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La vanguardia literaria nuestra fue afrancesada, heredera lejana de Darío y sus jardines versallescos y, como tal, se sometió a las normas e, incluso, a las manías de sus maestros franceses: suprimió la puntuación y la rima, buscó la alquimia del verbo, se fascinó frente a la revolución surrealista y también, en muchos casos, frente a la Revolución de Octubre.
Había, sin embargo, otras manifestaciones de la modernidad, de la renovación estética. Habrían debido encontrarse, en teoría, más cerca de nosotros, pero estaban, de hecho, muy lejos, en un mundo que desconocíamos. Nos deslumbraron los "ismos" franceses e ignoramos, por ejemplo, toda la investigación y la reflexión que descubría, a comienzos de siglo, la estructura extraordinariamente avanzada, moderna, del Quijote. Ortega, Unamuno, Azorín, Américo Castro desterraban la crítica farragosa, acumuladora de datos, esterilizadora, y mostraban a Cervantes como hombre del Renacimiento y a su Quijote como metáfora de la vida española y obra de una suprema ironía.
Esos duques que encuentran al Caballero de la Triste Figura y a su escudero en un bosque, en la segunda parte de la novela, y que los reconocen porque han leído la primera, representan uno de los primeros juegos de espejos, uno de los primeros sistemas de cajas chinas en la historia de la literatura. Los duques, utilizando la lectura que han hecho de la primera parte, organizan un conjunto asombroso de representaciones teatrales y de burlas.
Burlas y veras, Don Quijote, perseguido por la bella Altisidora, lucha en la oscuridad contra un gato, mientras Sancho se ve transformado en gobernador de la ínsula Barataria. El caso sirve de pretexto para un arte de gobernar en broma que vale por muchos tratados.
Ahora se descubre otra gran renovación estética que nosotros también ignorábamos: la de Fernando Pessoa en la lengua portuguesa. Ignorancia hasta cierto punto justificada, puesto que los mismos portugueses han tardado mucho en conocer bien a su gran poeta moderno. Pessoa fue profundamente anglófilo y profundamente lusitano. Tuvo muy poco que ver, pues, con esos movimientos de Paris que deslumbraron a escritores y artistas latinoamericanos y españoles. Su impulso renovador fue menos formalista y más intelectual, más filosófico. En Barcelona se acaba de publicar la traducción al castellano del inconcluso Libro del desasosiego editado en Portugal sólo hace muy poco.
En el prólogo del Libro del desasosiego Pessoa cuenta que cenaba todos los días, a la misma hora, en un pequeño restaurante situado en un entresuelo, encima de una taberna. También cenaba ahí todos los días un hombre de unos 30 años, pálido, desprovisto, en apariencia, de cualquier interés, que comía poco "y terminaba fumando tabaco de hebra". Un día hay un incidente en la calle, los dos se asoman por la ventana y cambian algunas palabras. Mucho después, el hombre le confiesa que es lector de "Orpheu", la revista de vanguardia que editaba el poeta en Lisboa. El poeta se asombra. "Orpheu" es lectura difícil. Pues bien, ocurre que el hombre pálido de 30 años, empleado de una oficina comercial, escribe en las noches.
Suponemos que su nombre es Bernardo Soares, el nombre del autor de los apuntes que forman el Libro del desasosiego. Bernardo Soares, lector de Pessoa e invención suya, como los duques de la segunda parte del Quijote, lectores de Cervantes, nos introduce, desde 1912, por una puerta que no habíamos visto, en la modernidad. En otra revolución estética.