38083.fb2 El Violinista De Mauthausen - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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RUBÉN

Apura el pitillo frente a la puerta del edificio donde ha estado esa tarde. Le arranca las últimas caladas despacio, mirando las brasas de la punta al consumirse, la tregua exigua que puede permitirse antes de subir y llamar a la puerta del piso cuya ventana ahora puede ver iluminada desde la calle, la luz encendida, una silueta que se deja entrever al otro lado de la cortina, como una sombra chinesca. Rubén sabe que esa ventana es la más grande del piso, la que da a la calle. Él mismo se ha sentado muchas veces junto a ella para leer tranquilamente mientras fumaba un cigarrillo o haciendo tiempo escuchando música mientras Anna regresaba de la academia.

Se dice que ya no puede esperar más, que tiene que subir, cuando trata de arrancar una calada al pitillo y no le queda más remedio que reconocer que se le han terminado las excusas, que el paquete de tabaco está vacío y que ya no puede demorarse más en la acera. Ha llamado al teléfono del piso varias veces, casi todas desde Austria, cuando lo liberaron. Pero nadie respondió jamás a ese número, y entonces se dijo que tal.vez lo habían cambiado o que ahora quizá podría ser de otra persona, o que el mundo podría haber evolucionado en cinco años mucho más de lo que él podía sospechar, que tal vez los teléfonos ya no funcionaban como antes de que lo encerrasen, de que lo apartasen del mundo y de que le pusieran un uniforme con un triángulo azul en el pecho. Incluso había escrito Rubén una carta y la había enviado para anunciar su llegada. La dirección y el teléfono de su casa los recordaba muy bien, se los había repetido cada día en el campo, tumbado en un jergón estrecho junto a otros dos presos, como animales los tres. A pesar del cansancio y del frío se esforzaba cada noche en recordar su nombre, Rubén, Rubén Castro, su nombre y su número de teléfono y su dirección, una letanía a la que agarrarse para seguir considerándose a sí mismo una persona y no un animal. Pero el teléfono que había marcado cuando lo liberaron no había respondido nunca a sus llamadas, y quizá aquella carta que envió desde Austria antes de empezar el viaje de regreso a Francia no había llegado tampoco a su destino, o quizá sí llegó pero la persona a quien iba dirigida se había mudado. Anna podría ya no estar aquí, y tal vez alguien a quien no iba dirigida la carta que Rubén le había escrito a Anna cuando lo liberaron la había abierto con extrañeza o con curiosidad, alguien que ahora vivía allí y se había sentado a leerla, alguien que se había enterado de su vida, de sus penas y de sus anhelos y tal vez había llorado al terminar o se había reído o se había mostrado indiferente o había pensado que las cosas que contaba no eran más que los desvaríos de un desequilibrado, o no la habría leído siquiera y había hecho una bola con ella y la había arrojado a la papelera sin poder devolverla a quien la había enviado ya que Rubén Castro no había escrito ninguna dirección en el remite porque no la tenía.

Quien hubiera recibido aquella carta que él había mandado desde Austria, Anna u otra persona que ahora vivía en este piso a cuya puerta Rubén vuelve a llamar, está a punto de abrir. Se ha vuelto a ajustar el nudo de la corbata y se ha pasado la palma de la mano por el pelo prematuramente ralo y encanecido antes de encontrarse con nadie.

A pesar de estar convencido de lo contrario, hasta el último momento ha conservado Rubén un hilo de esperanza. Se ha imaginado a Anna abriéndole la puerta del piso, mirándolo extrañada durante unos segundos, como si no lo reconociese o ya hubiera dejado atrás, hacía mucho tiempo, el último resquicio de esperanza, una minúscula dosis de ilusión por volverlo a ver con vida. A Rubén le gustaría que ahora, al llamar a la puerta de su casa, solo hubieran pasado unas horas y no cinco años desde que se fue, mirar a Anna y pedirle disculpas por haber ido a dar un paseo y haber olvidado las llaves. Es eso lo que tiene pensado decir si es ella quien le abre la puerta, si es capaz de articular palabra después de verla llevarse la mano a la boca con sorpresa y luego ponerse a llorar antes de echarse en sus brazos. Mi vida, perdóname, pero es que me he dejado las llaves olvidadas esta tarde cuando fui a dar un paseo. Rubén se repite la frase para darse coraje antes de golpear la puerta con los nudillos por segunda vez en el mismo día. Mi vida, perdóname, pero es que me he dejado las llaves olvidadas esta tarde cuando fui a dar un paseo.

Pero no es Anna quien lo recibe en el piso, y Rubén siente. incluso una especie de alivio secreto al ver el rostro del hombre mayor, casi un anciano, que lo mira con gesto hosco al otro lado del umbral. Inclina brevemente la cabeza para saludarlo. Desde que ha salido del campo no es capaz de acostumbrarse a mirar a nadie que no conoce directamente a los ojos. Demasiados fantasmas lo acompañan. Sostiene el sombrero en el pecho, por el ala, como si pudiera protegerse, girándolo despacio.

