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El rey de las ranas

Me han preguntado mucho, en estos días, mi opinión sobre la fronda aristocrática. Habría que saber, primero, he contestado, de qué aristocracia se trata, puesto que no conozco ninguna en este país, donde los mayorazgos y los títulos coloniales fueron abolidos por Bernardo O'Higgins, y en seguida, de que fronda.

La expresión, consagrada en uno de los pocos ensayos chilenos clásicos de este siglo, obra de Alberto Edwards Vives, empezó a utilizarse en la Francia del cardenal Mazarino, a comienzos del XVII, durante la minoría de edad de Luis XIV. Los "frondistas" eran los cortesanos que hablaban mal de Mazarino y de su gobierno, murmuradores que pronto empezaron a adquirir la categoría más peligrosa de conspiradores. La fronda degeneró en una guerra civil declarada, abierta, y fue el preludio de la dominación del gran rey, el Rey Sol, de cuyas cualidades como hombre de Estado nadie, ni siquiera Mazarino, tenía la menor sospecha.

La conspiración de los frondistas, encabezados por el príncipe de Condé, y la guerra civil subsiguiente, están contadas en algunas obras maestras de la literatura francesa. Sobre todo pienso en las memorias del cardenal de Retz, escritor notable y conspirador perpetuo, impenitente, y en el libro monumental de Voltaire titulado El siglo de Luis XIV. Retz, el cardenal, es un prosista vivísimo, uno de los mejores de su idioma. Al leer las Memorias de la Fronda, el lector se siente arrastrado a las calles de Paris, envuelto en los acontecimientos, en un ínfimo espacio formado por el Louvre y por el Puente Nuevo. Detrás de esos muros de piedra y de los altos ventanales que daban al río, el joven Luis XIV aprendía a tomar las riendas del poder y a no soltarlas.

Voltaire escribió su libro inspirado en sus principios libertarios, que abrirían el camino a la Revolución, pero fascinado, casi dominado por la sombra del gran personaje: el constructor, el creador, el protector de las letras y de las artes, el amigo de Racine, el rey que tuvo que pelear con el obispo de París para conseguir que autorizara la sepultación de los restos de Molière.

El problema del poder central, el de la unidad, el de la impersonalidad del poder en su lucha contra las facciones, representadas en esa época por familias y por grupos muy pequeños, se planteó, inevitablemente, desde los comienzos de la independencia americana. Las respuestas autoritarias tuvieron gran auge en todo el mundo hispánico, en contraste con lo que había sucedido en los Estados Unidos de América del Norte. San Martín propuso la alternativa monárquica e hizo sondeos para ofrecerle la corona de Buenos Aires a un Borbón hijo de Carlos IV, don Francisco de Paula. Don Francisco, dando una prueba más del buen sentido político de los borbones, no aceptó el "regalo". Simón Bolivar se burló de este proyecto de San Martín en la forma siguiente: "Un rey europeo en América, dijo, será el rey de las ranas".

Bolivar creía tener una solución más práctica, más adecuada a nuestra idiosincrasia: una república en la que él mismo sería presidente vitalicio. Al saber esto, José de San Martín le habría devuelto la mano con otra frase: "No podremos nunca obedecer como a soberano a un individuo con quien habremos fumado nuestro cigarro en el campamento." Frases históricas, probablemente inventadas por la historia.

Como lo señala muy bien Mario Góngora en su prólogo a la nueva edición de La fronda Aristocrática en Chile, Alberto Edwards se hizo excesivas ilusiones sobre el carácter impersonal del régimen portaliano. Después se ilusionó con la dictadura de Ibáñez y fue ministro suyo hasta el último día, sin captar las razones que motivaron ese desenlace.

En contraste con Bolívar y con San Martín, Jorge Washington recibió de su ejército la oferta del poder vitalicio y la rechazó con indignación. Esa renuncia es uno de los orígenes de la democracia sólida del Norte. En las ex colonias españolas, en cambio, el croar de las ranas se ha escuchado siempre. Ser república y hablar en castellano, tanto en la península como en el Nuevo Mundo, es un problema casi tan difícil como el de la cuadratura del círculo.