38083.fb2 El Violinista De Mauthausen - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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RUBÉN

Cinco años antes había paseado del brazo de Anna por esa misma plaza. Los domingos, a veces, caminaban hasta la boca de metro, en verano, para ir al bosque de Boulogne o cruzaban el río para pasear por el barrio Latino y llegar hasta los jardines de Luxemburgo o seguir un poco más lejos, hasta Montparnasse. Rubén recordaba muy bien la última vez que habían dado ese paseo. Cómo podría olvidarlo. Un domingo por la mañana, primavera. Los alemanes todavía no habían llegado a París. Incluso si uno era optimista podía pensar que tal vez nunca lo harían, que a lo mejor la locura se detendría. Nadie era capaz de imaginar entonces que sucedería todo lo que vino después. Ni los más pesimistas. Anna y él tampoco. Ya habían celebrado su primer aniversario juntos. Rubén le iba a pedir a Anna que se casara con él. Llevaba un anillo en el bolsillo. Había jugueteado con él durante todo el paseo.

Al atravesar el Sena se detuvieron unos minutos en el puente de Notre Dame. Allí fue donde estuvo tentado de sacarlo la primera vez. Pero siguieron caminando, atravesaron la Íle de la Cité, cruzaron sin prisas el barrio Latino. Rubén pensaba hacer tiempo para llevar a Anna, después de pedirle que se casara con él, al café Procope, sentarse los dos juntos en la cristalera, y tal vez darle el anillo allí, si es que aún no había encontrado el momento oportuno para hacerlo durante el paseo. Había conocido Rubén a otras mujeres, pero con Anna era diferente. Gracias a ella, había podido sobrellevar mejor la vida gris de profesor español exiliado en París por culpa de la guerra. Pero a Rubén le daba un poco de miedo regalarle el anillo. Los habían presentado unos amigos comunes. El joven profesor español de latín y la guapa parisina de padre francés y madre alemana congeniaron enseguida. No tardaron en hacerse muy amigos. Anna no hablaba español y Rubén no sabía una palabra de alemán. Quedaron en que cada uno enseñase al otro el idioma que no sabía. Mientras tanto, hablaban en francés. A ella le hacía gracia su acento español. A él le gustaba cómo se reía.

– Hablas muy bien francés, pero no has perdido tu acento español. Me gusta. Espero que no lo pierdas nunca.

Fue entonces cuando se besaron. Apenas hacía una semana que los habían presentado. Estaban sentados a una mesa, frente a la cristalera del café Procope, y Rubén quería llevarla ese domingo otra vez a ese mismo lugar para pedirle que se casara con él.

Enseguida se habían ido a vivir juntos. Todo de una forma natural, y aunque quería estar convencido de que ella le diría que sí, que se casaría con él, a Rubén no dejaba de afectarle cierta aprensión al pensar que la petición de matrimonio podría romper el encanto, cortar un flujo invisible, una corriente en la que los dos se sentían cómodos y felices, y que tal vez les llevaría por caminos que no sospechaban y que, aunque estuvieran convencidos de salir airosos, era una incógnita y tal vez les diera miedo -a ella, y Rubén reconocía que a él también- estropear.

Corría una brisa fresca, muy agradable, esa mañana. Se detuvieron frente al palacio de Luxemburgo, delante de la fuente inmensa. Los patos perezosos parecían felices en el agua. A esa hora todavía no había apenas nadie en los jardines. Anna miraba el hermoso edificio, las ventanas amplias, las tejas azules, como de castillo medieval. Rubén hizo lo mismo, como dos turistas que visitan París por primera vez y se detienen delante de un monumento que los ha dejado boquiabiertos. Pero los dos habían pasado demasiadas veces por delante de aquel palacio como para quedarse detenidos allí como si fuera la primera vez. Sobre todo Anna, que llevaba toda su vida en París.

Pero Anna lo sabe. Lo sabe todo. Rubén no ha sido capaz de engañarla. Su inquietud, su preocupación y sus nervios han sido demasiado evidentes estos últimos días como para que ella no pudiera darse cuenta.

– ¿Cuándo me lo vas a preguntar?