– Buenas noches -le dice-. Perdone que le moleste, pero estoy buscando a una mujer que se llama Anna Cavour. Vivía en este piso hace algunos años, antes de la guerra.

No es hasta entonces cuando mira a los ojos del hombre que lo observa desde la que había sido su casa con el ceño fruncido. Viste un batín de cuadros y unas pantuflas. Es muy mayor, y seguramente vive solo. Si no, no habría abierto la puerta él. Es probable que no oyese el timbre del teléfono o que hubiera dado de baja el número y por eso nadie contestaba a sus llamadas, las que hizo desde Austria y las otras dos que ha hecho esta tarde, desde una cabina, luego de salir de la academia adonde había ido para buscar a Anna. Puede que ese anciano haya leído la carta que mandó desde Austria. Lo mejor será ser sincero con él.

– Yo vivía con ella aquí, en este piso. Hace cinco años que no he vuelto a París. Los nazis me llevaron preso.

El viejo sigue mirándolo, como si calibrase la veracidad de sus palabras. Su piel pálida, el pelo casi blanco, la extrema delgadez, los ojos hundidos tras las gafas diminutas. Rubén podría tener cuarenta años menos que el hombre que ahora habita el piso donde había vivido con Anna, pero, a primera vista, para alguien que no fuera demasiado observador, podría parecer que tenían los dos la misma edad.

– ¿Es usted español?

Rubén asiente. Han pasado más de ocho años desde que salió de España pero su acento todavía lo delata. Se permite alegrarse un instante por ello, por conservar un rasgo de sus orígenes.

– Vine a París antes de que terminase la guerra en España. Trabajé aquí durante tres años, pero luego vinieron los nazis y me detuvieron.

No espera Rubén ninguna clase de hospitalidad por parte de un anciano a cuya puerta acaba de llamar para preguntarle por una mujer que ha vivido allí antes que él. Pero al menos no le ha cerrado la puerta y lo está escuchando, y eso ya es bastante más de lo que está acostumbrado o espera de nadie.

Y cuando cruza el umbral es un extraño en una casa que habitó en otro tiempo, en otro mundo que ahora se le antoja tan lejano como si nunca le hubiera pertenecido. Los muebles no son los mismos, hay un sofá nuevo en el salón, y una mesa con dos sillas dispuestas de una forma diferente a como Anna y él las tenían. El sofá ahora está frente a la ventana: seguro que al anciano le gusta comer mientras ve la calle. Se pregunta cómo será ahora la habitación en la que Anna y él dormían, si ese hombre también utilizaría la misma cama grande y cómoda que ellos habían compartido durante poco más de un año, apenas un suspiro, qué poco tiempo, se ha lamentado Rubén cada vez que lo ha recordado cuando estaba preso.

Es su misma casa, pero al mismo tiempo tampoco lo es. El olor es distinto. Puede ser el de una persona mayor, pero desde luego no es el olor de la mujer a la que ha venido a buscar, ni el aroma que llega desde la cocina es el mismo de los platos ricos que Anna y él preparaban cuando vivían allí. Se le vienen demasiados recuerdos a la cabeza, pero respira hondo, cierra los ojos, para contenerlos. Ahora no, se dice. Ahora no es el momento de derrumbarse.

Se ha sentado Rubén a la mesa sin darse cuenta, y todavía no ha cogido el vaso de vino que ha aparecido de repente,· como si hubiera brotado de la madera por arte de magia. El hombre que ahora ocupa la que antes había sido su casa arranca un pequeño sorbo a otro vaso de vino.

– Así que español-lo escucha decir.

Rubén asiente. Español, sí. Como si eso significase algo. -Llegué aquí en el3 7, pocos meses después de que empezase la guerra civil en España. Me instalé en París. Encontré un trabajo decente, enseñaba latín en un instituto y me enamoré de una mujer estupenda, pero luego los alemanes llegaron a París y se complicó todo.

Rubén no teme hablar mal de los alemanes. No es imposible, pero sí es bastante difícil encontrarse en París con alguien que a estas alturas simpatice con los nazis, o al menos que se atreva a reconocerlo. Le parece que el hombre que está sentado frente a él habría escupido de buena gana si se encontrase en la calle y no en su casa antes de hablar de la ocupación.

– Y ahora lleva unos cuantos años fuera y quiere encontrar a su mujer.

Rubén asiente.

– Así es. Vivíamos en París antes de la guerra, como le he dicho, y he venido hasta aquí sin muchas esperanzas de encontrarla, pero es el único sitio donde se me ocurre que pueda dar con ella. Pero ya veo que no vive aquí. ¿Lleva usted mucho tiempo en este piso?

