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Siempre estamos divididos ante el pasado. El pasado es una nostalgia y un lastre, una fuerza depresiva. Algunos se suicidan porque no consiguen dejarlo atrás. Otros viven paralizados. ¿En qué consistió, por ejemplo, la prehistoria democrática chilena? ¿Fue una pura fórmula, una democracia de fachada, como tratan de hacernos creer hoy algunos por motivos perfectamente interesados? Es curioso que las sociedades de hoy, en diferentes lugares y circunstancias, se planteen el problema de sus historias recientes, de sus pretéritos inevitable y melancólicamente imperfectos. La glasnost soviética, sin ir más lejos, es un intento, entre otras cosas, de introducir transparencia en un pasado fuertemente opaco, sombrío, sembrado de trampas. Existe, sin embargo, una necesidad imperiosa de abrir ventanas, de sacudir fantasmas, de sacar los cadáveres escondidos en los roperos.
Un periodista chileno encuentra en la Biblioteca Nacional de París, detrás de unas estanterías polvorientas, una momia que había sido olvidada hace más de un siglo y que pertenece a Petemenofis, joven que vivió alrededor del año 116 después de Cristo y que fue descubierto por exploradores franceses en uno de los templos de Tebas. ¿Por que la sociedad egipcia, hace miles de años, también estaba obsesionada por su pasado, por sus muertos? ¿Por qué trataba de reescribir su historia, de ocultarla y a la vez de ponerla en evidencia? Los más antiguos rastros del hombre, en America, en el Oriente Medio, en Asia, en el Norte de Europa, son monumentos funerarios, expresiones del culto a los muertos, ejercicios y ceremoniales de la memoria.
No es extraño que las memorias, como género literario, y todas las manifestaciones de la historia privada o de la historia secreta, toquen puntos ultrasensibles, increíblemente conflictivos. Gorbachov ha permitido ahora que se publiquen las de Anastas Mikoyan, que sobrevivió a las purgas de Stalin y que quiso dejar un testimonio de sobreviviente. ¿Hasta dónde llegó Mikoyan en el relato de su versión, de su relativa verdad?
Un chileno residente en Berlín Occidental, profesor de filosofía, Victor Farias, descubre otra momia detrás de otros armarios. Después de hurgar durante años en papeles, en archivos de los dos lados de Berlín y de las fuerzas de ocupación aliadas, con tenacidad notable, no se sabe si digna de mejor causa, encuentra las pruebas flagrantes de la militancia nazi de uno de los grandes filósofos de nuestra época, Martin Heidegger. Encuentra su carné del partido y los recibos que acreditan el pago puntual de sus cuotas hasta 1945, hasta el descalabro final. Exhuma fotos en las que Heidegger, el heredero directo de Kant, de Hegel, de Federico Nietzsche, está rodeado de jerarcas uniformados y de banderas, entregado a la fiebre del mesianismo germánico. Yo recuerdo un poema de Unamuno en que hablaba del "demonio germánico" y citaba a Hölderlin, a Kleist, a Lenau. Ese demonio condujo a Heidegger a embriagarse con la idea de la superioridad de su cultura, de su inteligencia. Hay que confiar en la inteligencia, en la racionalidad, pero hay que desconfiar de su soberbia y de su exceso.
La investigación de Farias, resumida en un libro de 600 y tantas paginas publicado en Francia, es más bien política y biográfica que filosófica, pero no por eso deja de plantear un problema serio para la filosofía moderna. ¿Será posible leer ahora a Heidegger, el pensador genial, sin tener en cuenta las opciones confusas y fanatizadas de Heidegger el ciudadano? Recuerdo una polémica en la que se decía que Sartre era un escritor de talento y no un filósofo. Podríamos sostener, igualmente, que Heidegger fue un brillante autor del género especulativo y un lamentable y despistado ciudadano, que llegó a creer en un momento, como lo demuestra Farias, que el propio Adolfo Hitler era demasiado politiquero y "blando". Claro está, oponerse a la corriente, para los que se quedaron en Alemania, no era cosa fácil. Pero Heidegger quiso ponerse en la cresta de la ola. Mientras otros, como los hermanos Heinrich y Thomas Mann, eligieron la resistencia y la emigración.
Tenemos que rescatar y poner en evidencia los pasados, por difícil que sea.
Tenemos que saber, por ejemplo, cuáles fueron los méritos concretos y las
debilidades de nuestra democracia pretérita. No convertirla en un mito, sino
en un punto de referencia y en una base para una alternativa de futuro que sea
razonable, posible.