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Exilio y literatura

Parecía que la cosa era simple. Salir al exilio, obligatorio o más menos elegido, y al cabo de algunos años regresar. Pero ocurre que nada es tan simple: ningún movimiento humano es tan simétrico, tan cerrado en sí mismo y consumado. El que sale ya no regresa. El que regresa es otro. El que abandona su sitio por un tiempo largo ya no pertenece a ningún sitio, no es de ninguna parte, se ha convertido en un inadaptado para siempre. La literatura y el exilio están unidos por conexiones profundas. La vocación literaria, de un modo que me parece inevitable, provoca marginación, extrañeza y extrañamiento, distancia. Todos los males de los hombres provienen de que no son capaces de quedarse tranquilos en su habitación. No sé si Pascal pensaba, al hacer su célebre afirmación, en los hombres de letras, que suelen salir a los caminos y combatir contra molinos de viento y otros fantasmas.

José Donoso regresó por un par de días a su pueblo de Calaceite, en la provincia de Teruel, y acarició durante horas, con nostalgia, con melancolía, las piedras de su antigua casa. Eso fue lo que me contaron, con un poco de malicia, pero con afecto, sus ex vecinos. Contaron, incluso, que había llorado por su casa perdida, pero sospeché que este detalle podía ser producto de la imaginación pueblerina. Por lo demás, vivir en Calaceite y querer regresar a Chili, regresar a Chile y recordar las piedras de Calaceite con tristeza, con emociones abrumadoras, me parece inevitable. Después de unos años, terminamos por llevar el exilio a cuestas, como una condición, un lastre y a la vez un estímulo.

Por mi parte, regreso al pueblo de Calafell, al sur de Barcelona, en la costa de Tarragona, y me encuentro con una playa llena de espectros, espectros que conocí en persona o a través de la memoria de los otros: el del Barón D´Anthés, con su curiosa vertiente chilena y carbonífera, invocado por las palabras de Carlos Barral, y el del propio Carlos Barral; el de Jaime Gil de Biedma y el otro, más fugaz para mi, de Alfonso Costafreda; el del Moreno, un pescador que había estado en Punta Arenas, en el extremo sur de Chile y del mundo, en el año de gracia de 1925, y que todavía se acordaba de Alfonso XIII, del general Primo de Rivera, de los anarquistas catalanes; y los de compañeros suyos aún anteriores. Regreso a Calafell, donde las ausencias son abruptas y donde los vivos parecen, de pronto, estar contaminados por los de la otra orilla, y subo después a las provincias del norte. Si me encontrara con Pascal, no sabría darle la más mínima justificación de mis desplazamientos.

Oviedo, con su bello y neblinoso casco antiguo, me parece la única ciudad del mundo que tiene una ciudad literaria superpuesta y que de alguna manera la domina. Oviedo es la Vetusta de Leopoldo Alas, la Pilares de Pérez de Ayala, y está llena de tabernas y establecimientos varios que se llaman "Clarín", "Tigre Juan", "La pata de la raposa".

Sigo por tierra, por montes y collados, hasta Santander, y hablo de las relaciones entre la memoria y la ficción. Me sorprende que acudan tantos santanderinos a la sala de la Fundación Marcelino Botín para escuchar una disertación tan literaria. No falta, como en casi todas partes, el cubano (estudió en un colegio de jesuitas con Fidel Castro, que colaboró con él en la primera etapa de la Revolución y que después huyó despavorido. Cuba lo persigue y nos persigue. "No hay delirio de persecución", me escribió una vez Guillermo Cabrera Infante, "allí donde la persecución es un delirio". Me hacen preguntas y tratan de arrancarme respuestas. No caeré en la tentación de afirmar que Fidel Castro hoy día es otro fantasma, aunque menos grato en muchos aspectos. ¡Por ningún motivo!

A menudo he pensado que el sentido del título juvenil de Neruda Residencia en la tierra, es "Residencia en la lengua". El joven poeta escribía rodeado de colonos ingleses y de poblaciones nativas. Era una poesía del exilio. Como lo es Altazor y Temblor de cielo, de Vicente Huidobro, y Tala, de Gabriela Mistral. Y lo mejor de la obra de Luis Cernuda. Y la de James Joyce Y la del Dante Alighieri. Hay que terminar aquí. ¡Que Pascal, o San Pascal nos ilumine y nos dé su fortaleza!