Ha dejado de mirar el palacio de Luxemburgo y ahora lo está mirando a él. Rubén se hace el distraído. Sigue atento a la fachada del edificio como un turista que buscase el mejor encuadre para hacer una foto. Se vuelve Rubén Castro, sacude la cabeza, como si no pudiese comprender del todo, no todavía. El ceño fruncido.

– ¿Preguntarte el qué?

Pero no llega a terminar la frase. Anna está sonriendo, y es entonces cuando él se relaja.

– Si me quiero casar contigo.

Rubén se queda mirándola.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan segura de que iba a pedírtelo esta mañana?

Anna se encoge de hombros.

– Eres demasiado transparente. Estás nervioso. Llevas toda la mañana con la mano dentro del bolsillo de la chaqueta. Incluso ha sido difícil no escuchar algo metálico y redondo sacudirse dentro de su caja…

Se ha puesto tan seria que de repente a él le gustaría echar a correr para salir disparado de allí, borrar el paseo, su nerviosismo, sus gestos tan obvios de adolescente tímido que no sabe cómo comportarse delante de una mujer.

– Sí.

Rubén piensa que ella no ha dicho nada, sino que ha sido su imaginación la que lo hace ver visiones, como un viajero sediento que de pronto ve un espejismo en el desierto, un oasis con palmeras que no existe más que en su mente. Pero Anna se ha dado cuenta. Siempre va pqr delante de él en todo.

– La respuesta es sí.

Le ha cogido la mano sin que él se haya percatado del gesto, no se ha dado cuentahasta sentir el roce de sus dedos. Solo es capaz de pensar que Anna está a punto de darle un beso y que él, tan torpe, todavía no ha tenido el valor de sacar el anillo del bolsillo. En un gesto teatral, exagerado, se retira.

– Espera. Hagamos esto bien.

Se ha separado medio metro de ella. Busca en el bolsillo la cajita que le han envuelto en la joyería con tanto cuidado, en papel azul, muy elegante, con un lazo amarillo. Los dedos torpes se le atascan en el forro del bolsillo. No lo encuentra ahora, y por un momento piensa que tal vez, de tanto juguetear con él se le habrá caído durante el paseo, pero al final consigue sacarlo.

– Está aquí.

Rubén se echa a reír, y entonces se relaja. De pronto se ha quedado tranquilo. Le quita el lazo a la cajita, separa el papel procurando no romperlo, para que ella pueda guardarlo como recuerdo, levanta la tapa para enseñarle la joya, y cuando ella está a punto de cogerla él la cierra y se retira de su alcance.

– Espera, espera. Hagámoslo bien -dice de nuevo. Clava una rodilla en el suelo Rubén. Se lleva al pecho la mano libre después de volver a abrir la tapa de la caja que contiene el anillo y mostrársela a Anna.

– ¿Quieres casarte conmigo?

Ya está. Ya lo ha dicho. Los dos se están riendo.

Tal vez alguno de los pocos que pasean por los jardines de Luxemburgo a esa hora de la mañana están pendientes de lo que hacen, pero les da igual. Anna le coge la mano, lo obliga a levantarse.

– Ya sabes la respuesta. Esta debe de ser la primera petición de matrimonio en la que la novia ha aceptado antes de que el novio se lo pida.

Rubén no sabe qué decir.

– Ponme el anillo, anda.

Es un aro de plata, con una piedra engastada que a Rubén le ha costado casi la mitad de su sueldo de un mes como profesor. Pero ha merecido la pena. Todo. La compra del anillo, el paseo desde su casa hasta el parque, haberse puesto de rodillas, las risas de los dos.

– Ahora solo nos falta bailar -le dice Anna.

Rubén mira a su alrededor. Los domingos por la mañana siempre hay un violinista que toca en el parque. Anna y él siempre se acercan hasta donde está tocando, se quedan escuchándolo a una distancia prudente, respetuosa. Se trata de un hombre joven. Siempre va muy bien vestido y muy limpio, como si no le hiciera falta tocar el violín para comer, parece que toca en la calle por el simple placer de disfrutar de la música y hacer disfrutar a los demás también.

Anna y Rubén han fantaseado muchos domingos acerca de su origen.