– Apenas un año. Poco después de que liberasen París me mudé a este edificio. Para entonces el piso ya llevaba vacío algún tiempo, según me contaron. No había muebles, ni recuerdos, ni objetos personales de quien hubiera vivido antes aquí. De verdad que lamento no poder ayudarle más.

Rubén se encoge de hombros. Es cierto que no esperaba mucho más, pero tenía que venir e intentarlo. Se queda unos minutos más sentado a la mesa, sin embargo. Escucha al anciano hablar sobre la vida en París después de que se hayan ido los alemanes, los proyectos del general De Gaulle o la forma en que la gente joven se iba olvidando tan rápidamente de la guerra, a pesar de que apenas hace un año que los soldados de la Wehrmacht paseaban por París con la misma tranquilidad que si lo hicieran por Berlín.

Luego Rubén se levanta y le da la mano. Todavía queda más de la mitad de vino en el vaso, pero no es capaz de terminárselo. En realidad, ni siquiera le apetece tomar vino. No le preocupa, pero desde que el campo fue liberado se ha dado cuenta de que ha perdido el gusto por la comida y por la bebida, y la razón no puede ser otra que él, Rubén Castro, no es sino un muerto andante, un cadáver que se arrastra a duras penas en un mundo que ya dejó de pertenecerle hace mucho tiempo, el mundo de los vivos, un fantasma que no termina de marcharse porque quizá le queda una última misión que cumplir.

Le da las gracias al anciano y vuelve a estrechar su mano antes de marcharse. Antes de cruzar el umbral para salir, no puede evitar que sus ojos viajen un instante hacia el final del pasillo, allí donde se supone que debe de estar el dormitorio. Se alegra de que al final el hombre no le haya ofrecido su casa para quedarse a pasar la noche. Ya ha visto bastante.

Baja las escaleras despacio cuando la puerta se cierra tras él. Lo hace sin mirar atrás, pero con la certeza de que esta ha sido la última vez que visitará la que fue su casa. No sabe dónde está Anna, si aún sigue en París o si está viva siquiera, pero la puerta que se ha cerrado a su espalda es la prueba insoslayable, si es que no le había quedado claro ya, de que su vida, por mucho que lo intente, jamás volverá a ser como antes de que la Gestapo se lo llevara. Apenas le quedan opciones o lugares donde preguntar por Anna.

Vuelve a ajustarse el nudo de la corbata en el bajo y se coloca el sombrero antes de salir a la calle otra vez. Ya hace un buen rato que la noche le ha ganado la partida. Deja la maleta en el suelo para abrocharse un botón de la chaqueta. Está a punto de terminar el verano, pero ya hace fresco por la noche en París. Se acuerda de eso de repente. Desde que ha llegado a la ciudad, los recuerdos, los olores, las sensaciones que estaban enterradas o que él mismo se había esforzado en olvidar se agolpaban unos detrás de otros cuando menos se lo esperaba, en el momento más inoportuno. Ya no puede evitar contener las imágenes que ha conseguido mantener a raya a duras penas cuando ha estado en el piso: Anna recibiéndolo con un beso al volver de dar clases en el instituto, Anna mostrándole lo que había preparado de comer, Anna dormida en el sofá mientras él lee junto a la ventana, Anna sonriéndole desde el pasillo, camino de la habitación. Rubén ha perdido las ganas de vivir, pero es la vida la que se resiste a abandonarlo, lo golpea en el rostro como una ráfaga de aire fresco, una brisa que, sin embargo, resulta molesta para quien ha decidido hace mucho tiempo que no es sino un muerto en vida y que cuando la siente lo único que puede hacer es volver la cara, cerrar los ojos, y mirar para otro lado.

Enciende otro pitillo, le da una larga calada, paladea la nicotina y antes de poner los dos pies en la calle se detiene. Alguien lo llama. Lo llama por su nombre. ¿Rubén? Escucha que preguntan a su espalda. ¿Rubén Castro? Quienquiera que lo llame no parece estar seguro de que sea él. Han pasado cinco años desde la última vez que estuvo en el edificio, pero también pueden haber pasado veinte si uno se detiene lo suficiente a considerarlo. Han sucedido tantas cosas desde entonces que es como si fuera una vida entera. Por eso su nombre suena igual que una interrogación. ¿Rubén? ¿Rubén Castro? Para él también resulta extraño escucharlo. Rubén Castro. Un nombre y no un número cosido a un traje a rayas sobre un triángulo azul que lo identificaba como español republicano, y sus compañeros del campo rara vez se dirigían a él utilizando su nombre de pila y su apellido al mismo tiempo. Le decían Rubén, Rubén a secas, o solo su apellido, Castro. Y ahora es tan raro que alguien lo llame por su nombre completo que antes de volverse para ver quién se dirige a él piensa un momento que tal vez haya ingresado ya, por fin, en el mundo de las tinieblas, y que quien ahora quiere saludarlo no es sino uno de los muchos espectros que ha conocido cuando estaba vivo, pero que se marcharon de este mundo antes que él porque no tuvieron tanta suerte y ahora festejan su llegada, por fin, al lugar donde llevan esperándolo desde hace tanto tiempo.

