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La libertad comienza por casa

He tenido que viajar hasta Berlin Occidental, hasta el corazón dividido del Viejo Mundo, para comprender, o, mejor dicho, para terminar de comprender algunas de las deformaciones persistentes que rodean al caso chileno y que han servido, en último término, para prolongar la vida de la dictadura. Desde luego, este viaje ha sido instructivo para observar de cerca un fenómeno evidente: una de las cosas que nunca tuvo la Unidad Popular, ni antes ni ahora, fue precisamente, unidad. Tuvo aspectos populares, si, aunque quizás no siempre, pero la unidad ha brillado en todas las etapas por su ausencia. Si uno escucha hablar, por ejemplo, de los trabajos de los comités chilenos del exilio, uno conoce historias triviales, monótonas, de luchas de facciones. Uno recuerda la frase de Talleyrand, desprendida de su contexto: estos personajes no han olvidado nada y no han aprendido nada.

Después de tantos años, continúa la división generalizada, la práctica de la exclusión, el sectarismo acusatorio, denigratorio, intolerante. Hay algunos silencios discretos, pero sólo son silencios, y la hostilidad latente no es difícil de adivinar. Si uno pensaba que la conciencia de los chilenos maduraría está obligado a desengañarse. Hay procesos personales interesantes, sin duda, pero aislados. No observo todavía, ni mucho menos, esa evolución gradual y profunda que fue el secreto de la España de la transición; esa evolución que permitió la aparición de un Rey demócrata, de ex franquistas que ahora han desfilado por las calles de Madrid en solidaridad con la causa de la libertad en Chile, de comunistas que en su momento se hicieron eurocomunistas y cambiaron hasta de lenguaje, de un socialismo europeo, moderno, posibilista, como es el de Felipe González.

La oposición chilena ha cambiado algo, pero sólo algo. Todavía sigue cargada con el lastre de pesados anacronismos. Practica con facilidad la agitación, el lirismo evocativo, la retórica, pero tiende a descuidar el análisis.

Pide la libertad para Chile, pero aún está lejos de haber creado en su seno una atmósfera de autenticas libertades. Conviene decirle, y demostrarle, que la libertad comienza por casa.

Los grupos europeos que solidarizan con la lucha democrática chilena no se plantean a fondo, o quizás prefieren pasar por alto, los problemas reales, profundos, de nuestra oposición. He asistido a manifestaciones de solidaridad en muchas partes: en Suecia, en España, en Francia, en Alemania. Daré ahora un ejemplo cualquiera, un ejemplo que tiene el único mérito de ser reciente. A raíz de un nuevo aniversario del 11 de septiembre de 1973, la fecha de la muerte de Allende y la destrucción definitiva del viejo sistema político chileno, me invitaron en Berlin Occidental a una discusión sobre la cultura en Chile: el arte como resistencia y la resistencia por el arte. El título, como se ve, no estaba mal, pese a su barroquismo un tanto peligroso. Pues bien, hubo una introducción que determinó el tono del acto, un tono que corresponde, me imagino, al de las manifestaciones prochilenas de toda esta región de Europa. Primero se transmitió, se volvió a transmitir, la grabación del conocido último discurso radial de Salvador Allende. Después se escuchó una grabación de los funerales de Pablo Neruda, una grabación cuyos pasajes más destacados eran los gritos a Allende y Neruda y el canto de la Internacional por la concurrencia. Desaparecía el Neruda de carne y hueso, el poeta lírico, y ocupaba el escenario el símbolo. En seguida se escuchó recitar a algunos poetas del interior: poetas de segunda línea, cuya retórica simple, de combate, sonora y algo hueca, recordaba la del realismo socialista de comienzos de la década del cincuenta. Es decir, el público alemán escuchaba con unción a los seguidores retardados del peor Neruda, el Neruda de los años finales del estalinismo, anterior a la Sonata crítica.

La participación alemana en el acto, sin duda, era generosa, bien intencionada. Y la concurrencia, mitad latinoamericana, estaba convencida de antemano. No sé si asistió alguien que perteneciera a la categoría de los no iniciados en el tema. Si hubiera asistido, habría pensado que en Chile sólo existen dos fuerzas políticas: el pinochetismo y el allendismo, la extrema derecha y la extrema izquierda. En esas condiciones, es muy probable que su entusiasmo por la democratización chilena se hubiera enfriado. En cualquier caso, su visión de la lucha del país por recuperar sus libertades habría sido parcial, insuficiente, en algún sentido ahistórica.

Es el pinochetismo, justamente, el que busca erosionar el centro político y el que se exhibe como única fuerza válida frente a una extrema izquierda que acepta ahora el camino de la guerrilla. Nosotros, en cambio, debemos mostrar la variedad, la complejidad, las posibilidades democráticas de la sociedad chilena. El acto de Berlin, a pesar de todo, sirvió para explicar que la lucha de los intelectuales, los escritores, los artistas, se ha desarrollado en Chile en un contexto menos simple, menos esquemático, más variado y rico, que el que se suele imaginar desde fuera. En medio de avances y retrocesos, se han conquistado espacios de libertad que casi siempre asombran a los extranjeros.

Hacia el final de la discusión se planteó un problema revelador y típico: ¿puede un intelectual, un escritor chileno, aparte de denunciar la dictadura, abordar todos los temas de la cultura contemporánea? Hace poco, Jaime Alazraki, profesor de literatura en Harvard, Massachussetts, dirigió una carta furibunda a El País de Madrid en contra de José Donoso. Lo acusaba de haber descrito en una crónica unos encuentros con Jorge Luis Borges, en lugar de ocupar ese tiempo y ese espacio en denunciar los crímenes de la dictadura.

En otras palabras, los escritores chilenos deberíamos reducir nuestro horizonte mental y dedicarnos en forma exclusiva, monotemática, a combatir nuestro régimen político. Lo demás seria debilidad, frivolidad, traición. Pues bien, ocurre que Donoso ha tomado claras posiciones públicas en contra del pinochetismo, y además escribe sobre Borges, y sobre el orientalista del siglo XIX Richard Burton, y sobre Henry James. Esto le significó perder hace poco el Premio Nacional de Literatura. Le significa tener el respeto de los lectores, pero el desdén de las autoridades de su país, que en una oportunidad, hace un par de años, lo detuvieron por algunas horas, por razones políticas, en una remota comisaría de la isla de Chiloé.

Extraño asunto: pedir la libertad para Chile y practicar la más flagrante intolerancia contra un escritor de la categoría de José Donoso por el delito de contar unos recuerdos literarios. Todo esto, claro está desde la peligrosa trinchera de una cátedra en Harvard o de un año sabático en Barcelona.

Vuelvo aquí a mi punto de partida. Cuando los grupos del exilio chileno, y los extranjeros que solidarizan con ellos, pasen de la prédica de la libertad a su práctica efectiva, el inmovilismo actual de la sociedad chilena empezará a terminarse. De lo contrario, las divisiones generalizadas, la intolerancia, el oscurantismo, serán, sumados, el equivalente algebraico de la persistencia de la dictadura.