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En el inventario de los desastres ecológicos tenemos que incluir la desaparición, o la cuasidesaparición, de los pregones callejeros. La voz humana, con su entonación, su ritmo, su rima, su picardía, su invención permanente de lenguaje, ha sido reemplazada por automóviles, buses trepidantes, helicópteros. ¿En que rincones de Santiago subsistirán los vendedores de hallullas, hallullas frescas, los afiladores de cuchillos, los compradores de diarios viejos y de botellas vacías, los de "ropita usá", los componedores de somieres, so-mieres?
Un especialista nos podría decir si el tema de los pregones ha ingresado en nuestra literatura. El ruso Mijail Bajtín, uno de los grandes críticos literarios de este siglo, tiene paginas notables sobre el genero de los "gritos de París" en su libro sobre François Rabelais. Rabelais siempre fue analizado como el renacentista por antonomasia, el hombre que introduce la alegría, junto con las luces clásicas, después de la risa un poco triste de François Villon, en el siglo XVI francés. En su libro, obra de una persona que sabe utilizar el marxismo en forma creativa, sin someterse a dogmas y recetas, Bajtín pone el acento en otra parte. Pone el acento, precisamente, en la relación de Rabelais y de su fantástico lenguaje con la cultura popular de la Edad Media. La alegría de Rabelais no es sólo la del Renacimiento, que se libera de las épocas oscuras, represivas, sino la de los carnavales, los lenguajes, los retruécanos, las jerigonzas, las canciones y los juegos de ingenio de las antiguas plazas de ferias.
La primera recopilación de "gritos de Paris", cuenta Mijail Bajtín, fue realizada por Guillaume de Villeneuve en el siglo XIII; la última conocida, hecha por Clément Jannequin, es ya del siglo XVI, y corresponde a los pregones que escuchaba el monje suelto de cuerpo y el médico humanista que era Rabelais. El lenguaje de Gargantúa y el de Pantagruel, sobre todo el de los prólogos de los cuatro primeros Libros, se alimentó de estos pregones populares, formados por cuartetos rimados que se repetían y se clamaban a voz en cuello. En contraste con el latín culto, que transmitía los textos "serios", estos lenguajes de la calle, de la plaza pública, fueron decisivos en la formación de las lenguas modernas.
Bajtín introduce un concepto curiosamente vigente: los pregones eran la publicidad comercial de la época, que se hacia en forma siempre oral y en la que siempre intervenían el humor y el charlatanismo. ¿Como ahora? Es muy probable, con la diferencia de que la calidad estética y oral de los mensajes parece haber decaído mucho.
Había una clara tendencia a la codificación de los gritos, que eran, por esto mismo, reconocibles y repetibles, a condición de que el pregonero tuviera talento para interpretarlos, introducir variaciones, darles su calidad rítmica y musical. Una recopilación de 1545 lleva el titulo siguiente: Los Gritos de Paris enteramente nuevos, y que son, en número, ciento y siete. En la obra de Rabelais, cuando el Rey Anarco ha sido derrotado y ha perdido el trono, Panurgo trata de enseñarle a trabajar y lo hace "gritador de salsa verde", uno de los 107 gritos de la recopilación de 1545. El Rey tiene escasas dotes de pregonero y no consigue aprender bien su letanía.
Los siglos XVII y XVIII, preciosistas, académicos, toman distancia frente a
la crudeza desvergonzada de Rabelais, a sus alusiones continuas a la bebida y
la comida, al bajo vientre, a todo lo escatológico. Es la herencia de la línea
libresca y erudita del Renacimiento, en desmedro del humor y del realismo de
raíces populares. La perspectiva sólo cambiará con la Revolución Francesa.
Uno de los grandes reivindicadores del monje humanista, que Mijail Bajtín
me parece que omite, es Jules Michelet. Michelet, en su Historia de Francia,
cuenta que Ronsard, poeta estetizante ultra refinado, antípoda de Rabelais,
ese "rey de los reidores", fue protegido por algunos personajes de la corte que
deseaban silenciar al monje deslenguado. Mientras Ronsard triunfaba en el
castillo de Meudon, a Rabelais lo instalaron debajo, de cura del pueblo. "Y el
alegre cura", escribe Michelet, "sin atreverse a imprimir, pero visitado por
todo Paris, se desquitaba acribillando de epigramas al poeta real de las
cumbres de Meudon".
