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El hombre que volvía a Francia no era el mismo que saltó en paracaídas en territorio enemigo por primera vez después de haber estado destinado en París bajo la tapadera de periodista que escribía para varios diarios norteamericanos. Había pasado un año y medio, y eso no era demasiado tiempo en la vida de nadie. En dieciocho meses uno no podía cambiar tanto, pero para Robert Bishop era como si hubiera pasado mucho más tiempo, peor todavía, como si hubiera muerto durante ese periodo y ahora fuera otra persona la que viajaba al pasado, a Francia, en busca de Anna para convencerla de que volviese a Alemania con él.
Robert Bishop había saltado en paracaídas muchas veces en los entrenamientos. Los tres meses que pasó en Carolina del Norte, en el campamento, y luego sobre la campiña inglesa. Lo había hecho con sol y con lluvia, de día y de noche, pero ninguna sensación era la misma que volar a oscuras sobre territorio enemigo, la luz diminuta de una granja que se ve desde el cielo, el frío en los huesos, más frío que en Inglaterra o en Estados Unidos porque ahora había peligro de verdad y cualquier error podría costarle la vida. Saltar un minuto antes o un minuto después podía suponer la diferencia entre caer cerca de quienes lo esperaban o en manos de unos soldados que no pondrían reparos en entregarlo a quien correspondiese para torturarlo: quién eres, de dónde vienes, qué has venido a hacer aquí.
Antes de cada misión memorizaba el mapa que llevaba guardado en la mochila. Una de las primeras cosas que le enseñaron en los entrenamientos era que, en el trayecto que va desde el avión hasta el suelo, hay cosas que un soldado-puede perder, desde el fusil hasta la cantimplora o la munición. Él mismo había podido comprobarlo, con arresto incluido. En su primer salto en territorio ocupado no llevaba ningún fusil. Incluso vestía de civil. Un pantalón de franela, camisa blanca, chaqueta de paño oscuro, incluso una gorra llevaba guardada, pero el frío antes de saltar era mayor que durante los entrenamientos.
Y ahora es igual que saltar en paracaídas, piensa en ello otra vez. La sensación es idéntica, el mismo vacío en la boca del estómago, el miedo que uno no puede evitar por muchos saltos o por muchas horas de entrenamiento.
Es lo mismo mientras mira distraídamente el paisaje oscuro al otro lado de la ventanilla del tren. Siete meses antes había recorrido el mismo camino que ahora pero en sentido opuesto, de una Francia liberada a una Alemania que se debatía en los últimos estertores, como un pez moribundo que da los últimos coletazos cuando lo sacan del agua. Todavía era territorio enemigo donde entraron, un grupo de hombres no muy numeroso, apenas una docena, buscando a los científicos que aún trabajaban para el Reich. Dos grupos de hombres, uno para buscar a los físicos que habían sacado adelante el programa atómico del III Reich -Werner Heisenberg, Van Weizsacker y algunos más- y otro dispuesto a entrar en una fábrica donde trabajaban algunos de los ingenieros más talentosos de Alemania.
Bishop formó parte del grupo que se infiltró en Alemania para llegar hasta Mittelweke. Allí, debajo de una montaña, había una fábrica donde se montaban las VI y las V2, las bombas teledirigidas con las que los nazis habían estado jugando a los dardos en Londres. Había unos cuantos ingenieros cotizados, y Werner van Braun, la pieza que todos se querían cobrar, se entregó sin resistencia, con un brazo roto y escayolado de una manera tan aparatosa que incluso parecía cómico verlo allí, dando la bienvenida a los agentes norteamericanos de la OSS, como si llevase toda la guerra esperando que llegasen para liberarlo. Van Braun siempre le había parecido a Bishop un cínico. Había cientos de hombres esclavizados para él y para los otros ingenieros en la fábrica y ahora se mostraba dispuesto a cooperar como si no hubiera pasado nada.
