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Los viejos y los vejestorios

Un amigo mío se acerca y me dice, con un dejo entre confianzudo y agresivo: "No entendí una de tus últimas crónicas. Ya no recuerdo cuál".

"¿No la entendiste, o no quisiste entenderla?"

"No la entendí, pero creo que tampoco quise entenderla. ¡Para que!"

Eso me pasa, pensé, por meterme a escribir sobre asuntos de actualidad: sobre los fusilados de Calama o sobre políticos delirantes de nuestro mundo contemporáneo, sobre el IVA a la cultura o sobre los sucesos de Europa del Este. De vez en cuando me tienta la actualidad, pero muy a menudo me agobia. La crónica no tiene por qué ser tributaria de los acontecimientos del día. La crónica es un género literario más: un género conciso y digresivo, burlón y poético, situado a mitad de camino entre el ensayo, el epigrama, el reportaje. El primer cronista de la literatura moderna fue el doctor Johnson, y publicaba sus columnas, escritas al correr de la pluma en un rincón de la mesa donde bebía cerveza en compañía de algunos amigos, en un periódico que él hacía casi entero y que se llamaba The Rover, es decir, de acuerdo con mi diccionario, el "vagabundo errante, vagamundo". La crónica es un género algo distraído, errante, cambiante, ligeramente ocioso, y, por eso mismo, por ser ocioso, necesario. He leído crónicas admirables sobre mariposas, sobre pájaros, sobre las batallas campales entre los partidarios y los enemigos de la Malibrán, una cantante española que vivía en Paris en la primera mitad del siglo XIX. Si no escribimos de pronto sobre cosas viejas e inútiles, si no leemos libros que han dejado de estar de moda, perecemos por asfixia. Hace años fui a una casa prestada en la costa chilena. Llevaba mis lecturas, mis obligatorias lecturas, como de costumbre, pero sucedió que esa casa tenia los restos de una biblioteca de Valparaíso de comienzos de siglo. Había gran abundancia de novelas de Walter Scott y de libros de Thomas Carlyle. Dejé a un lado las lecturas impuestas y leí el noble retrato de Scott por Carlyle, precisamente. Después leí las historias de los reyes de Noruega por el mismo Carlyle, que se consideraba inventor del "familiar essay", otro género que limita con la crónica y puede confundirse con ella. "Estas historias", pené, "tienen más fantasía, más invención, más gracia, que el noventa y nueve por ciento de nuestro cacareado realismo mágico". Lo pensé, tuve este pensamiento irreverente, pero me abstuve de divulgarlo.

Hace pocos días reincidí en estos hábitos, que tienen efectos mentales profundamente higiénicos. Me encontré en un caserón del norte de España, en un dormitorio que estaba cerca de la plaza principal del pueblo. Se celebraba la gran fiesta anual. El carrusel, el tiovivo colocado en un costado de la plaza, anunciaba sus funciones que se prolongaron hasta después de las cinco de la madrugada, por medio de una sirena insistente, de una estridencia increíble. La orquesta, instalada en una tarima, utilizaba todos los recursos de la electrónica para rasgar el aire de la noche, para hacer reventar los tímpanos en muchas leguas a la redonda. No conozco ningún pueblo con más capacidad de hacer ruido que el español. Cada región española es diferente, pero el ruido las une a todas, a Valencia con Cantabria, a Cataluña con Castilla la Vieja. Pues bien, salí a una de las galerías de ese caserón y me dediqué a sacar libracos polvorientos. Leí una comedia de Moratín, una página de Jovellanos y un conjunto de crónicas sobre la guerra del Pacífico enviadas por el corresponsal en Lima de la Ilustración Española. El corresponsal sabía bastante poco del Perú y absolutamente nada de Bolivia y de Chile. Hacia toda clase de predicciones erróneas sobre el curso que seguirían, a su juicio, las operaciones bélicas, y después, con notable soltura de cuerpo, se olvidaba de haberlas hecho. Parecía un periodista de vanguardia de la prensa contemporánea. Sus descripciones de batallas navales y terrestres, sin embargo, eran amenas, y me permitieron llegar hasta el repentino y misterioso silencio de la madrugada, un silencio interrumpido por algún grito lejano y una botella que se estrellaba contra el pavimento.

El diario de Luis Oyarzún, que comenté aquí la semana pasada, tiene un sabor inactual que me interesa, un eco de los años cincuenta, todavía cercanos en la cronología, pero, a la vez, enormemente lejanos, anacrónicos, casi prehistóricos. Es natural que un hombre de mi generación, llamada "del cincuenta", salga al rescate de esas páginas. Me advierten que han sido expurgadas por algún miembro pudibundo de la familia, y el caso me parece curiosamente irónico. Oyarzún no hace más que hablar contra los chilenos depredadores, destructores de árboles, de paisajes, de casas, de cosas. Ahora sabemos que el también fue víctima de la depredación, pero su Diario, a pesar de las tijeras del censor privado, se salva. Y nos habla de textos que hemos olvidado y que deberíamos, si tuviéramos un mínimo respeto por nosotros mismos, si no fuéramos esclavos de la actualidad, de la moda, recuperar. Textos, por ejemplo, de Pedro Prado. En nuestra provincia, Prado fue un poeta auténtico y un hombre de ideas, un intenso animador intelectual. Neruda, que en su juventud lo había mirado como un caballero conservador, excesivamente cosmopolita, sintió más tarde la necesidad de reivindicarlo. Hay que leer su discurso de incorporación a la Facultad de Filosofía, donde hace la defensa simultánea, en apariencia herética, de dos de los extremos más opuestos de nuestra literatura: Mariano Latorre y Pedro Prado. Oyarzún, más fragmentario que Neruda, incisivo y errático, heredero lejano del doctor Johnson, nos habla de paseos por el huerto de la casa de Prado, de malezas que él dejaba crecer en libertad, de "jardines ruinosos, casas deshabitadas, puertas vencidas…".