De pronto siente más frío. Como si a pesar de todas esas veces que ha pensado que ya no pertenece al mundo de los vivos no pudiera evitar cierta aprensión cuando parece inevitable ya su entrada en el mundo desconocido y tenebroso de los muertos, un lugar del que ya no podrá regresar nunca. Nadie puede.

Y el mismo Rubén Castro que podría estar vivo pero que también podría ser ya parte del mundo de los muertos se gira despacio, el pitillo recién encendido todavía en la boca del cadáver andante, el ceño fruncido de a quien le cuesta trabajo ver en la oscuridad o no acaba de comprender todavía en cuál de los dos mundos está, porque para él también es igual que encontrarse con un fantasma. La voz le suena. Lo transporta al pasado como una de esas máquinas del tiempo de las novelas. Se trata de una mujer que vive en el bajo y que también era su vecina antes de que se lo llevaran. Quizá ella ya es también un ectoplasma que como él se arrastra por el mundo, desorientado. Su nombre. ¿Cuál era su nombre? El ceño aún más apretado cuando trata de recordarlo.

– ¿Rubén? -vuelve a preguntar ella-. ¿Rubén Castro?

– lo pregunta y abre la puerta del piso un poco más, como si la posibilidad de que fuese él y no otro fantasma la tranquilizase-. ¿Rubén? -pregunta de nuevo la mujer, y entonces él asiente, se saca despacio el cigarrillo de la comisura de la boca, sin dejar de fruncir el ceño porque no puede ver todavía su rostro del todo en la oscuridad del zaguán. No relaja el gesto hasta estar más cerca y poder mirar su cara y que de pronto le venga a la memoria su nombre, igual que un fucilazo.

– Marlene -dice por fin, y no está seguro de tender su mano para estrechársela. De repente se ha dado cuenta de que aún sigue en el mundo de los vivos, y recuerda que a los que todavía están ahí les disgusta o les resulta incómodo tener que tratar con alguien cuyo mayor deseo es abandonarlo, decir adiós para siempre y no volver a ser molestados jamás-. Marlene -repite-. Soy Rubén. Rubén Castro, sí. He estado fuera mucho tiempo.

La mujer asiente. ¿Cuánto hace que alguien no le da un abrazo? No lo recuerda, pero Marlene acaba de hacerlo. ¿Cuánto hace que no siente el calor del cuerpo de una mujer pegado al suyo? Eso sí que lo recuerda. Fue hace demasiado tiempo, en este mismo edificio donde está ahora, al despedirse de Anna. Cómo podría olvidarlo. Estás vivo, le dice Marlene, y le pasa la mano por la cara, como si fuera ciega y la única forma que tuviese de estar segura de que el espectro al que acaba de dar un abrazo es de verdad Rubén Castro sea cartografiándole el rostro, la piel pegada de los pómulos, las púas ásperas de la barba que lleva tres días sin rasurar.

– Ven anda, entra en mi casa. Te prepararé algo de comer. Seguro que tienes hambre. Estás tan flaco que casi no te reconozco. Dios mío, pero qué te han hecho. Me he asomado a la puerta porque no estaba segura de quién eras. He pensado incluso que podías ser un ladrón. A punto he estado de ponerme a dar gritos para que viniese la policía o te asustaras y echases a correr. Y, fíjate, al final resulta que eres tú. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cuatro?

– Cinco -responde Rubén, al que su antigua vecina ha sentado en el sofá como si fuera un niño obediente. Ya no es dueño de sus actos desde que ella lo ha reconocido en el portal. Desde la cocina llega un olor estupendo. Parece sopa.

– ¿Cuándo has llegado? ¿Desde cuándo estás en París? Rubén no recuerda haber compartido jamás ninguna clase de intimidad con esa vecina que de repente se muestra tan amable con él. Solo retiene vagamente la imagen de haberle dado las buenas tardes, los buenos días, cosas así, alguna conversación banal de descansillo de escalera, algún comentario intrascendente sobre alguna bombilla que hay que arreglar o la conveniencia de sacar la basura a una hora determinada mejor que a otra. Marlene es una mujer soltera o viuda, Rubén no está seguro, quince años por lo menos mayor que Anna. Siempre fue amable con ellos cuando vivían allí, pero nunca tuvieron más confianza que la que mandaban las normas de comportamiento de los buenos vecinos que han de llevarse bien. Pero el olor de la sopa es tan rico que no puede sino quedarse. Los muertos, o los que están en la antesala de la muerte, también pueden tener hambre, piensa cuando ella va hacia la cocina.