No pudieron capturarlos a todos. Al final hicieron cuentas, y entre los dos grupos infiltrados en Alemania se les habían escapado diez hombres de los que querían capturar: tres físicos, tres químicos y cuatro ingenieros. Desde que terminó la guerra, su única misión había sido encontrarlos. Para la OSS era muy importante interrogarlos, averiguar cuánto sabían o qué secretos conocían, pero era más importante aún que no fueran con sus secretos y sus conocimientos y sus inventos al lugar que no debían. De los cuatro ingenieros que Bishop se tenía que encargar de buscar, ninguno había vuelto a su casa después de la guerra. Nadie sabía nada de ellos. Puede que hubieran muerto o que ya se hubieran pasado con sus secretos al bando equivocado. La capacidad que la gente tiene de cambiar de colores nunca dejaría de sorprender a Robert Bishop. Esperaba que si no los encontraban le asignasen cualquier otra misión, que lo devolvieran a casa durante una temporada para descansar, pero ya habían aparecido muertos tres y ahora tenía que hacer lo imposible para encontrar el último de los nombres de la lista. El cadáver de Hans Albert George había aparecido junto a la Postdamerplatz de Berlín. Demasiado cerca de la zona soviética como para no sospechar lo que andaba haciendo por allí. El cuello rebanado de oreja a oreja. La documentación intacta en el bolsillo, el dinero en la cartera, y ese ripio ridículo: «Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá; todo aquel que enarbole la bandera blanca un puñal en su cuerpo encontrará». Muchas veces el peor enemigo está en tu mismo bando.
Aún no estaba claro que hubiera un movimiento de resistencia nazi organizado después de la guerra. No parecía que fuesen más que unos cuantos chavales exaltados a los que les gustaba ser llamados Werwolf, Hombre lobo, un nombre que a Bishop se le antojaba tan épico como absurdo. Algún sabotaje, un altercado que a veces se les había ido de las manos y había terminado con algún muerto, pero estos que mataron a Hans Albert George en Berlín tenían muy claro que no querían que vendiera información a los rusos. Tampoco es que quienes lo asesinaron hubieran preferido que hubiera ido con sus secretos a los americanos, seguro que no. A Bishop no le cabía duda de que lo habrían liquidado de la misma forma.
Viéndolo con la perspectiva del tiempo, Bishop pensaba que tal vez fuera el momento de reconocer, aunque tal vez solo en su fuero interno, ese lugar donde guardaba las cosas para sí y de las que nadie se enteraría nunca, que quizá sus actos estaban dirigidos por todo lo que había pasado desde que se encontró con Anna la primera vez. No la había vuelto a ver, y disponía de una información que ella no podía saber, así que no estaba de más que reconocer que el nombre de Franz Müller estaba entre la lista de los ingenieros a los que debían localizar era una motivación, tal vez extraña y morbosa. A lo mejor con eso bastaba para convencer a Anna.
El viaje hasta Francia ahora era más cómodo, y sobre todo menos arriesgado que cuando hubo de saltar en paracaídas, cuando los Estados Unidos ya habían declarado la guerra a Alemania, pero los aliados todavía no habían desembarcado en la Europa Continental. Podía haber esperado un día y haber volado desde el maltrecho aeródromo de Tempelhof, pero había preferido viajar esa misma noche, tener tiempo para poder pensar sentado cómodamente en el vagón. Ahora Robert Bishop contemplaba el paisaje húmedo, bosques de cuentos de hadas, ríos repletos de agua y montañas con túneles interminables, lugares que no parecían haberse enterado de los seis años de guerra que habían pasado.