– Es un estudiante de música de la Sorbona que aprovecha los domingos de sol en París para tocar en el parque y poder costearse el alquiler de un apartamento.

Rubén enseguida rebatía el argumento. Sacudía la cabeza convencido de lo que iba a decir o de que Anna no tenía razón.

– Es demasiado mayor para ser un estudiante. Y va muy bien vestido. Es un extranjero. Un extranjero como yo que acaba de llegar a París y no conoce a nadie. Ni siquiera sabe hablar francés. Está todo el día en silencio, y la única forma que tiene de comunicarse con los demás ~s mediante su música.

Anna negaba de nuevo.

– No, y tampoco es un estudiante, sino un profesor que viene hasta aquí cada domingo, porque así demuestra a sus alumnos que el de artista es un oficio puro, abnegado, desinteresado.

– Qué va -replicaba Rubén-. Es un músico extraordinario que ha sido desposeído del habla mediante un sortilegio. Hubo una vez en su vida que no se portó bien y un mago lo privó de la capacidad de hablar. Ahora solo puede tocar los domingos en el parque de Luxemburgo, hasta que una mujer muy bella, en lugar de echarle una moneda en la funda del violín, lo bese en los labios, muy despacio. 0, mejor -Rubén enseguida se animaba-, era el mejor violinista del mundo, pero se volvió tan vanidoso que, una vez, durante el festival de música de Salzburgo, llegó a decir en un momento de descuido que era incluso mejor de lo que Mozart había llegado a ser nunca, y entonces el fantasma del genio austriaco se le apareció una noche para castigarlo a vagar por el mundo y pedir en la calle.

– Vale, basta por hoy, Rubén. Me rindo. Eres más ingenioso que yo.

Anna siempre zanjaba la discusión con un fingido mohín de desagrado.

– Llegarás a ser un gran escritor si te lo propones algún día.

Luego echaban unas monedas en la funda del violín y se marchaban sin preguntarle al músico por su verdadera identidad. Preferían no hacerlo y seguir jugando a las adivinanzas cada domingo. Cada uno por separado iban imaginando durante la semana las vidas posibles del violinista del parque de Luxemburgo, existencias entretejidas que incluso Rubén no había descartado convertir en una novela si algún día se decidía de verdad a escribirla. Pero ese domingo, cuando la presencia del violinista habría sido más oportuna o deseada que nunca, no había acudido a su cita semanal en el parque de Luxemburgo. Rubén no lo tenía planeado, pero ya que le había dado el anillo a Anna, puesto que ella le había dicho que se casaría con él antes incluso de que él se lo pidiera, resuelve que lo que ahora procede es sacarla a bailar. Bailar los dos un vals en el parque mientras el violinista toca para ellos, y luego hablar con el músico, por fin, preguntarle por su identidad, por su origen. Invitarlo a comer con ellos y contarle cuántas vidas le habían imaginado cada domingo sin su permiso, enterarse por fin de si era un profesor o un estudiante, un francés o un extranjero como Rubén, si podía hablar o si de verdad se había quedado mudo después de que el fantasma del mismísimo Wolfgang Amadeus Mozart se le hubiera aparecido una noche durante el festival de música de Salzburgo para castigarlo por su vanidad desmedida.

– Me encantaría que me sacaras a bailar ahora.

Como siempre, Anna parecía haberle leído el pensamiento. Rubén la tomó por la cintura, ella le pasó una mano alrededor del cuello, entrelazaron los dedos de las manos que les quedaban libres, cerraron los ojos y pensaron que el violinista estaba allí, tocando un vals solo para ellos. Títiri, títiri, titiri, titiri… Rubén murmuraba los acordes, y los dos se movían por la tierra del parque, un dos tres, un dos tres, un dos tres. Había gente alrededor. Rubén los había visto antes de cerrar los ojos, pero le daba igual que los mirasen, que los tomasen por locos, porque un violinista al que tal vez el fantasma de un genio había privado de la voz estaba tocando un vals para ellos. No hacía falta que el músico estuviera allí, no era necesario siquiera que tuvieran que escucharlo. Aquella mañana de domingo, Rubén pensó que podría ir bailando desde allí hasta la rue de la Ancienne Comedie y entrar bailando en el café Procope. Comer allí con Anna y luego tomar un metro hasta Montmartre, volver a bailar sin música con ella en la estación mientras esperaban la llegada del tren, sin importarle lo que pensara la gente que los miraba.

