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Hay libros que se nos quedan atrás, y no por falta de calidad literaria, sino por limitación, distracción, descuido nuestro. Me sucedió con Gran sertón, veredas de João Guimaraes Rosa, uno de los grandes clásicos del Brasil contemporáneo. Intenté leerlo en su tiempo en el original portugués y tuve que darme por vencido. En su lenguaje, Guimaraes Rosa es algo así como un Joyce de tierras adentro, un artista cuya escritura arranca de bases coloquiales, populares, tradicionales, pero que incorpora un cúmulo enorme de referencias cultas, a veces difíciles de percibir. No pude con el texto original, y ahora he leído una nueva traducción francesa, publicada con el titulo de Diadorim y con prólogo de Vargas Llosa, como si se tratara de una novela de aventuras. Entramos en ese mundo en apariencia difícil, poco accesible, y la lengua de Guimaraes nos envuelve y nos produce un efecto muy concreto de fascinación, de magia verbal, sin que tenga nada que ver, por lo menos en opinión mía, con el llamado realismo mágico.
Cabrera Infante ha declarado en estos días que de toda la literatura latinoamericana actual, sólo sobrevivirá dentro de cien años la obra de Jorge Luis Borges. No soy aficionado a estos vaticinios, a estas sentencias tajantes, pero ahora, después de mi lectura de Diadorim en francés, siento la tentación de añadir: Borges y Guimaraes Rosa. Borges, el escritor intelectual, abstracto, urbano, irónico; Guimaraes, el gran narrador de la naturaleza. Borges sintético y agudo; Guimaraes abundante, envolvente, atravesado en su escritura por enigmas antiguos, por fuerzas míticas.
A veces tiene sus ventajas descubrir un libro con retraso. Cuando se habla de la destrucción de la naturaleza, y cuando se discute sobre estos temas precisamente en la ciudad de Río de Janeiro, la visión de Guimaraes adquiere una vigencia extraordinaria. Yo creo que ya ha llegado el momento de las revisiones y las rectificaciones. Si nos decidimos a abandonar las ideas recibidas, cuyo diccionario todavía está por hacerse entre nosotros, encontramos que mucha de nuestra literatura adquiere más sentido. En America Latina existe toda una corriente de escritores de la naturaleza, corriente que no se identifica en absoluto con el "boom" o con el concepto de lo "real maravilloso" y que ni siquiera se manifiesta siempre en el género de la novela. A ella pertenece, por ejemplo, un escritor colonial como el jesuita Alonso de Ovalle, cuya Histórica Relación del Reino de Chile, más que historia, es relación política de la naturaleza, el mar, las montañas, los pájaros y las plantas de un territorio que todavía estaba por descubrir y describir. También forma parte de esa corriente el Ricardo Güiraldes de Don Segundo Sombra o el Horacio Quiroga de Cuentos de la selva, que son anteriores al "boom", así como Juan Rulfo, José Maria Arguedas o Guimaraes Rosa.
No pretendo descartar la literatura más cosmopolita y de temas urbanos. Por eso, con toda intención, he dicho Borges y Guimaraes. Y si me limitara al Brasil, diría Guimaraes y Machado de Assis, escritor ciudadano e intelectual por excelencia, aunque no por eso menos "brasileño" que el otro. Lo que ocurre es que los espacios americanos o, si se quiere, latinoamericanos, dieron origen a una literatura particular, diferente de cualquier otra, inventada a partir de la exaltación poética provocada por el carácter fantástico, en alguna medida sagrado, de esas inmensas reservas naturales. Incluso hay notables textos extranjeros que pertenecen a esa especie literaria latinoamericana. Por ejemplo, Green Mansions y Far away and long ago, las novelas autobiográficas en que el ingles W. H. Hudson narró sus experiencias del Ecuador y de la pampa argentina.
Lo interesante es que el Gran sertón, veredas es un Fausto latinoamericano, una versión más del pacto con el diablo, tema directamente relacionado
con el de la ambición humana y, por lo tanto, con el de la dominación de la
naturaleza, que implica muy a menudo su destrucción. Vale decir, el mito
fáustico, que tiene la edad casi exacta de Occidente, se puede aplicar en todas
partes al hombre moderno, el gran depredador, y tiene por eso una relación
directa con la ecología. La novela de Guimaraes, que cuenta historias de
bandidos campesinos, "jaguncos", y de señores feudales de comienzos de siglo,
está llena de acción, de violencia, de batallas, de personajes, pero los seres
humanos parecen completamente dominados por el paisaje. Es un paisaje
cambiante, alucinante, que puede cumplir funciones de aliado o de temible
enemigo, y donde aparece el demonio en diversas metamorfosis y en el
momento menos pensado.
¿Adivinó Guimaraes Rosa, intuyeron los escritores latinoamericanos de la naturaleza, el gran peligro, la fuente del mal? Algunas mitologías indígenas miraban con notoria suspicacia toda noción de cultivo industrial de la tierra. En Hombres de maíz, Miguel Ángel Asturias, otro novelista que hemos empezado a olvidar, siguió la huella de aparentes prejuicios de origen mitológico, tradiciones derivadas de los libros religiosos mayas, en la Guatemala moderna. En el Popol Vuh, el génesis de la cultura maya, el hombre, después de varios ensayos divinos, quedaba hecho de maíz, planta sagrada que sólo se podía cultivar para el consumo de la familia. Pues bien, al leer a esos autores hace treinta o más años, uno tendía a identificar esos temas con cierto nacionalismo de izquierda que hoy día es muy añejo, y que ya empezaba a serlo entonces. En la lectura actual, sin embargo, ese aspecto se desvanece, retrocede la historia social y política, con todos sus avatares, y ocupa el primer plano la naturaleza, con su otra historia y sus otros demonios. El tema central de Don Segundo Sombra no era la peripecia de un gaucho viejo, sino la de los trabajos y los días en la pampa. El de Gran sertón, veredas, son las batallas, las marchas, los días y las noches en el sertao, en las terras-gerais, en las veredas, es decir, los oasis. Todos esos escritores anunciaban una posible degradación, percibían un germen maligno, una amenaza. Ahora me parece que el más artista, el más consciente, el más culto y a la vez de registro más vasto era Guimaraes Rosa. El problema es que la lectura de todos esos libros, en los años cincuenta, se hacía en una atmósfera de notable confusión y sobre todo de simplificación ideológica. Era una época de interpretaciones reductivas, en que la complejidad, la ambivalencia inherente a cualquier texto literario de calidad, se nos escapaban. El tema de la naturaleza, y por consiguiente el de la ecología, era una de las claves que faltaban en esos años.