Salvo por las banderas con las esvásticas, que ya no estaban, en París todo parecía igual que entonces. Los campos Elíseos, el Arco del Triunfo, la me de Rivoli, el Louvre, donde no era difícil ver a los oficiales de la Wehrmacht pasear con sus guías para recorrer el museo o haciéndose fotos junto a hermosas jovencitas francesas, como hombres solteros que estuvieran de vacaciones. Anna, al principio, no podía reprimir un gesto de asco cuando las veía, como si les dieran ganas de escupir, pero también pensó Bishop entonces que evidenciaba su desagrado para que él se diera cuenta de la repugnancia que le causaba lo que le había pedido que hiciera, dejar claro que lo haría porque era una orden, y porque gracias a eso salvaría muchas vidas y contribuiría a la derrota de los alemanes. Luego supo, demasiado tarde, que también había otros motivos para seguir adelante con la misión que le encomendaron, llevar esa doble vida peligrosa que la asqueaba, y al final resultaba difícil saber en qué lado se encontraba, dónde estaba el bien y dónde estaba el mal, quiénes eran los amigos y quiénes los enemigos, a qué principios había que atenerse, si es que, en tiempos de guerra, a alguien que hubiera pasado por lo mismo que ella pudieran que darle principios a los que agarrarse.
Era por la mañana cuando llegó a París, así que tenía todavía todo el día para llegar a su destino, antes de que se hiciera de noche incluso. Según el informe que le había entregado Marlowe, Anna llevaba nueve meses viviendo en la granja abandonada de un primo de su padre, doscientos kilómetros al sur de París, esperando quizá que alguno de sus antiguos compañeros viniese a matarla. Tenía por delante, pues, unas cuantas horas de carretera. Una lástima que el chófer fuera tan parlanchín. Apenas quince minutos después de haberlo conocido, ya le estaba pormenorizando el carácter de algunas jovencitas francesas con las que aseguraba haber tenido algún escarceo amoroso desde que llegó a París, su primer destino, al final de la guerra.
Estaba Bishop desacostumbrado a la camaradería masculina, a las conversaciones cuarteleras. Movió el respaldo del asiento, y se colocó el ala del sombrero sobre los ojos, como si tuviera sueño. Al principio tuvo que fingir, pero no tardó en darse cuenta de que estaba muy cansado. Apenas había dormido en el tren, pero ahora, por alguna razón que no entendía, y que tampoco necesitaba entender, las palabras del chófer le llegaban como un rumor cada vez más lejano, parecía que le estaba hablando en un idioma extraño a pesar de que era el suyo, sentía que su cuerpo se relajaba. Iba hacia el pasado del que llevaba tanto tiempo queriendo escapar, Y en lugar de rebelarse, su cuerpo parecía haberse resignado, se había cansado de luchar, de pelear contra lo inevitable, y ahora, cuando quedaban solo unas pocas horas de viaje hasta la granja donde la OSS le había confirmado que vivía Anna, como si no hubiera dormido en semanas, le regalaba un sueño profundo, placentero.
Cuando se despertó, sentía la boca pastosa, la lengua seca y los párpados le pesaban tanto que creía que nunca más podría abrir los ojos. Multiplicada por el cristal del parabrisas la luz se le antojaba intensa, anaranjada, como en los veranos de su niñez. No sabía cuánto faltaba exactamente para la granja de Anna, no había estado nunca allí, pero le gustaba pensar que lo adivinaba por el color de la hierba, el contorno de las colinas, la forma de los árboles o incluso la inmensidad del cielo en el campo o el olor de la tierra húmeda.
Cuando ya había abierto los ojos del todo, el chófer le anunció que habían llegado. Era un sendero custodiado por una fila de árboles, junto a la carretera. Luego, menos de un kilómetro de camino llano hasta llegar a un arco de madera, le explicó. Desde allí, todo recto hasta la casa, pero le dijo al soldado que detuviera el coche. Prefería ir andando hasta la puerta, que Anna lo viese llegar. Era mejor caminar unos minutos. En el año largo que habían pasado desde la última vez, tantas veces como había pensado en ella, en cómo sería el momento en que volvieran a verse, no había sido capaz de encontrar una frase que decirle. Y ahora era tan estúpido que confiaba en que iba a ser capaz de componerla en los dos minutos que iba a tardar en recorrer el camino que había desde el arco de la entrada de la granja hasta la casa.
Todavía no era de noche, pero había una luz encendida dentro.