Está de espaldas Marlene, apenas puede verla, pero se da cuenta de que está removiendo la sopa en la olla. Escucha el sonido de los platos cuando los saca de un mueble de la cocina y traga saliva. Platos de loza blanca. Le encanta como suenan. En su vida, en lo que le quede de vida, se ha prometido que jamás volverá a utilizar para comer un cuenco de madera. Por muy buena que sea la comida que contenga. Un cuenco de madera, no. Arcadas le dan solo de pensarlo. Mira por la ventana, al otro lado de la calle. Alguien camina con prisas, seguro que para volver a casa. En la esquina lo ve torcer a la izquierda, en dirección hacia la plaza de la Bastilla. La calle se queda otra vez vacía, tan en silencio que por un momento cierra los ojos y pierde la noción de donde está. Pero no tarda en volver a escuchar a Marlene trasteando en la cocina. El olor de la sopa, de nuevo, tan sabrosa. Abre los ojos Rubén. Es como si se hubiera quedado dormido. Tal vez sea eso lo único que ha aprendido en cinco años de cautiverio, la capacidad de dormirse en cualquier lado, aunque solo sea un momento. Dormirse y descansar, aprovechar cualquier receso para recuperar las fuerzas que eran tan escasas Y tan necesarias para poder seguir a este lado de la línea, aunque solo fuera un día más, esa frontera desvaída que marcaba la frontera entre los vivos y los muertos.

Marlene aún está en la cocina. Enseguida va a traer la comida. Rubén tiene el sombrero en la mano. Se quita las gafas diminutas y se frota los párpados con las yemas de los dedos. Le escuecen los ojos. ¿Cuánto tiempo hace que no duerme a pierna suelta durante toda una noche?

– Estoy buscando a Anna -dice, por fin, como quien lanza una pregunta al viento o habla solo sin esperar respuesta-. Hasta ahora nadie ha podido darme noticias sobre ella, ni en la academia donde trabajaba, ni arriba, en el piso donde vivíamos.

Ya no sabe qué hacer. No está seguro de dónde puede preguntar. Lo piensa Rubén y de repente se da cuenta de que, después de haberla buscado en su trabajo y en su antigua casa, de algún modo ya no está seguro de querer conocer la respuesta. Piensa incluso que, de alguna forma, las personas a las que ha preguntado por Anna se han esforzado en esconder la verdad, en no decirle algo que a lo mejor le va a doler mucho escuchar, como un niño al que se le oculta una tragedia porque aún no tiene la capacidad de asimilarla.

En eso Marlene no es diferente a los demás. En cuanto le pregunta por Anna escucha cómo la sopa deja de removerse en la olla, apenas un instante, pero es suficiente para que Rubén se dé cuenta. La cuchara quieta, la respiración de Marlene suspendida durante un segundo que a Rubén no puede pasarle desapercibido. Se coloca de nuevo las gafas, despacio, y la mesa que tiene delante, la silla en la que está sentado o el trozo de calle que se ve al otro lado de la ventana del piso recuperan de pronto las formas nítidas.

Cuando el plato de sopa está en la mesa se le inunda la boca, es como un torrente, un dique que acaba de romperse. Vuelve a mirar por la ventana y se traga la saliva antes de que Marlene pueda darse cuenta del hambre que tiene, antes de que se percate del tiempo que hace que no prueba una comida como aquella. Se le hace eterno el tiempo que su antigua vecina tarda en sentarse para que los dos puedan empezar a cenar. Solo es el momento que tarda en traer dos piezas de pan, dos vasos y una botella de vino. Rubén coge la cuchara, acaricia con una sonrisa el borde del plato, tan blanco, tan limpio, como los amantes que prefieren cerrar los ojos para concentrarse en las caricias y en la ternura sin que los ojos estorben. Aprieta los párpados con suavidad mientras se lleva la primera cucharada de caldo rico y caliente a los labios. Repite el gesto tres, cuatro veces, muy despacio, pero ya con los ojos abiertos. Coge un trozo de pan y lo mastica lentamente, y luego arranca un largo sorbo al tercer vaso de vino de la noche. Ya no puede esperar más tiempo para preguntar otra vez. Al cabo, esa es la razón por la que ha vuelto a París. Mil quinientos kilómetros con la carta de repatriado como salvoconducto. Casi tres días en tren para llegar, porque las comunicaciones, después de la guerra no siempre funcionan, y lo único que necesita es una respuesta.

– ¿Dónde está Anna, Marlene? Nadie puede decirme nada sobre ella. ¿Has estado viviendo aquí todo el tiempo desde que la Gestapo vino a buscarme? ¿Qué le ha pasado? ¿Por qué no quiere nadie contármelo? ¿Acaso sabe todo el mundo algo que yo ignoro? ¿Algo que nadie puede decirme? ¿Tan terrible es?

Rubén Castro le ha formulado todas las preguntas despacio, sin levantar la voz, una detrás de otra, sin ansiedad, la cuchara sopera descansando en el plato de tacto agradable y caliente. Es Marlene la que parece nerviosa, incómoda.

– Me acuerdo de cuando vinieron por ti. N o quise abrir la puerta. Tenía miedo. Perdóname.

