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Existen escritores que tienden a quedarse encerrados en su habitación, a efectuar viajes alrededor de su dormitorio o a describir su aldea, y se da, también, con cierta frecuencia, el caso del plumífero transhumante, vagabundo. Pertenezco, por lo visto, sin la menor duda, a esta segunda especie. Ahora he cambiado por algún tiempo mi domicilio de las vecindades del cerro Santa Lucía por otro en la Mommsenstrasse, a una cuadra de distancia de la Kurfürstendamm, en el corazón de Berlín y en las fronteras, digamos, de Occidente. Si camino un poco en dirección al este o al noreste, pronto atravieso el Tiergarten y me encuentro con el Muro. Entretanto, antes de iniciar mis exploraciones, me veo rodeado de nombres celebres y que carecen para mí, por ahora, de todo contenido: el mismo Tiergarten, el Spree, Charlottenburg, la Pfauen Insel o Isla de los Pavos Reales. El Unter den Linden, el de tantas novelas y películas de la década de 1920, quedó atrás, al otro lado de la Puerta de Brandenburgo, y no sé, con mi pasaporte chileno, si me dejarán visitarlo. Nosotros, para enredar un poco las cosas, de por si enredadas, tenemos nuestra guerra particular. Nos hemos convertido en especialistas en guerras particulares.
Me recibe en el aeropuerto un hombre de mediana edad, simpático, vestido de una manera informal, con aspecto de intelectual de izquierda, y que se desplaza en un Mercedes Benz de color amarillo, como cualquier ricachón chileno que viaja a su casa de Zapallar o a su fundo de Rancagua. Me imagino el diálogo con el ricachón chileno: hablaríamos de la rentabilidad de los depósitos en dólares, y del mal estado de los caminos, y de cómo los desórdenes callejeros molestan a la gente y favorecen la estabilidad del régimen.
Mi anfitrión del Mercedes Benz amarillo tiene preocupaciones y hasta obsesiones muy diferentes. Me recomienda que no compre leche fresca, ni carne, ni nada que sea de color verde. Las autoridades, en general, explica, han tratado de minimizar los efectos del accidente de Chernobyl, porque todos están interesados en el desarrollo de la industria nuclear. No se le puede creer a nadie. En Francia, incluso, debido a la importancia de los programas nucleares, se ocultaron informaciones en el primer momento, igual que en la Unión Soviética. Y ocurre que en Alemania Oriental, a sólo 40 kilómetros de distancia de Berlín, existe una planta idéntica a la de Chernobyl, instalada en la misma época, con la misma técnica.
"Sólo nos queda esperar -digo- que los ingenieros y los obreros alemanes sean más eficientes, menos descuidados, que sus colegas rusos."
Mi anfitrión se encoge de hombros y mira el cielo. Como acaba de llover, piensa que las partículas radiactivas han bajado y han recubierto la ciudad con una capa venenosa e invisible. Me deja en mi departamento de la Mommsenstrasse y parte a toda velocidad, como si huyera de las nubes polucionadas.
Salgo a dar un paseo, a hacer un reconocimiento del lugar, y encuentro en la calle una manifestación ecologista. La preceden tres carros de la policía, que se anuncian con sus luces azules intermitentes. Detrás de ellos, unos 800 o mil jóvenes cantan sus slogans rítmicos, tranquilos, en perfecto orden. Cierran el cortejo 20 ó 30 policías armados de palos, provistos de cascos, y que caminan al mismo paso, con expresiones de aburrimiento. Desde las terrazas, los berlineses beben su leche, comen su carne con lechugas, y contemplan el desfile con perfecta indiferencia. Sin embargo, la juventud de los manifestantes, sus barbas, sus melenas, no demuestran que estén necesariamente equivocados.