Quién le iba a decir a Bishop que vendría a buscarla catorce meses después de haberse visto por última vez en París y que tendría que convencerla de que fuese con él a Berlín para ayudarlo a encontrar a Franz Müller antes de que el enemigo de ayer lo matase o que el enemigo de mañana dispusiera de una información que no podían permitir que cayese en sus manos. Pero eso no le iba a importar mucho a Anna. No era su problema. Para ella la guerra había terminado y ya había cumplido con creces, a pesar de todo lo que pudieran achacarle.
Se quedaron un momento mirándose, cada uno a un lado del umbral, sin decir nada, dos fieras a punto de saltar. Un hombre que tal vez desea darle una bofetada y luego besarla, o al revés, o ambas cosas a la vez, si es que eso fuera posible. Una mujer que odia a un hombre al que hace más de un año que no ha vuelto a ver. Un hombre que, en el fondo de su corazón, espera secretamente que ella lo ame, a pesar de todo. Cuando estaba en la puerta de su casa, Bishop todavía guardaba la sorpresa que podía convencerla para ir a Berlín o hacerle mucho daño también. Pero no dijo nada. Ninguno de los dos dijo nada. Todavía tardaron en abrir la boca. Los dos. Robert Bishop no sería capaz de decir cuánto tiempo estuvieron así.
Fue Anna la primera en romper el silencio.
– Has venido, por fin.
No se apartó de la puerta. No movió la mano que tenía detrás de la cintura. Robert Bishop bajó los ojos, como si buscase la respuesta en el suelo.
– Era inevitable.
Sacudió la cabeza, muy despacio. Con calma. Lo que había vivido había transformado su carácter. Sin duda. Y no precisamente para bien.
– No vaya entregarme. Soy inocente. No hice más que lo me pedisteis que hiciera.
Ahora era ella la que bajó los ojos, como si le diera vergüenza o no le estuviera diciendo la verdad. Toda la verdad al menos.
– No he venido para detenerte. Estoy aquí para pedirte un favor.
Levantó Anna la cabeza, como si no comprendiera. Casi le apuntaba con la barbilla. Todavía ocultaba una mano detrás de su cuerpo.
– Puedes guardar el cuchillo. He venido en son de paz.
No va a ser necesario que lo utilices conmigo.
Iba a costar convencerla. Eran muchas las cosas que había perdido estos años. Bajó los ojos Anna otra vez, como si buscase la respuesta en la punta de sus zapatos.
– Merecerías que te abriese en canal, como un cerdo. Lo sabes.
Lo miró fijamente. Solo haría falta acercar una cerilla a sus ojos para que se convirtiesen en un lanzallamas. Robert Bishop estaba seguro de que ella pensaba que esa sería una bonita manera de vengarse de él, de ajustar cuentas con el pasado. No le respondió. Se quedó mirándola, esperando que llegase el momento en que lo dejara pasar y pudiera contarle para qué había venido a buscarla desde tan lejos.
– Quiero que vengas conmigo a Berlín.
Ella no dijo nada. La expresión neutra. Lo mismo podía soltar una carcajada, echarlo de su casa o clavarle el cuchillo que ocultaba a su espalda. O las tres cosas, en ese mismo orden.
– Franz Müller está en Berlín.
Anna tragó saliva, dejó escapar un poco de aire. Parecía muy cansada. El nombre había provocado el efecto que Bishop deseaba.
Pero ella se recompuso enseguida. Asintió, con una falta de afectación que era incapaz fingir del todo. Se dio la vuelta y entró en la casa. Robert Bishop la siguió, sin ser invitado a pasar.
– Franz Müller -repitió, como si después de haberle clavado un cuchillo disfrutase moviendo la hoja dentro de la herida.
Ella se había sentado en una silla. -Está vivo.
No era una pregunta. Sus palabras habían sido más bien una afirmación. Se había quedado mirando un punto indefinido de la pared, como si la pintura tuviese algún desperfecto y estuviese pensando en el modo de repararlo.