Rubén se encoge de hombros. Jamás hubiera esperado que nadie abriese la puerta o hiciese nada por él. Ni aun queriendo hubiera podido ayudarlo.

– ¿Qué pasó con Anna? -pregunta de nuevo.

Intenta sonreír, o al menos no parecer demasiado ansioso o enfadado.

– Anna siguió aquí después de que te detuvieran. Me consta que te quiso ayudar, que habló con mucha gente, que fue hasta el cuartel general de la Gestapo todos los días durante mucho tiempo para preguntar por ti, pero que nunca la dejaron verte ni le dieron noticias sobre ti. Pero a ella no le gustaba hablar de eso, de lo que te había pasado. Se había vuelto muy desconfiada desde que te detuvieron. Es lo normal, supongo. No la culpo. Como pudo, siguió adelante con su vida, con su trabajo en la academia. Con el tiempo parecía que los alemanes se habían instalado en París definitivamente. Había banderas con cruces esvásticas por todos lados, hasta en el ayuntamiento -Marlene no puede evitar una mueca de asco al contárselo a Rubén-. Los oficiales de la Wehrmacht paseaban por la ciudad vestidos de uniforme y con sus guías bajo el brazo, como si fueran turistas. Visitaban el Louvre, Notre Dame, el barrio Latino, subían a Montmartre a comer pastelillos o a fotografiarse junto al Sacré Coeur o se acercaban a Versalles de excursión. La gente acabó acostumbrarse. Yo no, pero sí hubo quien terminó por habituarse. Supongo que es lo normal: la vida sigue, y nadie puede quedarse estancado, como si el tiempo se hubiera detenido.

Se para Marlene un instante, parece estar pensando con cuidado lo siguiente que va a decir. Ahora es ella la que mira la calle. Es como si de pronto hubiera perdido el apetito. De la sopa se levanta un hilillo de humo agradable, pero la mujer ha dejado la cuchara en el plato y a Rubén le da la sensación de que no la va a volver a coger. A él le pasa lo mismo. Debería comer, tiene mucha hambre, pero tampoco se siente capaz ahora mismo de seguir haciéndolo.

– ¿Se acostumbró Anna? ¿Qué quieres decir con eso? Marlene deja de mirar por la ventana, lentamente, y se lo queda mirando. Es como si de pronto hubiera regresado al pasado, un viaje rápido a un tiempo que ha quedado atrás no hace tanto.

– Supongo que tienes derecho a saberlo todo.

– Para eso he venido desde Austria hasta París. Para encontrar a Anna, para saber qué ha pasado durante todos estos años. Cinco años -concluye, bajando la voz, como si hablase para sí-. Cinco.

– ¿Qué quieres que te diga? Marlene le sostiene la mirada.

– Es lo único que quiero. Saber la verdad. Saber por qué nadie quiere hablarme de Anna, por qué la gente a la que he preguntado por ella ha evitado decirme algo. ¿Acaso piensan que no lo podré soportar? ¿Tan duro es lo que ocultan? ¿Tan trágico? No te puedes imaginar cómo es el lugar de donde vengo. Nadie que no haya estado allí puede imaginarlo siquiera.

Ahora Marlene baja los ojos y asiente, como si comprendiera. Parece buscar en la sopa que se enfría la respuesta o el valor necesario para contarle a Rubén lo que sabe, o peor, lo que se imagina o es un secreto a voces entre quienes tuvieron algún trato con Anna cuando los alemanes ocupaban París.

– Es posible que Anna cambiase después de que te detuvieran -va a intentar decírselo con el mayor tacto posible, pero está segura de que al hombre al que ha invitado a cenar en su casa le va a resultar igual de doloroso-. La gente cambia, como te digo. Ha de adaptarse a los tiempos si quiere sobrevivir, y Anna tal vez hizo lo que tenía que hacer, porque no le quedó más remedio. Quién sabe. Yo no lo comparto. No puedo compartirlo. Y la mayoría de quienes la conocían o te habían conocido a ti o habían sido amigos tuyos tampoco. Es algo imposible de aceptar. Sobre todo después de que te hubieran detenido. No fue al principio, desde luego, si es que se puede decir esto en su descargo, si es que cabe alguna clase de disculpa en lo que hizo. Creo que lo fue hasta finales del 42 por lo menos, o quizá ya estábamos en el 43.

Rubén ya ha dejado definitivamente la sopa. Ha vuelto a quitarse las gafas y a frotarse los ojos. Después de haber llegado hasta aquí y de haber pedido que le contaran lo que había pasado le gustaría taparse los oídos y echar a correr. Correr hasta que le fallasen las fuerzas y le reventasen los pulmones. Correr, sí. Marcharse tan lejos como sus débiles piernas fueran capaces de llevarlo. Pero Marlene se lo va a contar todo.

– A mí, cuando me lo contaron, no me lo creí. Te lo juro.

