlo hoy. Anna se levantó y, antes de salir de su despacho, miró por última vez al culpable de que su vida se hubiera complicado tanto después de haberlo conocido y haber aceptado trabajar para él y para sus jefes. Había pensado tantas veces en coger un cuchillo y rajarle la barriga y ahora se sorprendía al darse cuenta de que quizá nunca lo había pensado en serio, que, después de todo, lo único que quería era descargar su odio sobre él, culparlo de todos sus males cuando Bishop no era sino otra pieza en el tablero inmenso donde se estaba decidiendo el futuro del mundo. Era imposible saber cómo habría sido su vida si cinco años antes no hubiera aceptado trabajar para Robert Bishop. Seguramente no habría viajado a España para visitar a los padres de Rubén, y luego a Inglaterra para recibir un curso intensivo de entrenamiento, no se habría jugado la vida para alojar a pilotos aliados caídos en la Europa ocupada, ni se habría enamorado de un ingeniero alemán que no quería saber nada de la guerra ni de los nazis. Pero también era cierto, y era esto algo que no podía olvidar, porque era también lo que más le preocupaba, el asunto por el que no podía dejar de pelear, la última batalla, esperaba, que si ella no hubiera aceptado colaborar con la OSS ahora mismo Rubén no estaría entre rejas.

– Tienes que sacar a Rubén de ahí, Robert, como sea. Él no ha tenido nada que ver con esto. Es una víctima. Si ha viajado a Berlín ha sido solo para encontrarse conmigo. Y si ha matado a un sargento norteamericano ha sido para salvar mi vida. ¿No crees que ya ha sufrido bastante?

Bishop asintió.

– No me cabe duda. Es más. Creo que ninguno de los dos podemos imaginar lo que ha sufrido. Ahora te pido un poco de paciencia. Vuelve a París y déjalo en mi mano. Te prometo que Rubén volverá antes de lo que imaginas.

Anna asintió. No sabía si estrechar la mano de Robert Bishop, darle un beso o un abrazo. Habían sido cinco años, pero todo parecía haber llegado a su fin. Hacía seis meses que había terminado la guerra, y un año y medio antes los nazis se habían marchado de París, pero para Anna Cavour era como si la guerra no hubiese terminado hasta ahora, como si su vida fuese un reloj que llevase un retardo con respecto al mundo.

Bishop la acompañó a la puerta. El gesto serio, el mismo que ella estaba segura que le mostraría si la condenase a muerte o si le comunicase una mala noticia en lugar de decirle que todo había terminado.

El americano se había quedado al otro lado del umbral, como si temiese salir al pasillo porque allí ya no pudiera ser el agente sin sentimientos de la OSS que podía despedirse sin un gesto de cariño de la agente que le había servido durante tanto tiempo.

Así que, se dijo Anna, eso era todo, después de cinco años. Ni una palmada en la espalda. Ni una medalla. No es que le sorprendiese, pero así era Robert Bishop, como un autómata sin sentimientos, un funcionario eficaz que había puesto su talento al servicio de lo que le habían encomendado sus jefes y que se habría encargado de lo contrario con el mismo celo si se lo hubieran ordenado. Un peón sin sentimientos que manejaba las vidas de otros peones. A pesar de todo, ella confiaba en su palabra. Tenía que reconocer que Bishop siempre había cumplido lo que le había prometido.

– Tienes un Jeep esperándote abajo para llevarte a la prisión.

– ¿Puedo decirle a Rubén que saldrá pronto?

Bishop bajó los ojos, y luego le sostuvo la mirada un momento antes de cerrar la puerta.

– Dile que haré cuanto esté en mi mano para que pueda volver a París lo antes posible.