– Estoy seguro de que sí.
Se encogió de hombros, como si no le importase. Ahora fingía muy mal. O tal vez no quería fingir. Parecía incluso amagar una sonrisa, como si se apuntase una victoria íntima.
– No estoy seguro de que no te alegres de que Franz Müller esté vivo.
Aún seguía mirando Anna la pared, como si la respuesta estuviese en el desconchado.
– Pensé que había muerto durante la ocupación de Berlín. O que lo habíais hecho prisionero.
Bishop negó con la cabeza.
– Ni lo uno ni lo otro. Está en Berlín. Libre, como si jamás hubiera roto un plato.
– Puede que nunca haya roto un plato.
– No deberías poner la mano en el fuego por él. Ni por nadie.
– Si está en Berlín, entonces solo tenéis que ir a por él.
– No es tan sencillo.
Anna dejó escapar un suspiro, resignada.
– Con Franz Müller las cosas nunca son sencillas.
Se había levantado. Ya no miraba a ningún sitio más que a los ojos de Bishop.
– Anna, tienes que venir conmigo.
Estuvo a punto de rozarle un brazo al decírselo, pero detuvo la mano. Anna no quería que la tocase. Tal vez, pensó Bishop, ya jamás querría que la volviese a tocar ningún hombre.
Sacudió la cabeza. Despacio, pero con firmeza. -Yo no voy a ir a ningún sitio.
Robert Bishop bajó la voz, acercó su cabeza a la suya, como si hubiera alguien más en la casa y no quisiera que escuchase su conversación.
– Tienes que venir conmigo a Berlín.
– Vete, Robert. No puedo decir que haya sido un placer encontrarte de nuevo.
Pero Bishop no se iba a dar por vencido. Y ella lo sabía. -Anna, ¿cuánto tiempo crees que tardarán en venir a buscarte?
– Me da igual.
– Vendrán, Anna. Vendrán y te matarán. Lo sabes. Yantes de matarte puede que te afeiten la cabeza y te pinten una esvástica en el cráneo y te hagan pasear por el pueblo y te torturen.
Bishop sintió la bofetada antes incluso de ver moverse la mano de Anna. Tal vez porque se lo merecía le había dejado que se la diera.
– Eres un hijo de puta.
Lo insultó despacio, marcando cada sílaba. Como si destilase un odio acumulado durante mucho tiempo. -Sabes que es verdad lo que te digo.
– Lo único que hice fue cumplir con vuestras órdenes.
– Las cumpliste con creces. Pero luego actuaste por tu cuenta. En lugar de ir a Berlín y esperar nuestras órdenes desapareciste.
Ahora ella debería bajar los ojos, pero en lugar de eso le sostuvo la mirada.
– Qué sabrás tú de lo que hice.
– Entonces, ¿por qué regresaste?
– Eso a ti no te importa.
– No te pases de lista. No juegues conmigo. Sí que me importa.
Se dio la vuelta Anna, como si Bishop ya se hubiera marchado. Tal vez iba a coger el cuchillo otra vez. Todavía no lo había visto, pero el agente de la OSS estaba seguro de que Anna no le habría abierto la puerta, ni a él ni a nadie, sin un cuchillo escondido con el que tener oportunidad de salvar la vida.
La mujer empezó a dar vueltas por la casa, movió las sillas del comedor, estiró las cortinas. Le gustaría pensar que él se había marchado, que ya no tendría que volver a recordar el pasado, que tendría oportunidad de empezar una nueva vida, que no habría de ir a Berlín aunque el hombre que la empujó a convertirse en lo que era ahora hubiera venido a pedirle que lo hiciera, que fuera a Berlín para encontrarse con Franz Müller.
– ¿Qué quieres? ¿Qué me convierta otra vez en la puta de Franz Müller?