Cuando abrieron los ojos había algunos curiosos a su alrededor. A falta del violinista ellos se habían convertido inopinadamente en la atracción de aquella mañana de domingo en el parque. Se separaron despacio. Era como si de repente les hubiera dado vergüenza haber estado bailando sin música delante de unos cuantos extraños.

Pero esta vez no ha querido llegar Rubén Castro hasta los jardines de Luxemburgo. Hace mucho rato que ya es de noche. Pero tampoco sabe adónde ir. Cinco minutos después de vomitar la bilis, el vino y la sopa ha llegado al río. Lo atraviesa por la Íle de Saint Louis. Se acuerda de que siempre fue un lugar muy tranquilo. No sabe por qué, pero aprieta el paso, cada vez más, como si alguien lo persiguiera. N o tarda en llegar al otro extremo de la isla.

Sin haber cruzado todavía el puente de Saint Louis se detiene un momento a mirar la catedral de Notre Dame, las torres gemelas apenas iluminadas a esa hora por la débil luz de la luna. ¿Qué esperabas encontrar a tu vuelta? Han pasado cinco años desde que te detuvieron. Te pudiste haber marchado a tiempo, cuando aún no habían venido por ti, pero en un gesto que tuvo más de estupidez infantil que de verdadera valentía decidiste quedarte en París con Anna, que se habría marchado de la ciudad si se lo hubieras pedido.

Ahora mira Rubén Castro las aguas oscuras del Sena, y es como una tentación a la que no está seguro de poder resistirse. Pese a ello prefiere retrasar un poco el momento. Atraviesa el puente y rodea la catedral, sin prisas. Tal vez está buscando un motivo para no saltar todavía, algo que le proporcione una razón para no dejarse arrastrar por las aguas turbias del Sena. Vuelve por sus mismos pasos al puente. Hasta el río solo hay unos cuantos metros, no muchos. No se va a hacer daño en la caída, y la corriente no es tan fuerte como para que pueda engullirlo enseguida. Pero su ventaja radica en que no tiene fuerzas para aguantar mucho tiempo nadando. Le basta tener la voluntad suficiente para tirarse y esperar unos minutos hasta que sus escasas energías lo abandonen y el río se lo trague. Tampoco es una sensación nueva para Rubén. Es como estar al borde del abismo otra vez, como si en lugar de encontrarse en un puente sobre el Sena donde está a punto de saltar hubiera viajado en el tiempo otra vez esa noche y estuviese en lo alto de la cantera del campo de prisioneros, después de haber subido los ciento ochenta y seis escalones con un bloque de treinta kilos sujeto a su espalda. Era verano. Hacía tanto calor que, cuando estaba en el fondo de la cantera al lado de la forja en la que se fabricaban los punzones para picar la piedra, Rubén tenía la sensación de que se derretiría y sus restos se derramarían sobre la tierra como la cera de una vela consumida. Los SS les habían permitido quitarse las camisas de rayas.

El sudor le chorreaba en la cara, desde el gorro. Aquella había sido una de las veces que subir la escalera se le había antojado de veras la última de todas. Casi tres años habían pasado desde que lo detuvieron y Rubén Castro había pasado por dos campos: Sandbostel, en el norte de Alemania, y luego ese de Austria, junto a otros miles de españoles.

Al principio lo destinaron a una carpintería, en una fábrica del pueblo en la que por su trabajo los SS cobraban un sueldo. Era un esclavo. Desde que se lo llevaron de su apartamento era como un muerto, el fantasma que seguirá siendo cuando vuelva a París para buscar a Anna, pero él todavía no puede saberlo, cuando el campo sea liberado por los americanos, cuando vuelva a ser un hombre libre al que le resultará tan difícil encontrar las ganas de recuperar su vida. Un muerto es lo que es ahora Rubén Castro y un muerto de verdad es lo que quiere ser aquella mañana en lo alto de Wiener Graben. Saltar es lo que quiere. Volar cincuenta o sesenta metros hasta estrellarse contra el suelo. Ha visto cómo los SS han empujado a algunos prisioneros por pura diversión, o como otros compañeros suyos han aprovechado un descuido de los vigilantes para arrojarse ellos mismos al vacío, sin soltar la piedra descomunal que llevan sujeta a la espalda en una especie de mochila de madera. Ha visto tantas cosas terribles desde que lo encerraron que piensa que lo único que ha aprendido es que la imaginación de las personas no tiene límites cuando de hacer daño con impunidad se trata.

