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Ningún país ha sido más sometido a examen en los últimos años que
Chile. Nos han examinado durante la dictadura y durante la transición,
y ahora nos examinan durante esto que algunos llaman, democracia, otros
democracia a medias y otros dictablanda. No sé por qué nos ocurre esto.
Quizás porque nos convertimos hace ya muchos años en una especie de
laboratorio internacional: el de la Revolución en Libertad, el del camino
pacífico al socialismo, el de la dictadura política con apertura económica.
Nuestros examinadores actuales, que viajan con frecuencia o que nos observan desde sus tribunales remotos, llegan con una papeleta severa, con exigencias rigurosas. Si el general Pinochet, sostienen, continúa en la Comandancia
del Ejército, quiere decir que aquí no ha pasado nada. Si el mapa de la extrema
pobreza sigue en pie, si en Chile hay todavía más de cinco millones de pobres,
¿de qué éxitos económicos nos hablan? Si los recientes esbirros andan sueltos
y los combatientes contra la dictadura presos, ¿qué clase de democracia es
ésta?
Preguntas difíciles, no cabe duda. A un escritor de hoy, por lo menos en Chile, no le plantean cuestiones literarias, no lo interrogan sobre sus ficciones, sus lecturas, sus teorías estéticas, sus proyectos. Pasan las comisiones examinadoras, aplicadas, metódicas, infatigables, y siempre vuelven a lo mismo: por qué esto, por que aquello, por que lo de más allá. Ahora último, y sobre todo después del primero de enero de este año, agregan una pregunta adicional, también endiabladamente difícil: por qué el Quinto Centenario, por que conmemorar una invasión, una conflagración, un genocidio.
Uno se queda pensativo, uno reflexiona y responde lo mejor que puede, y de pronto, sin quererlo, se encuentra convertido en abogado sin patrocinio, en diplomático sin credenciales. ¿No corresponde, más bien, que los escritores ejercitemos la crítica a fondo, que señalemos con el máximo de crudeza, sin la menor complacencia, las contradicciones? Creo que debemos mantener nuestra independencia, nuestra disponibilidad intelectual, pero que frente a un conjunto de ideas simplistas, reiteradas hasta el cansancio, repetidas como una nueva consigna, tenemos la obligación de ser lúcidos. En otras palabras, frente a la crítica, y sin menospreciar su justificación y su sentido, tenemos que hacer la crítica de la crítica. De lo contrario, nos contentamos con lugares comunes y no nos movemos de nuestro sitio. La crítica de la crítica nos ayuda a cambiar, a refrescar nuestro pensamiento, a conocernos mejor y a darnos a conocer. Una persona de nuestro exilio regresa después de once años, ni más ni menos, y me hace las preguntas consabidas, preguntas que esconden una afirmación y que implican una respuesta. Vive en un país del norte de Europa donde es obligatorio proceder en esa forma frente al incauto chileno de adentro. Cuando respondo, esa persona sonríe con expresión de alivio. Parece que hubiera encontrado en mis argumentos una posibilidad de pensar de otra manera, de zafarse de una prisión mental. A ella le resulta evidente, en efecto, que el país de 1980 no se parece en nada al país de ahora. El pueblo fantasma de que hablaba un poeta, la población silenciosa, excesivamente discreta, asustada, se ha transformado en una gente comunicativa, que se expresa con naturalidad, que ha recuperado su agudeza criolla. No se ha producido una explosión de alegría, desde luego. La situación no da para tanto. Pero sostener que la atmósfera de hoy es la misma de hace diez años, que el general Pinochet todavía manda en el país, que los chilenos todavía tenemos miedo, es una perfecta majadería. En este aspecto, un escritor no puede limitarse a repetir lugares comunes. En el Chile de ahora, el escritor, el filósofo, el artista tienen que orientar su conciencia crítica en una doble dirección. Tienen que mantenerse alertas, de eso no cabe duda, frente a las limitaciones y a las mediocridades de la política contingente a sabiendas de que la democracia no es ninguna panacea. Pero tienen que desconfiar frente a los lugares comunes, herencias del discurso político ya desfasado y anacrónico de la vieja izquierda. Mi interlocutor, el exiliado que regresa al cabo de once años de ausencia, no necesita que le demuestren que la figura del general Pinochet se desvanece en el horizonte, que su permanencia en la Comandancia en Jefe del Ejército no es la primera de las preocupaciones de los chilenos de hoy. Basta conocer un poco el país para comprobar que eso ocurre. Esa evolución es un producto de nuestra historia reciente y de nuestro sentido particular de las formas políticas. Hemos abandonado la dictadura de un modo bastante original, sin violencia, con un mínimo de conflicto. Los sectores políticos que no comprendieron ese proceso, minoritarios, pagan ahora las consecuencias de ese error. Enjuiciaron la realidad con anteojeras ideológicas y, como era inevitable, se equivocaron. Desde luego, hay rémoras, hay secuelas, hay límites, hay zonas oscuras. ¿Dónde no las hay? ¡Que país, en este sentido, puede lanzar la primera piedra: Alemania, España, Francia!
La pregunta por el Quinto Centenario, que ahora se pone de moda, suele obedecer a esquemas igualmente rígidos y también exige algunos ejercicios de independencia intelectual para ofrecer una respuesta interesante. Ya se podría redactar, con respecto a este asunto, un Diccionario de las ideas recibidas, y es imperativo, por consiguiente, que hagamos la crítica de la crítica. Como se acaba el espacio, el tema queda para una crónica futura.