38085.fb2 El whisky de los poetas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 53

El whisky de los poetas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 53

La Frontera

Chile es un país limítrofe. Es un Finisterre, una nueva y última extremadura. Su exotismo, su diferencia, no son tropicales. No tienen nada que ver con Macondo. Tienen que ver, en cambio, con el sur y con su selva fría y sagrada, título de un libro excelente e ignorado de Miguel Laborde. Tienen que ver con la Araucanía, con el mar y los volcanes, con los cataclismos y los signos del Apocalipsis que suelen presentarse entre nosotros y que de algún modo han sido registrados por nuestra literatura: final de la tierra y final de los tiempos. No es extraño que haya nacido y se haya formado entre nosotros Manuel de Lacunza, jesuita milenarista, cuyas teorías, después de la expulsión de la Compañía por Carlos III, se difundieron en la Europa de fines del siglo XVIII y llegaron a tener una influencia inquietante para la Iglesia. País en que la monotonía cotidiana, el color gris predominante, la opacidad, el sueño de marmota de que hablaba Vicuña Mackenna, el peso de la noche, son interrumpidos de cuando en cuando por los exabruptos de una geografía extravagante. Nos movemos, nos hemos movido siempre entre la prolongada y aletargada mediocridad y períodos breves y violentos de ruptura.

La primera película chilena que da cuenta de esta condición inestable, de esta inseguridad primordial recubierta por una apariencia inocente, es La Frontera, que se filmó en Puerto Saavedra con algo de cooperación española y que se proyecta en estos días en Santiago con relativo éxito de público. No conozco la historia de la película y no pretendo hacer crítica de cine. No me pareció que sea una obra de arte perfecta, enteramente lograda, pero me interesó desde el comienzo hasta el fin y por momentos me impresionó. Tiene episodios discutibles, demasiados ingenuos o demasiados grotescos, pero también tiene escenas extremadamente bellas, en que la belleza del paisaje refuerza las emociones de los personajes y las conduce a una especie de límite dramático. Aunque haya chistes un poco fáciles y se abuse de la caricatura, predomina en toda la película una humanidad fuerte, quizás primitiva, pero en ningún caso primaria ni tosca. Dirigida por un cineasta nuevo, Ricardo Larraín, e interpretada por algunos actores experimentados, la película sugiere un sistema de correspondencias entre los personajes principales y la naturaleza. En este aspecto pertenece a una tradición romántica bastante vigente en parte de la poesía chilena. No es gratuito el hecho de que se haya filmado en Puerto Saavedra y sus alrededores, uno de los paisajes recurrentes en Crepusculario y en los Veinte poemas de amor, del Pablo Neruda de la juventud, escenarios que después fueron destruidos por el maremoto de 1960, pero tampoco es casual que esos paisajes no tengan nombre en La Frontera, que mantiene siempre una ambigüedad geográfica, un elemento de irrealidad.

Aclaremos que el nudo de la película es una historia política y que la obra, en ese contexto, no es en absoluto ambigua. A un pequeño puerto del sur, a una atmósfera de mar agitado, de viento, de lluvia constante, de vida humana precaria, llega un relegado en los años del pinochetismo. Es profesor de matemáticas en la capital y su delito consiste en haber firmado un manifiesto en favor de un colega detenido y desaparecido. El cura del pueblo, un extranjero de barba pelirroja, hombre áspero, de cabeza dura y de espíritu generoso, muy bien interpretado por Héctor Noguera, le dará hospedaje en la parroquia, y la condena del profesor lo obligará a firmar cada ocho horas y después cada cuatro horas el libro de registros de la delegación provincial. La condena es absurda, las condiciones de vida son mínimas, pero el relegado terminará por identificarse con el lugar. Cuando llegue la orden de su liberación, optará por quedarse. Su relación amorosa con una refugiada de la guerra civil española no será una explicación suficiente. La española y su padre, republicano indómito, obsesionado por la memoria de una España que ya no existe, serán barridos por un nuevo maremoto. El profesor, en cambio se salvará con el resto de la población en el cementerio de la colina. Cuando los periodistas de Santiago bajen de su helicóptero y lleguen a entrevistarlo, él reaccionará como un extraño, como un hombre ya incorporado a esas regiones del fin del mundo. Sólo podrá repetir su protesta en favor del colega desaparecido, la que había provocado su condena.

El valor principal de la película, a mi juicio, reside en que es una gran metáfora, una fantasía sobre Chile, pero también una reflexión sobre la vida humana. El espectador se indigna frente a la arbitrariedad del delegado de la dictadura, pero pronto descubre que es un pobre diablo, víctima de la inseguridad, de la ignorancia, del miedo; un dictador en pequeña escala y que tiene que recurrir a la habilidad casuística de su secretario para poder dormir tranquilo. Lo que domina, al fin, es el mar, con su poder fascinante y terrible, y el tiempo: los años y las olas que arrasan con todo y lo barren todo. Si la española y su padre forman uno de los polos de la narración, el otro es un buzo aficionado y fanático, explorador de un mito submarino, que se convierte en el mejor amigo del protagonista. La frontera del titulo de la película alude a nuestra frontera histórica, la de la antigua guerra de la Araucanía, cuyas secuelas todavía se sienten en este año del quinto centenario, y también a otras antinomias y puntos de ruptura: el europeo y el americano, el blanco y el indio, el delegado de los poderes centrales y la gente del lugar, la tierra firme y el mar, el mundo conocido y el ignorado.

A fin de cuentas, La Frontera es una historia política que tiene el mérito de llevarnos más allá de la política. Si se hubiera mantenido en un nivel exclusivamente político, habría sido fácil contarla mejor, sin recurrir a un cataclismo final que hace las veces de Deus ex machina, el Dios que salía de una máquina en el antiguo teatro y solucionaba los enredos en última instancia, pero probablemente habría sido menos interesante. No está mal que la ambición artística nos haga ir más allá de las contingencias políticas y de cualquier especie. Es, quizás, necesario para nosotros, y no sólo para nosotros.