La había visto con algún hombre antes, Rubén. Lo siento. No me gusta ser yo quien te lo diga, pero es la verdad. Había pasado mucho tiempo desde que te detuvieron, más de un año, y es posible que creyese que estabas muerto, o a lo mejor le habían dicho que ya no volverías nunca. Fuera lo que fuese, ella jamás se lo contó a nadie. Pero fue a finales del 42, o en el 43, como te decía, cuando se la empezó a ver con un alemán. Decían que era un ingeniero, sin embargo otros aseguraban que era militar, pero cuando él venía por aquí lo hacía de paisano, sin ningún coche oficial, como si fuera un parisino más que se pone un traje y viene a recoger a su novia para ir a cenar.

Marlene se queda callada un instante después de decir novia pero luego se encoge de hombros. ¿Qué gesto puede hacer delante de un hombre al que le está contando que la mujer de la que está enamorado lo ha traicionado?

– Al principio fue discreta, pero luego, a medida que pasó el tiempo, dejó de importarle que la vieran con ese hombre por la calle, pasear cogida de su brazo por el bulevar Beaumarchais, cuentan que algunas veces él vestido de uniforme incluso, con la gorra de plato, las botas lustrosas y los pantalones bombachos, pero eso no te lo puedo asegurar. La gente es muy exagerada con los chismes. Un día recogió sus cosas del piso, sin que la viera nadie, desde luego, y ya no volvió nunca por aquí. Sus amigos habían dejado de hablarle. Yo también, Rubén. Lo siento, pero yo también le retiré el saludo. Es lo que cualquier persona decente hubiera hecho. Dejar de hablarle. Podía haber sido peor. Hubo quien aseguró que la mataría en cuanto tuviera una oportunidad. Se había convertido en una traidora. A ella, que vivía con un republicano español antes de que los alemanes ocupasen París, la sangre que había heredado de su madre le había jugado una mala pasada y la había convertido en una traidora. Fíjate. Anna. La misma Anna que tú habías conocido, con sus ideas, con sus convicciones de izquierda, sentada en una terraza del bulevar Beaumarchais con un científico alemán y sus amigos nazis.

Rubén quiere salir a correr, volar por la ventana si pudiera. Taparse los oídos le gustaría. Se traga el vino que le queda en el vaso de un trago, al beber se le escapa un hilillo de líquido por la comisura. Siente que le falta el aire de repente. Coge la botella y la vacía de nuevo en el vaso. Lo hace sin mirar a Marlene, es como si estuviera solo y la voz de un fantasma le contase lo que había pasado, encajando algunas piezas de un puzle que después de completarlo piensa que tal vez hubiera sido mejor no haberse preocupado de verlo terminado. Pero ya no hay vuelta atrás. El último vaso de vino le ha hecho entrar en calor.

– ¿Dónde está Anna ahora? -le pregunta-. Necesito saber dónde está.

– No lo sé, Rubén. Me gustaría decírtelo, pero no puedo, y no te creas, más de uno quisiera saber dónde está Anna para pedirle cuentas. Se dicen cosas terribles sobre ella. Quién podría decir cuáles son verdad y cuáles mentira. Parece ser que al principio de la ocupación, no mucho tiempo después de que te detuvieran, empezó a colaborar con la Resistencia, pero con el tiempo terminó cambiando de bando. Quién sabe. Tal vez cambiaron sus ideas o sus intereses o se sintió confusa y perdió el norte. Puede que la obligaran. Eso solo ella puede saberlo. Lo que a mí me han contado es que traicionó a sus compañeros, que murió gente por su culpa. Pero ni siquiera eso lo tengo claro. A pesar de todo, me gusta pensar que tuvo algún motivo para comportarse de esa forma, a veces creo que incluso me gustaría sentarme a tomar un café con ella y que me contara por qué se comportó así, por qué hizo lo que hizo. ¿Quieres saber dónde está? Ya te digo, en eso no puedo ayudarte. Ojalá pudiera.

Le ha cogido la mano desde su lado de la mesa. Rubén piensa que lo que Marlene quiere es que no beba más. La gente cambia con el tiempo, le ha dicho, y él ha pasado cinco años fuera, en el infierno, y tal vez Marlene tema que al final acabe poniéndose violento, que se vuelva loco, si es que no lo está ya, después de lo que ha pasado y de lo que ella acaba de contarle.

Pero Rubén también está confundido. Y aturdido, y cansado. Mira la botella de vino, aún por la mitad, como una tentación.

– Anna se fue de París antes de que llegaran los aliados.

Te hubiera gustado estar aquí, Rubén, el año pasado, en agosto. Los españoles fueron los primeros en entrar en la ciudad, con el general Leclerc al mando. Aquel día fue una fiesta. El día más feliz de mi vida.