Esa mañana de verano, ni él mismo sabía cómo estaba vivo todavía, cómo había conseguido llegar hasta su tercer año de cautiverio sin que el hambre, el trabajo forzado, las palizas, las enfermedades o los castigos hubieran acabado con él. Nunca había sido un hombre fuerte, y por alguna razón que no entendía había visto caer a otros mucho más fuertes que él, mejor preparados para sobrevivir al cautiverio. Pero ya no podía más. A él no iban a tener que empujarlo cantera abajo. Ni siquiera se iba a aligerar de peso. Lo mejor sería saltar con el bloque de granito. Pesaba tan poco que se le antojaba que, si se lanzaba al vacío sin la piedra, podría caer como una pluma, quedar suspendido en el aire, llegar hasta el fondo de la cantera mecido, sin hacerse daño. Solo iba a tener que salirse de la fila al llegar arriba. Él estaba en la parte de la derecha, apelotonado entre docenas de prisioneros que acarreaban piedras como él. No tendría que dar más de dos pasos hacia el abismo y dejarse caer, como un fardo. No serían más que unos segundos. Esperaba no sentir nada. Solo quedaban treinta escalones para llegar arriba. Rubén, igual que sus compañeros, contaba todos los peldaños cada vez que subía la escalera. Ciento ochenta y seis en total. Ahora solo le faltan treinta. Veintinueve. Apenas dos minutos. Luego veinte o treinta metros más subiendo la cuesta hasta llegar al borde del barranco y podría dejarse caer. Ninguno de sus compañeros tendría tiempo de impedírselo. Los SS tal vez ni siquiera se darían cuenta hasta que no se hubiera estrellado en el fondo de la cantera. A lo mejor pensarían que se había caído, que era otro desgraciado al que las fuerzas lo habían abandonado. Solo diez escalones le faltan ya. Medio minuto. Cuarenta y cinco segundos a lo sumo y ya habrá llegado al final de la escalera. Se esfuerza en pensar en Anna. Desde ayer ya ni siquiera tiene su retrato. Se siente un cobarde por no resistir aunque sea solo un día más, nada más que un día para poder verla. Y entonces escucha la música de un violín que toca un vals y piensa que acaso la antesala de la muerte es un espejismo, que en la despedida, antes de saltar, va a escuchar otra vez la misma música que escuchó ayer a la hora del almuerzo, la misma que había tarareado con los ojos cerrados cuando bailaba un vals con Anna en París después de que le pidiera que se casara con él.

La columna de presos que sube la escalera se ha detenido. Alguien ha debido de caerse en las primeras filas. Son tantos los que suben que, si dos o tres se detienen, nadie puede avanzar. Rubén sabe que a alguno de sus compañeros ahora mismo le están dando una paliza o que tal vez le han fallado las fuerzas y ha caído fulminado. Todos los prisioneros bajan los ojos. Ninguno quiere ver lo que pasa. Es posible que uno, dos o tres, quién podría decir cuántos, vuelen ahora cantera abajo.

