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Llego a un café de los alrededores de Barcelona y me pongo a conversar con un personaje de barba, de aspecto y vestimenta juveniles, aunque de rasgos un poco marcados ya por los efectos del tiempo. Al cabo de un rato compruebo que me encuentro frente al más perfecto de los intelectuales de izquierda de la década de los sesenta. Cambió la historia contemporánea, pero aquella especie humana, la del intelectual "progre", sobrevive con una salud envidiable y ocupa los espacios más inesperados y codiciados. Mi interlocutor, persona locuaz, afable, amistosa, de genio vivo, se entera de que soy chileno y dice lo que sigue: "Todos hablábamos antes de Chile, pero cuando descubrimos que el general Pinochet había dejado la economía del país en un estado más o menos aceptable, dejamos de interesarnos en el tema".
La lógica del discurso de mi compañero de mesa me pareció más bien perversa, pero no me costó ningún trabajo entenderla. Se trataba de una vieja historia, tan vieja como el descubrimiento de America. Para el europeo, y desde nuestros orígenes, el Nuevo Mundo es el otro mundo, el otro lado de las cosas. Es un mito, un producto de su imaginación, y necesita inventarlo y reinventarlo a cada rato. Si el hombre americano es el buen salvaje, si la historia es una sucesión de revoluciones, contrarevoluciones, cataclismos, paraísos e infiernos, ambos, hombre e historia, se ajustan al mito y lo refuerzan. Si no son eso, si se presentan como circunstancias y personajes menos accidentados, de apariencia más común, esto es, más europea, el europeo típico, voraz consumidor de lugares comunes, y entre ellos, desde luego, el intelectual reincidente de los años sesenta, dejan de prestar atención.
En Le Monde Diplomatique, que permitiría formar un verdadero Diccionario de las ideas recibidas de Europa sobre América Latina, el discurso es más sutil, más elaborado, pero no diferente en los rasgos esenciales. La transición a la democracia en Chile todavía es muy delicada, sostiene un articulista.
Nadie se quiere acordar, en medio de una atmósfera de triunfalismo económico, de una especie de "sucess story", de los crímenes de la dictadura. El texto admite, claro está la existencia del informe de la Comisión Rettig, pero señala que la correlación de fuerzas políticas no permite que ese informe, cuyas cifras son "de toda evidencia inferiores a la realidad", se transforme en procesos y en condenas concretas. El general Pinochet lo dejó todo bien amarrado, "atado y bien atado", para emplear una célebre expresión franquista, y desde su puesto de Comandante en Jefe del Ejército maneja los hilos decisivos del país. Desde que tomó el control de la Democracia Cristiana en 1987, Aylwin, continúa Le Monde Diplomatique en su edición de junio de 1992, frenó las movilizaciones sociales, que siempre eran desbordadas por la extrema izquierda, y entró en un camino de negociaciones y concesiones en el que su gobierno todavía continúa.
El discurso del periodista francés, mejor elaborado que el de mi interlocutor de Cataluña, es, sin embargo, una buena argucia retórica para mostrar las cosas nuestras desde su lado más truculento, más accesible a la mirada que no nos mira sino que nos inventa. En lugar de explicar todo lo que ha conseguido la transición chilena, insiste en revelar lo que no ha conseguido todavía. En lugar de explicar cómo el tiempo trabaja en contra de los resabios de la dictadura y en favor de la consolidación de la democracia, intenta colocar el tiempo en un gran paréntesis. Se dirá que las ideas de evolución política, de gradualidad, de equilibrio, pertenecen a la órbita europea, mientras que nosotros estaríamos condenados, por nuestra historia y por nuestra naturaleza, a ser sólo una tierra de terremotos y de rupturas dramáticas, buena para producir textos de "realismo mágico", pero mala para conseguir resultados en la realidad cotidiana. En otras palabras, hay cierta mentalidad difundida, obstinada, omnipresente, que nos niega toda posibilidad de alcanzar soluciones políticas razonables. Sospecho que es una forma sutil de paternalismo, de desdén; quizás, aunque la palabra sea dura, de racismo.
Los latinoamericanos tenemos que comportarnos en forma de dar razón y alimento a las ideas preconcebidas de Occidente con respecto a nosotros. Ahora veo, sin ir más lejos, que en Cuba, después de la aparición del movimiento de "Criterio alternativo" de Maria Elena Cruz Varela, que paga desde hace largos meses su delito de opinión con la cárcel, ha surgido un "Proyecto de Programa Socialista Democrático". El "Proyecto" se presenta como una alternativa de izquierda y propone una salida de la crisis que sea pacífica, gradual, inspirada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en las libertades públicas occidentales y en la idea, sin duda importante y nueva, de evitar los efectos traumáticos de las transiciones en los países de Europa del Este. Es decir, enfoca el problema político cubano a la luz de la experiencia histórica más reciente, con una perspectiva que por lo menos podríamos definir como "civilizada”. Para citar un ejemplo, defiende el derecho de propiedad sobre las viviendas cubanas de sus actuales ocupantes. Ya podemos imaginarnos que trastornos provocaría la reivindicación de sus mansiones habaneras por los antiguos propietarios radicados en Miami hace tres décadas. Los sectores más reaccionarios de Miami han planteado este asunto en los últimos meses y esto, bien aprovechado por la propaganda oficial, ha servido para darle un respiro inesperado al castrismo. Es un problema que también se ha presentado en estos días en la ex Alemania Oriental y que ocasiona allá trastornos serios.
Me pregunto si Europa podrá demostrar una solidaridad real, tangible, con la oposición cubana democrática en sus diversas expresiones, comparable a la que tuvo en su día con un régimen cuyo stalinismo nadie quería ver, a pesar de lo mal disfrazado que estaba. No sé que dirán las personas como mi interlocutor del café o como el periodista francés "especializado" en Chile, que son muchas y que tienen algo muy parecido al don de la ubicuidad. Vendrán pronto a España los jefes de Estado latinoamericanos y ya sabemos quienes serán mirados con una indiferencia relativamente desdeñosa y quién, con su apariencia y su uniforme perfectamente adecuados a la necesidad de mitología, provocar la fascinación más o menos general. Las ideas de la verdadera modernidad política, entre tanto, seguirán siendo consideradas como exclusividades del Norte desarrollado.