Rubén ya sabía que los españoles fueron los primeros que entraron en París, pero ahora mismo eso le da igual. Incluso le sería indiferente que le contaran que los hombres de la 101 aerotransportada se habían lanzado en paracaídas sobre Madrid para echar a Franco del Pardo. Ahora solo piensa en Anna. No es capaz de verla cogida del brazo de un alemán, da igual que sea un oficial de la Wehrmacht, un científico o un SS. No puede ser. Ella no. Tiene que ser otra. Anna no, sino alguien que se le parece.

– Dicen que se marchó con él a Alemania. En el fondo, a nadie le extrañó. Ella es medio alemana y se había unido a un alemán. Luego he oído algunas cosas sobre ella. Que estaba viviendo ya en Berlín cuando los rusos conquistaron la ciudad, incluso que había muerto durante un ataque aéreo al convoy de soldados con los que ella iba camino de Berlín. No puedo decirte si está viva o muerta, Rubén. Lo lamento. Pero créeme si te digo que a mí de verdad me gustaría que estuviera viva y que nos explicase por qué hizo lo que hizo, por qué nos traicionó.

Rubén se levanta. Al hacerlo se da cuenta de que el mundo se ha vuelto borroso, que las piernas apenas lo sostienen. Se toca las gafas sobre el puente de la nariz, para comprobar que las lleva puestas. Mira a Marlene, a quien ya ha dejado de escuchar, y luego la botella de vino. Está vacía. Hace un momento quedaba la mitad, pero ahora está vacía.

– Siento habértelo contado, Rubén, pero me has pedido que te diga la verdad. Lo siento, te juro que lo siento. -¿Cómo se llama ese alemán?

Se lo pregunta y sabe que en realidad a él le da igual conocer el nombre del tipo con el que estuvo Anna. Qué más da cómo se llame. Como si eso importase. Como si el nombre tuviera alguna clase de significado.

– El nombre. ¿Para qué quieres saberlo? Déjalo correr, Rubén. Eso pertenece al pasado. Los alemanes se fueron de París. Los nazis han sido derrotados. Déjalo estar. Tienes toda la vida por delante.

Rubén sacude la cabeza. Tiene que apoyarse en el respaldo de la silla para mantenerse en pie. Solo quiero saber su nombre, insiste, haciendo un esfuerzo por mantenerse erguido. y Marlene hace un gesto, como si le costase recordar. Tiene que saber su nombre. Marlene los vio juntos muchas veces, cuando ya le había retirado el saludo a Anna. N o solo ella, sino mucha gente, todo el mundo conocía el nombre del alemán con el que Anna había iniciado una relación. Si no se lo dice ella lo hará cualquier otro. Qué más da que Rubén sepa su nombre. Müller, le dice, como si de repente lo recordase. Franz Müller.

– Müller -repite Rubén-. Franz Müller.

Ya ha cogido el sombrero. Se ha estirado la chaqueta. La habitación le da tantas vueltas que de pronto se le ocurre que es un niño al que han subido por primera vez a un tiovivo. Procura mantener firmes la piernas flacas, el cuerpo erguido al menos mientras esté en el salón de Marlene. Baja la cabeza Rubén. Se pone el sombrero por fin.

– Muchas gracias, Marlene. Me ha encantado probar tu comida. Pero el plato de sopa todavía está más de medio lleno sobre la mesa. Ya se ha enfriado.

– ¿Adónde vas, Rubén? Quédate aquí, aunque solo sea esta noche. Es tarde. Seguro que todavía no tienes donde alojarte en París. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, hasta que encuentres algo.

Marlene le coge la mano. Es la primera vez que una mujer le coge la mano en cinco años. Una mano de mujer, tan suave.

– Quédate. Sabes que en mi casa sobra sitio.

Rubén no está seguro del motivo de la insistencia, pero no se va a quedar a pasar la noche. La mano de Marlene no se aparta de la suya. Siente que se la acaricia, el dedo que se desliza con suavidad sobre su dorso. Ha bebido demasiado. Está confundido.

– Tengo que marcharme.

Marlene todavía estira los dedos para acariciarle el brazo. Pero Rubén ya se ha dado la vuelta y le ha dado las gracias de nuevo.

– Gracias por la comida. Gracias por el vino. Gracias por la compañía. Gracias por decirme la verdad.

Sale a la calle vacía, dando tumbos, pero lo bastante recto como para no perder del todo la compostura. Antes de llegar a la esquina tiene que apoyarse un par de veces en la pared para recuperar el aliento y el equilibrio. Gira a la izquierda, en la rue Roquette, hacia la plaza de la Bastilla. De repente comprende que lo mejor que ha hecho es marcharse de casa de Marlene. Necesita un espacio abierto porque se ahoga. Le falta el aire. N o puede respirar. N o ha llegado a la plaza todavía cuando siente el sabor amargo del vino que ahora le repugna, le sube desde el estómago y no puede evitar un torrente pastoso, mezcla de vino, sopa, pan y bilis, que le sale por la boca, una catarata que se derrama en la acera, frente a la columna del Catorce de Julio.