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Aquí se siente la presencia, la cercanía pesada, el viento frío que viene del Este. No hay vuelta que darle. La frontera del mundo contemporáneo es un muro pintado, por un lado, de todos colores, lleno de turistas japoneses con máquinas fotográficas, y por el otro, incoloro, aséptico, vigilado por parejas de soldados de uniformes grises. Aquí, cuando hay un accidente nuclear en Ucrania, la lluvia radiactiva cae sobre nuestras cabezas y se adhiere a las suelas de nuestros zapatos. No es broma. Los amigos nos aconsejan que nos saquemos los zapatos al entrar a la casa, para no repartir radiactividad por las alfombras. Unos creen que hay exageración, histerismo, y otros sostienen que ninguna precaución es suficiente. ¿Con que nos quedamos, entonces?
El Este está cerca, a la vuelta de la esquina, en la próxima estación del Metro. Vamos por una espaciosa avenida y esa avenida, descubrimos de repente, desemboca en la puerta de Brandenburgo. Para continuar nuestro inocente viaje en forma normal tendríamos que pasar de un sistema al otro, del capitalismo al socialismo. ¡Nada menos! Lo irónico del asunto es que la ancha avenida fue diseñada en el siglo XIX para que desfilaran los ejércitos prusianos. Por eso nos encontramos con las estatuas monumentales de Bismarck y de Moltke. Y vemos más allá un túmulo con inscripciones en caracteres rusos y unos soldados que hacen un cambio de guardia a paso lento, lentísimo. Son los mejores alumnos de la Academia de Guerra de Moscú, explica alguien. Montar guardia en ese monumento a los caídos del Ejército Rojo es un honor codiciado por ellos.
El Este está cerca y el Tercer Mundo, en cambio, es remoto, folclórico, de cartón piedra. Unos amigos alemanes me invitan a ir con ellos a una fiesta chilena. Es un acto evidente de buena voluntad, de acercamiento. Si soy chileno, se supone que me gustará asistir a una fiesta chilena. La orquesta es heterogénea, pero está dominada por la voz, por la personalidad, por el ritmo de un viejo cubano de Guanabacoa, el distrito negro del puerto de La Habana. Guanabacoa… coa… coa… canta, con voz algo cascada, pero con sentido de los ritmos del trópico, el viejo músico. "Música chilena", dicen mis amigos alemanes, buscando mi aprobación con la mirada. Yo sonrío. Explicar las diferencias, los matices del remoto mundo latinoamericano, esa parte del llamado Tercer Mundo, en medio del bullicio infernal, de las parejas que bailan la salsa y la cumbia, no es tarea fácil. Les cuento que en Chile se escucha más "heavy rock" que otra cosa y parecen perplejos, desconcertados. ¿No seré yo un infiltrado, un falso chileno? Porque tengo, al fin y al cabo, unos rasgos demasiado poco indios, que no cuadran con la imagen de marca del latinoamericano, el "latino". El buen "latino" es un "latin lover", y es un hombre con un poncho, una guitarra, unos pómulos salientes, una tez olivácea.
En algunos casos, el compromiso con el Tercer Mundo va más allá de una fiesta con empanadas, con cerveza berlinesa y con cumbias. Gunther Grass abandona la presidencia de la Academia de las Artes y parte a vivir una temporada en Calcuta. A mirar el Tercer Mundo con los propios ojos y hacer la experiencia con la propia piel. Es, después de todo, una decisión seria, que tenemos que respetar: la decisión de conocer por uno mismo, sin que a uno le cuenten cuentos, el hambre, los muertos en las calles de Calcuta.