Otro rabelaisiano del siglo XIX, junto a Michelet, es Victor Hugo. Rabelais es una clave para entender a Hugo, más allá de su fachada algo pomposa, distanciadora. "El gozo pantagruélico", escribió Hugo, "no es menos grandioso que la alegría jupiterina. Mandíbula contra mandíbula; la mandíbula monárquica y sacerdotal come; la mandíbula rabelaisiana ríe…"
Pero ese lenguaje formidable de Rabelais, perpetuamente creativo, desvergonzado, callejero, resurge sobre todo en la época contemporánea, y resurge donde menos se lo piensa, en James Joyce, en algunos pasajes de Proust, en Céline. Proust, por ejemplo, es engañoso y contradictorio: a primera vista es aristocratizante, intelectualista, y eso provocó el error inicial de André Gide, que leyó por encima el manuscrito de la Recherche, vio que se hablaba de duquesas y princesas, de fiestas mundanas, y aconsejó su rechazo a la editorial Gallimard. Pero en Proust también hay una curiosa veta popular, una sensibilidad para la Francia medieval y campesina. En uno de los últimos volúmenes de la Recherche, en La Prisionera, utiliza extensamente el viejo tema de los "gritos de Paris". El narrador ha conseguido tener virtualmente secuestrada, encerrada en su casa, a Albertina, su amante, la "prisionera", y los ruidos callejeros pasan a constituir un vínculo poético, simbólico, sutilmente relacionado con el tema de los celos, con el mundo exterior. Proust observa que el encanto de los viejos barrios aristocráticos consiste en que son, "al lado de eso, populares". Lo compara con el contraste que hubo en épocas pasadas entre las catedrales y las ferias ambulantes, que se instalaban cerca de sus portales y que llegaban a darles el nombre, como en la catedral de Rouen, donde todavía se conoce el portal "de los libreros".
Esos contrastes, donde la creación de lenguaje vivo se produce a los pies de los centros eclesiásticos, que eran los conservadores del latín, el idioma culto, es uno de los puntos más destacados por Bajtín en su análisis de Rabelais y de la cultura popular medieval. Aunque parezca extraño, la visión de Bajtín, que parte de una perspectiva tan diferente, se encuentra con la de Marcel Proust. Proust enumera con fruición una diversidad de pregones y establece, al comienzo, una relación con los recitativos del Boris Godunov y de Pelléas et Mélisande, las óperas de Mussorgsky y de Claude Debussy que en ese tiempo estaban de gran moda en Europa. Después desarrolla este asunto y compara algunos pregones con las letanías y las cesuras adentro de los versos y en el interior de las palabras que eran propias del canto gregoriano.
"A la tendresse, à la verduresse
Artichauts tendres et beaux
Ar-tichauts…"
Son gritos tan cercanos a la creación pura, como la poesía, que sólo admiten una traducción libre: "A la ternura, a la verdedura/Alcachofas tiernas y hermosas/Al-cachofas…" Proust nos explica que la vendedora, al empujar su carretilla, "utilizaba para su letanía la división gregoriana… aun cuando fuera probablemente ignorante del antifonario y de los siete tonos que simbolizan, cuatro las ciencias del cuadrivium y tres las del trivium".
La distancia frente a lo libresco, la sensibilidad para la voz de la calle, de la tierra, de la tradición campesina, representada en la Recherche por la inolvidable Françoise, cuyos modos de hablar son reproducidos y comentados con regocijo en diversas secciones, son ingredientes que se encuentran siempre en la literatura superior. Rabelais es uno de los polos, con su oído extraordinario para el habla de la calle, de la feria, del carnaval. Swift es el Rabelais inglés, o irlandés, mejor dicho, y su heredero es James Joyce, otro gran reidor e inventor verbal.
"Bebedores muy ilustres, y vosotros, muy preciosos viruelosos, porque a vosotros, y no a otros, están dedicados mis escritos…". Así comienza ese mar de invenciones, de bromas, de retruécanos, de aventuras inverosímiles, que es "La vida muy horrífica del gran Gargantúa, padre de Pantagruel, compuesta antaño por el señor Alcofribas (anagrama abreviado de François Rabelais), Abstraedor de Quinta Esencia".