No había tenido que volverse Anna para saber que Robert Bishop no se había marchado de su casa. Sabía que no lo haría hasta que consiguiera lo que se había propuesto. La amenazaría. La chantajearía. Incluso la denunciaría a sus antiguos compañeros de la Resistencia o llegaría a inventarse cosas sobre ella para que no le quedase otro remedio que abandonar la granja de nuevo y hacer lo que él quería en Berlín.
Robert Bishop se dio cuenta de que a Anna no le daba miedo que los de la Resistencia vinieran a buscarla para matarla, humillarla y torturarla. Si fuera así, no habría regresado a Francia jamás. Lo que le pasaba es que estaba muy cansada, no quería hablar con nadie, no quería volver a pasar otra vez por lo mismo. Ahora estaba a salvo de los uniformes y de las cruces gamadas. Esos ya no volverían a molestarla. Tampoco Franz Müller iba a volver a Francia nunca. Es en Berlín donde podía esconderse, ocultar su identidad, donde su familia, sus amigos o la gente en la que confiaba podían ayudarle.
– Nunca has sido la furcia de nadie.
Es la primera vez que Robert Bishop parecía mostrarse amable con ella, como si quisiera agradarle. Tal vez se sentía culpable por lo de Franz Müller. No por haber mencionado su nombre ahora para convencerla de que viajase a Berlín con él, sino por lo de antes, durante la guerra, cuando los alemanes habían ocupado Francia y nadie parecía que pudiera echarlos.
Ahora Anna se había vuelto. Lo estaba mirando. Le gustaría tener el cuchillo en la mano otra vez, tenerlo y clavárselo en la barriga, de abajo a arriba, como un cerdo.
– Tú me pediste que lo hiciera.
Bishop calló. Pero no tardó en contraatacar.
– Basta ya, Anna. Esto parece la discusión de una pareja de enamorados.
– Tú y yo nunca estuvimos enamorados. Bishop soltó un bufido, pesado, por la nariz.
– ¿Qué quieres, Robert? ¿Que vaya contigo a Berlín? ¿Para qué? No me necesitas para encontrar a Franz Müller. Hay algo más. ¿De qué se trata? Dímelo.
Entonces Bishop supo que había ganado la partida. Que al final iría a Berlín con él. Solo tenía que decirle algo que ella quisiera escuchar. Convencerla.
– Hay un grupo de lunáticos alemanes que se empeñan en no rendirse. Se llaman a sí mismos el Werwolf. Franz Müller es un traidor para ellos, un ingeniero que puede vender sus secretos al mejor postor. Solo en Berlín ya han matado a tres. Franz Müller es el único que queda.
– No me creo que tu interés sea solo salvarle la vida. Hay Higo más, ¿verdad, Robert Bishop? Contigo y con tus jefes siempre hay algo más. ¿De qué se trata? ¿Quieres que os ayude u encontrarlo para que os cuente todos los secretos que sabe? Es eso, ¿verdad?
Bishop sacudió la cabeza.
– Estos últimos meses te han vuelto paranoica.
Anna hizo como si no lo hubiera escuchado o no le dio importancia a las palabras de Bishop.
¿Y qué papel juego yo en esa operación?
Bishop se sentó frente a ella. Le gustaría cogerle las manos, pero ella no se lo permitiría. -Franz confía en ti.
Anna sacudió la cabeza.
– Franz no confía en mí. Lo abandoné cuando debía haberme reunido con él en Alemania.
– Ya lo sé. Pero tienes una excusa que lo convencerá.
Anna volvió a negar con la cabeza.
– Lo abandonaste porque tenías miedo de regresar a Alemania. Era un país derrotado, viajabas con un ejército en retirada. -Él nunca me perdonará eso.
– Sí te lo perdonará. Y ahora volverás a Alemania porque también tienes miedo. Miedo de tus vecinos, de tus amigos, de la gente de París que te vio con él. Tarde o temprano querrán vengarse de ti, humillarte, torturarte por haber colaborado con los alemanes.
– Tendréis que rehabilitarme antes o después. Fue lo acordado.