Rubén esperaba saltar un poco más adelante, hacia la mitad del camino empinado que unía la escalera con la entrada del campo, pero tal vez, ahora que están parados, sea el momento. Los SS pueden tenerlos todo el día ahí si se les antoja. Todo el día y toda la noche, de pie, con treinta o cuarenta kilos de piedra cargados en la espalda. Algunos bloques pueden pesar incluso más que los hombres que los acarrean. Rubén se aleja un paso de su fila. Nadie dice nada. No escucha a nadie gritarle en alemán para que vuelva a su sitio. Se separa otro paso. El hombre que está a su lado, un prisionero militante del Partido Comunista francés, lo mira y niega con la cabeza, sin hablar le pide que se quede en la fila, que no se acerque al precipicio. Rubén no sabe si lo hace porque no quiere que un compañero se quite la vida o si porque lo que teme es el castigo de los guardias a quienes estaban junto al prisionero que se ha lanzado al vacío. Dos pasos. El violín suena ahora más fuerte. Tal vez es que todos se han quedado en silencio mientras los guardias recomponen la fila. Tres pasos lo alejan a Rubén de su sitio. Ya puede ver el barranco, pero primero hay un pequeño terraplén que tendrá que salvar si quiere volar hasta el fondo. Habrá de bajar con cuidado hasta el extremo del pequeño desnivel para no caerse con la piedra y que alguno de los guardias lo vea y se lo impida. Qué paradójico es todo, piensa Rubén. Los guardias pueden matarte a su antojo, pero no te permiten que acabes con tu vida por ti mismo.

Rubén ya está en el terraplén, a tres metros de la fila. Pone un pie en la hierba con cuidado, porque el suelo aquí no es tan uniforme y puede caerse y hacerse tanto daño que no tendría fuerzas para levantarse y entonces ya no podría volar hasta el fondo de la cantera. La columna sigue en silencio. Apenas puede distinguir, delante, el eco sordo de un disparo que ha terminado con la vida de uno de los presos que ha caído al suelo. Es lo que le espera a él cualquier día si no es capaz de lanzarse ahora al vacío.

Y otra vez vuelve a escucharlo, y de nuevo piensa que es una alucinación, un espejismo por culpa del calor y el cansancio. Tanto calor y tanto tiempo hace que no bebe que le sangran los labios y la lengua se le ha hinchado y siente que no le cabe en la boca. Y esa música otra vez. En el campo hay un cuarteto de músicos desde ayer. No son presos. A los SS les gusta poner en el patio a los prisioneros que saben tocar instrumentos y hacerlos interpretar alguna pieza mientras controlan el trabajo de los prisioneros. Saber tocar un instrumento y formar parte de la banda de música es un privilegio en un campo de concentración. Pero, por lo visto, es el cumpleaños del hijo de un hombre de negocios amigo de Frank Ziereis, el jefe del campo, que ha contratado a los músicos para darle una sorpresa. A Rubén le habría gustado ser músico y tal vez ser uno de los presos privilegiados que pueden tocar en la Appelplatz de vez en cuando en lugar de acarrear piedras cantera arriba. Pero también sabe que la música es una de las muchas perversiones de las que disfrutan los SS, como la frase que ha visto coronar la puerta de entrada del campo: Arbeit macht frei. Rubén habla un alemán rudimentario, el que aprendió con Anna y ha mejorado a la fuerza en tres años que lleva preso, pero es bastante para conocer un proverbio alemán que, cuando escucha música en el campo, lo recuerda y le parece tan perverso como si hubiera sido inventado por la mente de un psicópata: «Wo man singt, da lass dicb nieder. Bose Menschen kennen keíne Lieder». «Donde oigas cantar siéntate tranquilamente. Los malvados no tienen canciones». y le ha dado rabia sentirse tranquilo. Algunas veces le ha afectado incluso una paz inmensa cuando ha escuchado a los otros presos tocar.

Ahora es el momento. El violín suena a lo lejos, pero hace tanto calor y los prisioneros tienen tanto miedo que es posible que muy pocos escuchen los acordes. No habrá más de doscientos o trescientos metros de distancia. El viento tiene que soplar desde allí, porque, en el terraplén, Rubén escucha tan fuerte la música que piensa que no es posible que sea música de verdad, sino que está soñando y por eso los acordes del violín le llegan tan nítidos. Cierra los ojos y de pronto está en París otra vez, en París tres años antes. Es por la mañana. Está con Anna frente al palacio de Luxemburgo, le acaba de pedir que se case con él, y ella le ha dicho que sí. Luego ha puesto un anillo en su dedo y los dos bailan al son de la misma música que escucha ahora.

