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No hay que hacerse demasiadas ilusiones. El mundo se llena de libros. Aumentan las pilas de libros en las estanterías, en los supermercados, pero esto no es una demostración segura de que se lea más. Los países de habla castellana tenemos índices de lectura bajos, inferiores a los franceses, los escandinavos, los alemanes. Tenemos libros, y hasta compradores de libros, pero tenemos pocos lectores.
Estuve a comienzos de este año en los Estados Unidos, de profesor en una universidad del interior, y ahora he viajado a presentar mi última novela en Madrid y en Barcelona. Cuando me entrevistaron periodistas de la hoja local de Fort Collins o del diario principal de Denver, la capital de Colorado, habían leído todo lo que habían pedido, buscando traducciones de cuentos o de artículos en viejas revistas, quemándose las pestañas, y se habían informado, habían indagado, habían tomado el teléfono para hacer consultas a personas que me conocían, incluso a larga distancia.
Ahora mis editores barceloneses me organizan entrevistas y yo cumplo con el programa en forma disciplinada. Voy a donde ellos me dicen que debo ir. El contacto con los entrevistadores catalanes o madrileños siempre es fácil, suelto, con toques de humor, con algún aspecto personal, amistoso. Eso si, he observado que todas las conversaciones comienzan con una frase ritual: "No he tenido tiempo de leer tu libro, así que tú me lo contarás…"
Nadie se ha dado el trabajo de leer nada. Nadie piensa que ese trabajo tenga algún sentido. Hay, claro está una o dos excepciones, pero corresponden a escritores que practican la forma ocasional de periodismo literario. Es decir, corresponden a excéntricos de la escritura y de la lectura. Constituyen la excepción, no la norma.
El asunto me ha hecho recordar una estada muy anterior en los Estados Unidos, a fines de la década del 50. Había obtenido una beca de estudios y me pasaba horas interminables encerrado en el subterráneo de una biblioteca, sumergido en un paraíso libresco. Uno de mis cursos estaba dedicado al siglo XVI en Europa. Recuerdo el silencio de aquel subterráneo mientras pasaba las paginas de Maquiavelo, de Huizinga. Un día el profesor pidió un voluntario para explicar al curso, a la semana siguiente, la Historia de los Papas, de Ranke, obra en 12 o en 14 tomos, ya no recuerdo, y tuve la audacia de ofrecerme. Cuando llegó el día de la explicación, había conseguido leer uno de los gruesos volúmenes y la mitad del segundo. El profesor, Mr. Harrison, especialista de categoría internacional, montó en cólera. "Un historiador", dijo, "es una persona capaz de tomar un texto de mil páginas durante una hora y sacarle las entradas".
Fue su frase textual. No la olvidaré nunca. Y fue una gran lección. Porque
si uno, como estudiante, aprende por lo menos a leer, ya ha aprendido mucho.
Y este aprendizaje indica que existen diversos niveles de lectura: desde
examinar una solapa, un índice, unas cuantas páginas dispersas, hasta apurar
la última frase y la última esencia de un texto. Pero hay que abrir los libros,
perderles el miedo, agredirlos, degustarlos… Los franceses dicen que la lectura
es el vicio sin castigo. Veo, en cambio, a los jóvenes periodistas españoles
sentándose cada día frente a un entrevistado diferente y repitiendo, con la
mejor de las sonrisas, la frase ritual. No he tenido tiempo, pero, así es que, en
fin… Una sonrisa que parece indicar que están en el limbo, en un agradable
limbo.