Bishop asintió. No podía olvidar la promesa que él mismo le hizo. Cuando todo acabe y se sepa la verdad te convertirás en un mito, una heroína, como Juana de Arco. Juana de Arco murió en la hoguera, le respondió Anna. Espero que a mí no me suceda lo mismo. Bishop casi sonrió al recordarlo.
Ahora podría hablar de hogueras de nuevo, de redenciones y de perdones imposibles. Pero él también había cambiado. No hacía tanto tiempo que hablaron de Juana de Arco, pero ninguno de los dos volvería a ser el mismo de antes.
– Te rehabilitaremos en cuanto encontremos a Franz Müller en Berlín. No tardaremos mucho, apenas unos días. Tampoco tenemos más tiempo. Luego podrás volver aquí con todos los honores. El alcalde declarará un día de fiesta en tu honor. Tus vecinos querrán poner tu nombre a una calle.
Anna ni siquiera sonrió.
– No quiero honores, Robert. No podrás convencerme con eso.
– Lo sé.
– Tampoco podrás convencerme con amenazas. Me da igual que vengan a buscarme y me rapen la cabeza y me pongan una esvástica en el cráneo y me humillen y me torturen. Eso también deberías saberlo.
Bishop asintió. -Estaba seguro de ello.
– Solo quiero que cuando venga de Berlín, tú o tus jefes os encarguéis de contarle a todo el mundo que hice lo que hice porque me lo ordenasteis, porque me dijisteis que así ayudaría a ganar la guerra, a salvar vidas.
– De acuerdo. Pensábamos hacerlo.
Anna se quedó mirándolo, muy fijo, para que no hubiera dudas.
– Y una cosa más, Robert.
– Dime.
– No quiero que ni tú ni nadie enviado por ti vuelva a molestarme nunca más. Nunca.
Bishop se levantó, se estiró las arrugas del pantalón. Asintió, satisfecho.
– Nadie volverá a molestarte. Tienes mi palabra.
Anna lo atravesó con la mirada, sin levantarse. Bishop no era capaz de sostener sus ojos. Un hombre al que le avergonzaba empeñar su palabra. Cuántas veces había tenido que comprometerse y luego había tenido que romper la promesa. No hacía tanto tiempo que él creía en la importancia de dar la palabra. Un hombre sin palabra no puede llamarse a sí mismo como tal. Y Bishop ya había empeñado la suya varias veces en vano, lo había hecho a sabiendas de que no iba a poder cumplirla o que no le correspondía a él la última decisión. Ahora era lo mismo. Le estaba diciendo a Anna que nadie volvería a molestarla, pero ni siquiera él podía estar seguro.
– Vendré a buscarte por la mañana -le dijo, para despedirse, sin darle la mano o un beso, sin rozarla siquiera.
Anna asintió con la cabeza, otra vez la vista fija en la pared, como si el hombre que había venido del pasado no hubiera sido sino un fantasma, un mal recuerdo que esa noche no la dejaría conciliar el sueño, como tantas veces. Robert Bishop, el hombre que una vez se presentó en su casa para ayudarla y acabó condenándola para siempre a las llamas del infierno.
Bishop se marchó despacio, como si levitase sobre los tablones de madera, sin hacer ruido, y antes de perderse en el pasillo que lo llevaría a la salida se volvió para mirarla, sentada en la silla, la vista perdida en la pared, como si buscase la solución a un enigma. Miró la casa por última vez, la escalera, al otro lado del pasillo, que seguramente llevaba hasta la habitación de Anna. Al menos en su coraza exterior, Robert Bishop era un hombre inmune a los deseos carnales y más que capaz de soslayar los sentimientos que le estorbasen, pero no pudo evitar sentir una bola incómoda en la garganta. Pero el instinto de supervivencia ordenó que sus ojos saltasen a la cocina, como un resorte. Encima de la mesa había un cuchillo largo, afilado, y estaba seguro de que muy bien podría haber terminado clavado en su vientre.
Y lo peor de todo, lo que más le inquietaba, era estar convencido de que se lo merecía.