De pronto hoy se convierte en ayer. Abre los ojos, mira la muralla del campo. No puede ver a nadie, pero sigue escuchando el violín. Quienquiera que lo esté tocando debe de estar muy cerca de la puerta. Igual los músicos están ensayando en el patio o algún guardia caprichoso le ha pedido a uno de los músicos que ha pasado la noche allí, que toque el violín para distraer el tedio de su turno. Títiri, títiri, titiri, titiri… Es el mismo vals que bailó con Anna, sin música. Mira el fondo de la cantera. Abajo, un prisionero parece haberse dado cuenta de lo que está a punto de hacer y por precaución se ha apartado de la veta de piedra en la que trabaja. Pero Rubén ha dado un paso atrás, lentamente, y luego otro, y otro. Vuelve a su fila, justo antes de que la columna reanude su marcha. Cuando pasan cerca del muro que circunda el campo, ya no escucha la música, pero no puede olvidarlo. Es como si el violín hubiera sonado solo para él.

De nuevo abre Rubén los ojos en el Pont Neuf. Ha atravesado la Íle de la Cité y tiene la espalda pegada a la baranda de piedra del puente, y es como si llevase otra vez el bloque a la espalda, igual también que si llevase puestas unas alpargatas raídas y un traje de rayas azul y gris. Mira a un lado y a otro antes de saltar. Le gustaría que hubiera un violinista cerca, un violinista que con su música le recordase que hubo un día que tuvo una vida que disfrutar y que le diera una razón para no arrojarse a las aguas oscuras del río. Pero no hay músicos esta noche. Ni siquiera los ha visto en la íle de la Cité, junto a Notre Dame o en los aledaños de Saint Chapelle. Así que hasta aquí has llegado, se dice Rubén Castro. Cinco años después de que la Gestapo te llevase y.has acabado de nuevo en París para esto.

Pero el mundo parece detenerse, de pronto es como si todo se hubiese parado y él fuera la única persona que estaba en París.

¿Qué te ocurre, Rubén? ¿Por qué no saltas? ¿Qué vas a hacer? ¿Buscarla otra vez? No sabes dónde está. Ni siquiera sabes si está viva. ¿Por qué no te tiras de una vez, si ya hace mucho tiempo que decidiste que ya no querías vivir más? ¿Por qué, en lugar de saltar, pasas las piernas al otro lado del murete de piedra con cuidado de no caerte? ¿Acaso te da miedo tirarte?

Cierra los ojos, sacude la cabeza al apartarse del abismo. No es solo el recuerdo de una música que una mañana imaginó y lo hizo feliz lo que lo ha salvado ahora, sino la esperanza de que le queda algo por hacer todavía. Al cabo, no quiere marcharse de este mundo sin encontrarse otra vez con Arma, saber que está viva, contarle lo que ha pasado, mirarla a los ojos y preguntarle por qué hizo lo que hizo. Hay muchas preguntas que nadie podrá responderle jamás. Rubén lo sabe, pero va a tratar de encontrarse con ella por última vez.

Camina despacio, de nuevo, hacia el corazón de la ¡le de la Cité. Junto a la entrada principal de Notre Dame hay un músico tocando un acordeón. Se queda quieto un momento el preso recién liberado del campo de concentración. Si ha tocado algo, él no lo ha escuchado desde el otro lado de la isla. Rubén sonríe un instante. ¿Sabes? Una vez un músico me salvó la vida. Por eso estoy aquí. Porque creo que se lo debo. Está a punto de decírselo, pero se queda callado, viendo cómo se mece suavemente al ritmo del instrumento.

Todavía no ha pasado por la oficina del partido para decirles que ha regresado del mundo de las tinieblas. Ellos son los únicos que pueden prestarle ayuda, los únicos a los que puede acudir. Eso lo hará mañana. Apenas lleva dinero, pero busca una moneda en el bolsillo y la deja caer en el sombrero que el músico ha puesto boca arriba, a sus pies, junto a las otras monedas que ha recaudado esa noche. El acordeonista inclina la cabeza y alegra los acordes durante unos segundos para darle las gracias.

Luego empieza a caminar sin rumbo fijo. Se pierde en la noche, muy despacio. Lo único que sabe es que le queda un largo camino por delante. Demasiado largo tal vez.