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Después de pasar un semestre universitario en los Estados Unidos, he regresado a mi angosta faja de tierra y me he vuelto a instalar en mi hongo de smog, frente a los árboles agobiados del cerro de Santa Lucia, en el casco antiguo de la ciudad de Santiago. Aquí trato de readaptarme al ritmo de la vida chilena. El asunto no es nada de fácil. Tengo la impresión de que el smog penetra en los espíritus y provoca un estado colectivo de somnolencia, un decaimiento general.
Existen, felizmente, antídotos, recursos imprevistos contra la confusión o la polución anímica. A poca distancia de mi casa, en el edificio ligeramente babilónico, ahora remozado, de la Biblioteca Nacional, se conmemoran los cien años de la Academia Chilena de la Lengua. Rubén Darío, si no recuerdo mal, le pedía al Señor que lo librara de las epidemias y las academias. Sin embargo, en tiempos difíciles (parafraseando a otro poeta), uno llega a descubrir que las academias sirven. E incluso los diccionarios, esos libracos polvorientos, de reputación más bien antipoética.
El representante de la Real Academia Española en los actos conmemorativos, don Valentín García de Yebra, basa parte de su discurso de saludo en una interpretación de la Oda al Diccionario de Pablo Neruda. Regreso a mi estudio, releo la Oda y recurro de inmediato a los "magnánimos graneros", como dice el poeta, de una Enciclopedia del Idioma. El lector chileno y sobre todo el santiaguino, el habitante de la nube de smog, que tiene el oído habituado a la sordina de las discusiones de nuestro cuadrilátero central, adivinará fácilmente las palabras que he buscado.
Se habla en estos días con insistencia del levantamiento del Estado de Sitio, decretado por el gobierno a comienzos de noviembre del año pasado, y de su reemplazo por el Estado de Emergencia. Parece que algunos escrúpulos de la Administración Reagan, que concede sus avales financieros a la economía criolla, se verían aliviados de este modo. La Constitución Política de 1980, propuesta por el régimen militar y aprobada mediante un plebiscito, determina que en el Estado de Sitio la autoridad puede "suspender" la libertad de expresión y de información y que en el Estado de Emergencia sólo puede "restringirla". Pues bien, el Tribunal Constitucional chileno examina en estos días una misteriosa "ley orgánica sobre estados de excepción", texto que no ha sido entregado al conocimiento de los simples mortales. Los enterados, sin embargo, aseguran que la ley orgánica "interpretará" la Constitución en forma de que las atribuciones de la autoridad durante el Estado de Sitio pasen a regir también durante el Estado de Emergencia en lo que se refiere a los medios de comunicación.
Se supone que así el gobierno podría mejorar su imagen internacional, levantando el Estado de Sitio, sin perder ninguno de sus poderes para controlar la prensa.
Como se ve, por extraño que parezca, el tema del Diccionario y de sus usos y abusos está de rigurosa actualidad en mi tierra. Después de releer la Oda nerudiana, no busqué las palabras "manzano, manzanar o manzanero", ni "caporal, capuchón", ni "captura, capucete, capuchina". No están los tiempos para licencias o extravagancias poéticas. Me fui directamente, como ya lo habrá supuesto el lector avisado, a las palabras "restringir" y "suspender".
Restringir, del latin "restringere": Ceñir, circunscribir, reducir a menores límites.
Suspender: Detener o diferir por algún tiempo una acción u obra.
Como las tristes circunstancias y la dilatada experiencia me han llevado a preferir, en mis años maduros, los males menores, espero que triunfe el Diccionario y que no se nos suspenda por tiempo indefinido con el pretexto de restringirnos. Ya es bastante malo que la libertad de expresión y de información esté reducida a limites menores, pero ¿que sucederá con una generación entera suspendida, olvidada de esta libertad, que estuvo unida a la fundación de nuestra República, y obligada en consecuencia, a inventar el Diccionario, con sus frutos magnánimos, tarde, y a no saber o no poder usarlo?
Empezamos, pues, a descubrir, en este primer centenario de la Academia, la de José Victorino Lastarria, el liberal intransigente, y la del conservador Zorobabel Rodríguez, autor, precisamente, de un notable Diccionario de chilenismos, que este "sistemático libro espeso", a pesar de su "chaquetón de pellejo gastado", sirve, y no sólo para escribir poesías o para encontrarle al lenguaje sonidos celestiales.
Sirven los Diccionarios, y sirven, después de todo, aunque sólo sean otorgadas o más o menos plebiscitadas, las Constituciones. Entre otras cosas, porque no se someten, porque de pronto se burlan de sus presuntos dueños, y porque tienen, según explica la Oda, la virtud de rebelarse, de mover sus hojas y sus nidos, como grandes árboles independientes.
¿Qué estará diciendo, qué estará resolviendo, a todo esto, el sesudo Tribunal Constitucional? Los enterados sostienen que hay conflictos y polémicas acaloradas. Por mi parte, he llegado a la conclusión de que uno de los secretos para soportar la vida en "estado de excepción" es un recalcitrante optimismo.